El Flamenco
I
Así como entre los hombres surge de vez en cuando el genio, entre los animales se da a veces algún ejemplar extraordinario, cuya existencia nos acerca a los misterios de la naturaleza, para hacérnoslos más inescrutables.
EL que ha visto degollar desde un hombre hasta una oveja, y conoce el último grito de terror, el mugido, el postrer relincho y hasta ha creído escuchar la exhalación de una mariposa clavada, sabe cómo son de iguales estas últimas voces de la vida en todos los seres.
La muerte no solo iguala a los hombres, sino que a los hombres con las bestias y hasta con los gusanos.
Si en la vida tuviéramos en cuenta esto, nuestra conducta sería muy diferente con los animales.
¿Qué campesino no ha conocido algún buey solitario que se aísla para rumiar sus pastos en los bosques, un caballo que sigue a una niña o un perro que ve la muerte?
También algunas tierras son aptas para el misterio e influyen en la conformación de seres y bestias raras que no se dan en otros lugares. La falda oriental de la isla Tierra del Fuego parece una de ellas.
En sus costas, lamidas por el oleaje del Atlántico, se han visto peces curiosos y monstruos marinos; en sus llanadas galopan manadas de guanacos que se diferencias de los comunes; el zorro es muy distinto del de la Patagonia; los búhos, otras veces, y hasta ese pequeño roedor, el cururo, parecen ser propios de la lejana isla.
Los hombres mismos sufren la extraña sugestión de esas tierras y no se acostumbran a vivir en otras partes. He visto a muchos maldecir al partir, y regresar algunos años después, declarando que no han podido vivir en otras regiones. ¡Quién sabe si, a lo mejor, esta narración es producto de la nostalgia, que un día me acorrale demasiado y me haga volver hacia ella, como en la época de mi juventud, a galopar de nuevo sobre sus dilatadas praderas!
II
El caso del Flamenco empezó una mañana en que se marcaba la caballada. Es decir, empezó para mí, pues la vida salvaje de este hermoso caballo alazán en las serranías de Carmen Sylva no estuvo al alcance de mi observación y debió haber sido muy interesante, porque la historia de su cautiverio sí que lo fue, y no porque yo siguiera al animal como un entomólogo a sus bichos, sino porque el encadenamiento de los hechos me la destacó de esta manera.
Aquella mañana me había quedado solo en el corral de la tropilla; la gente se había ido a almorzar.
Fumando plácidamente mi caporal, contemplaba el centenar de potritos y potranquitas apuñaladas por aquel feroz Jackie. Sus ancas estaban brillantes; sus delgadas extremidades, terminadas en pequeños y finos cascos, parecían bracitos de niños muertos; los pechos rotos por la cuchillada, las cabecitas tiernas con los ojos vidriosos y fijos, y las melenas revueltas con sangre y polvo ofrecían un espectáculo un poco molesto.
«Son duros estos gringos —pensé—. En vez de regalar esos animales o vendérselos a los ovejeros y peones de su propia estancia, prefieren matarlos para descongestionar sus campos y no propagar la raza y la marca».
Un sol brillante caía de pleno en el corral y levantaba de la sangre, coagulada por el polvo, un vaho excitante, un olor que ponía tensa la punta de la nariz.
El ambiente producía una paz un poco cargada de angustia, un desgano por vivir.
«¡Debe ser falta de almuerzo!», me dije, y me dispuse a partir; pero, de pronto, un estridente relincho laceró la tranquilidad del mediodía.
Di vuelta la cabeza, y a mi espalda, entre los estacones del cerco, un caballo alazán contemplaba, como yo, el espectáculo de los potritos degollados.
La belleza extraordinaria del animal hizo que mis ojos se dilataran de asombro. Era un alazán de tres para cuatro años, alto, esbelto, con el lomo derecho, la barriga pegada entre los músculos; las patas, delgadas, envueltas en una vigorosa nervadura y la cabeza pequeña. Pero lo que más llamaba la atención en este extraordinario ejemplar eran la piel y los ojos; la primera, reluciente, tan aterciopelada como la de los lobos marinos de dos pelos, de un color encendido y cambiante como las llamas cuando los tensos músculos hacían movimiento; y los ojos eran dos bolas de luz cuajada, latentes, que pasaban de un brillo acerado cuando se encabritaba hasta una opacidad serena y profunda.
Se destacaba como el mejor tipo de la tropilla que, separada para el amanse, descansaba en el fondo del corral. Más allá, en los potreros, se movían las manadas de yeguas madres, con sus pequeños hijos castrados y clasificados para sobrevivir.
¿Cuál era la causa de la curiosa actitud de los relinchos y miradas de este corcel solitario?
¿Recordaba, acaso, cuando tres años antes le había tocado a él mezclarse entre los acuchillados y salvarse por milagro de la certera puñalada del campañista, salpicado con la sangre caliente de sus hermanos; esa sangre joven de un color tan vivo como el de su piel? ¿De ella tomó, acaso, esa hermosura, como la agilidad que adquieren los indios cuando sus padres les untan las rodillas con la sangre de los chulengos?
Me quedé contemplándolo entusiasmado hasta que el mozo vino a llamarme para el almuerzo.
En la tarde continuamos la faena de aparte y marca, pero esta vez tenía otro atractivo más que apilar potrillos en el corral: el alazán.
Apenas Jackie, arremangado, cuchillo en mano, empezaba a buscar a los pequeños que iba a ultimar, el alazán se acercaba a mirar entre los estacones con la cabeza enhiesta.
Ubicada la víctima por su inferior calidad, al criterio del matador; se acercaba este y le asestaba la feroz puñalada en pleno pecho; con un hábil movimiento revolvía la hoja acerada en el interior hasta tocar el corazón, y el animalito caía desplomado.
Entonces, ante el chorro de sangre que saltaba a borbotones, los ojos del alazán se encendían, enarcaba el cuello y piafaba, haciendo retumbar el suelo con los cascos; después, relinchando, se metía entre las tropillas, removiéndolas.
Repitió estos movimientos durante toda la tarde. En una ocasión se lo hice observar a Jackie.
—¡Este me lo he dejado para mi tropilla; ya me fijé en él hace tres años, en la marca pasada! —me respondió el campañista, interpretando egoístamente mi interés por el alazán—. ¡Así que no le eche el ojo, pues! —remató como advertencia.
Las dos mil yeguas cerriles volvieron a las campiñas cordilleranas a vivir su vida salvaje, mientras unos doscientos redomones quedaron en la estancia para ser domados y entregados al servicio nuestro, de los ovejeros, puesteros, etcétera.
Una mañana nos reunimos en el corral desde el administrador hasta el último aprendiz, a fin de elegir, por orden de jerarquía, nuestros futuros caballos de trabajo.
Esta ceremonia es muy importante, porque demuestra el conocimiento y buen ojo de los que eligen, ya que los animales están jóvenes y salvajes, y pueden resultar tan buenos como malos para toda la vida.
Todos, por supuesto, dirigieron la vista al alazán, pero Jackie, que en el corral tenía más autoridad que el propio administrador, advirtió:
—¡Este es el Flamenco, le puse nombre hace tres años, cuando lo salvé de acuchillarlo para dejarlo para mi tropilla; es muy vistoso y largo de cañas; quién sabe si va a servir para trabajos rudos!
Después, cada uno continuó sus labores, y los campañistas, la suya: el amanse de la potrada.
Una mañana en que debía salir a recorrer campos, me quedé más de lo acostumbrado en los corrales a fin de ver una jineteada.
—¡Hoy le voy a poner los cueros al alazán que usted le había echado el ojo! —me dijo Jackie.
Efectivamente, el hermoso caballo estaba amarrado al palenque.
Me quedé, pues, en espera de un espectáculo campero emocionante, ya que la primera monta de este corcel debía ser algo extraordinario.
El pealador le lanzó una pequeña armada del lazo a las patas, lo hizo moverse, y luego, con un fuerte y traicionero estirón, lo voltearon en tierra, tesaron los lazos y empezaron a ponerle la montura con la precaución acostumbrada.
El animal se revolvió inquieto un rato, luego se dejó que le pusieran tranquilamente los cueros, la cincha y las riendas.
Aflojaron los peales, le dieron un rebencazo, y mientras se levantaba de un salto, Jackie se le encaramó como un gato sobre la montura.
El animal quedó con las cuatro patas abiertas y firmes en la tierra, y agachó la cabeza como resolviendo lo que iba a hacer.
Todos estábamos tensos de emoción. Los ayudantes abrieron la tranquera y otro con el caballo apadrinador se le puso al lado.
Hombre y bestia estaban rígidos, no movían un músculo, esperando uno el formidable salto y el otro quizá qué sorpresa en esta primera aventura.
—¡Yaaa…! —gritó Jackie, y dio un fuerte rebencazo en el anca del animal, mientras se agarraba como un águila con las espuelas.
Pero aquel hermoso bruto, en vez de dar el tremendo salto que todos esperábamos de él y entablar la fiera lucha que predecía su recia contextura, salió por la tranquera con un galope abierto como el balanceo de los elefantes.
Nos quedamos estupefactos.
Al rato, Jackie volvió, después de dar unas carreras por la huella.
—¡En cuanto aprenda a correr, este va a ser el mejor parejero de la estancia! —exclamó Jackie jubiloso, y continuó—: Es la primera vez en mi vida que me ocurre esto con un animal de tanta pinta.
—¿Quiere que lo pruebe? —exclamó un ayudante.
El joven, un moreno fornido, se dispuso a montarlo.
Montó de un salto, confiado; pero no bien se había afirmado en los estribos, ocurrió algo sorprendente: el animal se encogió, pareció rozar el suelo como un gato y luego levantó las manos y de un terrible salto disparó tranquera afuera.
Como un elástico se lanzaba hacia el espacio, en el aire se retorcía como un pez, brillábale la piel a llamaradas, escondía la cabeza y caía azotándose con un estremezón inaguantable.
El domador sufrió tres saltos de esta clase; al cuarto rodó por el suelo como un guiñapo; cuando fueron a recogerlo, estaba quebrado de una pierna.
Jackie era mestizo, hijo de inglés y de una india ona, crecido en el lomo de las bestias y considerado como el mejor amansador de la Tierra del Fuego; cuando se encontraba con una bestia fiera, brotaban todas estas cosas y le hervía la sangre.
—¡Déjenmelo a mí! —gritó—. ¡Yo le voy a enseñar!
Nuevamente tuvimos unos segundos de expectación. El gran domador subió sigilosamente, como antes, y como la vez anterior también el alazán partió al galope manso.
—¿Lo habrá embrujado Jackie? —dijo uno.
—¡Este es un caballo de amo, nadie lo va a poder montar! —exclamó el campañista, desmontándose de vuelta.
Y así fue; nadie más que Jackie pudo montar al Flamenco; todo el mundo se hizo cruces comentando este hecho raro.
III
Al mes y medio recibimos de las piernas de nuestros domadores los flamantes redomones, semiamansados aún, pues la doma definitiva terminaba, a nuestro amaño y experiencia, en nuestras manos.
Jackie se quedó con su extraordinario alazán. El tiempo pasó y ya nadie comentó el hecho.
No se comentó hasta una tarde en que el campañista, que había salido campo afuera con su caballo de amo, no regresó a la estancia.
Conociendo la experiencia del gran hombre de campo, no nos inquietamos.
Pero pasó la noche, y nuestra inquietud fue grande cuando al día siguiente encontraron al Flamenco en los corrales, ensillado y con el lazo arrastrando, es decir, una parte del lazo, pues en el extremo estaba cortado, y con la barriga y los ijares rajados y ensangrentados a espolazos.
—¡Es corte de cuchillo! —dijo uno, revisando el extremo del lazo, y continuó—: Jackie debe haberlo cortado; puede estar vivo aún.
Inmediatamente partieron dos ayudantes del campañista en su búsqueda.
A media tarde, regresó uno al tranco, trayendo herido sobre el morrón a Jackie.
Cuando lo bajaron, aquel hombre sufrido, apretando la boca de dolor, exclamó:
—¡No sé cuántas costillas rotas tengo, pero estoy cierto de un hombro zafado y una canilla quebraba!
—¡Ya se te afirmarán las tabas de nuevo! —le dijo, consolándole, un compañero.
El mestizo sonrió desde su camarote, mostrando sus blancos dientes de coipo entre sus bigotes de un rubio desteñido.
Eso de que las tabas se le volvieran a afirmar era una verdad; sus cuarenta años de domadura no le habían dejado hueso sano, pero las astillas se soldaban, las coyunturas volvían a su lugar y la enorme vitalidad de aquel hombre hacía el milagro de que volviera a amansar potros, como si nada hubiera sucedido.
Solo que en cada quebradura Jackie quedaba más pequeño, su cuerpo más inclinado y su andar cada vez más lleno de raros movimientos que lo hacían parecerse a un mono.
En cada volteadura pagaba sus triunfos sobre las bestias y la naturaleza; se levantaba de la tierra más aparragado, como esos robles fueguinos que resisten los huracanes del oeste agachándose tanto, que terminan por adquirir forma extrañas, extendidos a ras del suelo, retorcidos y deshilachados, como manos envejecidas y sarmentosas, implorando clemencia para ese pedazo de mundo azotado por las tempestades.
—¡Cuidado, no se acerquen a ese animal que tiene el mismo diablo en el cuerpo! —nos dijo Jackie cuando estuvo mejor, y continuó—: Parece que esperaba la oportunidad de hacerme pedazos, ya que parecía manso como un cordero y jamás había pegado un corcovo bajo mis piernas.
»A pesar de eso —siguió el campañista—, nunca tuve mucha confianza, pues a veces lo encontraba mirándome con unos ojos llenos de rabia, como los de esos animales a los cuales uno ha apaleado mucho.
»Una vez me miró en tal forma, que me molestó, levanté el rebenque y le di un talerazo. “¿Qué le pasa, m…?”, le dije, y se quedó tan tranquilo mirándome de reojo.
»Ese día íbamos lo más bien por la vega grande del Campo Diecisiete, cuando de repente, en el momento en que iba más desprevenido, pegó un fiero corcovo que me anduvo descomponiendo en la montura.
»¡Para qué les voy a mentir, les juro que charquié; si no, me bota! —dijo, sonriendo, el campañista, aludiendo con ese término al hecho de tomarse del cojinillo de la montura para no caerse y que los campesinos lo consideran vergonzoso.
»No me dio lugar para afirmarme —continuó—. Se lanzó por una bajada dando gambetazos y saltos igual que un torbellino. Pocas veces me he encontrado con cosa tan fiera. Se doblaba, se hacía un nudo y se arrastraba como un gato, relinchando a boca abierta, y yo ¡dale! y ¡dale! rebencazo tras rebencazo, hundiéndole las lloronas en los ijares, con las alpargatas bañadas de sangre.
»Así peleamos no sé cuánto tiempo; no me daba lugar para nada.
»De pronto, voy a dar vuelta el rebenque para agarrarlo por la lonja y darle un talerazo entre las orejas y voltearlo, cuando por primera vez que me ocurre en mis años de campesino, se me suelta el lazo y empieza a enredarse con la bestia.
»¡Aquí me llegó, pensé, en medio del cansancio y de la ira!
»En un corcovo, la pata agarró con el garrón una vuelta del lazo que me pescó una pierna y me la abrió hasta casi despernancarme, y ya no pude más, era superior a mis fuerzas; no me di cuenta cuando rodé por el suelo envuelto en el lazo.
»Corrió ese animal, arrastrándome, como no había corrido en su vida, en dirección al río. Cuando llegamos al borde, ya estaba todo quebrado y medio aturdido.
»¡Querís ahogarme, carajo!, pensé, y alcancé a sacar el cuchillo y como en sueños corté a tontas y a locas, por suerte en la parte necesaria.
»¡Y ustedes no lo van a creer! —exclamó el campañista medio incorporándose—. Aquella fiera se me acercó resoplando, con los ojos como fuego y llenos de sangre parecía el demonio. ¡Nunca había visto un animal así; les juro que tuve miedo! Se acercó, yo estaba casi desvanecido, me olfateó, jadeante, con su aliento que quemaba, y ¿saben ustedes lo que me hizo?
»¡Me hizo lo que la vaca; me ensució, me dio un par de patadas más en las costillas y me dejó creyéndome muerto!
»¡Pero no le hagan nada; lárguenlo al campo, no más; que cuando yo me levante quiero tener el gusto de ajustar cuentas con él! —terminó el campañista.
IV
Como en otras ocasiones, a Jackie se le compuso la osamenta y, ya repuesto del todo, salió de nuevo a campear entre sus tropillas.
—¡No suba más a ese alazán! —le dijo un día el propio administrador, Mr. Clifford.
Pero Jackie lo montó, le dio su tanda de talerazos, lo agarró de nuevo con las espuelas, y el Flamenco se quedó tan manso y tranquilo como si no sintiera los dolores. El trabajo de las estancias está lleno de incidentes; nuevos hechos vinieron a hacer olvidar aquel.
Solo Jackie debía recordarlo, pues había quedado bastante más aparragado y su andar ya no era el de un mono, sino el de un andamio de huesos dentro de una bolsa mal cosida.
Pero pasó el tiempo y hasta el mismo Jackie lo olvidó.
—¡Debió haber estado enloquecido ese día —me dijo una tarde en que galopábamos, él en su alazán—: Los animales, como las personas, se vuelven idiotas y locos!
El campañista era un hombre primitivo: el indio y el blanco que había dentro de él luchaban de continuo con sus instintos. Con un tono infantil me dijo:
—¡Vea, yo mismo, que soy un hombre bueno, cuántas veces por una nada he despachado a un compañero para el otro mundo!
«¡Bueno se llama este!», pensé, y me sonreí al recordar las cuentas oscuras que con su conciencia tenía el amansador.
—A lo mejor había comido algún pasto malo ese día —continuó, justificando a la bestia, a la cual seguramente odiaba y amaba— y el pobre animal se enloqueció. Así como en las vegas hay esos pastos que emborrachan y dejan tendidos a piños enteros de ovejas, también debe haber hierbas que ponen malos a los caballos. ¿Y borracho, qué es lo que no puede hacer uno?
—¡No se olvide que no se deja montar por nadie que no sea usted! —le dije.
—¡Por eso es que lo quiero, pues! —me respondió.
Miré un rato al hermoso animal que galopaba junto a mi caballo y recordé aquella escena en el corral, sus ojos grandes y extraños, la forma en que miraba el degüello de los potritos, y pensé: «¿No habrá quedado para siempre en esas retinas la persona del cruel campañista, cuando el hermoso alazán se salvó de ser apuñalado entre sus hermanos?».
—¡Quién sabe nada de nada!
Mi pensamiento de que hubiera un odio del animal contra el hombre y de que tramaba una verdadera venganza con el degollador, estaba muy bien guardado en mi interior. No saldría jamás. Mis compañeros eran un poco rudos y no me comprenderían; se habrían reído a carcajadas de mis observaciones. «¡Es un novelesco! ¡Está chirlado! ¡Ha comido también mal pasto!», habrían dicho.
Y como en la isla en realidad abunda el mal pasto y la gente se vuelve loca por la soledad, las abstinencias o el alcohol, opté por quedarme callado.
¿Y a lo mejor no me iba poniendo medio chiflado?
¡No, no estaba loco! El epílogo de esta curiosa historia de un caballo en lucha contra un hombre me demostró que estaba en mi verdadero juicio.
V
—¡No ha vuelto Jackie! —dijo el segundo administrador bajo el alero de la pesebrera.
—¡Y anda otra vez con el alazán! —contestó un ayudante.
—¡Pero está convertido en un cordero! —dijo otro.
—¡Así estaba esa vez y casi lo liquida! —sentenció el segundo.
Caía la tarde fueguina, el ocaso prolongaba sus luces a través de la llanura, aureolando los suaves lomajes e incendiando en las lejanas vegas los altos pastizales.
El campañista había salido temprano con un recado para un puesto serrano y debía haber regresado a media tarde. Y no regresó ni en la tarde ni en la noche.
A la mañana siguiente me correspondió salir a campearlo.
El puesto quedaba en unas serranías volcánicas a más o menos diez leguas de la estancia. El puestero me informó que, efectivamente, Jackie le había llevado una orden de que repuntara las ovejas para dos días más tarde, y que después de almuerzo había partido de regreso.
Empecé, pues, a desandar el camino andado infructuosamente, mirando siempre a derecha e izquierda, ya que rastros no podía seguir en esa tierra cubierta por un coirón duro y raquítico.
A poco de galopar, volví riendas hacia las serranías y me dispuse a dar un gran rodeo a través de algunos cerros, con el objeto de hacer una búsqueda concienzuda.
En esta parte de la Tierra del Fuego terminan los últimos cordones de las cordilleras occidentales y empiezan las mesetas que van descendiendo hasta el borde del Atlántico, sucesivamente, en llanadas, vegas y dunas.
La topografía es curiosa: algunos pequeños lados entre hoyos cordilleranos, ojos de agua al fondo de precipicios, ancones, hoyas de paredones pétreos, le dan un aspecto sobrecogedor, como de comienzos del mundo. Ni un ave se divisa, y los caballos que son obligados por sus jinetes a cruzar por allí paran las orejas e inquietan el paso.
Desde la cumbre de los cerros lanzaba mis miradas hacia las partes bajas sin resultado alguno.
«El campañista pudo haber pasado por allí —pensaba— para observar algún paso desconocido o descubrir buen pastizal».
Ya quería dar por terminada la búsqueda, cuando en lo alto de una especie de meseta descubrí un caballo ramoneando entre unas matas negras, raquíticas. Era el Flamenco.
Ascendí rápidamente y me acerqué a él. No huyó, ni siquiera se movió. Estaba ensillado, sin las riendas, pero con bozal y cabestro.
Lo tomé de este último y lo até a mi pegual; en seguida lo contemplé cuidadosamente: tenía rastros de sangre en los ijares y la piel denotaba haber sudado.
Me desmonté, me puse frente a él y me quedé mirándole a los ojos.
A veces uno, sin quererlo, mira a los animales, a la naturaleza misma, como preguntándoles algo y ellos, al parecer, nos devuelven la mirada inexpresivamente, pero una corriente se establece, algo ocurre en nuestras mentes, una luz se mueve, y descubrimos lo que buscábamos, aunque no sea más que la paz de nuestra propia inquietud.
Al Flamenco pareció molestarle mi mirada.
En un contacto de pupilas le pregunté: «¿Dónde está Jackie?». Y sus hermosos ojos, otras veces vivaces, parpadearon sin responder; estaban apaciguados y como dos bolas de vidrio, opacas y sin expresión, flotaban evadiendo mi vista.
Monté y recorrí los alrededores con él del cabestro, sin encontrar rastro alguno.
La naturaleza tampoco respondía. Ni un presentimiento, ni una huella, ni una idea de donde pudiera asirme.
De pronto, me di cuenta de la presencia y gravitación de tres cosas: el caballo, la naturaleza y el silencio; los tres formaban esa soledad impenetrable; los tres unidos y asociados como los cómplices forman el triángulo de un crimen.
¡Ah…, pero nunca nuestros pasos van al azar!
Partí cuesta arriba para encontrar el fin de aquella meseta; pero al rato de andar me di cuenta de que la tierra se combaba y me desmonté para seguir a pie, ya que podría ser indicio del borde de algún precipicio que se desprendiera al menor peso sobre su superficie.
Luego, aquella cumbre se combó de tal manera, que indicaba su término. Me tendí y empecé a arrastrarme de bruces. Presintiendo que estaba cerca del borde, me apegué más a la tierra y repté como una lagartija, hasta que…
Tiemblo todavía al recordarlo: ¡Estaba al borde de un abismo! ¡Cerré los ojos angustiado y me agarré hincando las uñas en la tierra! En el cerebro se me produjo algo como el roce de un filo frío, como si una guillotina hubiera estado a punto de desprender mi cabeza del cuerpo y lanzarla en aquel vacío.
¡Aquello era un ancón, un cráter apagado, un precipicio, qué sé yo!
La atracción del vértigo debe ser como la del suicidio. Apreté los dientes como en espera de un dolor intenso y abrí de nuevo los ojos. Esta vez pude ver mejor: estaba justamente en la arista de un precipicio, como si mirara dentro de un gigantesco barril, cuyas paredes, después de una brevísima capa de ripio, bajaban combándose hacia adentro, negras y relucientes como las paredes de un pizarrón, hasta el fondo, también liso y brillante; el fondo de aquel mortero fantástico era lo que no había visto en mi primera mirada y lo había confundido con el negro e insondable abismo.
¿Y Jackie?
Solo al final, cuando ya me había retemplado un poco la médula, distendido los nervios y el cerebro y ya no sentía ese filo torturante del vértigo, pude divisar abajo, justo en la vertical de mi mirada, un guiñapo medio color café, como el pellejo desvencijado de un perro grande. Era el campañista. Repté hacia atrás, y cuando me senté y volvieron a reajustarse mis sentidos me topé con otra extraña realidad: ¿Cómo cayó Jackie en ese precipicio?
El campañista no era curioso, y si hubiera llegado al borde del ancón, sus nervios habrían resistido más que los míos, pues era más fuerte.
¿Y el caballo, en su lucha con él, cómo pudo haberlo lanzado al fondo sin haber caído también él?
¡Solo que se hubiera retacado en una veloz carrera en el borde mismo del abismo; pero esa suposición se descartaba ante la reconocida firmeza de las piernas del inglés-ona!
¡Pudo haberse vuelto loco y lanzóse al abismo! ¡Pudo haberlo hecho sin enloquecer también, como otros hombres de esa tierra que han terminado sus días suicidándose de extrañas maneras!
Miré al caballo, a las lejanías y sentí otra vez la presencia de la soledad y del silencio. Nada. De nuevo estaban otra vez unidos los tres cómplices de aquel misterio.
VI
Ya era casi de noche cuando en el corral de tropilla contaba lo sucedido al segundo administrador: un escocés adusto y silencioso.
Teníamos delante al Flamenco, cuyos ojos se daban vuelta de vez en cuando a mirarnos.
Cuando terminé la narración, en que mencioné mis observaciones hechas desde la primera vez que vi al alazán, con su extraña mirada, contemplando el degüello de los potrillos en el corral de tropilla, y manifesté al escocés mi opinión de que ese animal había obrado casi como un ser humano, con la idea fija de la venganza, tuve temor de que aquel hombre no me comprendiera y me considerara un loco o un chiflado.
Me miró fijamente, intensamente, calándome a través de la semioscuridad que se iba acentuando con la llegada de la noche. No dijo una palabra, ni un gesto reflejó su faz. Echó mano al cinturón, sacó un Colt de cañón largo, se acercó al alazán, apuntó a la cabeza, disparó, y el Flamenco se desplomó muerto en medio del corral.
El segundo me había comprendido.