Capítulo 23

LA estación del subway de la Calle 42 representaba un problema logístico de enormes proporciones para la División de Homicidios de NYPD. Se trataba del más grande complejo de estaciones de transferencia del sistema de transporte subterráneo de Nueva York: unía a cinco estaciones a través de un amplio mezzanine y de un laberinto subterráneo con innumerables pasillos de conexiones.

Ese hecho la convertía en la estación de metro más activa de la ciudad: ocupaba el primer lugar en número de pasajeros transportados (el año anterior la cifra había sobrepasado los cincuenta y ocho millones); servía a cuatro líneas del subway en cuatro niveles distintos, el más profundo de los cuales se encontraba a dieciocho metros debajo de la calle; y ofrecía conexiones entre once servicios, más que cualquier otra estación de transferencia del New York Subway.

Estaba ubicada justo debajo de Times Square, en la intersección de la Calle 42, la Séptima Avenida y Broadway. Es decir, en el corazón mismo de la Gran Manzana.

El problema que enfrentaban Brannagan y su equipo se complicaba aún más porque el «Asesino del Corazón Volteado» había escogido un día viernes para perpetrar su próximo crimen.

Como era de esperarse, viernes y sábado eran los días de mayor afluencia a Times Square, porque además de constituir una importante área comercial, Times Square también incluía el sector de cines y teatros: «Broadway», para más señas, famoso a nivel mundial.

Asimismo, muy cerca de allí se encontraban la Biblioteca Pública de Nueva York y Bryant Park, el parque donde había sido asesinado el trabajador jubilado Albert LaPaglia. Pero ese hecho no había disuadido a los neoyorkinos de seguir asistiendo masivamente a las funciones de cine al aire libre en el mencionado lugar, demostrando así el mismo indoblegable espíritu exhibido durante los ataques a las Torres Gemelas.

Precisamente a raíz de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, la seguridad en las estaciones del subway había sido ncrementada notoriamente. El Departamento de Policía de Nueva York había aumentado el número de agentes uniformados que patrullaba el interior de las estaciones. También se habían instalado cámaras de vigilancia adicionales en todas las instalaciones del metro. Y en una decisión que fue muy cuestionada en su momento, la policía que custodiaba el subway comenzó a efectuar revisiones al azar de bolsos y paquetes que lucieran sospechosos. El término «al azar» resultaba bastante particular en este caso, pues la inmensa mayoría de los pasajeros que eran registrados provenía de Medio Oriente, India y Pakistán. La medida había sido revocada tiempo después por una decisión judicial, pues se consideró que era visiblemente discriminatoria.

En años recientes, y debido a la crisis económica, la fuerza policial que resguardaba el interior de las estaciones del subway había sido reducida a su mínima expresión, por falta de presupuesto.

—No vamos a poder manejar esto solos —advirtió Brannagan—. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.

—¿Y si cerramos la estación, u ordenamos que los trenes no se detengan en Times Square? —sugirió Peter Bradshaw—. De ese modo «El Asesino del Corazón Volteado» no podría actuar.

—Eso no es posible, Google —le ripostó Victoria Seacrest—. Recuerda que se trata de la mayor estación de transferencia de Nueva York. Una medida de esa naturaleza afectaría al transporte subterráneo de toda la ciudad. Sería un completo caos.

Brannagan se dirigió a Corelli:

—Times Square está en la jurisdicción de la Comisaría de Midtown South —le señaló—. Eso le corresponde a la gente de Alan Murdock. Llámalo de inmediato y dile que lleve todos los hombres que pueda reunir a la estación del subway de la Calle 42. El resto de ustedes —ordenó, dirigiéndose a los otros integrantes de su grupo de tarea—, váyanse ya para el sitio y coordinen con Alan Murdock la estrategia a seguir. Yo voy a subir a hablar con el jefe Murphy para que autorice la movilización de la Unidad de Servicios de Emergencia.

«Cuando la gente necesita ayuda, llama a la policía. Cuando la policía necesita ayuda, llama a la Unidad de Servicios de Emergencia». Ese era el lema de la fuerza de élite especialmente entrenada para brindar apoyo táctico y equipos especiales a los diferentes cuerpos de la policía frente a situaciones que se escapaban del control normal de los agentes de la ley. Situaciones definitivamente peligrosas, como escenarios de rehenes, derrumbes de inmuebles, escapes de gas de una edificación, manejo y control de multitudes, rescates en tierra y alta mar, accidentes automovilísticos masivos; en suma, desastres de todo tipo, naturales o provocados. De hecho, catorce de los veintitrés agentes de policía que habían muerto en el ataque a las Torres Gemelas pertenecían a la Unidad de Servicios de Emergencia.

Brannagan tomó su chaqueta y abandonó la sala de reuniones. Cuando pasó frente al escritorio de Beatrice Barrows, le dijo sin detenerse:

—Avísale al capitán Murphy que en este momento estoy subiendo a su oficina. Dile que necesito hablar urgentemente con él.

Brannagan salió al corredor, cruzó a gran velocidad el área donde estaban los ascensores pero no se detuvo. Abrió la puerta que conducía a las escaleras de emergencia y a grandes zancadas trepó los dos pisos que lo separaban de la oficina de Charles Murphy.

El reloj de pared del octavo piso marcaba las siete de la noche.

En cuanto Brannagan llegó a la oficina del jefe Murphy, una de sus secretarias lo escoltó de inmediato al despacho del alto funcionario policial. El capitán Murphy se levantó de su asiento y lo saludó efusivamente:

—Hola, John, acabo de leer tu informe. En este instante te iba a llamar para felicitarte y decirte que nos sentimos muy…

Brannagan no lo dejó terminar la frase.

—Jefe Murphy, necesito que autorice la movilización de la Unidad de Servicios de Emergencia. Tenemos muy poco tiempo.

Charles Murphy se mostró sorprendido.

—¿Por qué? ¿Qué pasa, John?

—«El Asesino del Corazón Volteado» va a atacar otra vez, esta noche.

—«El Asesino del…» —alcanzó a balbucear el jefe policial, antes de interrumpir su propio monólogo—. ¡Pero cómo —reaccionó muy extrañado—, si ayer mismo tú lo mandaste al quinto infierno! —Y agregó enseguida—: La noticia está en todos los medios. ¡Hasta el alcalde Connolly hizo una declaración oficial…!

—Jefe Murphy, no tengo tiempo para explicarle nada. Sólo le ruego que confíe en mí y ordene la movilización inmediata de la Unidad de Servicios de Emergencia. Nosotros solos no podemos encargarnos del asunto. ¡Necesitamos a todos los agentes disponibles!

—Estamos hablando de más de cuatrocientos policías, John. ¿Adónde quieres desplazarlos?

—A la estación del subway de Times Square, en la Calle 42. Allí es donde va a atacar el maldito bastardo.

El capitán Charles Murphy no podía creer lo que escuchaba. Estaba perplejo. Abrió una caja que contenía cigarros puros, tomó uno de ellos y comenzó a quitarle lentamente la característica banda de papel satinado que identificaba la marca y el tipo de cigarro, mientras ordenaba sus ideas.

—Está bien, John —masculló luego de un momento, al tiempo que mordía nerviosamente el cigarro, sin encenderlo—. Voy a confiar en ti. Pero te advierto que te estás jugando el pellejo. Si la cosa no resulta bien… —le insinuó sin terminar la frase, en un tono que parecía más una amenaza que una advertencia.

—Yo asumo la responsabilidad. Y estoy dispuesto a enfrentar todas las consecuencias —le respondió Brannagan enfáticamente.

El jefe Murphy se quitó el tabaco de la boca, inhaló una larga bocanada de aire, pulsó el botón del intercomunicador y le ordenó a su secretaria que llamara a Elliott Davenport, el director de la Unidad de Servicios de Emergencia. En cuanto tuvo la comunicación, oprimió la tecla del altoparlante.

—Hola, Elliott, necesito que movilices a todos los agentes que tengas disponibles a Times Square, a la estación del subway de la Calle 42 —le dijo sin más preámbulo.

—¿Puedo saber la razón, Charles? —preguntó Davenport, desconcertado—. Esto va a causar una gran conmoción.

—El teniente John Brannagan, de Homicidios, te va a dar los detalles.

—Director Davenport —intervino Brannagan—, tenemos poderosas razones para creer que «El Asesino del Corazón Volteado» va a atacar esta noche en la estación del subway de la Calle 42.

Elliott Davenport tuvo la misma reacción que Charles Murphy.

—¿«El Asesino del Corazón Volteado»? —manifestó incrédulo—. ¡Pero se suponía que lo habían liquidado ayer! Todos los medios…

Brannagan no lo dejó continuar. En pocas palabras le explicó la gravedad de la situación y la urgencia de la movilización de la Unidad de Servicios de Emergencia. Finalmente le solicitó lo que requería:

—Necesito que sus hombres establezcan un perímetro de seguridad que abarque todas las entradas y salidas del subway de la Calle 42. También necesito que lleven detectores de metales, para que revisen a cada persona que entre o salga de la estación.

Tras cavilar unos segundos, Elliott Davenport le respondió:

—Está bien, teniente Brannagan. Le voy a asignar doscientos funcionarios, porque necesito al resto para cualquier otra contingencia que pudiera surgir. Pero no se preocupe. Tendrá todo lo que necesite. Incluso vamos a disponer de ambulancias y paramédicos, porque el lío que se va a armar va a ser más grande que la catedral de San Patricio. Charles —dijo en voz alta dirigiéndose al capitán Murphy—, te ruego que me envíes tu solicitud por escrito inmediatamente, para cumplir con los procedimientos. Y para salvar responsabilidades, si fuera el caso —agregó enseguida.

Veinte minutos después, doscientos efectivos de la Unidad de Servicios de Emergencia se dirigían a toda velocidad hacia la estación del subway de la Calle 42. Vehículos de todo tipo y tamaño acompañaban la operación: automóviles y camionetas para transporte del personal, ambulancias completamente equipadas para atender en el sitio cualquier eventualidad, camiones-jaula. Los vehículos también llevaban equipos antimotines, barreras metálicas portátiles para control de multitudes, armas automáticas y semi-automáticas de diversos calibres, equipos portátiles de iluminación, detectores de metales, sistemas de comunicaciones de última generación y toda la parafernalia adicional que pudieran necesitar, además de un helicóptero policial que se desplazaba velozmente hacia el sitio.

Brannagan recibió una llamada en su celular. Era Corelli, para informarle que ya estaba coordinando con Alan Murdock la distribución de los efectivos en las diversas plataformas de embarque y también en los corredores de transferencia de las cuatro líneas que servían al subway en la estación de la Calle 42.

Brannagan miró su reloj: eran las ocho de la noche con diez minutos.

A esa hora Times Square bullía con el ajetreo de miles de personas que buscaban escaparse del insoportable calor estival refugiándose por un par de horas en el mundo de fantasía y el aire acondicionado que ofrecían los teatros y cines del sector; pero a diferencia de otros años, la mayoría de los paseantes eran neoyorkinos, pues las altas temperaturas, los continuos cortes de energía eléctrica y la posibilidad de ser la próxima víctima del «Asesino del Corazón Volteado» habían ahuyentado a millones de visitantes de otros estados y latitudes. (El asesinato de la turista alemana Erika Pfenniger había sido ampliamente reseñado por la prensa internacional).

Autobuses de turismo de dos pisos, pintados de un rojo encendido y con la cubierta superior al aire libre, otrora repletos de turistas de todos los rincones del mundo, se desplazaban ahora con escasos pasajeros. Los pocos visitantes extranjeros contemplaban extasiados las innumerables y gigantescas pantallas de televisión trepidantes de color y movimiento; y los enormes letreros luminosos que anunciaban infinidad de productos y los últimos estrenos de Hollywood y Broadway. (A pesar de la grave crisis energética, el alcalde Connolly había decidido mantener la tradicional iluminación de Times Square, «para no afectar aún más al turismo», había declarado). Los habituales rebaños de turistas japoneses, que con sus inseparables cámaras de video solían grabar todo cuanto se moviera, ahora estaban reducidos a unas decenas de personas que no se separaban ni un instante de sus compañeros de viaje. Grupos de jóvenes afroamericanos, que caminaban por la Calle 42 cimbreándose como salidos de un musical de Broadway, completaban el desfile humano que transitaba por Times Square.

Como lo había anticipado Elliott Davenport, la llegada masiva de la Unidad de Servicios de Emergencia produjo una enorme conmoción en Times Square. La gente comenzó a preguntarse qué estaba pasando. Corrió el rumor que se trataba de un atentado terrorista (el síndrome del 11 de Septiembre aún mortificaba a los neoyorkinos). La policía se mostraba hermética. Cientos de personas recurrieron a sus teléfonos celulares para informar a sus familias y amigos acerca de lo que estaba sucediendo. Muchos de ellos llamaban a los medios de comunicación en busca de información, y también para alertarlos sobre la enorme movilización policial.

Los transeúntes reaccionaron de maneras diametralmente opuestas: mientras algunos se acercaban a la estación del metro para satisfacer su curiosidad, otros se alejaban precipitadamente del lugar, temiendo lo peor. La policía instaló rápidamente las pesadas barreras metálicas y ordenó a la gente que se mantuviera detrás de las mismas, a una distancia prudente. Decenas de agentes que portaban detectores de metales fueron distribuidos en cada una de las entradas del subway, ubicadas en la Calle 42, en la Séptima Avenida y en Broadway, estableciendo así el perímetro de seguridad solicitado por Brannagan. Sólo se permitía el acceso a la estación a las personas que efectivamente fuesen a viajar en el tren subterráneo.

La primera intención de Brannagan fue tomar su automóvil y volar por la autopista FDR hasta la estación del subway de la Calle 42, pero la policía de tránsito le informó que a esa hora la vía estaba muy congestionada en dirección norte. Entonces decidió que la forma más rápida de llegar a Times Square era precisamente el subway, de modo que se dirigió a toda prisa a la estación de Fulton Street. Cualquier tren de la línea 3 lo llevaría en diez minutos directamente a la estación de la Calle 42.

Mientras tanto, en Times Square, la gente que ingresaba o salía de la estación era sorprendida por el requerimiento de someterse al detector de metales. Algunos pasajeros reaccionaron visiblemente molestos, aunque la mayoría aceptó resignada el inesperado chequeo. Pero dada la gran afluencia de público, el proceso se hizo lento, lo que contribuyó a exacerbar aún más los ánimos, especialmente porque algunos individuos se negaban rotundamente a ser revisados, invocando sus derechos civiles y constitucionales.

Cerca de las nueve de la noche la policía había requisado centenares de navajas automáticas, pistolas con los seriales limados, picahielos de diversos tamaños y hasta un machete envuelto en papel periódico que portaba un inmigrante salvadoreño indocumentado. Los sospechosos fueron retenidos en los camiones-jaula, mientras los agentes de la ley investigaban si alguno de ellos tenía antecedentes policiales.

Decenas de policías de la Unidad de Servicios de Emergencia se distribuyeron en todas las plataformas, niveles y corredores de la estación. Stan Martinkowski, Alan Murdock y Ricky Vargas se paseaban con ojo avizor por las plataformas de acceso a los trenes que iban en dirección norte-sur. Lo propio hacían Clifford Owens y Vincent Corelli en las plataformas de los trenes que corrían en dirección este-oeste. Peter Bradshaw y Victoria Seacrest se movían entre los diferentes mezzanines y pasillos de transferencias. Todos los detectives se mantenían en contacto permanente a través de un discreto sistema de comunicaciones inalámbrico, caracterizado por un delgado micrófono curvo de metal que se desprendía de los auriculares que portaban los agentes.

—El teniente Brannagan ya viene en camino —informó Corelli, al tiempo que ponía fin a la llamada de su celular.

El reloj electrónico de la estación marcaba las ocho con cincuenta y siete minutos.

Fue en ese instante cuando se produjo el apagón.

Un apagón generalizado, que dejó a la estación del subway de la Calle 42 completamente a oscuras. Inmediatamente comenzaron a escucharse gritos y exclamaciones que reflejaban la incertidumbre que se estaba viviendo. A tientas y a tropezones, algunas personas empezaron a moverse lentamente, buscando la salida en medio de las tinieblas. También se escuchaban las voces de los policías, que mediante altoparlantes pedían a los pasajeros que se quedaran quietos exactamente donde se encontraran, para evitar accidentes, al tiempo que solicitaban urgentemente las luces de emergencia.

Pero la falla eléctrica había afectado igualmente a los trenes, que se detuvieron súbitamente en el interior de los túneles, en medio de dos estaciones.

Los vagones quedaron en la más absoluta oscuridad. «¡Ay, no, por favor, otra vez no!» exclamó desconsolada una mujer. De manera instintiva, lo primero que hicieron los pasajeros fue verificar que tuvieran sus carteras y billeteras a salvo. «¡No puedo creer que esto esté sucediendo!», masculló Brannagan con rabia e impotencia, sumido en las tinieblas de su vagón, al tiempo que intentaba llamar por teléfono a Vincent Corelli.

Al principio la gente tomó el incidente con calma, esperando que el suministro eléctrico fuese restituido en un breve lapso. Hubo incluso algunos que le dieron un giro humorístico al asunto. «Silencio, que la película ya va empezar», dijo una voz con claro acento latinoamericano. «Sólo se permiten dos besos por pareja», anunció otro. Estos comentarios eran bien recibidos, con risas nerviosas y generalizadas, por la catarsis que producían. Pero a medida que fueron transcurrieron los minutos y comenzó a notarse la falta del aire acondicionado, una creciente sensación de claustrofobia comenzó a apoderarse de los pasajeros. Cesaron los comentarios y las risas. Se produjo un aterrador momento de silencio, que repentinamente fue roto por los gritos, el llanto y los sollozos simultáneos de varias personas que empezaron a sufrir crisis nerviosas, provocadas por la terrible oscuridad, el calor sofocante y la certeza de saberse atrapadas a quince metros bajo la superficie. El pánico se extendió por todos los vagones, y en una histérica reacción en cadena, los pasajeros comenzaron a romper los vidrios de las ventanas utilizando como arietes los extintores de incendio. Algunas personas forzaron las puertas con tijeras de jardinería, barras de acero arrancadas de los mismos vagones y cualquier otro objeto metálico que sirviera como palanca para abrirlas. Y en cuanto lo lograron, saltaron a la negrura del túnel.

Finalmente Brannagan logró comunicarse con Corelli, pero el griterío y la desesperación de la gente por desalojar los vagones era tan infernal que no pudo entender lo que éste le decía.

El peligro que enfrentaban los angustiados pasajeros era inminente, porque las líneas férreas por las que caminaban en plena oscuridad corrían paralelas al tercer riel, la vía de alto voltaje que proporcionaba la electricidad necesaria para que los trenes se movieran. Si el servicio eléctrico fuese restituido en ese momento, más de alguna persona podría morir electrocutada por una descarga superior a los seiscientos voltios.

En la estación de Times Square, entretanto, los pasajeros que había logrado llegar hasta las salidas que conducían a la calle intentaron romper el férreo cordón policial. Los efectivos de la Unidad de Servicios de Emergencia, que habían recibido órdenes de no dejar salir a nadie que no se sometiera al chequeo de los detectores de metales, empuñaron sus armas largas en tono amenazador, lo que hizo que los nerviosos viajeros desistieran de sus intentos de escapar del lugar. Esa acción fue observada y grabada en video por los numerosos periodistas que llegaban al sitio, alertados sólo minutos atrás por los propios transeúntes.

Agentes uniformados entraron rápidamente a la estación de la Calle 42 portando poderosas lámparas portátiles.

Brannagan salió al túnel, alumbrado únicamente por la luz que proyectaba su teléfono celular. Intentó comunicarse con los detectives de Homicidios que estaban en Times Square pero fue arrastrado por los centenares de personas que corrían desorientadas por la vía de evacuación, sofocadas por la falta de circulación de aire fresco, tarea normalmente a cargo de unos gigantescos ventiladores que no estaban funcionando debido al corte de energía.

Luego de unos minutos que parecieron eternos, el personal operativo del New York Subway System irrumpió en el túnel. Traían equipos de protección respiratoria y linternas portátiles de gran intensidad, lo que permitió realizar una evacuación segura y ordenada de los pasajeros.

Después de caminar aproximadamente un kilómetro por el interior del túnel, Brannagan finalmente subió a la superficie por unas escaleras de emergencia. En ese momento se dio cuenta de que estaba en Penn Station, en la Calle 34, al lado del Madison Square Garden.

Penn Station era la penúltima estación que servía la línea 3 del subway antes de llegar a Times Square. Brannagan salió a la calle y se tomó unos segundos para aspirar profundamente la brisa nocturna. La pureza del aire le supo a gloria, especialmente después de haber estado inhalando aire enrarecido durante una hora, a más de quince metros de profundidad; y muy particularmente ahora que había dejado de fumar, al menos por el momento. A continuación sacó su celular para llamar a Corelli.

En la pantalla del teléfono, el reloj digital marcaba las diez de la noche con veintiocho minutos.

A esa hora, en Times Square, los efectivos de la Unidad de Servicios de Emergencia encendían cada una de las numerosas lámparas portátiles de alta intensidad que habían llevado, lo que les permitió iluminar razonablemente bien una buena parte de la estación de la Calle 42, en sus diferentes mezzanines y niveles subterráneos.

Fue así como descubrieron el cuerpo ensangrentado de Clarissa Jackson.