Capítulo 14

BRANNAGAN miró su reloj, decidió que podía concederle un par de minutos a Peter Bradshaw para que expusiera su hallazgo y volvió a colgar su chaqueta en el espaldar de su silla.

—A ver, niño maravilla —dijo—. Sorpréndenos.

Peter Bradshaw levantó la tapa de su laptop y comenzó a teclear, al tiempo que se dirigía a su audiencia, formada por Brannagan, Corelli, Vargas y Victoria Seacrest.

—Me permití pedirle a Betty, su secretaria, que me copiara en un pendrive los mensajes electrónicos enviados por el «Asesino del Corazón Volteado», y que usted conserva en su computador.

Acto seguido, oprimió la tecla Enter. En la pizarra blanca, que hacía las veces de pantalla, se proyectó a gran tamaño la copia de un mensaje electrónico.

—Este fue el primer acertijo que usted recibió, teniente.

En la pantalla se leía:

MIENTRAS MÁS GRANDE ES, MENOS LA VES. ¿QUÉ ES?

Si no lo has resuelto antes de las nueve de la noche, sabihondo, alguien morirá.

El mensaje cerraba con el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado.

—Efectivamente —confirmó Brannagan—. Ese fue el mensaje al que yo no le presté atención porque pensé que se trataba de una broma infantil y estúpida, algo intrascendente. Descubrimos que la solución del acertijo era la oscuridad cuando en la disco bar de ese nombre apareció el cadáver de Linda Armstrong. En ese momento nos dimos cuenta de que la cosa iba en serio.

Ricky Vargas y Victoria Seacrest se miraban desconcertados, como preguntándose «a dónde quería llegar» el novel detective. Vincent Corelli optó por esperar.

Peter Bradshaw volvió a oprimir la tecla Enter. En la pantalla se proyectó el segundo mensaje electrónico.

—Este es el segundo acertijo que usted recibió, teniente —dijo Peter Bradshaw.

En la pantalla se leía:

A VER, SABIHONDO, ¿PUEDES NOMBRAR TRES DÍAS CONSECUTIVOS DE LA SEMANA SIN MENCIONAR LUNES, MARTES, MIÉRCOLES, JUEVES, VIERNES, SÁBADO NI DOMINGO?

Recuerda que tienes sólo hasta la nueve de la noche para evitar que muera otra persona.

Como el mensaje anterior, éste también cerraba con el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado.

Brannagan comenzó a impacientarse. Se acomodó nuevamente en su silla sin intentar esta vez buscar un chicle en sus bolsillos, consciente de que se le habían terminado.

—¿Eso es todo lo que tienes, Google? —preguntó Corelli mirando su reloj—. Porque hasta ahora no nos has dicho nada nuevo.

—Les ruego que tengan un poco de paciencia —se atrevió a sugerir Peter Bradshaw. Acto seguido, volvió a oprimir la tecla Enter. En la pantalla se proyectó el tercer mensaje electrónico.

DIME, SABIHONDO, ¿CUÁNTO ES LO MÁXIMO QUE PUEDE MEDIR UNA NARIZ?

Ya sabes lo que va a pasar si no lo resuelves antes de las nueve de la noche.

Pista: Piensa como los británicos.

Como los mensajes anteriores, éste también cerraba con el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado.

—¿Notaron algo? —preguntó Peter Bradshaw.

Brannagan se encogió de hombros, desconcertado. Vargas se puso de pie, molesto, en actitud de abandonar la sala.

Victoria Seacrest adelantó una respuesta.

—Yo lo único que noté es que los acertijos se van haciendo cada vez más difíciles.

—Es verdad —reconoció Brannagan, al tiempo que se levantaba de su asiento y volvía a coger su chaqueta. Y agregó, francamente disgustado, dirigiéndose a Peter Bradshaw—: Pero para eso no necesitaba hacer este show.

—Sabihondo —dijo Peter Bradshaw.

Todos los presentes se voltearon hacia él, sorprendidos por su insolencia.

—Los tres mensajes incluyen la palabra sabihondo —se apresuró a aclarar Peter Bradshaw—. Y ese calificativo sólo lo utiliza «El Asesino del Corazón Volteado». Ninguno de los cientos de lunáticos que nos envían e-mails todos los días conoce este detalle. Por eso, para identificar con toda certeza el próximo mensaje de nuestro hombre, debemos concentrarnos en hallar exclusivamente el que contenga la palabra «sabihondo». Y descartar todos los demás.

Brannagan dejó caer su chaqueta sobre la mesa de la sala de reuniones y se acercó a la pizarra blanca.

—Vuelve a poner los mensajes —dijo escuetamente.

Peter Bradshaw oprimió la tecla Enter. Esta vez, los tres correos electrónicos aparecieron simultáneamente, uno al lado del otro.

Brannagan los leyó rápidamente.

—Es verdad —reconoció—. ¿Cómo no lo habíamos notado antes?

—Quizás porque estábamos más concentrados en el fondo que en la forma —atinó a responder Google. Y agregó—: Si usted me autoriza, yo podría instalar en todos los computadores de la División un programa que permite buscar y resaltar sólo los mensajes que contengan una determinada palabra. En este caso, «sabihondo».

—Sí, por supuesto —respondió Brannagan tomando su chaqueta por tercera vez—. Hazlo en cuanto regresemos de almorzar.

Peter Bradshaw dedicó el resto de la tarde a la instalación del software prometido. Una vez finalizada la tarea, probó el programa en el computador del teniente Brannagan. En la pantalla pasaron a gran velocidad todos los mensajes que tenía acumulados en su Bandeja de Entrada, sin detenerse en ninguno. También corrió el programa en Instant Messenger con igual resultado.

—”El Asesino del Corazón Volteado” todavía no se comunica con usted —concluyó Google—. Puede eliminar todos los correos de su Bandeja de Entrada y también los mensajes instantáneos, si lo desea. Voy a correr el programa en los demás computadores —dijo, al tiempo que abandonaba la oficina de Brannagan.

Al salir se cruzó con Owens y Martinkowski que entraban al despacho.

—Julia Bates, la mujer de Jake Baron, ya no vive en el Bronx —informó Owens—. Aparentemente no pudo soportar la presión de sus vecinos. Parece que le hicieron la vida imposible cuando se enteraron de que su esposo era un asesino serial.

—¿Y ya averiguaron dónde se mudó? —preguntó Brannagan.

—Sí —respondió Martinkowski—: Se fue a vivir a la casa de una hermana suya, en Phoenix, Arizona. Ya contactamos a la policía local, para que traten de ubicarla.

—Háganle seguimiento a este asunto. Es muy importante que averigüemos quién pudo haber tenido acceso a la ropa de Jake Baron.

En ese momento entró Corelli.

—El FBI logró «limpiar» la grabación del programa de Tina Crowley —informó—. La voz no era la de Jake Baron.

—Me lo imaginaba —comentó Brannagan.

—Sin embargo, lograron identificar la voz —aclaró Corelli. Y antes de que pudieran preguntarle nada, agregó—: Es la de Barry Quinn.

Clifford Owens reaccionó muy sorprendido.

—¿Barry Quinn, el conductor del programa de televisión Barry Quinn Live? —preguntó.

—Exactamente —respondió Corelli.

Brannagan frunció el ceño.

—¿Pero qué estupidez es esa, Corelli? —exclamó—. ¿El FBI ya lo verificó?

—Sí, teniente. Al «limpiar» la grabación, la voz que hizo la llamada en cuestión apareció muy nítida, tanto que varios agentes la identificaron inmediatamente con la de Barry Quinn. Y la verificaron a través del espectrógrafo de sonido.

El espectrógrafo de sonido era un aparato que permitía comparar gráficamente la amplitud y longitud de onda de diferentes voces.

—La coincidencia fue perfecta —agregó Corelli.

Martinkowski no salía de su asombro.

—¿Pero por qué Barry Quinn habría de…?

Brannagan no lo dejó continuar.

—Puede que sea la voz de Barry Quinn —dijo—, pero sin duda él no hizo la llamada. Lo más probable es que se trate de un montaje. Fíjense: el programa de Barry Quinn se transmite a diario, de modo que es muy fácil construir una base de datos bastante grande con su voz, sencillamente grabando el sonido de sus programas cada día, durante una semana. Luego, con la ayuda de un simple programa de edición de sonidos, que ahora viene incorporado en cualquier computador, es muy fácil componer una frase quitando una palabra del lunes, sumando otra palabra del martes y así sucesivamente, hasta obtener el mensaje que uno quiere.

—Claro —dijo Corelli—. Y si lo analizamos con cuidado, el programa de Tina Crowley tiene un formato predecible, porque no varía: ella anuncia que tiene una nueva llamada, saluda al oyente y le invita a que se exprese libremente. Sólo se necesita tener el mensaje grabado en un reproductor portátil, y oprimir las teclas pausa y play cuando corresponda.

—¿Pero por qué el «Asesino del Corazón Volteado» se molestaría en distorsionar una voz que no era la suya —se cuestionó Victoria Seacrest—, sabiendo con toda seguridad que al final descubriríamos que se trataba de la voz de Barry Quinn?

Brannagan se volteó hacia la mujer policía.

—La respuesta es bastante obvia, Vicky. Tú sabes que los forenses expertos en fonética pueden establecer la edad, el sexo, la corpulencia, la raza y el origen étnico de una determinada persona a partir de una grabación de su voz. Naturalmente nuestro hombre no querría que obtuviéramos esa información. Pero sí quería enviarnos un mensaje. Y esta fue la forma que encontró para hacerlo.

—Da la impresión de que para él todo esto es simplemente un juego —agregó Vargas—. Se ve que le gusta provocarnos, y disfruta burlándose de nosotros. Sin duda desea humillarnos, y de paso demostrar que es más audaz e inteligente que la policía.

—Y de esta manera también nos hace perder tiempo obligándonos a rastrear un arenque rojo —lo cortó Owens.

«Arenque rojo» era el término que utilizaba la policía para describir una pista falsa. En otras palabras, se trata de un elemento de información introducido a propósito para desviar la atención de los hechos reales.

El arenque rojo es un tipo de pescado ahumado de olor muy penetrante. Su asociación con una pista falsa proviene del hecho de que antiguamente, cuando el dueño de unas tierras se percataba de que habían entrado cazadores furtivos a su propiedad, solía arrastrar un arenque rojo atravesando el sendero por el cual venían los perros de caza. De este modo los confundía, los desorientaba y los alejaba de su presa.

—Lo importante es que tengamos en cuenta lo siguiente —dijo Brannagan—: Muchas veces, cuando un homicida deja pistas falsas para alejar la investigación sobre sí mismo, el procedimiento que utiliza para dejar esas pistas falsas dice mucho sobre su persona, e irónicamente termina por desenmascararlo.

El diecinueve de julio amaneció nublado, pero el calor comenzó a manifestarse desde las primeras horas. Y aunque era un día domingo, Brannagan y su equipo de investigadores se presentaron en la División de Homicidios a las ocho de la mañana. Todos menos Peter Bradshaw, que llegó a las ocho y veinticinco minutos.

—Perdonen mi retraso —se disculpó, al tiempo que dejaba su laptop sobre la mesa de la sala de reuniones—. Pero es que esta mañana hubo otro apagón en el subway, y tuvimos que salir caminando a oscuras por el túnel.

El consumo de energía eléctrica seguía aumentando a medida que avanzaba ese verano inusualmente caluroso. La ciudad, incapaz de resolver el problema energético, enfrentaba apagones cada vez más frecuentes.

—¡Es increíble que esto esté sucediendo en Nueva York! —exclamó asombrada Victoria Seacrest—. ¡Nos estamos pareciendo a un país tercermundista cualquiera!

—Bueno, no perdamos tiempo en discusiones inútiles —la interrumpió Brannagan—. Dediquémonos a resolver nuestro problema, que es aún más urgente.

Todos estaban conscientes de que el «Asesino del Corazón Volteado» podría atacar ese día, siempre y cuando no hubiese cambiado su patrón de conducta.

Peter Bradshaw encendió, uno por uno, todos los computadores de la División, aún los de los agentes que no estaban asignados al caso. De inmediato, los más disímiles acertijos comenzaron a llenar los buzones de correo y las páginas de mensajería instantánea.

—Estos lunáticos malnacidos no se cansan nunca —exclamó Martinkowski.

—Y menos ahora que los acertijos se han convertido en la fiebre del verano —acotó Owens.

Peter Bradshaw hizo correr su programa de detección de palabras simultáneamente en todos los computadores, y comenzó a pasearse de un monitor a otro. En las distintas pantallas los mensajes se sucedían a gran velocidad. El programa se detenía únicamente cuando se acababan los mensajes que habían ingresado hasta ese momento. Una ventana emergente indicaba que no se había encontrado ninguna coincidencia. El proceso se mantuvo activo durante toda la mañana, sin resultados.

Brannagan observaba la pantalla de su computador cada cierto tiempo, mientras revisaba la documentación sobre el caso en busca de alguna pista significativa. Oprimió el intercomunicador y citó en su oficina a Owens y a Martinkowski.

—¿Tienen alguna novedad sobre la mujer de Jake Baron? —preguntó.

—Sí, teniente —respondió Owens—. Julia Bates afirmó que jamás volvió a ver ni a saber de su esposo después de que Jake Baron cayera al río Hudson. Ella está segura de que Baron está muerto.

—¿Y qué hay de sus parientes? ¿Existe algún pariente cercano de Jake Baron que pudiera desear vengar su muerte?

—Julia Bates informó que Jake Baron tenía un hermano, Michael —intervino Martinkowski—. Y que actualmente trabajaba en una zapatería para caballeros en Boston.

—¿Boston? Bueno, él pudo aprovechar el puente aéreo entre Nueva York y Boston, tomar un vuelo en la tarde del 4 de julio, matar a Érika Pffeniger y regresar a Boston sin que notaran su ausencia.

—El problema es que a las nueve de la noche del 4 de julio, hora en que mataron a Erika Pfenniger —dijo Owens—, Michael Baron estaba en Boston disfrutando del show de fuegos artificiales en las orillas del río Charles, acompañado de varios amigos. —Y antes de que Brannagan pudiera intervenir, agregó—: Su coartada ya fue verificada.

Brannagan golpeó con furia la mesa de su escritorio. Otra esperanza se desvanecía en el aire.

—En cuanto a la camisa —continuó Owens—, Julia Bates afirmó que dos semanas antes de la muerte de su esposo su casa fue visitada por dos detectives que portaban una orden de registro. Que los agentes allanaron su vivienda y se llevaron documentos que pudieran comprometer a Jake Baron con los asesinatos de las mujeres mayores. Que también cargaron con efectos personales de Baron, incluyendo un computador, zapatos y ropa.

¿Ropa? —repitió Brannagan, y preguntó retóricamente—: ¿Podría estar la camisa que usaron para imprimir el logotipo «I Love New York» entre la ropa que se llevaron?

—¿Quiénes fueron los detectives que lo asistieron en esa investigación, teniente? —preguntó a su vez Corelli.

—Manny Ortiz y Eddie Kaufman. Aunque creo que también participaron Burt Holbrook y Dave Gordon. Verifícalo con Alan Murdock. El trabajó conmigo en este caso. De todos modos envíale a la policía de Phoenix fotos de esos cuatro agentes, a ver si Julia Bates reconoce a alguno.

Los dos detectives abandonaron la oficina y Brannagan volvió a concentrarse en sus papeles. Cada cierto tiempo miraba la pantalla de su computador: comprobó que seguían entrando correos con acertijos de toda clase. El software instalado por Peter Bradshaw los escaneaba automáticamente pero no se detenía en ninguno de ellos.

De pronto, ya cerca del mediodía, un beep corto, repetitivo y estridente que provenía de su computador lo sacó de sus cavilaciones. Brannagan se volteó hacia la pantalla. En el monitor aparecía una larga lista de mensajes, pero sólo uno de ellos estaba destacado por una franja de color azul. Una ventana emergente con un texto en mayúsculas y letras rojas centelleaba al mismo ritmo del beep: ENCONTRADA COINCIDENCIA anunciaba.

Por un instante Brannagan no supo qué hacer. Finalmente decidió pulsar la tecla Enter.

En la pantalla apareció el temido mensaje:

NO ES LO QUE DICE SER. TAMPOCO ES LO QUE FUE. PERO MUCHOS YA SABEN LO QUE SERÁ.

Al final de la línea el cursor titilaba expectante. Súbitamente bajó dos espacios y comenzó a escribir:

Creo que no necesito recordarte, sabihondo, lo que sucederá si no has resuelto el acertijo antes de las nueve de la noche.

El cursor bajó otros dos espacios y escribió:

Pista: la solución tiene sus altibajos.

La palabra «sabihondo» aparecía destacada por un rectángulo con fondo azul, que indicaba la coincidencia encontrada por el programa de Peter Bradshaw.

El cursor volvió a bajar dos espacios. Inmediatamente brotó de la nada el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado.

—¡Así que volviste a aparecer, maldito hijo de puta! —exclamó Brannagan en voz baja, mientras abría lentamente una caja de chicles sin despegar la mirada del monitor—. Pero te voy a atrapar, cabrón. No dejaré que te burles de mí. Tenlo por seguro.

Era fácil deducir que el caso del «Asesino del Corazón Volteado» se estaba convirtiendo en un asunto personal.