El témpano de Kanasaka

Las primeras noticias las supimos de un cúter lobero que encontramos fondeado detrás de unas rocas en bahía Desolada, esa abertura de la ruta más austral del mundo: el canal Beagle, adonde van a reventar las gruesas olas que vienen rodando desde el Cabo de Hornos.

—Es el caso más extraño de los que he oído hablar en mi larga vida de cazador —dijo el viejo lobero Pascualini, desde la borda de su embarcación, y continuó—: Yo no lo he visto; pero los tripulantes de una goleta que encontramos ayer de amanecida, en el canal Ocasión, estaban aterrados por la aparición de un témpano muy raro en medio del temporal que los sorprendió al atravesar el paso Brecknock. Más que la tempestad fue la persecución de aquella enorme masa de hielo, dirigida por un fantasma, un aparecido o qué sé yo, pues no creo en patrañas, lo que obligó a esa goleta a refugiarse en el canal.

El paso Brecknock, tan formidable como la dura trabazón de sus consonantes, es muy corto; pero sus olas se empinan como cráteres y van a estallar junto a los peñones sombríos que se levantan a gran altura y caen, revolcándose de tal manera, que todos los navegantes sufren una pesadilla al atravesarlo.

—Y esto no es nada —continuó el viejo Pascualini, mientras cambiaba unos cueros por aguardiente con el patrón de nuestro cúter: el austríaco Mateo, que me anda haciendo la competencia con su desmantelado Bratza, me contó haber visto al témpano fantasma detrás de la isla del Diablo, esa maldita roca negra que marca la entrada de los brazos noroeste y sudoeste del canal Beagle. Iniciaban una bordada sobre este último, cuando detrás de la roca apareció la visión terrorífica que pasó rozando la obra muerta del Bratza.

Nos despedimos del viejo Pascualini, y nuestro Orión tomó rumbo hacia el paso Brecknock.

Todos los nombres de esas regiones recuerdan algo trágico y duro: la piedra del Finado Juan, isla del Diablo, bahía Desolada, El Muerto, etcétera, y solo se atenúan con la sobriedad de los nombres que pusieron Fitz-Roy y los marinos del velero francés Romanche, que fueron los primeros en levantar las cartas de esas regiones estremecidas por los vendavales de la conjunción de los oceános Pacífico y Atlántico.

Nuestro Orión era un cúter de cuatro toneladas, capitaneado por su dueño, Manuel Fernández, un marinero español, como tantos que se han quedado enredados entre los peñascos, indios y lobos de las costas magallánicas y de la Tierra del Fuego. Él y un muchacho aprendiz de marinero, de padres italianos, formaban toda la tripulación; y no necesitaban más: con vueltas de cabo manila amarraba al grumete al palo para que no se lo llevaran las olas y maniobrara libremente con la trinquetilla en las viradas por avante, y él manejaba el timón, la mayor, el pique y tomaba faja de rizo, todo de una vez, cuando era necesario.

Una noche de temporal, al pasar del cabo Froward al canal Magdalena, lo vi fiero; sus ojos lanzaban destellos de odio hacia el mar; bajo, grueso, con su cara de cascote terroso, donde parecía que las gotas de agua habían arrancado trozos de carne, lo vi avanzar hacia proa y desatar al grumete, desmayado por una mar gruesa que le golpeó la cabeza contra el palo.

Yo me ofrecí para reemplazarlo:

—¡Vamos! —me dijo dudando y me amarró al palo con una soga.

Las olas venían como elefantes ágiles y blandos, y se dejaban caer con grandes manos de agua que abofeteaban mi rostro, y a veces unas pesadas lenguas líquidas me envolvían empapándome.

En el momento del viraje, cuando el viento nos pegaba en la proa, desataba la trinquetilla y cazaba el viento, que nos tendía rápidamente hacia un costado. Ese era un momento culminante. Si mis fuerzas no resistían los embates de la lona, que me azotada despiadadamente, el viraje se perdía, corríamos el peligro de aconcharnos y naufragar de un golpe de viento.

Después de dos horas de sufrimientos, el patrón Fernández fue a desatarme, sin decirme si lo había hecho bien o mal. Desde esa noche relevé muchas veces al grumete durante la navegación.

Hacía el viaje con destino a Yendegaia, para ocupar un puesto de capataz en una estancia de lanares. El cúter llevaba un cargamento oficial de mercadería; pero disimulado en el fondo de su pequeña bodega iba otro cargamento extraoficial: un contrabando de aguardiente y leche condensada para el presidio argentino de Ushuaia, donde el primer artículo está prohibido y el segundo tiene un impuesto subido.

Iban dos pasajeros más: una mujer, que se dirigía a hacer el comercio del amor en la población penal, y un individuo oscuro, de apellido Jiménez, que disimulaba su baja profesión de explotador de la mujer con unos cuanto tambores de películas y una vieja máquina de proyección cinematográfica, con lo que decía iba a entretener a los pobres presidiarios y a ganarse unos pesos.

Este tipo era un histérico: cuando soltamos las amarras del muelle de Punta Arenas, vociferaba, alardeando de ser muy marino y de haber corrido grandes temporales. Al enfrentarse con las primeras borrascas, a la altura del cabo San Isidro, ya gritaba como un energúmeno, clamando al cielo que se apiadara de su destino. En el primer temporal serio que tuvimos, fue presa del pánico y mareado como estaba en la sala del cúter, tuvo fuerzas para salir a cubierta gritando enloquecido. Una herejía y un puntapié, que el patrón Fernández le dio en el trasero, lo arrojaron de nuevo a la camarita, terminando con su odiosa gritería. La prostituta, más valerosa, lloraba resignadamente, y apretaba su cara morena contra una almohada sebosa.

Pero salía el sol y Jiménez era otro. Con su cara repugnante, de nariz chata, emergía del fondo de la bodega como una rata, se olvidaba de las patadas del capitán y hablaba de nuevo, feliz y estúpido.

A los tres días de viaje, los seres que íbamos en esas cuatro tablas sobre el mar ya habíamos deslindado nuestras categorías. El recio temple y la valentía del patrón Fernández, el gesto anhelante de ese adolescente que se tragaba el llanto y quería aprender a ser hombre de mar, mi experiencia que esforzaba a veces cuando trataba de ayudar, y la prostituta arrastrada por ese crápula gritón. Toda una escala humana, como son la mayoría de los pasajeros de esos barquichuelos que cruzan los mares del extremo sur.

Suaves y lentos cabeceos nos anunciaron la vecindad del paso Brecknock, y luego entramos en plena mar gruesa. Nuestro cúter empezó a montar con pericia las crestas de las olas y a descender entre crujidos hasta el fondo de esos barrancos de agua. El viento del sudoeste nos empujaba velozmente de un largo; el Brecknock no estaba tan malo como otras veces y en menos de una hora tuvimos a la cuadra el peñón impresionante que forma un pequeño pero temible cabo; después empezaron a disminuir las grandes olas y penetramos por la boca noroeste del canal Beagle. En la lejanía, próxima la soledad del mar afuera, de vez en cuando divisábamos los blancos penachos de las olas del cabo, rotas entre algunas rocas aisladas.

No tuvo mayores contratiempos nuestra navegación; el pequeño motor auxiliar del Orión y el viento que nos daba por la aleta de estribor nos hacían correr a seis millas por hora.

Estábamos a mediados de diciembre y en estas latitudes las noches casi no existen: los días se muerden la cola, pues el crepúsculo vespertino solo empieza a tender su pintado de sombras cuando ya la lechosa claridad de la aurora empieza a barrerlas.

Avistamos la isla del Diablo a eso de las tres de la madrugada. Ya el día entraba plenamente, pero los elevados paredones rocosos ribeteaban de negro la clara ruta del canal, a excepción de algunos trechos en que los ventisqueros veteaban esas sombras con sus blancas escalinatas descendiendo de las montañas.

El cataclismo, que en el comienzo del mundo bifurcó el canal Beagle en sus dos brazos, el noroeste y el sudoeste, dejó como extraño punto de ese ángulo la isla del Diablo, donde los remolinos de las corrientes de los tres canales hacen muy peligrosa su travesía, de tal manera que los navegantes han llegado a llamarla con ese nombre espantoso.

Y ahora tenía una sorpresa más: allí rondaba la siniestra mole blanca del témpano que llevaba a su bordo un fantasma, terror de los navegantes de la ruta.

Pero pasamos sorteando la enrevesada corriente, sin avistar el extraño témpano.

—¡Son patrañas! —exclamó el patrón Fernández, mientras evitábamos los choques de los pequeños témpanos que, como una curiosa caravana de cisnes, pequeños elefantes echados y góndolas venecianas, seguían a nuestro lado.

Nada extraño nos sucedió y seguimos tranquilamente rumbo a Kanasaka y a Yendegaia, donde debía asumir mis labores campesinas.

Antes de atravesar hacia Yendegaia debíamos pasar por la tranquila y hermosa bahía de Kanasaka.

Todas las costas del Beagle son agrestes, cortadas a pique hasta el fondo del mar; dijérase que este ha subido hasta las más altas cumbres de la cordillera de los Andes o que la cordillera andina se ha hundido en el mar.

Después de millas y millas entre la hostilidad de la costa de paredes rocosas, Kanasaka, con sus playas de arena blanca, es un oasis de suavidad en esa naturaleza agreste; siguen a la playa verdes juncales que cubren un dilatado valle y luego los bosques de robles ascienden hasta aparragarse en la aridez de las cumbres. Una flora poco común en esa zona se ha refugiado allí. El mar entra zigzagueante tierra adentro y forma pequeñas y misteriosas lagunas donde los peces saltan a besar la luz, y detrás, en los lindes del robledal, está la casa de Martínez, único blanco que, solitario y desterrado, por su voluntad o quizá por qué razones, vive rodeado de los indios yaganes. En medio de esa tierra salvaje, mi buen amigo Martínez descubrió ese refugio de paz y belleza y, ¡ah romántico irreductible!, muchas noches lo encontré paseando al tranco de su corcel junto al mar, acompañado solo de la luna, tan cercana, que parecía llevarla al anca de su caballo.

—¡Vamos a tener viento en contra y el canal va a florecer con el este! —habló Fernández, interrumpiendo mis buenos recuerdos. Y, efectivamente, el lomo del canal Beagle empezaba a florecer de jardines blancos; las rachas del este jaspeaban de negro y blanco el mar, y de pronto el cúter tuvo que izar su velamen y voltejear de costa a costa.

El viejo marino español miró el cielo y frunció el ceño. Empezaba el lento anochecer y el mar seguía aumentando su braveza. El grumete fue amarrado al palo para maniobrar en los virajes con la trinquetilla. El patrón disminuyó la mayor, tomando faja de rizo y todo se atrincó para afrontar la tempestad que se avecinaba.

Lo más peligroso en las tempestades del canal Beagle son sus rachas arremolinadas; los caprichosos ancones y montañas las forman y las lanzan al centro del canal, levantando verdaderas columnas de agua. En el día es muy fácil capearlas. Se anuncian por una sombra renegrida que viene sobre las olas y permite emproarlas con la embarcación; pero cae la noche y sus sombras más intensas se tragan a esas otras sombras, y entonces no se sabe cuándo llegan los traidores chimpolazos que pueden volcar de un golpe al barquichuelo.

Todo el instinto del patrón Fernández para olfatear las rachas en la oscuridad no era suficiente, y de rato en rato se deslizaba alguna que nos sorprendía como una venganza del mar contra ese viejo marino.

El patrón encerró en la camarita al histérico gritón y a la prostituta, ajustó los cubichetes y me preguntó si quería guardarme también.

Varias veces ha estado mecido por los brazos de la muerte sobre el mar y no acepté la invitación, pues es muy angustiosa la situación de una ratonera batida por las olas y que no se sabe cuándo se va a hundir. He aprendido a conocer el mar y sé que la cercanía del naufragio es menos penosa cuando uno está sobre cubierta a la intemperie. Además, la espera de la muerte no es tan molesta en un barco pequeño como en un barco de gran tonelaje. En el pequeño, uno está a unos cuantos centímetros del mar; las olas mismas, empapándonos, nos dan ya el sabor salobre de los pocos minutos que durará nuestra agonía; estamos en la frontera misma, oscilando; un breve paso y nos encontramos al otro lado.

Esta era nuestra situación en medio del canal Beagle a eso de la medianoche. A pesar de haber tomado faja de rizo, el viento nos hacía correr velozmente sobre las olas, de costa a costa, y el patrón Fernández gritaba al muchacho el momento del viraje solo cuando la negrura de los paredones hostiles ponían una nota más sobrecogedora sobre nuestra proa.

—¡Puede relevar al muchacho, mientras baja a reponerse con un trago de aguardiente! —me gritó el patrón Fernández, cuyas palabras eran arrancadas de cuajo por el viento.

Fui amarrado fuertemente de espaldas al palo. El grito del patrón me anunciaba el instante del viraje, y asido a la trinquetilla trataba de realizar, en la mejor forma posible, la maniobra de cazar el viento.

El huracán arreciaba; por momentos sentía una especie de inanición, se aflojaba mi reciedumbre, y solo la satisfacción de servir en momentos tan graves me obligaba a mantenerme erguido ante los embates del mar.

A cada momento me parecía ver llegar la muerte entre las características tres olas grandes que siempre vienen precedidas de otras tres más pequeñas; las rachas escoraban al cúter en forma peligrosa, haciéndole sumergir toda la obra muerta; el palo se inclinaba como un bambú y el velamen crujía con el viento que se rasgaba entre las jarcias. Podía decirse que formábamos parte de la tempestad misma, íbamos del brazo con las olas, hundidos en el elemento, y la muerte hubiera sido poca cosa más.

Navegábamos con la escota cazada, ladeados extraordinariamente sobre el mar, cuando de pronto vi que el cúter derivaba con rapidez; crujió la botavara, el estirón de la escota fue formidable y allá en la negrura, de súbito, surgió una gran mole blanquecina.

El patrón Fernández me gritó algo que no entendí, e instintivamente puse mi mano en la frente a manera de amparo; esperaba que la muerte emergiera de pronto del mar, pero no de tan extraña forma.

La mole blanquecina se acercó: tenía la forma cuadrada de un pedestal de estatua y en la cumbre, ¡oh visión terrible!, un cadáver, un fantasma, un hombre vivo, no podría precisarlo, pues era algo inconcebible, levantaba un brazo señalando la lejanía tragada por la noche.

Cuando estuvo más cercano, una figura humana se destacó claramente, de pie, hundida hasta las rodillas en el hielo y vestida con harapos flameantes. Su mano derecha levantada y tiesa parecía decir: «¡Fuera de aquí!» e indicar el camino de las lejanías.

Al vislumbrarse la cara, esa actitud desaparecía para dar lugar a otra impresión más extraña aún: la dentadura horriblemente descarnada, detenida en la más grande carcajada, en una risa estática, siniestra, a la que el ulular del viento, a veces, daba vida, con un aullido estremecido de dolor y de muerte, como arrancado a la cuerda de un gigantesco violón.

El témpano, con su extraño navegante, pasó y cerca de la popa hizo un giro impulsado por el viento y mostró por última vez la visión aterradora de su macabro tripulante, que se perdió en las sombras con su risotada sarcástica, ululante y gutural.

En la noche, la sinfonía del viento y el mar tiene todos los tonos humanos, desde la risa hasta el llanto; toda la música de las orquestas y, además, unos murmullos sordos, unos lamentos lejanos y lacerantes, unas voces que lengüetean las olas. Esos dos elementos grandiosos, el mar y el viento, parecen empequeñecerse para imitar ladridos de perrillos, maullidos de gatos, palabras destempladas de niños, de mujeres y hombres, que hacen recordar las almas de los náufragos. Voces y ruido que solo conocen y saben escuchar los hombres que han pasado muchas noches despiertos sobre el mar; pero esa noche, esta sinfonía nos hizo sentir algo más, algo así como esa angustia inenarrable que embarga el espíritu cuando el misterio se acerca… ¡Era la extraña aparición del témpano!

Al amanecer, lanzamos el ancla en las tranquilas aguas de la resguardada bahía de Kanasaka.

—¡No lo hubiera creído, si no hubiera visto esa sonrisa horrible de los que mueren helados y esa mano estirada que pasó rozando la vela mayor; si no derivo a tiempo, nos hubiera hecho pedazos! —exclamó el patrón Fernández.

Cuando junto a la fogata del rancho contábamos lo sucedido a Martínez, el poblador blanco, uno de los indios, que ayudaba a secar nuestras ropas, abrió de pronto desorbitadamente los ojos, y dirigiéndose a los de su raza profirió frases entrecortadas en yagán, entre las que repetía con tono asustado: «¡Félix!», «¡Anan!», «¡Félix!».

El indio más viejo tomó parsimoniosamente la palabra y nos contó: «El otoña anterior, Félix, un indio mozo, siguiendo las huellas de un animal de piel fina, atravesó el ventisquero Italia; no se supo más de él y nadie se atrevió a buscarlos en la inmensidad helada».

Y aquello quedó explicado sencillamente: el joven indio, en su ambición de cazar a la bestia, se internó por el ventisquero y la baja temperatura detuvo su carrera, escarchándolo; llegaron las nieves del invierno y cubrieron su cuerpo hasta que el verano hizo retumbar los hielos despedazándolos, y el yagán, adosado a un témpano, salió a vagar como un extraño fantasma de esos mares.

Todo se explicaba fácilmente así; pero en mi recuerdo perduraba como un símbolo la figura hierática y siniestra del cadáver del yagán de Kanasaka, persiguiendo en el mar a los profanadores de esas soledades, a los blancos civilizados que han ido a turbar la paz de su raza y a degenerarla con el alcohol y sus calamidades. Y como diciéndoles con la mano estirada: «¡Fuera de aquí!».