El suplicio de agua y luna
Un rayo de luna reveló de nuevo la siniestra tosquedad del calabozo, y la mujer engrillada en un rincón no pudo contener el temblor que le producía el paso intermitente de la luz por la ventanilla de la improvisada prisión.
Las noches de diciembre en el estrecho de Magallanes son muy cortas. Después de un crepúsculo lívido y subyugante que dura hasta cerca de la medianoche, las negruras empiezan a tenderse indecisas, pero aún no han terminado su pintado de sombras sobre la tierra cuando ya por el oriente aparece el tenue resplandor de la aurora, que pronto emergerá plena y radiante con su enjoyado boreal.
Hacía bastante tiempo que la prisionera sufría esa sutil tortura de los rayos de la luna, que aparecía y desaparecía en un cielo jaspeado de claros profundos y de nubes velloneadas, cenicientas y oscuras, como las barbudas caras de los siete artilleros con que el feroz Cambiaso había iniciado el motín en la incipiente colonia penal.
Tortura sutil y a veces sobrecogimiento doloroso era para la joven aquel espectáculo, leve de luces y sombras en el desamparo del calabozo.
Existen personas tan especialmente sensibles, que sufren hasta con los cambios de colores; están placenteras cuando inundan sus ojos de verde o azul y sienten congoja cuando las aplasta el gris, el amarillo las irrita y las hiere el rojo. Como las hay que se dañan con la llegada del día o de la noche, ante la luz o la sombra.
La prisionera de Cambiaso no era ni lo uno ni lo otro, era algo más: una sensibilidad relajada. Pasaba desde la impasibilidad más absoluta con que contemplaba el degüello de un indio o de un blanco en El Peral, hasta el pavor más intenso causado por el ruido de los propios grillos que embarazaban sus blancas y hermosas piernas. Permanecía a veces en estado sobrehumano o subhumano; su entendimiento flotaba en medio de somnolencias, aturdimientos y cercanías de la locura. Solo cuando el tirano penetraba en el calabozo, con su cara de laucha melindrosa, a primera vista hermosa, pero luego antipática por los ojillos bribones y esquivos y la exagerada largura de la cabeza, acentuada por el gorro militar de estilo frigio, solo entonces recogía en su esfuerzo todas las cualidades dispersas, sus fuerzas maleadas y surgía enhiesta, magnífica la voluntad, negándose a los requerimientos amorosos del dios y señor de la destruida colonia magallánica.
Su exagerado amor propio donjuanesco había salvado a la prisionera de una muerte segura. Amador irresistible, raptador de mujeres a lo largo del país: una en Santiago, otra en Petorca, otra en Ancud, una cuarta en Valdivia y una quinta, que había venido siguiéndolo escondida en los balandros hasta Punta Arenas, consideraba, en mérito de este pasado, inaceptable tomar por la fuerza a esa francesita que había caído en sus manos.
Se lo había jurado en su amarga soledad de despechado: él, el relegado teniente Cambiaso, convertido ahora, por propia disposición, en general, rey de la baraja y el trago, que había derrocado y quemado vivo al gobernador, fusilado, ahorcado, acuchillado a todo enemigo o al que él creyera enemigo, no se llamaría tal, si no conquistaba por puro amor a la francesita; «mi luciérnaga», como habíala apodado amorosamente con cierta ironía al sentirse acobardado bajo el resplandor iracundo que sus bellos ojos despedían al visitarla como un vasallo en los anocheceres.
Ella fue siempre un misterio en la colonia. Decíase que era de origen francés. Pudo haber venido oculta —hablaban— en la fragata Phaeton, buque de guerra de esa nacionalidad, que venía a tomar posesión del estrecho de Magallanes y que fondeó el 22 de septiembre de 1843 para cumplir su misión, cuando ya hacía un día que la bandera de Chile flameaba en las márgenes abruptas de Puerto Hambre, izada por los expedicionarios de la goleta Ancud, enviada a estas tierras por el previsor presidente don Manuel Bulnes.
Otros comentarios la hacían aparecer como una náufraga, posiblemente de aquel bergantín también de bandera francesa, encallado en la costa sur de la isla Campana del archipiélago Duque de Wellington, algunos de cuyos tripulantes se internaron por la Patagonia occidental, de donde volvió muchos años después, solo uno, medio loco, flaco, envejecido y harapiento, trayendo el relato de ciudades maravillosas. La francesa vivía bajo la especie de tutela de ese viejo loco, a quien llamaba «mi tío», a veces con cierta picardía.
Pronto dio quehacer entre los setecientos habitantes de la colonia; llegó a ser algo así como el terror de las gordas esposas de los bigotudos artilleros y causa de muchas reyertas entre la soltería.
Los jóvenes de la colonia que la habían visto subir en los días de nieve por la calle principal, la que partía del pequeño muelle, y escalar el repecho que hacía las veces de vereda, sostenido y cortado a plomo por una pared de postes de robles, hablaban deslumbrados de la blancura y contornos de sus piernas.
—¡Zanquea como una chara, hunde su pie calzado con botín de caña alta en la gruesa capa de nieve, de casi un metro, y para que no se le moje, levanta el pollerón hasta la rodilla y, ¡oh, delicias!, no se sabe si es más blanca la nieve o su piel, o si es más bella su pierna o la vida! —exclamaban, cuando, después de aburrirse de jugar a las barajas, eran conversación obligada las correrías de la francesita, que ponían una nota desacostumbrada en aquel páramo de la civilización.
El mismo don Benjamín, el gobernador, más de una vez asomó su digna cabeza por la ventana de la gobernación, imponente edificio que se levantaba en el centro dominando con sus tres miradores al pardo caserío, para contemplar a la Madame, como también la llamaban, cruzando el campo eriazo que servía de plazuela, emergiendo el grácil talle, ajustado por elegante chaquetilla de cuello alto, de la campanuda pollera, que levantaba de cuando en cuando con donaire al bordear los charcos, mostrando así el fino borceguí modelado en la bella pierna.
No era muy avara en sus dones; pero entre los que permanecieron alejados de sus favores estaba el apuesto conquistador y flamante «general» Cambiaso. Este fue el motivo para que desde la noche en que la hizo detener, como fuera, además, decididamente en su amor, el tirano juntaba a sus ruegos inútiles la crueldad de hacerla obligada espectadora de sus horrores.
La joven fue llevaba cerca de El Peral (grueso tronco de roble donde se realizaban las ejecuciones, y cuyo nombre había sido puesto, en sentido figurado, por los macabros frutos que de él colgaban) cada vez que del madero iba a balancearse un nuevo supliciado.
Desde la noche del 26 de noviembre, en que el Nerón magallánico se dio el placer de destruir la colonia por el fuego y ella fue salvada de morir quemada en la cárcel gracias a la intervención de Nicanor García, nombrado a la sazón general de brigada por Cambiaso, desde aquella noche y durante dos semanas había presenciado las escenas más horrendas: cuerpos chamuscados retorciéndose en la pira levantada frente a El Peral, baleados a mansalva, manos y dedos cortados, etcétera. En la tronchadera humana había blancos e indios, hombres y mujeres.
Los marinos ingleses de la Elisa Cornich y los norteamericanos de la Florida fueron fusilados después de haberse incautado de los barcos y de un gran botín, donde figuraban nueve barras de oro.
Casi todo había sido arrasado por la extraña locura devastadora del cabecilla. Desaparecido todo el que había contrariado su deseo, solo quedaba en pie un ser opositor, el más débil y el más fuerte al mismo tiempo: la bella y joven francesa o la que suponían de ese origen, ya que de ello nada cierto se sabía.
Cambiaso hizo una legislación para sus súbditos. De esta legislación lo más curioso eran el procedimiento y las sanciones.
En este extraño código, para cada falta, o mejor dicho, para cada deseo del tirano, había un artículo; pero como todos los códigos, este también tenía un vacío fundamental para satisfacer la caprichosa voluntad del que lo había creado: no había artículo alguno en que estuviera considerado el caso de la francesa; en su arbitraria ley el cabecilla no había contemplado el delito de negarse a sus deseos amorosos.
Por eso la mujer tuvo un estremecimiento más violento cuando oyó los pasos de varios hombres que se acercaban a su calabozo. Hasta la fecha había venido solo él, trayéndole las viandas y sus repugnantes insinuaciones de amor. Ella habíase acostumbrado a resistirlo, y a las dos semanas de prisión, ya el ruido de sus pasos le era casi indiferente. Tembló al pensar que el tirano se había aburrido con su procedimiento, y ahora la mandaba a buscar quizá para qué clase de ultraje o suplicio. En esos casos no importaba la muerte, pero sí la certeza de cómo iba a entrar en ella. Una bala hubiera sido un placer.
Sonaron las cadenas que hacían las veces de cerrojos y cuatro bigotudos artilleros penetraron en el calabozo. Dos de ellos se arrodillaron junto a la mujer y, cuidadosamente, con un cortafierros, rompieron los grillos que atenazaban los pequeños y redondos tobillos. Los otros dos hombres la tomaron de los brazos y la condujeron fuera del calabozo. Era pasada la medianoche.
Había llegado la hora.
El trayecto se hizo en silencio. La mujer parecía no darse cuenta de todo cuanto la rodeaba.
El cielo era de azul oscuro y profundo, salpicado de estrellas y moteado de nubes blancas que corrían persiguiéndose, formando y deshaciendo extrañas caravanas, a través de las cuales cruzaba navegando la luna, rompiéndolas a veces con su proa de diamante.
Una luz blanquecina flotaba sobre los escombros de la destruida colonia, dando la impresión de un raro encantamiento bajo la noche clara, encantamiento que interrumpía de trecho en trecho la hosca sombra de algún caserón de madera que quedaba en pie.
El mar del estrecho estaba cruzado por una ruta brillante, camino de espejuelos movidos temblorosamente por la brisa helada del oeste, que venía de peinar el lomo de la península de Brunswick para rizar al mar.
Cerca de El Peral, a cuyo pie brillaba una costra de sangre humana, extendida sobre la tierra como una piel reluciente de lobo marino, había un cañón de artillería, junto al que conversaban tres hombres, destacándose la fina y alta silueta del feroz Cambiaso.
—¡Desnúdenla! —dijo el tirano cuando los artilleros y la mujer estuvieron al pie del cañón.
—¡No! ¡No! ¡Por Dios! —gritó ella, forcejeando violentamente.
Los dos hombres la estrecharon contra sus gruesos cuerpos, donde quedó aprisionado respirando fatigosamente.
Luego se acercaron los artilleros y empezaron a desprender las finas ropas, cumpliendo la orden del que ya miraba fuera de sí, como un poseso. Ese era el instante en que todos le temían, pues ya no parecía un hombre, sino el mismo demonio. Estiraba la cabeza como un felino, con los ojos brillantes, sedientos de crueldad.
De pronto, del oscuro grupo de hombre surgió una visión. Una visión que todos contemplaron con ojos desorbitados. Maravillosa, turgentes los muslos y los senos, como una sirena que hubiera brincado de la espuma del mar, apareció la mujer toda desnuda.
Dieciséis ojos viraron hacia la visión; dieciséis ojos vidriosos, animales, febriles e idiotizados, quedaron clavados en aquellas carnes hermosas y luego fueron rodando por las formas del cuerpo, que eran una sola forma palpitante, vívida, con toda la aspiración suprema del espíritu hecha realidad y la angustia de la pobre y miserable condición humana.
Anhelantes, indecisos, quedaron los ocho chacales. La luna brilló en lo alto y su rayo potente esmaltó de luz fría y blanca los contornos de la hembra. La mujer se irguió, desafiante la cabeza, como si no estuviera avergonzada de su desnudez. No era una hermosura frágil y delicada, sino una belleza potente que surgía desde la planta de los pies, envolviendo aquel cuerpo.
Los hombres estaban como petrificados. El movimiento airoso de aquella cabeza los inquietó un poco y luego parecieron revivir. Los bigotes se les movieron como antenas heridas. El instante era supremo. Cambiaso comprendió el peligro y súbita, desesperadamente, gritó:
—¡Al cañón con ella!
Los artilleros, acorralados sorpresivamente en el subconsciente, se removieron como bestias huasqueadas, tomaron a la mujer en vilo, la tendieron de espaldas sobre el grueso cañón con la cabeza hacia la cureña, amarrándole los pies cruzados en el vuelo de la boca y los brazos alrededor de la masa fría de bronce. La supliciada parecía estar sonámbula; cerró los ojos y dobló en el bello hombro la cabeza, en espera de su destino.
Entonces, de un barril cercano, uno de los artilleros sacó un balde de agua y se acercó al cañón.
—¡Ya!… —gritó uno, y el baldazo de agua cayó como un ancho latigazo sobre el blanco cuerpo, que se encogió tiritando.
Cambiaso, rodeado de su séquito, miraba impávido el espectáculo. El que había dado la orden se acercó al oído de la mujer y dijo: «¡Mi general dice que en cuanto diga que “SÍ” se suspenderá el castigo y será tratada como una reina; mientras tanto, hasta que no haya más agua en toda la colonia!».
La supliciada no contestó; los baldes de agua se sucedieron con breves intervalos. El cuerpo, estirándose y encogiéndose, brillaba como un Cristo de nácar, un Cristo pagano y extraño, un Cristo-mujer, bello e imponente.
Ahora el cruel tirano podía llamar a la crucificada «mi luciérnaga». Una luciérnaga enorme, hecha de agua y luna, fosforescente y magnífica, palpitante de perlas de luz que corrían a esconderse por entre las sombras de las armoniosas curvas.
Este era el artículo que faltaba al curioso código: ¡La mujer que se negase al deseo amoroso de Cambiaso sufriría el suplicio de agua y luna: el agua castigará el cuerpo, la luna penetrará con su azote hasta el alma!
La mujer resistió los primeros baldazos de agua. Aunque helados, los hubiera preferido continuos, como una ducha o un río, pues en verdad sufría más cuando la luna patinaba sobre su cuerno con su infinito esquí de luz, mostrándola a los ojos de sus sensuales verdugos, que cuando la lengua de agua la cubría.
Luego fue sintiendo como si el baldazo la desollara de un tirón. Después pareciole que se deshacía toda, en pausada inanición.
—¡Basta!… —gritó de pronto Cambiaso, y se acercó presuroso al cañón.
El bello cuerpo se había puesto lívido y aterido. Después de observarla un momento, el cabecilla exclamó:
—¡Está muerta!
Por orden del tirano, un artillero trajo una lona y cubrió el cuerpo de la víctima sin desatarlo del cañón.
—¡Nunca lo hubiera creído! —exclamó apesadumbradamente Cambiaso, y continuó—: Jamás pensé matarla. Cuando muchacho sumergí durante horas un cachorro en una tina de agua hasta que murió temblando en mis manos. Creí que ella iba a resistir más. ¡Bien, mañana le daremos una sepultura más digna que a los otros!
Pero cuando al día siguiente fueron los artilleros a buscar el cadáver por orden del amo, casi se fueron de espaldas al comprobar que ya no estaba sobre el cañón, del cual solo colgaban las sogas desatadas…
—¿La pobre mujer sufrió, además, un horrendo ultraje después de muerta? —pregunté a la viejecita casi centenaria que acababa de narrarme en forma trunca y poco coherente esta extraña historia de la antigua colonia de Punta Arenas—. ¿O acaso —continué inquiriendo— se desmayó en el cañón y solo estaba sin conocimiento cuando la creyeron muerta, huyendo después, por sus propios medios, de sus terribles verdugos?
—¡Estos pobre ojos, que ya no ven, han visto tantas cosas que nada me extraña! —me respondió con su voz apagada y vacilante, y siguió—: ¡Sé de fondeados que en el fondo del mar han roto las amarras que los ataban a los pesos muertos, y han salido con sus propios pies por la playa! Dicen que hace poco, en la huelga Grande y en la de Santa Cruz, los hombres eran fusilados a montones, y que después, en la noche, algunos salían escarbando de debajo de la tierra y ganaban corriendo el monte para guarecerse. ¡La brasa derrite a veces la nieve y no se apaga! —terminó la anciana y levantó con un gesto aún ágil una hebra de plata de sus cabellos que había caído sobre sus ojos. Sobre sus ojos diminutos y azules como dos chispas de cielo, en el fondo aún parecía arder entre la ceniza de la ceguera, tenue y lejana, alguna brasa de la pasada juventud de esta vieja, que bien pudo haber sido la heroína de aquella historia de la colonia.