El vellonero
I
Cuando el pequeño Manuel Hernández despertó después de una pesadilla, en que le pareció andar por un camino polvoriento entre nubes de tierra que le picaban las narices, se encontró en el suelo junto a los camarotes de los peones, sobre los tres clásicos cueros lanudos de oveja que se usan de cama en las estancias, doblados y ajustados con esa maestría campesina que los convierte en un mullido colchón.
Sentándose, vio que se hallaba en medio de una pieza grande en la que había seis u ocho hombres durmiendo en literas adosadas a la pared, como en la tercera clase de los barcos de pasajeros.
El acre olor a cuero de oveja y el tibio y algodonado del sudor humano, que flotaban con pesadez en el ambiente, le recordaron, patético, el sueño del camino polvoriento, cuyos remolinos de tierra atascaban sus narices.
Las primeras luces del amanecer le hicieron adquirir más conocimiento del lugar; en las literas se destacaban los cuerpos de los hombres cubiertos, la mayor parte, con pieles de guanaco con el pelaje para adentro para producir más calor. La carnaza verdoso-amarillenta del cuero, estriada de líneas pálidas donde habían estado los hilos vitales del animal, daba a aquellos cuerpos dormidos una impresión cadavérica. Dibujábase en tal forma la estructura de la huesambre humana, especialmente en los que dormían con las piernas encogidas y las rodillas en alto, que a no mediar el ruido de las respiraciones silbantes o roncas hubiéraseles creído momias reconstruidas en un museo.
El niño miró un momento sin pensar; tan extraña era su situación, que se sintió como despegado de su cuerpo, mientras sus dos ojos volaban como dos moscas por sobre las cosas. Un impulso de levantarse y echar a correr lo conmovió. Luego, al aquietarse, se dobló en congoja, tuvo deseos de llorar y no pudo, embargándole una angustia de orfandad y desolación.
La claridad del día entró de lleno por un tragaluz, y con ella un poco de confianza llegó a su espíritu. Se envolvió en las mantas, acurrucóse y empezó a recordar su viaje a la estancia.
II
En el día sentimos una sensación más primitiva de estar en la tierra. Pero en las noches, especialmente cuando en un cielo brillante distinguimos con claridad los astros, nos damos más cuenta de que habitamos solo una isla perdida en el espacio, pues la tierra se pierde, caminamos con los ojos fijos en la Vía Láctea, y corazón, alma y cerebro vuelan por el cosmos para bajar de nuevo, hasta caer un día definitivamente bajo las cuatro paladas de tierra.
El pequeño Manuel recordó cuando en la pampa infinita, cuya superficie parecía combarse con la redondez de la tierra, surgió de pronto una llamarada grandiosa, y al rato una bola de fuego sanguínea, monstruosa, fue levantándose en el horizonte con gravidez. Los pastizales quietos se cuajaron de oro; una oveja levantó la cabeza dorada; los alambrados se convirtieron en hilos de luz, y las lejanías azules empezaron a palpitar como espejismos.
Recordó el recogimiento de su cuerpo en un rincón oscuro del automóvil, asombrado, y cuando luego avanzó la cabeza, levantó una punta de la capota y sus ojos, tímidamente, se anegaron en el espectáculo que por primera vez veía: una salida de luna sobre la Tierra del Fuego.
El auto avanzaba sobre la huella dilatada, desde la estancia Bahía Inútil hacia la de San Sebastián, con un rumor poderoso y estremecido por el tubo del escape libre, e iluminado por la luna parecía una cucaracha extraña sobre la costra del planeta dormido.
Después, cuando en una hondonada apareció el bello conjunto de las casas de la estancia, simétricas, trizadas de luz y de sombras, fue para él un oasis de cordialidad en medio del paisaje hermoso pero estático, frío e igual.
El cocinero salió a abrirles y los llevó a la cocina, donde comieron las tradicionales chuletas, pan y café caliente.
—Ese muchacho que me ha pagado solo medio pasaje. Viene de vellonero a la estancia —dijo el chofer, refiriéndose a Manuel, que comía ávidamente su pan.
¡Ah, si superan su treta! ¡El corazón le saltaba de angustia y creía ver en todos los ojos una mirada de desconfianza, como si ellos supieran que era un mentiroso!
Los latigazos de la arpía de su tía y las patadas del hombrote de su marido habían marcado ronchas en el espíritu del niño, moretones en su corazón tembloroso de adolescente, y así, en cada adulto, mujer u hombre, sus doce años atormentados le hacían ver un verdugo y una azotadora.
¡Qué alivio cuando desapareció el cocinero con su cara de rata molinera, y el mozo coloradote, que habíase levantado para probar el pisco que convidaba el chofer! Este lo llevó a la casa de los peones. Él mismo le acondicionó los cueros contra el suelo y le arregló las mantas.
III
Después de despachar al último peón, el capataz de la estancia, un gringo espigado con cara de borracho, con la cachimba entre los dientes y las manos a medio entrar en el pantalón de montar, quedóse mirando distraído las vegas lejanas.
Manuel se hallaba a tres metros de su lado. Se encontraba bajo esos característicos cobertizos donde se guardan los tractores y otras maquinarias de la estancia. La espera del niño era terriblemente larga y angustiosa. Hubiera querido interrumpirle con un «¡Señor…!», pero qué frialdad emanaba del acero del tractor y de la ventisca que remolineaba bajo el cobertizo revolviendo unas virutillas hostiles. ¡Y aquel hombre silencioso, torvo, más horrible que la arpía de la tía y el hombrote de su marido!
De pronto, el capataz se dio vuelta, levantó el ceño y preguntó intrigado al niño:
—¿Y tú…?
—Vine a buscar trabajo de vellonero.
—No hay trabajo de vellonero; están todos los puestos ocupados.
—No tengo adónde ir.
—Que te lleve el que te trajo.
—No tengo más dinero.
—¿Tienes libreta de seguro obrero?
—No me la quisieron dar en la oficina de Magallanes.
—¿Por qué?
—Porque tenía que llevar una papeleta firmada por mi patrón… y como todavía no tengo patrón no pude hacerlo.
—¿Te mandaron tus padres?
—No tengo padres; me mandaron mis tíos. Supieron que muchos niños de las escuelas, a mi edad, salían en las vacaciones a trabajar de velloneros a las estancias y que ganaban trescientos treinta pesos mensuales.
El capataz lanzó una gruesa interjección en inglés y continuó:
—Ustedes ya vienen siendo una peste como los caranchos en las estancias. Cruzan los alambrados en manadas como los chiporros, cuando pierden la madre en tiempo de marca, tiritando de frío, hambrientos y balando en las tardes. Y lo peor, que dan lástima. No se les puede echar a la huella como a los hombres; son tan débiles. ¿Adónde te voy a echar a ti? ¡Y si te doy trabajo sin libreta, las leyes multan a la sociedad y esta me larga a mí también! Dime: ¿qué hago contigo?
El muchacho agachó la cabeza entristecido, pero hipócritamente, pues su pequeño corazón ya saltaba alegre y su instinto le decía que ese hombre, rudo por fuera, era bueno por dentro y que le ayudaría.
—¡Bueno, anda a tumbear entre tanto a las casas! —dijo el capataz, mientras volvía a ensimismarse en las vegas lejanas.
IV
El galpón de esquila vibraba con un ruido ensordecedor. El «¡oh!, ¡oh!» de los corraleros y breteros se mezclaba con el ladrido de los perros, el bochinche de los tarros con piedras de los encerradores y el estridente silbido de los ovejeros.
Como un mar gris de lenta corriente, el ganado entraba jadeante por una manga al corral más amplio del galpón, luego a los más pequeños y finalmente a los bretes, de donde eran sacadas las ovejas por los agarradores y llevadas a manos del esquilador. Estos, sudorosos, sentaban el animal entre sus piernas y hacían resbalar la máquina esquiladora desde el cogote hasta el cuarto trasero, levantando el espumoso vellón. Después largaban al animal trasquilado, blanco y huesudo, por un portalón que daba a otros corrales desde donde serían reintegrados a sus campos.
Allá en el fondo de un ala del galpón, cuando cesaba el infernal ruido de la aprensadora, se oía monótona la voz del clasificador de la lana de las fábricas británicas, el cual, en un inglés cerrado, iba repitiendo, a medida que unos muchachos le presentaban sobre la mesa los vellones:
Quarter!, three quarter!, a half!
Los velloneros parecían ardillas corriendo desde las guías esquiladoras hasta el mesón de clasificación. El galpón jadeaba como un monstruo; mientras por un extremo entraba una cinta grisácea de ganado por el otro salía blanca, plateada, después de una extraña elaboración en su vientre gigantesco. Era víspera de Año Nuevo, la esquila llegaba a su fin; se detendría solo para festejar la entrada del nuevo año y luego continuaría hasta terminar la faena, que dura más o menos un mes.
De uno a otro extremo los velloneros, peones, esquiladores, aprensadores, embretadores, fueron reuniéndose en grupos.
—¡Subiabre, Katunaric, Véliz, Díaz, Vidal! —se llamaban los velloneros. El mes de trabajo los había cambiado; ya no se gritaban los nombres, sino los apellidos, como corresponde a verdaderos «hombres de campo».
—¡Qué programa tienen para mañana, gauchitos! —exclamó uno de los muchachos.
Lo mismo se decían allá en otros rincones del galpón los hombres. Unos irían a chupar ginebra y whisky al boliche del Tuerto Santiago, al otro lado de la frontera, a una cuarta de Chile; algunos a los puestos lejanos a visitar a los amigos, y otros, los más, se quedarían tumbados en sus camarotes dando vueltas a su aburrimiento.
V
Un grito como de guanaco herido estalló en la huella, traspasó los turbales y fue a perderse allá en el páramo.
Manuel Hernández detuvo su cabalgadura. El niño volvía del boliche del Tuerto Santiago. Un caballo y una montura prestados; insistentes invitaciones; un «aprende a ser hombre», y ya el whisky había quemado por primera vez sus entrañas y su alma adolescente.
Nuevamente el grito vibró sobre los pastales bajo el cielo de plomo. Ahora supo de dónde venía; de atrás, de la huella. Era el Guachero. Venía dándole alcance a todo el correr de su caballo y lanzando esos gritos muy suyos, resabio de algún antepasado que trotó por esas mismas pampas corriendo a los chulengos, o a los onas.
—¿Por qué te arrancaste, Mañungo, si estaba tan buena la fiesta? —gritó al sentar de una tirada a su zaino nervudo, junto a la cabalgadura del niño, a quien trató de dar un abrazo, que este esquivó con una agachada de cabeza.
—¡Cuidado, Guachero; vamos juntos para la estancia, pero estás borracho y puedes botarme del caballo!
—¡Y para qué tenís piernas entonces, chulengo! —exclamó con voz aguardentosa el Guachero, y pasando el brazo derecho por la cintura del niño, trató de arrancarlo de la montura, como hacen los jinetes ebrios por la huella, bromeando, mientras se pulsean las fuerzas y la embriaguez por si sobreviene la contienda.
El muchacho se agarró del cojinillo que cubría los bastos, tomó el rebenque por la lonja con la cabeza en alto, iba a descargar el golpe, cuando el asaltante lo soltó.
—¡No seas bravo, vamos como buenos amigos! —continuó apaciguado el Guachero.
Ahora marchaban al tranco. El niño nunca supo por qué le llamaban Guachero, término campero que venía de aguachar, domesticar animales, aquerenciar, criar guachos. Era un mestizo bastante repulsivo, chato, ñato y con un cuerpo de rana, vigoroso. Sus compañeros de trabajo no lo estimaban. Uno de ellos le había dicho un día al niño Hernández: «¡Guarda, cuidado con ese; cuando se emborracha en las noches se arrastra por los camarotes como una babosa inmunda: lo han dejado medio muerto a patadas y no escarmienta!». Tampoco Manuel entendió claramente esto. Recordó solo que su cara de cascote le había sonreído una vez con expresión estúpida y que su única gracia era imitar el relincho de los guanacos.
Por la imaginación del muchacho pasaron con rapidez los dramas de las huellas patagónicas, leídos junto a la estufa en las informaciones de El Magallanes. Aquel compañero de huella que degolló al otro en la soledad de la pampa para quitarle el tirador con el dinero de una faena. Otros muertos a cachazos de rebenque por unos cuantos cueros de chulengos. Pero él no tenía dinero ni cueros y no comprendía la agresividad del Guachero.
Este, de pronto, empezó a mirarlo de hito en hito, con ojos de perro apaleado, sedosos y vengativos. La cara color de teja se iluminaba de vez en cuando; se volvía siniestro el brillo de los ojos y resbalaban hacia el campo y las matas negras, que parecían guardar la complicidad de estas miradas. Algo extraño se ocultaba en los pastizales de coirón. Del gris del día, grávido, de la pampa tendida, surgían un anhelo y una angustia primitivos. En el corazón del niño invitaban a correr, a huir, y en las sombras del mestizo se convertían en reflejos malsanos, en bestialidad y crimen.
De súbito, el niño largó riendas, pegó un fuerte rebencazo y su caballo saltó disparado en loca carrera. Tomó una delantera de diez metros, mientras el Guachero se lanzaba a la carrera también.
Los pingos, recalentados, corrieron desbocados. El muchacho llevaba las ventajas de la partida y del menor peso; pero el zaino del Guachero era superior y empezó a acortar la distancia.
Lastres atávicos revivieron en el alma del mestizo, desde cuando el patagón, montado en pelo y con arco y flecha en una mano, atravesaba las tolderías para raptar doncellas.
El perseguidor emparejó al otro animal, y de un tirón, hacia atrás, arrancó de la montura a su presa y, desviando el corcel de la huella, cortó pampa adentro.
Con una torcida brutal atravesó el débil cuerpo del niño sobre su montura; este se debatía furiosamente, entablándose una dura lucha en plena carrera.
El niño sintió un bofetón más fuerte que los otros y gritó: «¡No me mates!». Con una mano, desesperadamente, alcanzó a tomar por el pelo al mestizo y lo inclinó hacia un lado; pero luego sintió que un brazo de hierro le doblaba la espalda. Oyó más cerca las resolladas de su victimario, sintió la humedad sudorosa de su rostro asqueroso y…, en un instante, dos ojos negros, fríos y opacos, como los de algunos sapos de los pantanos, se clavaron en los suyos. Fue un instante supremo. Tembló como la carne que presiente el helado filo del cuchillo; pero, en un arrebato, su cuerpo se azotó en forma increíble. Ambos se desprendieron del caballo y cayeron…
El niño se levantó del suelo medio atontado y vio que a la distancia corría el zaino desbocado, arrastrando al Guachero prendido del estribo.
Al otro día encontraron el caballo en medio de un pantano con su macabra carga al lado. El cadáver estaba completamente destrozado, y la pampa, como siempre, infinita y silenciosa.
* * *
Cuando la campana del liceo llamó a los cursos para la primera formación del año, allá en un rincón del patio, un muchacho cabizbajo que estaba sentado sobre su bolsón de libros, como un viajero abandonado por su barco con un equipaje inútil ya, fue interrumpido por el grito dichoso de un compañero:
—¡Eh…, vellonero, vamos a clase!