Capítulo 10

Matilde no vio a Eliha sino hasta el viernes, cuando la convención hubo finalizado en un marco de tensión y exceso de seguridad, aunque de buen tono y predisposición para el cambio. En opinión de Al-Saud, el documento elaborado por las organizaciones y partidos políticos participantes, que presentarían al Consejo de las Naciones Unidas, al Knesset (el parlamento israelí) y al Consejo Legislativo Palestino, quedaría en la nada. Shiloah, por el contrario, lucía exultante ya que la convención había ocupado las planas de los periódicos más importantes y los titulares de los noticieros, y su nombre y el de su partido político, Tsabar, se repetían de continuo en boca de los periodistas y en la gráfica. No se preocupó cuando empezó a correr el rumor de que el atentado había sido una puesta en escena de su partido para atraer a la prensa, es más, soltó una carcajada y citó a Oscar Wilde: “Que hablen mal de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen”.

Absorbidos por las actividades y las responsabilidades del evento, no mencionaron la pelea con Gérard, de quien no habían vuelto a saber pese a que Al-Saud lo llamaba a diario y le grababa mensajes en la contestadora. No aceptaba que una amistad de tantos años acabase de un modo estúpido e infantil. Quizá la enfermedad había comenzado a estragar el sistema nervioso de Gérard. De otra manera, no explicaba el odio de su amigo ni su distorsionada visión de la realidad.

La intención de que Matilde conociera a su escritor favorito, Sabir Al-Muzara, se desvaneció con el atentado. No bien hubo terminado su discurso de apertura del miércoles, Dingo y Axel viajaron con él en helicóptero a Le Bourget y lo embarcaron en el Gulfstream V de Al-Saud con destino al Aeropuerto Atarot, en las proximidades de Jerusalén. El Silencioso abandonó París con la vieja y pequeña maleta con la que había llegado y una docena de bolsas con regalos que las secretarias de Al-Saud se habían ocupado de comprar para su hija de dos años, Amina. Se fue sin conceder entrevistas a la prensa y, aparte de trabajar duramente con Shiloah, el martes por la tarde le pidió a Eliah que lo llevase a visitar la tumba de su hermana Samara en el cementerio musulmán de Bobigny, a diez kilómetros al noreste de París. Para Al-Saud, visitar la tumba de su esposa nunca resultaba fácil y agitaba viejos demonios que por períodos aflojaban sus garras y que a veces las clavaban con fuerza inusitada.

Necesitaba a Matilde. Ya no cuestionaba la obsesión que ella le despertaba ni cómo esa dependencia se daba de bruces con su naturaleza libre de Caballo de Fuego ni con su vida caótica y errante. Fue a buscarla el viernes al instituto, ansioso como un adolescente, y, al verla aparecer en la vereda, experimentó una alegría abrumadora que destruyó el cansancio después de una semana infernal. Caminó hacia ella para recibirla en sus brazos, diminuta, perfumada y sonriente. Les propuso, a Matilde y a Juana, cenar en el restaurante Costes, en la calle Saint-Honoré, famosa por sus tiendas exclusivas, joyerías y almacenes de delikatessen; Thérèse había hecho reservaciones para cuatro; Shiloah también iría.

—Como Mat sabía que hoy te veríamos, cocinó para vos toda la mañana.

—Pensé que preferirías cenar en casa —explicó Matilde—, más tranquilo, pero si querés, vamos a ese lugar.

Esa semana se lo había pasado cenando fuera con potenciales clientes y con desconocidos, algo habitual en su vida. Con Matilde frente a él, anheló el recogimiento del hogar y una comida casera, hecha por ella.

—Le pediré a Thérèse que cancele la reservación y que le avise a Shiloah que lo esperamos en la calle Toullier.

Apenas llegaron al departamento, mientras se quitaban los abrigos y se lavaban las manos, sonó el timbre del portero eléctrico. Como Juana no entendía palabra, le pasó el auricular a Al-Saud.

—Traen algo para vos —dijo a Matilde con aire severo, y ella le devolvió una mueca de asombro—. Yo bajaré.

Regresó con un paquete; por el embalaje se desprendía que era un cuadro. Juana se apresuró a abrirlo. Matilde soltó un gritito al ver de qué se trataba.

—¡Mi cuadro! —exclamó.

Juana se apoderó de un pequeño sobre pegado en el marco en pan de oro y lo abrió. Matilde admiraba el óleo con una sonrisa. Sus ojos parecían haberse vuelto de plata líquida.

—Es de Roy —dijo Juana, y le pasó la tarjeta.

Matilde la leyó sin comentarios y con gesto inmutable, y la depositó sobre la mesa. Al-Saud aprovechó que ella permanecía de espaldas, absorta en el óleo, y la recogió. “Al igual que recuperé tu cuadro, te recuperaré a vos. Sos mía, Matilde. Te amo. Tu esposo”. Unos celos negros le ensombrecieron la mirada y le endurecieron las líneas de la boca. ¿Cómo se atrevía ese hijo de puta a dirigirse así a su mujer? Lo habría destrozado de tenerlo enfrente. Tomó nota mental del nombre y de la dirección impresa en el reverso de la tarjeta: Ezequiel Blahetter. Mannequin. 29, Avenue Charles Floquet, troisième étage. Figuraba un número de celular.

Matilde, aún con la vista fija en la pintura —una niña de perfil, observando un caracol posado en su mano—, sintió la presencia de Al-Saud detrás de ella.

—Ésta era yo cuando tenía cinco años. —Vio la mano oscura y velluda de él pasar delante de ella para acariciar el contorno de la pequeña nariz—. Lo pintó para mí mi tía Enriqueta. Adoro este cuadro.

—Y el pelotudo de Roy —intervino Juana— lo vendió cuando Mat se fue de su casa. Y ahora se viene a hacer el muy galante porque lo recupera. ¿No te habrá mentido, Mat, para jugarla de gran héroe y, en realidad, nunca lo vendió? Porque no sé con qué guita habrá recuperado este cuadro. Los trabajos de tu tía se cotizan en dólares.

—Juana, por favor —suplicó Matilde—, no quiero hablar de él. Recuperé mi cuadro. Es todo lo que importa.

La llegada de Shiloah Moses propició un cambio en el ambiente. Se dejó de lado la historia del cuadro y se dispuso la mesa para comer. Entre Eliah y Shiloah dieron cuenta de la lasaña con boloñesa y salsa blanca hasta vaciar la fuente.

—¡En mi vida había comido una lasaña tan exquisita! —aseguró Shiloah.

—Espera a probar el postre —dijo Juana—. ¡Tiramisú!

Al-Saud vio cómo las mejillas de Matilde se coloreaban. Extendió la mano a través de la mesa y le delineó el contorno ovalado de la cara con la punta de los dedos.

—La comida estuvo exquisita, mi amor. Gracias.

El sonrojo de Matilde se acentuó; la había llamado “mi amor” en contadas ocasiones y siempre en la intimidad. Sonrió, esquivando la mirada de Al-Saud, y se puso de pie para recoger los platos. Acabado el postre y bebido el café, Shiloah manifestó su deseo de ir a bailar. Juana apoyó la idea. Eliah y Matilde intercambiaron una mirada.

—Nosotros nos quedamos —expresó Al-Saud.

Ya solos, y en tanto Matilde se ocupaba de los platos, Eliah atendió una llamada de Shariar y devolvió otra de Alamán. Al entrar en la cocina, la descubrió tomando una pastilla.

—¿Qué es?

—Nada —contestó ella—. Vitaminas.

—Me alegro de que tomes vitaminas. Por lo que comés, estarías desnutrida.

—Estoy muy bien —aseguró ella, y Al-Saud percibió cierto fastidio en su respuesta. La tomó por la cintura, la sentó sobre la mesada y la obligó a separar las rodillas para ubicarse entre sus piernas.

Matilde le pasó las manos por la frente y por el cabello. Al-Saud echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y suspiró.

—¿Estás cansado? —le preguntó con los labios sobre el cuello de él.

Lo estaba, además de agobiado de preocupaciones. Varios contratos de seguridad se habían caído después del atentado; las aseguradoras holandesas lo presionaban para que les entregara los resultados de la investigación acerca del desastre de Bijlmer; Céline lo había llamado cada cinco minutos; y por último contaba la charla telefónica con Joseph Kabila; esto lo inquietaba especialmente.

—Sí, muy cansado. Fue una semana intensa.

Matilde sintió un cosquilleo entre las piernas al ver la nuez de Adán subir y bajar contra la piel tensa del cuello. Se la tocó. Al-Saud irguió la cabeza y levantó los párpados, y la encontró expectante, los ojos muy abiertos, como los de una niña atrapada en la consecución de una fechoría. Matilde se apresuró a preguntar:

—¿Qué novedades hay del atentado? ¿Qué dijo la policía?

No le contaría que Edmé de Florian lo había llamado esa mañana para ratificar su sospecha: el asesino de Rani Dar Salem, el botones, cargó la Beretta 92 con balas Dum-Dum, de ojiva hueca, que provocaron el enorme daño en la cabeza de la víctima, como una explosión. De Dar Salem poco se sabía; era egipcio, con permiso para trabajar en Francia y vivía en el cuartucho de una pensión en el Dix-neuvième Arrondissement. Los vecinos lo describieron como un joven tranquilo, tímido y muy religioso; a menudo lo veían cumpliendo con el precepto del azalá, las cinco oraciones diarias. De la revisión de sus pertenencias no surgía ninguna pista, lo mismo que del estudio del listado de pasajeros del George V.

—La policía no ha descubierto nada de relevancia. El asesinato del botones es el trabajo de un profesional, sin huellas ni indicios.

Al-Saud tampoco le mencionaría el desvelo sin frutos de la noche anterior, que la había pasado en la base de la Avenida Elisée Reclus estudiando lo que las cámaras de la sala de convenciones captaron durante el atentado. Sobre todo buscó una cara, esa del pasado que llevaba impresa en la retina.

—Ahora quiero olvidarme del atentado y de todo —dijo, y la tomó en brazos para llevarla a la sala. La sentó en un extremo del sillón.

—Recostate aquí —le indicó ella— y apoyá la cabeza sobre mis piernas.

En verdad lucía cansado. La sombra natural en torno a sus ojos se había vuelto intensa, casi del color del vino tinto. Era demasiado largo para el sillón, por lo que sus piernas colgaron en el apoyabrazos. Al-Saud suspiró con un gemido cuando Matilde le masajeó el cuero cabelludo. Lo sedaba la voz de ella mientras le refería sus anécdotas de la semana. Le contó que había regresado a la sede de Manos Que Curan para retirar la Guía del Expatriado, un documento clave que debían aprender antes de viajar al Congo. Esa palabra inquietó a Al-Saud, y le trajo a la memoria la conversación telefónica que había sostenido esa tarde con su amigo, el general Joseph Kabila, jefe del Estado Mayor del Ejército de la República Democrática del Congo y primogénito del presidente Laurent-Désiré Kabila. La amistad entre Al-Saud y Kabila había nacido dos años atrás, cuando Joseph se instaló durante seis meses en las barracas de la Isla de Fergusson, en Papúa-Nueva Guinea, para que el personal de la Mercure lo convirtiera en un militar de raza. No le costó a Eliah descubrir en Joseph a un líder nato, no del tipo de los que abundan en África, egocéntricos, amantes del lujo y corruptos, sino reflexivo, circunspecto y sensato. “Otra sería la historia del Congo”, había opinado Tony Hill, “si Joseph ocupara el sitio de su padre”. Por eso, cuando Joseph le pronosticó que el Congo marcharía a la guerra en pocos meses, Al-Saud no lo tomó a la ligera. Su primer pensamiento fue para Matilde. Se incorporó, se sentó a su lado y la atrajo hacia él para besarla. A Eliah le gustaba apartarse de pronto, cuando ella aún permanecía en trance, con los labios entreabiertos, brillantes a causa de su saliva, y con los ojos cerrados, donde él apreciaba una red de vasos delgadísimos bajo la piel transparente. Matilde levantó los párpados lentamente, le sonrió y le pasó los dedos por la boca y, con el índice, le marcó la hendidura del mentón.

—Eliah, ¿por qué cuando nos conocimos en el avión no me dijiste que eras amigo de Sabir Al-Muzara?

—¿Y usar los talentos y la fama de mi amigo para conquistar a la mujer que me interesaba? No lo creo. Soy orgulloso, Matilde. Si voy a ganarme a una mujer, será por mis propios méritos, no por los de otro. Sin embargo, ahora sí me gustaría hablarte de un amigo. —Hizo una pausa, se acomodó en el sillón—. Matilde, ¿sabés quién es Joseph Kabila? —Ella negó con la cabeza—. Es el hijo del presidente del Congo y amigo mío.

—¿De verdad?

—Sí. Además es el jefe del Estado Mayor del Ejército de su país. Él, como nadie, conoce la situación política del Congo. Esta tarde me llamó por teléfono y me dijo que la situación con sus vecinos, Ruanda y Uganda, es cada vez más tensa y que la guerra es inminente. —Matilde abrió los ojos de manera desmesurada y separó los labios—. La zona álgida es la de las provincias Kivu Norte y Kivu Sur, donde me dijiste que irías con Manos Que Curan. —Matilde asintió, aún desorientada—. Matilde, mi amor, no podés ir al Congo. ¿Lo entendés, verdad?

Matilde se desenredó de su abrazo y se puso de pie.

—Por supuesto que voy a ir.

Después de mirarla con estupor, Al-Saud abandonó el sofá.

—Estoy diciéndote que habrá una guerra, una gran guerra en el Congo. ¿Tenés dimensión de lo que eso significa?

—Si mi prima Amélie está allá, ¿por qué yo no?

—Amélie es una religiosa que dedica su vida a los pobres y a los más necesitados.

—¿A quién creés que quiero dedicarla yo?

“¿A mí?”. Al-Saud no se atrevió a formular la pregunta; a él mismo lo había tomado por sorpresa. Se llevó las manos a la cabeza e inspiró profundamente. Percibía cómo la turbulencia comenzaba a rugir en su interior. Lo sabía, Takumi sensei siempre se lo marcaba: la paciencia no contaba entre sus virtudes, más allá de que la filosofía Shorinji Kempo le hubiese enseñado a sofrenar sus impulsos.

—Podés curar a los niños pobres de cualquier otra parte donde no haya un conflicto bélico. Insisto: ¿tenés dimensión de lo que es una guerra?

—Sólo lo que puedo ver por televisión —admitió Matilde.

—Pues eso no es nada, nada comparado con la realidad.

—¿Y vos sabés de la guerra?

No contestaría a esa pregunta; no aún.

—Matilde —le cubrió los hombros con las manos—, no quiero que vayas al Congo.

—Lo siento, Eliah —Matilde se desembarazó del peso de sus manos—. Iré al Congo. Una vez te dije que estudié medicina para esto, y he venido a cumplir mi misión.

—¡Terca! ¿No escuchás lo que estoy diciéndote? ¿La palabra guerra no te asusta?

—Sí, me asusta, pero esas personas me necesitarán todavía más si hay guerra.

“¿Y piensas que yo no te necesitaré?”.

—¡No puedo permitir que te metas en ese infierno! ¡No irás al Congo!

—¿Qué derecho esgrimís para decirme lo que haré o no haré? —Era la primera vez que levantaba la voz—. Toda mi vida actué en función de lo que otros opinaban o querían, y nunca fui feliz. ¡Ya no más! Viviré mi vida como quiera y a nadie rendiré cuentas. Si quiero ir al Congo, iré. Por otra parte, Manos Que Curan cuida de su gente. Nada malo me ocurrirá.

—¡Manos Que Curan cuida de su gente! —Al-Saud forzó una risotada—. Por supuesto que lo hacen, pero, en un contexto bélico como el que se desatará en el Congo, quedarán tan expuestos como los propios congoleños. En cuanto a los que manejaron tu vida, no me compares con ellos. Yo sólo quiero que la vivas libre y feliz, pero que la vivas, no que mueras en el intento. Si vas al Congo en estas circunstancias, lo más probable es que veas la muerte tan de cerca que la toques. ¿No le tenés miedo a la muerte?

—¡Por supuesto que sí! ¡Le temo como a nada en el mundo! ¡Es mi peor enemiga!

Al-Saud dio un paso atrás, estupefacto ante la reacción de Matilde, que se había transformado de una adolescente dulce y suave en una mujer agresiva; no obstante, él olfateaba el pánico que la dominaba. Matilde se sentó en el sillón y descansó la frente en el apoyabrazos. Su pequeña espalda subía y bajaba mientras el aire ingresaba deprisa en sus pulmones. Sin incorporarse, expresó:

—No vine a París para enredarme con un hombre que pretenda dirigir mi vida. Quiero que te vayas y que me dejes hacer lo que vine a hacer aquí. Por favor —añadió, con voz estrangulada.

No conjuró el valor para levantar el rostro y verlo partir. Permaneció en esa posición hasta que el chasquido de la puerta al cerrarse le indicó que se había quedado sola.

Eliah Al-Saud bajó las escaleras como un rayo, impulsado por la ira, la impotencia y el orgullo hecho trizas. Lo frenó el aire gélido con un golpe en los pectorales, y el vórtice del ciclón que azotaba su alma se desvaneció. Lo reemplazó una angustia que se reflejó como un sabor amargo en la base de la garganta. El timbre del celular lo sobresaltó. Miró la pantalla. Céline, por supuesto. Decidió responderle.

Allô?

C’est moi, mon amour. Céline. —Ella no hablaba en castellano si podía evitarlo.

—¿Estás en París?

—Llegué esta mañana y el lunes viajo a Abu Dhabi. Pero antes quiero verte, Eliah. Hace tanto que no estamos juntos.

—Yo también quiero verte. Tenemos que hablar.

—Mañana tengo una fiesta. ¿Te gustaría acompañarme?

—Sólo un momento. Después iremos a un sitio tranquilo. Necesito que hablemos.

D’accord —dijo ella, exultante—. Pasa por mí a las ocho.

Antes de abrir los ojos, Claude Masséna percibió el sabor metálico de la sangre. Agitó la lengua, y el regusto se intensificó junto con una puntada en la nuca. Se dio cuenta de que estaba sentado y de que su cabeza colgaba hacia atrás. A medida que la erguía, despacio para evitar las náuseas, las imágenes danzaban en su mente y le reconstruían las horas pasadas.

Ese viernes, alrededor de las siete de la tarde, el sistema alertó que Udo Jürkens estaba devolviendo el automóvil a Rent-a-Car. Tecleó de manera frenética para averiguar en qué agencia.

—¡Bravo! —exclamó, y atrajo la atención de sus asistentes. Jürkens no sólo estaba devolviéndolo en París sino que lo hacía en la agencia de la rue des Pyramides, a minutos de la Avenida Elisée Reclus, si el tránsito no se tornaba pesado.

—Vuelvo enseguida —anunció a sus empleadas, y corrió hacia el ascensor que lo transportaría a la superficie.

A la altura del número 15 de la calle des Pyramides descubrió un cartel con el logo de Rent-a-Car que señalaba un estacionamiento subterráneo. Aparcó su automóvil en la calle y descendió a pie por la rampa. En la mala iluminación se destacaba, en un extremo del amplio recinto, la pequeña oficina de Rent-a-Car, ocupada por una empleada que hablaba por teléfono. Probablemente, razonó, Jürkens y otro empleado controlarían el kilometraje del automóvil y realizarían el chequeo final. Usó la linterna halógena de su llavero para apuntar a las patentes. Al oír pasos, levantó la vista. Una figura avanzaba hacia él.

Monsieur Jürkens? —atinó a preguntar antes de que un sonido le retumbara en la cabeza y todo se volviera negro.

Al despertar, luego de un momento de dolor y de confusión, estudió el entorno. Le recordó a la base porque no había ventanas. Estaba dentro de un cubo, con las paredes cubiertas por láminas de aluminio sobre las que reverberaba una luz que le daba de lleno en la cara. Intentó protegerse con las manos y descubrió que las tenía maniatadas detrás del respaldo de la silla. En ese instante cayó en la cuenta de que estaba desnudo.

—Buenas noches, señor Masséna.

—¿Qué hago aquí? ¿Quién es usted? ¿Dónde está mi ropa?

—Tranquilo, Masséna —dijo otra voz—. Nosotros le haremos las preguntas.

Un brazo ingresó en el área iluminada y le acercó un vaso a los labios. Masséna dudó en beber.

—Beba. Es sólo agua.

—¿Qué hacía en el aparcamiento de Rent-a-Car esta tarde?

—¿Por qué debería responder a sus preguntas? ¡Esto es extremadamente irregular! ¡Les exijo que me dejen salir de aquí!

—Saldrá si coopera.

—¿Qué hacía? —insistió el otro, con impaciencia—. No nos obligue a utilizar métodos para hacerlo hablar. Le aseguro que no lo disfrutará, Masséna.

A nada le temía tanto Claude como al padecimiento físico. Después de haber atestiguado la agonía de su madre a muy temprana edad, cualquier dolencia lo aterraba. Era hipocondríaco y vivía rodeado de medicamentos. Lo descompuso la idea de que esos sujetos le infligieran dolor a propósito.

—¿Qué quieren de mí?

—¿Por qué buscaba al señor Jürkens?

—Quería hablar con él.

—¿De qué?

—De un asunto personal.

La misma mano que le aproximó el vaso con agua le dio vuelta la cara de una bofetada. Desde su ubicación en la sala contigua a la cámara de Gesell, Diuna Kimcha y Mila Cibin se contrajeron en un ademán de dolor al ver la sangre que brotó del labio de Masséna. El agente kidon había comenzado a realizar la tarea para la que había sido entrenado, aunque no necesitó emplear la fuerza de nuevo; el muchacho habló sin incentivos. Cuando Masséna acabó de explicar su relación con el tal Jürkens, permaneció jadeando, tratando de discernir las figuras tras la luz que lo encandilaba. Pasaron largos minutos antes de que volvieran a dirigirle la palabra.

—¿Por qué está circuncidado, Masséna?

Quoi?

—¿Por qué no tiene prepucio en su pene? ¿Necesito ser más claro?

—Porque soy judío.

Antes de que le cubrieran la cabeza con una bolsa negra para sacarlo de la embajada israelí, había acordado convertirse en sayan.

Ninguna de las dos se encontraba en condiciones de que la despertaran a las ocho y media de la mañana. Matilde se había dormido llorando cerca de las cuatro, y Juana, después de tomarse varios daiquiris y de bailar sin freno, terminó en la cama de la suite de Shiloah Moses en el George V. La limusina del hotel la había conducido hasta la calle Toullier a las seis y media de la mañana.

—¡No rompas las bolas, Ezequiel! ¡Es sábado y acabo de acostarme!

—Vamos, Negra. —La urgió con cosquillas en el cuello—. Vine para llevarlas de compras.

—¿De compras? —Se quitó la sábana de la cara—. ¿En serio?

—Esta noche es la fiesta que Jean-Paul organizó para ustedes. La tan pospuesta fiesta. Y quiero lucirme con mis mejores amigas. Planeo comprarles vestidos, zapatos, bijouterie. Y Jean-Paul les regala un día en el spa de Christian Dior para que las dejen como diosas. —Ezequiel observó a Matilde, que bebía café en la sala—. ¿Qué pasa, Mat? ¿Por qué tenés esa cara?

—Cara de dormida —mintió.

Las invitó a desayunar al famoso Café Les Deux Magots, en la Place Saint-Germain-des-Prés y, al cabo de una hora, estaban arriba del Porsche 911 Turbo, rumbo a lo seguro, según expresó Ezequiel, que había decidido, ya que no contaban con tiempo —a las doce y media tenían turno en el spa—, ir a la casa Chanel, en la rue Cambon, donde les compró un vestido a cada una, zapatos, carteras y bijouterie, a excepción de la lencería, para la cual caminaron unas cuadras por la calle Saint-Honoré hasta la tienda de la diseñadora Chantal Thomass, donde Matilde se negó a seguir gastando dinero.

—Disculpame, Matilde Martínez —dijo Juana—, pero con el vestido Chanel no podés usar tus conjuntos de algodón amish. Sería una blasfemia, que te quede claro.

—Cuando me llevaron a las Galerías Lafayette, Eze me compró dos conjuntos muy lindos. Puedo usar uno de ésos.

—De ninguna manera —se opuso Ezequiel—. Esos conjuntos son muy… Muy Matilde.

—¡Nadie los verá!

Al final, le compraron uno en tul de plumetí negro además de portaligas y medias en el mismo color. Matilde se estudió en el espejo del cambiador y se sintió ajena y hermosa, y deseó que Eliah estuviese en ese cubículo cálido y alfombrado y que la viera.

Las dos pasaron el resto del día en el Dior Institut del Hotel Plaza Athénée. Metidas en el jacuzzi, charlaron hasta que la piel se les arrugó. Juana le relató su aventura con el millonario israelí, que resultó mejor amante de lo esperado.

—Tiene la verga más linda con la que me ha tocado coger —admitió—. Y está terminado a mano —dijo, en alusión a la falta de prepucio en el pene de su amante.

Shiloah le había confesado que era la primera mujer con la que hacía el amor —ésa había sido la locución, aclaró Juana— desde la muerte de su esposa. La joven simulaba su entusiasmo tras una máscara de ironías y bromas, mientras le echaba vistazos frecuentes al celular. Por fin sonó.

—Es el papurri. —Matilde sacudió la cabeza y la mano—. ¿No vas a atenderlo?

—Anoche peleamos —susurró, y le detalló los pormenores—. No voy a permitirle que me dirija la vida —concluyó.

—Mirá, Matita, lo único que no vas a permitirle al potranco ese es que deje de cogerte.

El chofer de Jean-Paul Trégart pasó a buscarlas por el Plaza Athénée alrededor de las ocho y media y las condujo al departamento de la Avenida Charles Floquet.

Oh, my Gosh! —exclamó Jean-Paul en el vestíbulo—. Ezequiel, nunca mencionaste que tus amigas del alma fueran modelos. ¡Bienvenidas! —Se inclinó para besarles las manos—. ¡Hacía tiempo que quería conocerlas! ¡Están bellísimas! ¡Arrebatadoras! Pasen, por favor, pasen. Ésta es su casa.

—Gracias por el maravilloso día de spa, Jean-Paul —dijo Matilde.

—Querida, ha sido un placer. —Aguzó la vista, en la actitud de estudiarla—. Matilde, con ese pelo y ese rostro, L’Oreal pagaría una fortuna por tenerte. Pocas veces he visto un cabello de esta calidad —farfulló más para sí, en tanto lo examinaba entre sus dedos.

—Nada de negocios esta noche —advirtió Ezequiel, y rescató a sus amigas.

Por el murmullo que las alcanzaba resultaba obvio que la fiesta había comenzado. Ezequiel abrió una puerta de dos hojas, y un salón de grandes dimensiones se extendió frente a ellas. El brillo de las luces potenciaba el de los vestidos, el del cristal de Murano de las tres arañas, el de las copas, el de las boiseries doradas a la hoja, el del piso de madera, como una explosión que encegueció a Matilde, lo mismo que la cantidad de gente, el olor del cigarrillo mezclado con los perfumes y el movimiento; algunos bailaban, otros reían, otros comían, todos bebían. Matilde se arrepintió de haber ido. Para agravar la situación, Jean-Paul mandó bajar la música y, a viva voz y en inglés, las presentó como las homenajeadas, las grandes amigas de la infancia de Ezequiel a quienes deseaba conocer desde hacía tiempo, ambas médicas, por lo que, bromeó, podían cometer desmanes con la bebida y la comida porque ellas los socorrerían. El grupo rió, y se disolvió la incomodidad inicial. Matilde, aferrada al brazo de Ezequiel, miraba sin ver. Juana le apretó la mano y le habló por la comisura izquierda.

—Mat, amiga de mi corazón, quiero que te quedes muy tranquila y que no te muevas ni te des vuelta cuando te diga lo que voy a decirte. Está el papurri con tu hermana Celia. ¡No mires, carajo! Él ya nos vio, por supuesto, qué esperabas con semejante introito de Jean-Paul. Vos tranquila, mi vida, tranquila. Caminemos con Eze.

—¿Cómo que está con Celia?

—No sé, ahí están los dos, junto a la mesa de la comida. Están charlando. Ella, por supuesto, le sonríe con esa cara de zorra que tiene y lo toquetea todo lo que puede.

—Yo me voy. —Al girar, dio de bruces contra un hombre—. Excusez-moi —balbuceó, dispuesta a proseguir hasta la salida cuando el desconocido la tomó por el brazo y la obligó a detenerse.

Al-Saud no apartaba sus ojos de Matilde. Superado el estupor al verla entrar en el salón, se quedó contemplándola como si se tratase de una criatura de otro mundo. El efecto de su belleza lo aturdía y le causaba un desbarajuste físico como el que habría sufrido un adolescente sin experiencia y con ebullición de hormonas. Se le secó la boca, la lengua se le tornó pastosa y las pulsaciones se lanzaron a galopar en su cuello. Bebió el jugo de piña de un sorbo y volvió a mirarla. Parecía transformada y, al mismo tiempo, conservaba el aura angelical.

En tanto Al-Saud apreciaba el conjunto sin reparar en las minucias, las mujeres la estudiaban como en una mesa de disección preguntándose si el vestido de raso negro a la altura de las rodillas, sin mangas y con cuello bote era el de Chanel, el que habían visto en la vidriera de la rue Cambon, muy elegante al tiempo que sensual porque le delineaba la diminuta cintura y le destacaba los senos. Les pareció un detalle de buen gusto los antebrazos cubiertos por guantes de raso. Algunas objetaron las medias negras; habrían preferido unas en tonalidad champaña. Todas aprobaron los zapatos y el sobre de gamuza en el mismo color del vestido.

Al-Saud sí reparó en tres detalles: el pelo, la boca y los ojos. Sus bucles habían desaparecido, y la cabellera caía, lacia y larga, en torno a ella. Tan larga; él no recordaba haber visto un cabello de esa longitud. El rubio natural destellaba contra el negro del vestido y la colmaba de luz, pero si uno prestaba atención, caviló Eliah, enseguida se daba cuenta de que esa luz nacía en sus ojos, hábilmente maquillados, porque los había resaltado sin endurecerlos ni despojarlos del candor que él amaba. Su boca, en cambio, pintada de rojo, hablaba de una mujer erótica. Que se hubiese embellecido de ese modo para otro que no fuera él desató lo peor de su esencia, la rabia, los celos, el impulso agresivo. Ella contaba con ese poder: obtener de él lo mejor, pero también lo peor.

Resultaba obvio que Juana estaba advirtiéndola de su presencia. Y de la de Céline. El proceder de Matilde lo dejó en vilo: se iba. Un imbécil se interpuso en su camino a propósito. Llevaba rato devorándola con la mirada. Al ver que el hombre la tocaba, Al-Saud plantó a Céline y se dirigió, ciego, hacia ella. Se ubicó a sus espaldas y oyó cuando Ezequiel los presentaba en inglés.

—Mat, él es René Sampler, el amigo que me prestó el auto para ir a buscarlas al aeropuerto.

Por fin el acertijo de Sampler se desvelaba, aunque para Al-Saud no significó una satisfacción. Antes de que Sampler la tocara de nuevo y la besara en las mejillas, intervino.

—Disculpen —dijo en francés—. La señorita y yo tenemos que hablar.

La tomó por el brazo, justo bajo la axila, y la arrastró hacia el vestíbulo.

—¿Qué hacés aquí?

Jean-Paul organizó esta fiesta en honor de Juana y mío. Vos qué hacés aquí.

—Tu hermana me pidió que la acompañase.

—Ah, mi hermana. No sabía que eran amigos.

—Sí, desde hace muchos años, desde que llegó a París y Sofía nos pidió a mis hermanos y a mí que la integrásemos a nuestras amistades.

—Sí, claro. A Celia le cuesta tanto integrarse… Sobre todo con los hombres.

Le echó un vistazo cínico, dio media vuelta y se alejó. Al-Saud permaneció atónito; no la sabía capaz de esa mirada agresiva, tampoco de ese meneo.

Matilde temblaba. Ese breve intercambio con Eliah le había drenado las fuerzas. Se preguntó de qué modo se las había ingeniado para replicarle. Los celos, tal vez, la habían endurecido. No soportaba que Celia y él hubiesen llegado juntos a la fiesta; que Celia hubiese ocupado su sitio en el deportivo inglés; que le hubiese pedido que pusiera la música de Jean-Michel Jarre. ¿Lo habría tocado? ¿Se habrían besado? Eran amigos de larga data. Celia no tenía amigos. Ella coleccionaba amantes desde la adolescencia.

Se recluyó en el baño. Se miró en el espejo. Deseaba huir de esa fiesta. De inmediato se compadeció de Ezequiel y de Jean-Paul. Abrió la puerta y regresó con calma, que se hizo trizas cuando vio a Roy discutiendo con Juana. Al descubrirla, Blahetter avanzó hacia ella y la abrazó. Intentó besarla en los labios y ella apartó la cara.

—Soltame. Ahora mismo. Ya. Y a vos —le recriminó a Ezequiel— nunca te voy a perdonar esta traición.

—No lo culpes a él —intervino Roy—. Yo le pedí que mantuviera mi estadía en secreto.

—Ezequiel, ¿podrías pedirme un taxi, por favor? Me voy en este momento.

—¿Irte? Sobre mi cadáver. Ésta es tu fiesta. Jean-Paul la organizó con mucho cariño. Quiere impresionarte. —Ezequiel la envolvió en sus brazos y le habló al oído—. Sabe que, después de él, sos lo más importante para mí, y busca congraciarse. —Pasado un silencio, le confesó—: Mat, te quiero como a nadie. No te vayas, por favor. Perdoname. Mi hermano me suplicó que no delatara su presencia en París. Quería darte una sorpresa esta noche. Es mi hermano, entendeme, por favor. Y está desesperado por recuperarte.

Matilde no articulaba palabra; un nudo le impedía hablar. Estaba viva gracias a Ezequiel y a Juana, pero sobre todo a Ezequiel. Se aferró a él hasta que cesaron los temblores de su cuerpo.

—Está bien, me quedo, pero que Roy se mantenga lejos —dijo en voz alta.

—Me mantendré lejos —aceptó con aire ofendido— si primero accedés a hablar conmigo. Serán unos minutos, nada más, y es importante. —Matilde le lanzó un vistazo furioso—. Sólo unos minutos, por favor.

Asintió, y Ezequiel los acompañó a una salita. Blahetter cerró la puerta y ahogó el bullicio de la fiesta.

—¿Recibiste el cuadro?

—Sí.

—¿Leíste mi nota? —Matilde no contestó—. Mi amor, por favor…

—Roy, dijiste que era importante.

—¿Nuestro matrimonio no es importante? —Matilde se dirigió hacia la puerta—. ¡Está bien! No hablaré de nuestro matrimonio. Dame tu Medalla Milagrosa —le ordenó, al tiempo que extraía una pequeña llave del bolsillo del pantalón.

—¿Qué?

—Dame tu Medalla Milagrosa, Matilde. Te la devolveré en unos segundos.

Matilde la ocultaba bajo el cuello del vestido. Debió quitarse los guantes para abrir el cerrojo de la cadena. Se la entregó. Blahetter añadió la llave. Intentó ponérsela, pero Matilde se la quitó de la mano y la guardó en su sobre de gamuza negra.

—Ahora quiero que me escuches muy atentamente. —La mudanza de él, que de súbito adoptó un aire de madurez y gravedad, la sorprendió—. Esta llave pertenece a un locker de la estación Gare du Nord. ¿Fuiste alguna vez a Gare du Nord? —Matilde negó con la cabeza—. No importa. Ezequiel sabe dónde queda. En la llave está el número del locker. En ese locker encontrarás una carta que escribí para vos que sólo vas a abrir si a mí llegase a pasarme algo.

—¡Roy, por amor de Dios! Estás asustándome.

—Nada me pasará. Busco ser precavido. En esa carta hay instrucciones. Seguilas al pie de la letra. ¿Está claro?

—Roy, ¿en qué problema estás metido?

Blahetter avanzó hacia ella y se detuvo a un paso. La admiró con una sonrisa. Estaba tan hermosa. No quería atemorizarla y confesarle que no había sido su inteligencia prodigiosa sino la casualidad la que lo había salvado de caer una segunda vez en la trampa del profesor Orville Wright. Una tarde, en tanto despejaba su mente por la ribera del Sena, por Quai de Béthune, en la Île Saint-Louis, lo vio salir de una mansión y subirse a un automóvil. Su chofer le abrió la puerta trasera, y, a pesar de que anochecía, tuvo oportunidad de estudiarle la cara; se trataba de un tipo peculiar, con aspecto germano, de pelo rubio cortado a ras y de mandíbulas prominentes. La presencia de Wright en París disparó sus alarmas. Por tal motivo, cuando concretó una cita con el profesor Jürkens, eligió el restaurante L’Espadon del Ritz Hotel al que Ezequiel y Jean-Paul lo habían llevado a cenar noches atrás. La decoración clásica y recargada del lugar le ofreció la posibilidad de ocultarse y espiar. Y ahí estaba el chofer del profesor Orville Wright, que aseguraba ser el doctor Jürkens, un físico nuclear interesado en su revolucionaria centrifugadora de uranio. Blahetter arrojó unos francos sobre la mesa y se deslizó fuera del hotel. El alivio que experimentó por haber descubierto la emboscada a tiempo no resultó suficiente para neutralizar la desilusión por otra oportunidad perdida. Volvía a cero. Ahora dependía de los contactos de Aldo.

Desde la tarde en que confirmó sus sospechas y en que sus sueños volvieron a desvanecerse, Blahetter vivía alterado, con la impresión de que lo seguían y lo acechaban. Esa perturbación lo impulsó a trazar un plan. Ocultó el invento. Después escribió la carta para Matilde y eligió a una de las domésticas de Jean-Paul, la más avispada, para que la depositara en una casilla en Gare du Nord. En caso de que él muriese, deseaba que Matilde disfrutara de los réditos de su genialidad.

—Está todo bien, mi amor. —Se permitió pasarle el dorso del índice por la mejilla para deleitarse con la suavidad de su piel—. Nada malo me sucederá. Y algún día seremos felices. Te lo prometo.

La agonía de Al-Saud adquiría dimensiones colosales y no se molestaba en calmarse. Sólo quería abandonar esa casa con Matilde. Verla en brazos de Roy Blahetter, su esposo, había significado un duro golpe. Verla alejarse con él hacia la intimidad de esa habitación amenazó con desmentir lo que se aseguraba de los Caballos de Fuego, que son de sangre fría. Bramaba por dentro, ofuscado de celos e impotencia. ¿Por qué se encerraba con ese sujeto que la había lastimado? No comprendía qué mecanismo le impedía irrumpir en la habitación, destrozar al malnacido y llevarse a Matilde. Sudaba bajo el chaleco y la camisa. El ambiente lo asfixiaba. Los lances de Céline, cada vez más ebria, se tornaban grotescos.

Al cabo de varios minutos, Matilde y Blahetter reaparecieron en la fiesta. Ella se pegó a Juana. Resultaba evidente que estaba pasándolo mal. Blahetter la seguía como una sombra. El asedio de René Sampler también la mortificaba. El escándalo estallaría en cualquier momento, y Al-Saud lo vio venir cuando la mano de Roy se disparó para aferrar el antebrazo de Sampler.

—No toques a mi mujer —le ordenó en inglés—. Tu mano en la parte baja de su cintura es innecesaria.

Sampler no necesitó más provocación. Se arrojó sobre Blahetter, y la riña comenzó. Los invitados, ebrios en su mayoría, algunos drogados, los alentaban. Ezequiel y Jean-Paul intentaban separarlos. A Eliah le habría llevado dos minutos detenerlos, pero no se movió de su rincón. Disfrutaba viéndolos matarse. Buscó a Matilde entre el gentío. Se incorporó. No la encontraba. Había desaparecido.

Matilde corrió hacia los interiores para alejarse del bochorno. Huiría de esa casa. Nadie la convencería de lo contrario. Algo malévolo rondaba esas paredes y a ese grupo de gente. El alcohol corría como agua, y ella había visto a algunos inspirar un polvito blanco desde sus pulgares.

Céline le salió al paso en el corredor y le dio un susto de muerte. La acorraló contra la pared y le presionó la laringe con el antebrazo.

—¿A qué mierda viniste a París, Matilde? ¿A quitarme lo que construí?

—Estás borracha, como el papi. Estás repitiendo su historia. —Al percatarse de las pupilas dilatadas en un ambiente iluminado, agregó—: Y estás drogada.

—Te odio. Me quitaste todo en Córdoba, el amor de la abuela y del papi. Y ahora querés quitarme lo que conseguí acá. Tía Sofía no para de hablar de vos. Jean-Paul es mi agente, mi amigo —acentuó, junto con la presión en la garganta de Matilde—, y jamás me organizó una fiesta. ¿Por qué Eliah habló con vos? ¿Por qué te mira como si quisiera comerte? ¿Dónde lo conociste?

—En casa de tía Sofía. —Tragó con dificultad y dolor—. Estás ahogándome. Soltame, Celia.

—¡Céline! ¡Mi nombre es Céline! ¡Maldita hija de puta! ¡Mi nombre es Céline!

Matilde deslizó el brazo derecho entre ella y su hermana y la empujó. Céline cayó de cola, y Matilde disparó hacia la zona del vestíbulo. Le temía a Celia; un tinte siniestro se adivinaba en su semblante; la belleza no resultaba suficiente para disfrazar el odio que ardía en su corazón.

—¡Matilde!

La voz la detuvo en seco. Se dio vuelta. Al-Saud la contemplaba con un sobretodo y su campera color marfil en las manos. Apareció Juana y los encontró mirándose a través del espacio del vestíbulo.

—Qué fantástica, fantástica esta fiesta —canturreó, con cara de circunstancia—. Sacala de acá, papurri, por favor. No te preocupes —dijo antes de que Matilde lograse articular—, le voy a pedir a Ezequiel que me lleve a casa. Andá tranquila.