Palo al medio

I

El sol reverberaba sobre los pastizales de coirón como en un mar gris amarillento, apenas rizado por la leve brisa de la mañana de verano. El joven avanzaba por las suaves hondonadas al galope de su caballo alazán.

Germán Vásquez nunca había sentido, como en aquella mañana, la sensación de juventud y vida que venía de los pastos, del cielo azul y brillante, del sol directo y, sobre todo, del vigoroso andar del Chico, un hermoso alazán de regular alzada, tres patas blancas y un lucero en la frente. Una especie de poni, de galope extendido y elástico, señalado delicadamente, con tranquilo placer, sin el alboroto fanfarrón de los redomones de su edad.

La liviana montura inglesa permitía sentir el juego de los músculos de aquel lomo de animal joven, aprisionado entre las piernas del jinete, y una corriente sensible de vida se establecía entre el hombre y la bestia, cual si hubieran nacido juntos para galopar siempre hacia esos iluminados horizontes de las llanuras fueguinas.

De vez en cuando el jinete se detenía en lo alto de una loma, se alzaba sobre los estribos, recorría la lejanía con la mirada, acariciaba con la mano la llameante melena del alazán y volvía a galopar.

«A pesar de todo —pensaba—, esta Tierra del Fuego no es tan dura. Sus inviernos son cerrados de nieve, pero sus veranos, aunque breves, están abiertos de luz; el sol es sol y no ese farol amarillento que rodea la llanura cansadamente».

Se sintió atraído por la tierra. Los nacidos en la isla, quienes vivieron mucho tiempo en ella, vuelven allí a dejar sus huesos al fin de la existencia.

Se le vino a la memoria el conocido caso del viejo Mackenzie, carrero de la estancia Herminita, que habiendo heredado una cuantiosa fortuna en Escocia, colgó las riendas para ir a gozar de sus riquezas en su patria; pero al cabo de dos años apareció de nuevo en la Tierra del Fuego y terminó sus días de viejo recorriendo las llanuras orientales de la isla, en dos caballejos tan blancos como sus barbas.

Él hacía varios años que se había venido de la ciudad de Punta Arenas a trabajar de jackeruse. De mozo poblano, imberbe e inútil, se había convertido en un hombronazo dominador de esa naturaleza agreste.

Era segundo capataz de la sección Río Raro, cincuenta mil hectáreas de llanura, donde pastoreaban alrededor de treinta mil ovejas. Debía su nombre a una extraña formación provocada por la actividad erosiva del mar.

En efecto, en medio de la pampa, en la parte en que menos podía esperarse, se encontraba un curioso canal o río encajonado: era el Atlántico que penetraba zigzagueando kilómetros y kilómetros pampa adentro.

En la vaciante el cajón se secaba. Con una red en la desembocadura podíanse obtener a veces grandes cantidades de róbalos. En la marea alta, los lobos subían tras los cardúmenes, y era un espectáculo extraño oírlos bufar en el corazón de la pampa junto a los balidos mismos de las ovejas.

Algunas noches de luna el lugar adquiría contornos fantásticos cuando las manadas de lobos ascendían, con sus cabezas relucientes y sus bigotes destilantes, que les daban un aspecto de perros humanos.

Río Raro era evitado por los recorredores de campo, a pesar de que nunca ocurrió nada extraordinario en sus aguas ni en sus contornos; pero lo aplastado del lugar, la presencia de la estrecha lengua de océano en la pampa, los pequeños lobeznos que algunas veces salían a curiosear arrastrándose por el pasto, daban la impresión de algo no muy normal, y un desasosiego invadía a quienes cruzaban por sus márgenes.

El objeto de la galopada mañanera de Germán Vásquez era encontrar a José Arredondo, el capataz de la sección, que regresaba al campo después de un merecido permiso de tres meses al cabo de tres años consecutivos de trabajo.

Al bordear el extremo de la entrada de mar, lo divisó a lo lejos. Se acercaba con el característico trote largo de los jinetes acostumbrados a recorrer grandes distancias.

—¿Cómo está Punta Arenas que no veo desde hace cuatro años? —interrogó el segundo, después de saludar al capataz.

—¡Bien!, ¿y la sección?

—¡Sin novedad! La marca dio un resultado magnífico: ciento veinte por ciento. Llegas a tiempo para iniciar la esquila.

Los dos amigos iniciaron el regreso a la sección al tranco de sus caballos; pero a poco andar el segundo inquirió a su compañero:

—Te noto muy alegre y cambiado. Tú, que generalmente te lo pasas como caballo prendido, traes ahora una risa que se te sale por los ojos —cordialmente, continuó—: ¡Cuidado!, las ciudades hacen cambiar a las gentes.

—Lo que es a mí —replicó el capataz—, no me cambia; al contrario, encuentro a las gentes de la ciudad preocupadas de pequeñeces, de cosas irrisorias; parece que uno las estuviera contemplando desde lo alto de un cerro, como en el momento de rodear los piños. Cuando se las mira de alto a bajo, fijamente, les bailan los ojos. Mi alegría se debe a otra cosa. Por desgracia, solo se encuentra en la ciudad.

El segundo pensó en lo más extraordinario que le puede ocurrir a un campesino y le gritó:

—¿Te casaste?

—¡Sí! —contestó jubilosamente el capataz, y agregó: ¡Con la mujer más hermosa de Punta Arenas!

—¿Quién es?

—¡Ya la conocerás, no te apresures! Mañana su fotografía iluminará y reinará en nuestro comedor chico. Además, una vez que la administración me arregle la casa, la traeré a Río Raro.

II

El capataz de Río Raro y su segundo, compañeros de trabajo, eran dos amigos que formaban yunta en las labores camperas.

Se habían unido desde una controversia al palo al medio, al poco tiempo de conocerse. Pocas veces un hombre de campo de pone a competir en esta brusca prueba, característica de aquellas tierras, porque el que sale vencido queda ante el otro con un complejo de inferioridad física para toda la vida, y allá esto tiene mucho valor.

Estos encuentros se efectúan, generalmente, entre dos tipos parejos, a los cuales la gente obliga a medirse después de haber comentado durante mucho tiempo la superioridad de uno y otro.

El carácter del ovejero es reservado; no le agrada y es de mal tono andar haciendo demostraciones de cualquier clase; pero cuando se ha convertido en la curiosidad campesina, tampoco encuentra cómodo hacerse rogar y un día cualquiera anuncia que se va a colocar palo al medio.

El día que Arredondo y Vásquez lo hicieron, casi toda la estancia los rodeó. Se sentaron en el pasto, uno frente al otro, estiraron las piernas, se afirmaron recíprocamente en las plantas de los pies, tomaron con ambas manos un palo, lo pusieron a la altura de la punta de los pies en posición horizontal, y cuando el juez dio la señal pegaron el formidable estirón.

Sus espaldas se encorvaron, los brazos desnudos semejaban calabrotes de nervios estirados, prontos a reventar; crujían los huesos, el sudor empezó a perlar las frentes y ninguno levantaba al otro una sola pulgada del suelo, lo que hubiera significado la derrota.

Agotados, descansaron en dos ocasiones, y después de media hora de lucha, al terminar las tres embestidas reglamentarias, el juez dio fallo en empate.

—¡No creí que me ibas a resistir! —dijo Arredondo, mirando a su joven contendor, que parecía menos vigoroso.

De pie, se estrecharon las manos, y ante una insinuación de la concurrencia para que definieran el empate, se repitieron ambos este compromiso:

—¡No, no probaremos nunca más al palo al medio!

Y lo cumplieron no solamente en el palo al medio, sino en todos los aspectos de la vida. En el trabajo se daban la mano mutuamente, y si alguna vez habían de competir en algo, jamás lo hicieron por vanidad.

Llegaron a constituir una pareja temida en toda clase de faenas, y la amistad que cultivaron causó respeto y benéfica influencia en el ambiente; era una amistad viril, basada en el respeto mutuo, en la capacidad y la comprensión.

Sin embargo, estos hombres no se conocían más allá de cierta superficie, porque el campo no promueve complicaciones, más bien las aquieta. «La ciudad cambia a las gentes», era una vieja y sabia sentencia campesina…

Trasladados a la sección, hicieron de aquel páramo un vergel. Los ovejeros y peones vieron en sus capataces dos hombres que los sobrepasaban en toda labor y aprendieron de ellos un culto a la lealtad, a la cooperación fraternal y al desinterés.

Llevaron por primera vez a Río Raro el cultivo de las hortalizas que pueden desarrollarse en ese clima hostil; criaron cerdos, aves y, por primera vez también, se compró una red y se pescó en la entrada del mar, todo lo cual contribuyó a variar la monótona comida de carne y legumbres conservadas, usual en las estancias. La sección Río Raro floreció en manos de estos dos hombres y se hizo famosa en toda la parte oriental de la isla como un ejemplo de que la vida podía dulcificarse en esas desoladas tierras.

III

A la mañana siguiente, en los corrales, el capataz esperaba con cierto júbilo la impresión que causaría a su joven compañero la fotografía de la dama, ya puesta en una pared del comedor chico.

El segundo se levantó con sus aperos de campo afuera, y al pasar frente a la fotografía quedó espantado. No podía creer lo que contemplaban sus ojos.

¿Era posible tan curiosa coincidencia, es decir, tan mala jugada del destino?

Avanzó para verla más de cerca, y un estremecimiento desconocido lo hizo encogerse, apretar los puños y contraer el entrecejo. Un oscuro e indefinido dolor lo conmovió entero.

—¡Dios mío, es ella misma! —balbuceó y entró en su pieza bastante aturdido.

Serenado, recobró su reciedumbre y se dirigió a sus labores.

A su paso por el corral el capataz le preguntó:

—¿Qué te pareció?

—¡Muy bien! —contestó reprimiendo cierto temblor en la voz.

Terminadas las faenas del día, al atardecer, el joven segundo se presentó vestido de viaje en el comedor chico.

—¿Qué pasa? —le interrogó extrañado el capataz.

—¡Me voy! —dijo el segundo con cierta gravedad, y continuó—: Tengo lista mi tropilla particular para partir, las mantas están en los cargueros y mis perros esperan.

—¡Pero esto no puede ser tan de repente; algo te ha sucedido y me debes una explicación! —dijo el capataz avanzando cerca del que se iba.

El segundo, vestido con traje de cuero y gorra de piel de guanaco con orejeras para el viento, miró a través de la ventana el paisaje lejano, volvió la mirada, agachó la cabeza y, golpeándose las botas con la ancha lonja del rebenque, dijo:

—¿Te acuerdas de que una vez te conté la razón por la que me había venido a la Tierra del Fuego? —y como el otro quedara aún estupefacto, continuó—: Pues bien, voy a repetírtelo: fue porque desde niño, al otro lado del estrecho, veía siempre un extraño color de cielo detrás de las estribaciones de la isla. Mirada desde esa orilla, parce una gigantesca serpiente echada sobre el mar. Siempre el cielo estaba más luminoso en este lado, y me anunciaba tierras nuevas, ignoradas y buenas, adonde se tendían mis anhelos de andanzas. Fui mayor y me vine. Ahora esas luces se han cambiado para otro lado y hacia allá parto.

—¡Los que han vivido mucho tiempo aquí, como tú, tienen que volver a la Tierra del Fuego! —le habló con voz apagada el capataz, conmovido por el inesperado acontecimiento.

—¡Posiblemente! —replicó, y agregó sonriendo con una rara risa ligera—: ¡Pero no a Río Raro!

—¿Por qué?

—¡Porque romperíamos el compromiso y tendríamos que disputar otro palo al medio! —y estrechando la mano de su amigo se dirigió al palenque, donde lo esperaba reunida su tropilla de cinco caballos y sus tres perros ovejeros.

Montó en un doradillo malacara, echó los cargueros adelante, lanzó un silbido y partió seguido de sus tres perros, a trote largo, por la huella polvorienta, como esos eternos vagabundos de los campos fueguinos, en dirección al oeste, donde efectivamente se encendían otras luces, las últimas del ocaso.

El capataz quedó pensativo. Veía el grupo entre velos de polvo y de sombras, levantados por los cascos de los caballos y por la noche que empezaba a galopar también hacia occidente.

Entró, cerró la puerta, y en la penumbra se puso a contemplar el bello rostro de la fotografía, pero no con la jubilosa alegría de antes. Murmuró con un suspiro:

—¡Hay cosas que uno no alcanza a comprender!