Capítulo 24

Gérard Moses era consciente de que ese privilegio se concedía a muy pocos. Columbró por la ventanilla del helicóptero Panther AS 565 y divisó, en medio de la insondable oscuridad de las montañas del norte de Irak, las luces del palacio donde el sayid rais lo recibiría para cenar. La fastuosa morada en el pueblo de Sarseng era el único sitio donde Saddam Hussein se sentía a salvo; por esa razón, ser invitado a ingresar en las entrañas de esa fortaleza constituía una infrecuente prerrogativa que Gérard se había ganado ofreciéndole al rais lo que más valoraba: lealtad. Saddam prefería rodearse de ministros y asesores poco dotados de inteligencia pero fieles, sumisos y obsecuentes. Gérard Moses encarnaba algo inusual: un colaborador con un coeficiente intelectual fuera del común y una lealtad a prueba de todo. Venía dando muestras de ambas cualidades desde hacía varios años y había convencido a Hussein de que su aversión por los sionistas y los israelitas sólo conocía una mayor: la del propio Gérard Moses. Los unía, además del odio, un objetivo común: destruir a Israel. Le tomó casi media hora sortear las medidas de seguridad a cargo de los soldados del Destacamento de Policía Presidencial (en árabe Amn al Khass), al mando de Kusay Hussein, el segundo hijo del rais. En medio de la noche resultaba difícil ver los hombres que custodiaban el palacio dentro del perímetro de alambre electrificado. Pero Gérard sabía que ahí estaban; oía los ladridos de los dóberman y de los rottweiler que tanto gustaban a Saddam. Levantó la vista y divisó las siluetas de los misiles antiaéreos Crotale apostados en el techo. Por supuesto, el palacio era un arsenal, con búnkeres para refugiar a un millar de personas, abastecidos con agua y alimentos para soportar meses bajo tierra. Se decía, aunque Gérard no podía confirmarlo, que de esos búnkeres nacían pasadizos que conducían a una base aérea subterránea ubicada varios kilómetros al oeste, donde, además, funcionaba un laboratorio de armas químicas y biológicas que las fuerzas aliadas no habían detectado durante la Guerra del Golfo debido a que se hallaba mimetizado con el paisaje por una técnica de la ingeniería rusa conocida como maskirovka. Lo que sí faltaba en esa fortaleza era el rugir de los motores de los aviones cazas que, antes del conflicto, la habían sobrevolado para proteger el espacio aéreo. Fauzi Dahlan le había comentado que, después del 91, la flamante Fuerza Aérea de Irak había quedado reducida a un cúmulo de chatarra, por no mencionar los pilotos que desertaron llevándose con ellos los Mig y los Mirage a Irán y a Arabia Saudí.

Se abrió una de las hojas de la puerta de roble, y Gérard entró en el salón comedor que ya conocía. La familiaridad del lugar y de los rostros que lo observaban desde distintos puntos de la habitación le confirió una sensación de pertenencia que no había sentido con frecuencia a lo largo de su vida. Fauzi Dahlan se aproximó con una sonrisa.

—¡Profesor Orville Wright! —exclamó—. ¡Bienvenido!

La mayoría de los presentes conocía el verdadero nombre de Gérard; no obstante, aprobaban su costumbre de firmar los artículos que escribía para las revistas científicas y de hacerse llamar, dentro de los ámbitos académicos, por el de uno de los inventores del avión, dado su odio por el apellido Moses, tan judío y tan relacionado con la causa sionista.

Como Saddam Hussein no era religioso, admitía el consumo de alcohol, así que, de inmediato, un sirviente le entregó una copa de champaña, con la que se paseó por la estancia saludando a otros invitados. Comprobó que se hallaban los hombres más cercanos a Saddam y los más importantes del régimen. Saludó a sus dos hijos, a Uday y a Kusay. Del primogénito se decía que era un psicópata masoquista, que se deleitaba lastimando a las personas y a los animales. En el año 88 había asesinado con un cuchillo eléctrico al valet y probador de comida de su padre porque el sirviente le había presentado a Saddam una muchacha joven que se había convertido en su amante. La última obsesión de Uday, convertir a la selección nacional de fútbol en la campeona del mundo, lo mantenía ocupado en sus oficinas de la sede olímpica, en Bagdad. Se comentaba que encarcelaba a los jugadores después de una derrota y que los azotaba con cables. Gérard notó que, como de costumbre, se había pasado con la bebida y que empleaba un tono de voz elevado y reía de tonteras. Kusay, en cambio, mostraba un temperamento más sobrio y sensato, hablaba poco y paseaba su mirada inteligente por los comensales como si tratase de descubrir secretos turbios. A pesar de ser el segundo hijo, se decía que su padre confiaba en él más que en su inestable primogénito y que planeaba nombrarlo su heredero.

Fauzi Dahlan le presentó al nuevo ministro de Industria Militar, Khidir Al-Saadi, un tecnólogo experto en armas, cuyo ascenso al gabinete de ministros se debía al plan ideado por Gérard Moses en el 95 como parte de la estrategia para sacar de encima de Irak los ojos atentos de la ONU y, de ese modo, poder reanudar la producción de armas nucleares, biológicas y químicas sin el peso de las molestas inspecciones. Para llevar a cabo el plan se requería el protagonismo de un hombre, de Hussein Kamel, ministro de Industria Militar de aquel entonces y yerno del rais. Saddam Hussein lo convocó una mañana a su palacio de Bagdad y le dijo:

—Hussein, hijo mío, te pediré un sacrificio y quiero que lo hagas en nombre de tu amor por la patria.

—Lo que ordenes, sayid rais.

—Necesito que desertes, que me traiciones.

—¡Eso jamás! ¡Nunca te traicionaría, sayid rais! ¡Tú lo sabes! Mi lealtad es absoluta.

—Lo sé, hijo mío. Por eso te pido este favor. Necesito que desertes y que pidas asilo al rey Hussein de Jordania. Allí te abordarán las distintas agencias de inteligencia de Occidente como también las tantas comisiones de la ONU que se crearon en el 91 para fastidiarme. Como eres el encargado de proveer el armamento para mi ejército, te preguntarán por las armas de destrucción masiva. Tú les dirás que mandaste destruir todas, que nada ha quedado dentro del territorio. Pasados unos meses, yo mostraré mi misericordia hacia ti y hacia mi hija, les diré que todo será perdonado y podrán regresar a casa.

El plan maquinado por Gérard incluía una última fase que no fue comunicada a Kamel: la de su muerte.

Sayid rais —había razonado Moses—, la muerte de tu yerno será inevitable si queremos darle a nuestro plan una pátina de verosimilitud. Si Hussein Kamel regresa y es perdonado, los occidentales sabrán que fue un emisario tuyo para darles información falsa. En cambio, si muere, sabrán que lo que ha dicho es cierto. Y nos dejarán en paz.

Saddam Hussein agitó la cabeza, con expresión entristecida y el ceño muy pronunciado, y manifestó:

—Siempre existen daños colaterales en estas estrategias. Todo sea por salvar a Irak del enemigo sionista.

Kamel cumplió su parte del pacto. Desertó con su familia, pidió refugio en Ammán y pasó meses hablando. Insistió en que había enviado a destruir las armas iraquíes. Del ántrax, la columna vertebral del desarrollo de armas biológicas, no quedaba una cepa. Habían eliminado los agentes nerviosos y convertido a los laboratorios en fábricas de insecticidas y de medicamentos. No encontrarían una ojiva nuclear en todo Irak, aunque confesó que todavía contaban con los blueprints o cianocopias de los planos para construir misiles. En cuanto a las reservas de uranio, habían sido empacadas en contenedores forrados con plomo y enterrados en las profundidades del mar.

En febrero del año siguiente, del 96, después de largas intermediaciones de familiares y de políticos de alto vuelto a nivel internacional, Saddam manifestó que perdonaba a su yerno y a su hija Raghad y los invitó a volver. Hussein Kamel murió en un cruce de fuego poco tiempo después de regresar a Bagdad, cuando la policía se presentó en su casa, lo acusó de traidor e intentó arrestarlo. De ese modo, el puesto de jefe del Ministerio de Industria Militar quedó vacante, y Khidir Al-Saadi lo ocupó.

Gérard Moses siguió avanzando por el salón, con la copa de champaña en la mano. Se complació de saludar al famoso traficante de armas Rauf Al-Abiyia, quien le presentó a su socio, Mohamed Abú Yihad. Moses contempló la barba medio rubia y canosa de Abú Yihad y sus rasgos más similares a los de un escandinavo, pero se guardó de formular preguntas. En ese salón, la curiosidad se pagaba muy cara.

Un sirviente abrió las dos hojas de roble y anunció la inminente llegada del sayid rais. Los presentes, como en formación escolar, se plantaron a los costados de las sillas que ocuparían durante la cena. A Saddam Hussein lo precedió su valet y probador de comida, una de las personas en quien más confiaba, que se apresuró a retirar el trono que ocuparía su señor en la cabecera de la larga mesa. El rais entró, y Gérard Moses debió admitir que poseía el porte y el carisma de un rey. Dijo: “Buenas noches, amigos”, con un gesto serio, y paseó la mirada por cada rostro. Se detuvo al ver a Moses y ensayó la primera sonrisa de la noche.

—¡Profesor Orville Wright! —Moses se apresuró a ir a su lado. Se dieron la mano—. He aguardado este momento con gran ansiedad y expectativa. Tanto nos has hablado de esta invención que no veo la hora de tenerla frente a mí.

—No te defraudaré, sayid rais. Lo que he construido para ti es más de lo que imaginas.

Saddam asintió con una sonrisa y le indicó que volviera a su sitio. Al finalizar la cena, Gérard pidió permiso para ausentarse un momento del comedor y reapareció a los pocos minutos precedido por dos sirvientes que empujaban una mesa con ruedas sobre la cual había un objeto cubierto con una tela de raso violeta, el color favorito del rais.

Shukran —dijo Moses a los sirvientes, una de las pocas palabras que dominaba del árabe. Sonrió en dirección al rais y pronunció—: Ésta es mi invención más lograda, algo por lo cual he investigado durante años. Y te la entrego a ti, querido sayid rais. —Saddam volvió a asentir y a sonreír, al tiempo que pensaba en los millones que Moses había exigido por su invento—. Con esto, te convertirás en el amo de Oriente y pondrás de rodillas a Occidente. No habrá Estado en el mundo que no te tema y te respete.

De un tirón teatral, descubrió el objeto. Nadie en la sala habría sabido decir de qué se trataba. Construido en un metal plateado y lustroso, se trataba de un tubo de un metro y medio de alto, unos veinte centímetros de diámetro, con varios botones y mangueras de aluminio y de plástico.

—Señores, tienen ante ustedes la más revolucionaria centrifugadora de uranio. La centrifugadora Wright, capaz de enriquecer uranio en diez días.

Ante esa afirmación, la mayoría reaccionó arqueando las cejas y murmurando. Saddam Hussein golpeó la mesa y el silencio retornó entre los invitados.

—Profesor Wright, ¿quiere decir que, lo que antes nos llevaba años, ahora nos llevará sólo diez días?

—No sólo eso, sayid rais, sino que el consumo energético, el otro gran problema de las centrifugadoras en cascada, con mi centrifugadora se reduce a una cuarta parte.

De nuevo los murmullos, los intercambios de miradas y el golpe del rais.

Rais, esto que ves aquí es sólo un prototipo en una escala menor. Si logramos construir diez y contamos con el combustible nuclear —aludía al uranio— para ponerlas a trabajar, igualaremos a Israel en su potencial nuclear en el lapso de seis meses.

—¡Esto es increíble! —exclamó Saddam Hussein, y abandonó su trono para aproximarse al aparato—. Eres en verdad un genio, profesor Wright. ¡Bendita la hora en que se me ocurrió invitarte a disertar en nuestra universidad!

—Gracias, sayid rais —dijo, con un brillo exultante en los ojos. Pensó en Eliah Al-Saud; le habría gustado compartir su éxito con él—. Ahora bien, este proyecto, el de crear una potencia nuclear en tan corto plazo, sólo será factible si se dan dos condiciones: construir las centrifugadoras y contar con el combustible nuclear para ponerlas en funcionamiento.

—Si me permites, sayid rais, me gustaría hacer una pregunta al profesor Wright —dijo el ministro de Industria Militar, Khidir Al-Saadi. Ante el ademán de mano de Saddam Hussein, el ministro se atrevió a proseguir—. Dime, profesor Wright, ¿cuál es el costo de producción de esta centrifugadora?

—Unos doscientos cincuenta mil dólares. Con diez de éstas, trabajando las veinticuatro horas, conseguiremos un arsenal nuclear de trescientas ojivas aproximadamente, cantidad similar al arsenal israelí. —Ante ese dato, Saddam Hussein se volvió a su director del servicio de inteligencia, el cual asintió, ratificando la información—. Por supuesto, si construyésemos más, los tiempos se acortarían y la cantidad superaría el número que acabo de dar.

—¿Contamos con la tecnología para construirlas?

—Sí. Ciertas piezas internas son de fabricación alemana. La compañía que las fabrica está dispuesta a proveerme una serie de ellas. Incluso acá, en Irak, obtendremos el acero que se precisa para el tubo —dijo, y lo acarició—. Éste es un acero especial, acero maraging, con una aleación rica en níquel, lo que lo hace extremadamente liviano al mismo tiempo que fuerte.

—¡Quiero que tú lideres el proyecto, profesor Wright! —intervino el rais, y Moses bajó la cabeza y sonrió, prestando su aquiescencia al capricho de Hussein.

—Será preciso contar con el combustible nuclear apenas hayamos concluido la construcción de las centrifugadoras. Sé que las existencias de uranio son nulas en este momento y que volver a abastecernos no será fácil si tenemos en cuenta el embargo al que está siendo sometida la república.

Saddam Hussein elevó el brazo y señaló a dos comensales en el extremo opuesto de la mesa, que se habían mantenido en silencio y observantes.

—Para eso contamos con la ayuda inestimable de nuestros amigos, Rauf Al-Abiyia y Mohamed Abú Yihad. Ellos se ocuparán de conseguir las tortas amarillas que tú precises, profesor Wright.

El uranio, una vez extraído de la mena, es aplastado, molido, bañado en ácido, secado y empaquetado en lo que se conoce como torta amarilla. Esta última es la utilizada como base para el proceso de enriquecimiento que se realiza a través de las centrifugadoras.

Rauf Al-Abiyia y Mohamed Abú Yihad se pusieron de pie y se inclinaron ante las palabras de Saddam Hussein.

—A tus órdenes, sayid rais.

—¿Sabes, profesor Wright? El amigo Abú Yihad ha arriesgado mucho consiguiendo para la gloria de Irak grandes cantidades de mercurio rojo.

—Y ahora, sayid rais —intervino Aldo Martínez Olazábal—, seguiré arriesgándome para conseguir el uranio que Irak necesita. Las menas más ricas están en la República Democrática del Congo. Ahí podremos obtener las cantidades que el profesor Wright necesita para su proyecto.

Nadie pasaba la noche en el palacio de Sarseng excepto el rais y su séquito más íntimo, por lo que el resto de los comensales abordó los helicópteros para regresar a Bagdad.

Rauf Al-Abiyia se acomodó en el asiento y notó cómo temblaba la mano de su socio y amigo al intentar abrocharse el cinturón de seguridad.

—¿Te sientes bien, sadik?

—Sí, bien —mintió Aldo—. Un poco cansado.

Se despidieron frente a las puertas de sus habitaciones en el hotel de Bagdad. Minutos después, Rauf se percató de que si bien Abú Yihad se había quejado de cansancio, deambulaba por la habitación como un tigre enjaulado.

En verdad, Aldo no tenía sueño. La dosis de adrenalina inyectada en su sangre durante la cena lo mantendría despierto a lo largo de toda la noche. Se había encontrado frente a frente con el que había despojado a Roy de su invento magistral y que lo había mandado asesinar con una dosis de ricina, y no había abierto la boca. La impotencia y la ira lo trastornaron al punto de calibrar la posibilidad de arrancarle a Uday el arma que siempre calzaba en su cintura y disparar contra ese hijo de puta de Orville Wright.

En un primer momento, cuando Al-Abiyia se lo presentó, el nombre le resultó familiar. No fue hasta que el profesor desveló la centrifugadora que las piezas del rompecabezas calzaron en su mente. Empleó una gran fuerza de voluntad para no romper a llorar. Había amado a Roy como a un hijo. No podía olvidar su entusiasmo ante la grandeza de su invento. En ese momento, podría ser rico y feliz con Matilde, porque esa historia de Juana acerca de que Roy la había violado olía a cuento. Roy Blahetter había sido un caballero, incapaz de cometer una bajeza de esa índole.

A la mañana siguiente, entró en la habitación de Rauf, lo saludó y se aprestaron a rezar en dirección a la Meca. Acabado el rito, Aldo escribió en un papel: Tengo que hablar contigo afuera. Aquí hay micrófonos. Deshizo el papel en varios pedazos y los arrojó al inodoro. Hizo correr el agua hasta que ninguno quedó flotando.

Salieron al jardín del hotel y caminaron por el borde de la pileta. Rauf Al-Abiyia conocía las aspiraciones de Roy Blahetter y su anhelo por vender la centrifugadora. Dado que la había juzgado como la idea descabellada de un joven soñador, no se había ocupado de conseguir potenciales compradores. Lo que le contaba Abú Yihad cambiaba radicalmente la situación.

—Nunca me mencionaste que a tu yerno le hubiese robado la idea el profesor Wright.

—No lo juzgué necesario —explicó Aldo—. Sólo pretendía que me conectaras con alguien interesado en comprarla. Eso era lo que Roy quería.

—Hemos perdido un negocio millonario —se lamentó—. Me pregunto cuánto le habrá pagado Saddam a Wright por ese artilugio.

—¿De qué estás hablando, Rauf? ¿Te lamentas por el dinero cuando yo te digo que perdí a un hijo a manos de Orville Wright? Quiero destruirlo, torturarlo, cortarlo en pedazos.

—Tranquilo, Mohamed. A lo largo de tu vida has sido impetuoso y has pagado caro tus impulsos. Tú has visto el altísimo concepto en el que Saddam tiene al profesor Wright. Ahora depende de él para lograr su sueño de la potencia nuclear. Eliminarlo en este momento sería firmar nuestra sentencia de muerte.

—Nadie tendría por qué enterarse de que he sido yo el que ha liquidado a ese hijo de puta.

—¿Ah, no? —se mofó Al-Abiyia—. ¿Acaso no sabes que Saddam tiene ojos y oídos en todas partes y que rara vez ocurre algo en su país que él no sepa? Tú mismo me dijiste que hablásemos afuera porque la habitación está atestada de micrófonos.

—Podría matarlo fuera de Irak.

—¿Crees que Saddam llegó adonde llegó porque es idiota? De ahora en adelante, protegerá a Wright como a un hijo. ¿No te percataste de que era uno de los pocos que se quedaba a pasar la noche en el palacio de Sarseng? Será casi imposible acercarse al profesor. —Rauf miró con comprensión a su amigo y le colocó una mano sobre el hombro—. Mohamed, sé que será difícil para ti no vengar la muerte de tu yerno. Comprendo tu amargura. Pero este mundo es duro e injusto. Tendrás que olvidar el asunto y dejar que tu yerno descanse en paz para que tú puedas seguir viviendo. No te metas con Saddam, Mohamed, no te interpongas en su camino. No sólo acabaría contigo sino que haría desaparecer a tu familia de la faz de la Tierra. En eso consiste su venganza favorita.

Aldo pensó en Matilde, y un escalofrío le surcó el cuerpo.

Fin de la Primera Parte