El último contrabando

Después del temporal corrido a palo seco, el cúter del viejo Tomás entró a fuerza de remos en una estrecha ensenada del canal Murray, esa correntosa desembocadura por la cual el canal Beagle recoge y lanza sus aguas hacia el cabo de Hornos.

El desmantelado Júpiter hacía poco honor a su retumbante nombre de dios de los juramentos marineros: estaba convertido en un «perro apaleado», después de la furiosa lucha que durante dos días y una noche, había sostenido con el tempestuoso mar austral.

—¡Que el diablo te lleve! —exclamó el viejo Tomás, amenazando con el puño a una nube negra que corría desgarrándose entre los altos picachos, como postrer vestigio del temporal.

Después de la tempestad viene la calma; pero más que la calma, una jubilosa alegría de renacer y luego una paz tierna que a veces reblandece al más duro hombre de mar.

Contra el reblandecimiento luchaba el viejo Tomás cuando dijo:

—¡Aquí anda alguno con la jetta; yo quisiera descubrirlo para echárselo a los cangrejos! —y miró a Délano y a Mikic, que largaban el ancla sobre una playa rocosa.

Tomás Aravena, dueño y patrón del Júpiter, era un viejo español que algunos tenían por loco; lo que él no se tomaba el trabajo de desmentir, porque detrás de su aparente locura ocultaba muy duchamente su sagacidad de pequeño pirata de esos mares. Bajo, moreno, un atado de nervios arrugados sobre duros y salientes huesos, una nariz prominente y cartilaginosa, mostraban en la superficie el genio de la raza.

Había sido un famoso capitán de altamar, conocido por sus audacias y pericia. Poco a poco fue cayendo vencido por el alcohol y la juerga. Pero un día quedó botado definitivamente en las playas de Punta Arenas, como otros tantos marinos viejos que de diferentes latitudes han venido a anclar al final de la jornada en el cosmopolita puerto chileno, asentado en la costa norte del estrecho de Magallanes.

El viejo, excapitán de primera clase, terminaba sus días con un cúter de cinco toneladas, tan golpeado por el mar como él, dedicándose primero a la caza de nutrias y lobos, y luego, a medida que sentía disminuírsele las fuerzas, pero no las agallas, a negocios un poco vedados por los reglamentos marítimos.

Se sabían de él y de su Júpiter aventuras casi legendarias. Así, por ejemplo, en una ocasión en que durante mucho tiempo estaba prohibida la caza del lobo de dos pelos en las costas de las islas Malvinas, que están bajo dominio del imperio británico, y abundaban en sus roqueríos las manadas de estos animales de fina piel, el viejo Tomás burló la vigilancia de los guardacostas y de la propia escuadra inglesa, pintando su cúter por un costado de color negro y por el otro de blanco.

Frente a Fort Stanley, donde estaban ancladas las unidades británicas, pasó una tarde como el blanco Albatros, y hecha la buena cosecha de pieles, volvió a pasar unos días después convertido en el oscuro Júpiter.

En la capitanía de puerto tenía un grueso archivo de sumarios por sus fechorías. Cuando lo sorprendían le aplicaban fuertes multas; pero los marinos de la Armada de Chile, encargados de juzgarlo, le guardaban secretas simpatías por ser uno de esos extraordinarios ejemplares, que solo produce el mar con la libertad de sus leyes.

Solo una vez se vio en serios apuros ante las leyes de los hombres: lo culpaban de la muerte de un marinero.

Frente a los jueces, su declaración fue patética.

—¡Sí —dijo con su marcado acento—, yo le puse la carabina en el pecho, pero no lo maté! Se lo llevó el mar, y yo no voy a responder por todo lo que este haga. ¡Cóbrenlo a él!

—Declare tranquilamente cómo ocurrió el hecho —lo apaciguó el fiscal.

—Nos acercamos a la Piedra del Finado Juan —continuó—. Éramos los dos únicos tripulantes y había necesidad de amarrar el cúter a la piedra para iniciar la cacería. Allí es mar afuera y las olas gruesas rompen peligrosamente contra el acantilado. ¡Esto lo sabemos todos los loberos, y no por eso dejamos de cazar lobos!

»—¡A la piedra! —le grité cuando llegamos al borde y el Pepe no se movió—. ¡A la piedra! ¿No oyes? —le grité de nuevo, ya con rabia, porque habíamos perdido una hermosa levantada de la ola, y el Pepe no se movió.

»—¡Salte usted, si puede —me contestó—, lo que es yo no salto!

»El Pepe era un buen muchacho, fuerte y ágil; había navegado otras veces conmigo, pero no sabía que era cobarde —se interrumpió en su narración el viejo, un poco enternecido por el recuerdo de aquel instante.

»—¡No es por cobarde ni por viejo que no salto —le contesté—, sino porque soy el patrón del cúter y la responsabilidad de mi puesto está a bordo, carajo!

»Hubiera saltado —volvió a interrumpirse el viejo en voz baja—; no estoy tan fregado para no hacerlo; pero había necesidad de mantener la autoridad y la disciplina a bordo, y no salté.

»Fue inútil que se lo ordenase, no quiso obedecerme.

»Entonces, lleno de rabia, me lancé por la escotilla, subí con la carabina en las manos, la preparé frente a sus ojos y, poniéndole el cañón en el pecho, le grité:

»—¿Vas a saltar a la piedra?

»El muchacho me conocía bien y sabía que si se demoraba un segundo más yo le disparaba a boca de jarro; saltó, pues, pero su cobardía, su indecisión, lo perdieron: resbaló en el borde de la roca y el remolino de una ola se lo tragó para siempre. Eso es todo.

—Y si no salta, ¿usted lo hubiera muerto? —interrogó el fiscal.

—¡Como que hay Dios, sí, lo hubiera muerto! —contestó el viejo español, secándose el sudor que le perlaba la frente.

Todo el tribunal estaba compuesto por hombres de mar; se miraron un instante y se notó cruzar por ellos una ráfaga de emoción ante la categórica respuesta del viejo capitán.

Estos hechos hacían que el viejo Tomás no encontrara muy fácilmente tripulantes para su Júpiter, y generalmente solo los conseguía entre los vagabundos del puerto y los desesperados por falta de trabajo.

Ahora iban con él dos de los primeros, Mikic y Délano, un lento yugoslavo y un napolitano hablantín, que se pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo y jugando brisca en los bares de marineros y pescadores de Punta Arenas.

El cúter también era otro vagabundo que acompañaba al viejo en sus postreros días; descascarada la pintura, algunas roturas cercanas a la línea de flotación peligrosamente mal calafateadas, la mayor amarillenta y ennegrecida por el uso, la trinquetilla y el foque desflecados eran las características de este barquichuelo harapiento que se atrevía a cruzar el paso Brecknock y asomar la nariz por el cabo de Hornos.

Era triste ver a ese viejo marino empecinado en no abandonar el mar.

«¡A mí no me bota la ola!», solía decir a sus camaradas más cuerdos que, apoltronados en la bahía, fumaban las pipas de la vejez, viendo cómo arribaban y zarpaban los navíos del puerto, y daba órdenes con voz estentórea, como si se encontrara maniobrando en una cuatro palos; izaba el pique, los deshilachados foques, y emprendía la ruta mar adentro, corriendo los temporales entre dos aguas.

El marinero Mikic echó al mar la chalana que venía atrincada sobre el castillo de proa y con un tarro parafinero se dirigió en busca de los choros que abundan entre las rocas.

El marino es supersticioso, tal vez porque, entregado a una realidad tan dura como la furia del mar y otros elementos, necesita algo en qué fijar su esperanza para resistir a la muerte que va y viene sobre las olas. En realidad la mala suerte o jetta, como el patrón decía, había perseguido al Júpiter desde su salida de Punta Arenas. Primero fueron las constantes descomposturas del motor auxiliar y luego las calmas desesperantes alternadas con las borrascas del viento ya cercano, todo lo cual había retardado el itinerario en varios días. Pero, por lo demás, todo aquello estaba compensado con la pingüe ganancia que iba a dejar el contrabando de aguardiente que el pequeño barco llevaba como tesoro escondido en la umbría de su bodega.

Pasada la noche y con los primeros despuntes del alba, el Júpiter levó su pequeña ancla, voltejeó hacia el canal Beagle y ya en él, cazando el viento por la aleta de babor, navegó de un largo hasta anclar en la bahía de Ushuaia.

La blanca y delicada ciudadela penal se recuesta en la falda de uno de los últimos contrafuertes andinos, donde termina la Tierra del Fuego. En el centro se destacan los cuarteles de la prisión y a su alrededor las casas donde viven los funcionarios del presidio y la población civil que se mueve con el pequeño comercio que produce el penal.

Los dos marinos preparaban un buen rancho de puerto y pronto empezaron a alzarse desde el mar los murallones de sombras que, junto con las moles cordilleranas, levantaron la noche austral, pesada y silenciosa.

El patrón estaba un poco inquieto, y junto con levantar la nariz para olfatear el aire de la noche, repitió:

—¡Ah…, si supiera quién de ustedes ha traído la jetta!

En ese mismo instante, tal vez al conjuro de las palabras, un tablón de luz horadó la espesura de las sombras. «¡Al cubichete!», gritó el viejo Tomás, y los tres tripulantes se embutieron por el breve cubichete que daba entrada a la pequeña cámara. Era el reflector de la policía marítima.

El tablón de luz pasó rutilante sobre los techos de la ciudadela dormida, recorrió los alrededores y fue a detenerse con un temblor paralítico en el corazón de la floresta. Las hojas verdes del robledal, movidas por la brisa, hacían variar la luz del reflector y el rayo semejaba un taladro, cuya punta en combustión horadaba el corazón de la montaña.

El haz de luz volvió a moverse como una gigantesca varilla rozada por alguien en un extremo descuidadamente; alumbró rocas, oquedades y robledales. Un espectáculo extraño producía esa luz verdeante en medio de esa tierra salvaje y solitaria. Luego descendió a la costa, recorrió un gran sector de playa y minuciosamente entró en el mar y fue a detenerse junto al Júpiter, que se balanceaba con placidez, y lo encerró en una esfera de luz.

—¡Nos vigilan! —observó el patrón.

El rayo luminoso se detuvo implacable unos instantes sobre la embarcación, y luego se recogió de súbito en su nido hasta desvanecerse.

—Después de la medianoche nos dejará tranquilos —exclamó el patrón Aravena. Dio un suspiro de alivio y continuó—: Habrá que aprovechar entre ronda y ronda para sacar los barriles a tierra.

Efectivamente, la ronda de luz se realizó de tarde en tarde en la forma ya descrita, y después de la medianoche pareció suspenderse de forma definitiva.

A bordo del cúter empezó una curiosa faena de desembarco. Los barriles de veinticinco y cincuenta litros de aguardiente eran sacados de la bodega por Mikic y Délano, sujetos a una adecuada maroma, y echados al mar junto a la chalana en cuyo bordo escoraba el viejo Tomás, quien amarraba uno a uno los chicotes de la maroma en las salientes de las cuadernas. Al rato, una veintena de barriles flotaban entre dos aguas sujetos alrededor de la chalana. Los dos marineros subieron a su vez a la chalana, y a una orden del patrón emprendieron con vigorosas remadas el avance hacia la costa. El andar era lento, pues la flotilla de barriles sumergidos contenía el poderoso impulso que imprimían a sus remos los dos bogadores.

Era una de las estratagemas del contrabandista español no sospechada aún por los guardias marítimos de Ushuaia: si la chalana era sorprendida por el reflector en medio de su camino hacia la playa, remolcando su flotilla de barriles, la luz resbalaría simplemente sobre la superficie del mar sin descubrir nada, y si la lentitud del avance levantaba sospechas, un dispositivo especial permitiría zafar la pesada carga y mantener un contacto con ella a través de un disimulado cable.

Ya en la playa el asunto entraba en la zona más peligrosa.

Cada uno tomó un barril y con el cuerpo encogido empezaron a hacerlo rodar, ribera arriba, hasta el lugar acordado con el comerciante clandestino, en las afueras de la población.

La tarea era fatigosa y se hacía más angustiosa aún por la constante inquietud de que el reflector volviera a aparecer de un momento a otro; felizmente no fue así, y después de algunos viajes con éxito, los contrabandistas se olvidaron de la poderosa pupila de la policía marítima.

Solo el viejo Tomás estaba embargado de un extraño desasosiego, que trataba de atenuar hablando por lo bajo:

—¡Ah…, si yo supiera quién de ustedes anda con la jetta lo echaba a los cangrejos!

Pero precisamente la jetta la llevaba el propio patrón.

Cuando sus compañeros más jóvenes y vigorosos lo esperaban en el lugar de la entrega de la mercadería, el haz de luz surgió de pronto como una contestación a la maldición del viejo contrabandista.

A la vista del reflector empujó de manera apresurada el barril y agarrándose a él se apegó en una oquedad del acantilado.

Rápidamente el tablón de luz bajó a la costa y empezó a recorrerla zigzagueando.

Esto dio algunas esperanzas al viejo y, en efecto, en dos ocasiones el haz luminoso se acercó adonde él se escondía con su barril, pero a un metro de distancia cambió de dirección y siguió hacia otra parte.

El patrón miró desesperadamente los alrededores sin poder atisbar entre las sombras un escondite más adecuado. Tampoco se atrevía a levantarse y echar a correr, por temor a ser cazado por la luz. Decidió, pues, continuar donde estaba, apegado al suelo como una rata, con la esperanza de que a la distancia, a pesar de la potente luz del reflector, lo confundieran con el color pardo de la tierra, con un montículo o una piedra.

El haz de luz de pronto tomó la línea divisoria del acantilado y el viejo esperó su llegada como quien espera el filo de la muerte. Estaba acostumbrado a esperarla con la mano firme en la caña del timón, emproando a su Júpiter contra una de esas montañas de agua, donde podía venir la muerte envuelta; pero, ahora, en vez de la ola era una inquietante faja de luz la que venía, sin fuerzas ni volumen, pero extremadamente poderosa, sutil y lacerante.

«¡Si el mundo reventara y se hiciera trizas —pensó—, sería una salvación al lado del encuentro con esta luz!».

Y la luz, de pronto, lo enfocó: lo enfocó y se detuvo sobre su cuerpo traspasándolo. El viejo concentró su máxima energía para no temblar. Se mantuvo quieto, pero bajo una angustia tan atroz, que estuvo a punto de levantarse y echar a correr.

El haz de luz no se movía, y esta inmovilidad daba la sensación de una cosa sólida, de un torniquete en el pobre cuerpo del viejo contrabandista de tal manera, que al durar unos instantes más pensó que moriría aplastado como un insecto contra el duro suelo.

Un tableteo seco resonó de repente en aquella terrible soledad, semejante al que producen las primeras trizaduras de los hielos en la primavera, y el haz de luz se convirtió en una cosa aguda, en un dolor que penetró por el costado.

La luz del reflector siguió su ruta; el viejo contrabandista continuó apegado a la tierra, pero ya no por su propia voluntad: una bala de la ametralladora de la policía marítima, que había hecho solo un tiroteo preventivo, había dado en el blanco del azar.

Cuando los dos marineros volvieron de la población, inquietos ante los disparos y la tardanza del viejo, lo encontraron agonizante y abrazado a su barril de aguardiente.

—¡Mikic! —le dijo—, lleva el último barril adonde el Negro Rivas y cobra lo convenido… Y tú, Délano —prosiguió balbuceante—, arrástrense hasta mi Júpiter y…

Ya no pudo continuar, se tocó el costado humedecido por la tibia sangre, miró a través de la oscuridad a sus dos marineros que, agachados, lo asistían, y profirió en un estertor:

—¡Ah…, si yo supiera quién de ustedes anda con la jetta!…