Capítulo 7

Isla de Fergusson, perteneciente a las islas D’Entrecasteaux , Papúa-Nueva Guinea. Jueves 8 de enero de 1998.

Eliah Al-Saud ocupaba su pequeño despacho en el campo de adiestramiento que la Mercure poseía en la parte sudeste de la Isla de Fergusson. Había solicitado que lo comunicasen con Medes, su chofer, que estaba en París. Impaciente, se aproximó a la ventana. Le gustaba observar lo que él y sus socios habían construido en poco tiempo. Avistó a uno de sus hombres que arengaba al grupo de reclutas que pasaría unos días en la selva lluviosa y espesa, la mayoría rusos y de países sometidos en el pasado a la hegemonía del eje comunista. La caída del Muro había provocado una debacle en el Ejército Rojo, dejando sin trabajo a miles de oficiales y de soldados que se habían convertido en mano de obra barata y altamente calificada. Asimismo, el mercado se había inundado con armas y artillería, una porción de las cuales se almacenaba en las casamatas de la Mercure, a metros de su despacho, en condiciones de temperatura, humedad y presión controladas de manera permanente; el clima de la selva corroía todo.

Se movió unos metros a la derecha para ver a lo lejos el morro de la última adquisición de la Mercure, una de las inversiones más importantes de la empresa en el último año, el viejo Boeing 747-100 de propiedad de su tío Fahd, rey de Arabia Saudí, que se lo había vendido a cambio de servicios: la custodia de oleoductos, instruir a un grupo de pilotos de guerra y hacer de la Mukhabarat, el servicio de inteligencia saudí, uno digno de ser llamado como tal. “Sobrino”, le había dicho Fahd, “quiero poner a los servicios jordanos a la sombra”. Si bien el precio de mercado de un Jumbo tan viejo, que transportaría pertrechos y hombres a las zonas en conflicto, resultaba inferior al costo de los servicios exigidos por el tío Fahd, Al-Saud y sus socios arribaron a la conclusión de que ganarse la simpatía del rey de Arabia Saudí les significaría beneficios en el futuro.

Un empleado llamó a la puerta.

—Adelante —invitó Al-Saud.

—Señor, el teniente Dragosi me manda anunciarle que los muchachos están listos.

—Enseguida voy.

En un rato, el teniente Dragosi, uno de los expertos a cargo del campo de adiestramiento de la Isla de Fergusson, y él instruirían a un grupo de jóvenes acerca de cómo bajar de un helicóptero por una cuerda. Más tarde, tenían previsto dirigirlos hacia la parte montañosa de la isla y enseñarles la técnica de rappelling, que se emplea en el descenso de montañas muy empinadas o de edificios, con el uso de una cuerda, para lo cual se toma impulso con las piernas y se controla la caída libre con los pies y con la cuerda.

La Diana entró sin llamar. Vestía un mono militar de colores verdes y marrones, los que se usan para mimetizarse con la selva, borceguíes negros y una gorra caqui.

—Eliah, dice el operador que tu llamada a París está lista.

Abandonaron juntos el despacho y se encaminaron hacia otro sector de los barracones donde se emplazaba la central de comunicaciones. El contraste entre el ambiente climatizado de la oficina y el calor externo se percibía como un golpe. La temperatura se tornaba insoportable a primeras horas de la tarde; la humedad densificaba el aire, el viento no corría, el olor de la selva, tan peculiar, se acentuaba y se pegaba a los cuerpos y a los objetos. De igual modo, Al-Saud no se quejaba. La asociación de la Mercure con el gobierno de Papúa-Nueva Guinea les había reportado grandes beneficios. No sólo la empresa estaba radicada legalmente en ese país para evadir impuestos y posibles demandas por cuestiones contractuales, sino que ocupaba un amplio predio de esa isla alquilado por una suma anual irrisoria; allí, sobre las ruinas de una base aérea militar muy usada durante la Segunda Guerra Mundial, se emplazaba su centro de instrucción y de almacenaje del armamento. Al gobierno de Papúa-Nueva Guinea, con sede en Port Moresby, le debían el primer acuerdo de relevancia de la Mercure, obtenido gracias a los contactos de Michael Thorton. Por treinta y seis millones de dólares, la empresa se había comprometido a eliminar a los rebeldes y lo había conseguido en un tiempo menor del planeado. Se había tratado de un éxito rotundo, y todavía cosechaban los frutos de un gobierno agradecido.

La central de comunicaciones estaba equipada con varios teléfonos satelitales, antenas parabólicas, radios de onda corta y larga, y tanta aparatología como Alamán había sido capaz de reunir para mantenerlos conectados con sus tropas en misión por el mundo. El operador le pasó el teléfono satelital, similar a un inalámbrico con una antena más gruesa. Al-Saud le echó un vistazo a su reloj Breitling Emergency que marcaba la hora local y la de París. Eran las 5 de la mañana en Francia dada la diferencia de diez horas en menos que los separaba de Papúa Nueva Guinea. La llamada habría despertado a Medes. Lo lamentaba, pero él estaba ansioso y quería saber de ella. Le habló en árabe.

—Medes.

—Buenos días, señor.

—Lamento haberte despertado.

—No hay problema, señor.

—Dime qué novedades me tienes.

—Ninguna novedad. Las señoritas han ido a la sede de Manos Que Curan hasta el mediodía, luego han concurrido al mismo instituto de idiomas al que fueron ayer y después regresaron al departamento de la calle Toullier, alrededor de las nueve de la noche.

—¿Nada sobre el propietario del BMW?

—Nada, señor. Como le dije ayer, revisé las fotografías que tomé el 1º de enero en Charles de Gaulle y la patente del automóvil es la correcta. Su amigo Edmé de Florian me confirmó que ese vehículo pertenece a René Sampler.

—Mantente cerca de ellas. Te llamaré mañana.

Salió de la central de comunicaciones rumbo a la pista donde lo aguardaba el UH-60, un helicóptero utilitario fabricado por la Sikorsky, más conocido como Black Hawk. Los rotores agitaban el aire; el ruido ensordecía. Se colocó el casco y trepó a la nave. La Diana saltó tras él. Los muchachos no se asombraron; estaban habituados a contarla en sus ejercicios. A nadie se le ocurría darle un trato preferencial o facilitarle la prueba; ella había demostrado ser mejor que muchos de ellos. Algunos habían intentado pasarse de listos para terminar con el borceguí de la muchacha en el cuello. Aunque rara vez los veían cruzar palabra, jamás tocarse, ni siquiera sonreírse, presumían que Al-Saud y La Diana eran amantes.

Al-Saud cambió unas palabras con el teniente Dragosi antes de ordenar al piloto que despegara. El ruido del helicóptero ahogaba cualquier sonido, menos el de su cabeza. “Matilde, Matilde”. Nunca le había sucedido una cosa igual, la total pérdida de concentración. Gotas de sudor le mojaban la camiseta bajo el traje militar, le humedecían la frente, se le metían en los ojos; los pies le latían dentro de los borceguíes; sin embargo, nada le provocaba el fastidio que le inspiraba Matilde. Se quitó los Ray Ban Clipper, se pasó por la frente el dorso de la mano envuelta en un pañuelo y volvió a ocultar sus ojos tras los lentes para sol. Apretó los párpados. No quería recordar.

El domingo por la noche, después de escucharla pronunciar el nombre de Roy y herido en su orgullo por la deserción, abandonó París para ocuparse de sus asuntos en la Base Fergusson; necesitaba tomar distancia, alejarse de ella, estaba haciendo el papel de idiota. De nada había servido. Su imagen lo seguía aun en esa remota isla del Pacífico. Creyó que los celos le harían perder los papeles el día anterior, cuando Medes le reportó que el martes las señoritas, el señor Shiloah Moses y René Sampler, el dueño del BMW que las había recogido en Charles de Gaulle, habían visitado las Galerías Lafayette y que el señor Sampler había gastado una fortuna en ropa y zapatos para la señorita rubia. El muy hijo de puta le había comprado ropa a Matilde. Una nube roja le tiñó la visión.

—¡Diana, facilítale al operador el teléfono del señor Moses en el George V! ¡De inmediato! —Su orden vociferada había alarmando a los empleados, porque él nunca levantaba el tono de voz.

Al operador le había costado dar con Shiloah.

—¿De qué hablas, Eliah? ¿Qué René Sampler? El muchacho que nos acompañó ayer a las Galerías Lafayette se llama Ezequiel, un argentino muy simpático.

—¿Es el novio de Matilde?

—Yo no lo diría. Entre ellos advertí un trato más bien fraterno. ¿Tú cómo sabes todo esto?

—Tus guardaespaldas me lo informaron —mintió.

Salvo la torcedura del tobillo de un soldado, el entrenamiento marchó sin inconvenientes. Volvieron sucios, transpirados y exhaustos. Al-Saud sólo pensaba en montarse en un Jeep y alejarse varios kilómetros hasta alcanzar el enclave que escondía una cascada y un pozo de agua fría tras cortinas de plantas tropicales. El operador se asomó por la ventana de la central de comunicaciones.

—Señor, hay una llamada para usted de París. Shiloah Moses.

Enseguida pensó en Matilde, y un nudo le estranguló la garganta. Le pasó el casco a La Diana y corrió los últimos metros.

—¿Shiloah? Aquí Eliah. ¿Qué ocurre?

—¡Hola, mon frère! ¿Cómo estás? ¿Más calmado que ayer?

—Sí, sí. ¿Qué pasa?

—Acabo de hablar con mi amigo en Tel Aviv, el gerente de El Al.

—¿Desde qué teléfono me llamas? —se preocupó Al-Saud.

—Desde el teléfono de Mike en las oficinas del George V —se refería a Michael Thorton—. Él me dijo que era una línea segura.

—Sí, lo es. Prosigue.

—En el vuelo 2681 había un cuarto hombre, tenías razón. A mi amigo le costó muchísimo averiguarlo. De todos modos, resultó imposible saber de quién se trataba. Ese caso está cerrado a cal y canto, y mi amigo no quiso seguir indagando por temor.

—Entiendo. Gracias, hermano.

—¿Cuándo regresas?

—No lo sé aún. ¿Cómo van los preparativos para la convención?

—Viento en popa. Mis asistentes y abogados se ocupan de ultimar los detalles.

Estuvo a punto de preguntarle por Matilde, pero su orgullo se impuso y no la mencionó. Se despidieron. Al-Saud caminó hacia el compartimiento donde se encontraba el radio y cerró la puerta. Miró la hora en París. Necesitaba comunicarse con Vladimir Chevrikov. Por fortuna, lo encontró en su casa.

—Lefortovo, habla Caballo de Fuego. Pasa a una banda UHF segura.

Que Vladimir hubiese elegido como nom de guerre el del recinto donde lo habían torturado y confinado por años describía en parte su compleja personalidad. Eliah Al-Saud lo respetaba como a pocas personas no sólo porque lo juzgaba un artista de la falsificación sino porque no conocía a nadie más relacionado e informado que él. Vladimir sabía quién se movía tras bambalinas en los hechos políticos de la mayoría de los países.

—Listo —dijo Chevrikov—. Habla tranquilo.

—¿Recuerdas el avión de El Al que se precipitó a tierra en Ámsterdam hace dos años? —El ruso se acordaba—. Los voceros de El Al y las autoridades de Schiphol informaron que sólo había tres pasajeros. Resulta ser que había un cuarto. —Pasado un silencio, Al-Saud expuso su demanda—: Necesito que contactes a Yaakov Merari. Él puede darnos el nombre de ese cuarto pasajero. Me urge.

Yaakov Merari era un agente encubierto del Mossad en Damasco. Chevrikov lo sabía y lo chantajeaba de tanto en tanto para obtener información gratis y de primera calidad. Vladimir no sólo lo amenazaba con revelar su identidad a los servicios secretos sirios, los más crueles de Oriente Próximo, sino con denunciarlo a las autoridades del Mossad. Yaakov Merari llevaba años recaudando importantes cifras de su gobierno para solventar la fidelidad de un informante sirio que, en realidad, no existía. Vladimir lo sabía porque, en más de una oportunidad, había confeccionado documentación para sustentar los reportes falsos que Merari pasaba al Mossad.

—Si alguien puede darnos el nombre del cuarto pasajero —aseguró Chevrikov—, ése es nuestro querido Yaakov.

Por supuesto, la intermediación de Vladimir Chevrikov no era gratis.

—¿Lo de costumbre y a la misma cuenta? —quiso saber Al-Saud.

—Así es, viejo amigo. Siempre es un placer hacer negocios contigo.

Una hora más tarde, Eliah, completamente desnudo, de pie en una roca, se entregaba a la energía de la cascada. Ya no luchaba contra el recuerdo de Matilde, y, al igual que al agua, le permitía que lo devastara. Con su modo inocente y su aparente debilidad, ella espoleaba al Caballo de Fuego que moraba en él. Matilde ya era un desafío, y para Eliah no había retorno. Debía tenerla. Se lo dictaba su naturaleza.

Hacía una semana que no veía a Eliah Al-Saud, y si bien se había empeñado en otras cosas, él seguía clavado en su cabeza. Esa tarde de sábado, recorría las perfumerías de las Galerías Lafayette para humedecer de nuevo el pañuelo de él y el elástico de su guante con A Men. Juzgaba patético ese impulso, aunque incontrolable. Vio el frasco negro junto a otros de Thierry Mugler y se abalanzó sobre él. La empleada, que atendía a una clienta, no advirtió la avidez con que oprimía la válvula. Las partículas del perfume flotaron en torno a ella y la envolvieron. Cerró los ojos y volvió a sentir el abrazo de él en su cuerpo. Eliah Al-Saud era vanidoso y obstinado. “¿Por qué me rechazás? No lo soporto”. El recuerdo le provocó ternura; en los parámetros de él no cabía la posibilidad de que una mujer lo despreciase, y casi se mostraba como un niño encaprichado con un juguete. Si hubiese sabido cuánto lo pensaba y lo deseaba desde el primer día, su soberbia no habría conocido límite. La ansiedad iba ganando vigor y dominio sobre ella. Nunca había experimentado algo parecido por un hombre. Él exudaba una especie de cruda atracción que operaba como un imán. Ahora comprendía la pasión que Juana y Jorge habían compartido.

Juana, que se probaba unas sombras de Chanel, la pilló empapando el pañuelo en el perfume de Al-Saud. Sonrió, y el gesto acentuó la picardía de sus ojos negros. Resultaban divertidos los esfuerzos de Mat por mostrarse superada. A veces, la curiosidad le ganaba, y deslizaba comentarios en apariencia inocentes como “¡Qué bien se portó Eliah con mi primo Fabrice al invitarlo a cenar con nosotros!”, “¿Alcanzaste a oler el perfume de la señora Francesca?”, “¿Viste que Eliah en verdad no toma nada de alcohol? Ni siquiera probó sake el otro día en el restaurante”, “¿Quién habrá sido ese hombre al que Eliah le quitó el rollo de la máquina?”. Cuando regresaba de una salida con Shiloah, bastante frecuentes, Mat le preguntaba: “¿Alguna novedad?”, y ella, con perversa disposición, se sacudía de hombros y le decía: “Ninguna”.

—¿Vamos, Mat? Shiloah va a pasar a buscarme en un rato y quiero tener tiempo para prepararme.

—¿Otra vez van a salir?

—Sí, pero no pienses nada raro. Shiloah me divierte, yo lo divierto a él, y punto. Los dos estamos muy complicados para enredarnos. ¿Sabías que es viudo? Su mujer murió en Tel Aviv cuando un terrorista de Hamás se inmoló en una pizzería.

—¡Oh, por Dios!

—Creo que el pobre no puede olvidarse de ella. Y yo, con fantasmas, no peleo. Puedo enfrentarme a una esposa, hasta a un hijo, pero no a un fantasma.

—A un hijo tampoco —replicó Matilde, lapidaria, y Juana se quedó observándola. Su amiga, flaquita y con cara de ángel, podía revelar un costado de hierro si se lo proponía, el costado de hierro que había ahuyentado a Eliah Al-Saud.

—¿Querés venir con nosotros? —le preguntó, con mala cara—. Creo que el bocadito Cabsha también vendrá. —Así apodaba a Alamán Al-Saud, que se había reído a carcajadas cuando Matilde le explicó que Juana lo comparaba con un bombón de chocolate relleno con dulce de leche.

—Prefiero quedarme en casa. Tengo que estudiar para el miniexamen del lunes.

La semana anterior habían concurrido a la sede de Manos Que Curan en el edificio del número 6 de la calle Breguet, a pocas cuadras de la Bastilla, donde, por tres días, les impartieron un curso al que llamaban preparación al primer destino. Matilde se sintió a gusto de inmediato, y, después de empaparse de la filosofía, las actividades y los proyectos del organismo, vivía en una exaltación sólo opacada por el recuerdo de Eliah. Ella había nacido para eso, para ayudar a los más necesitados; había hallado su lugar en el mundo. Manos Que Curan le proporcionaba la estructura y los medios para darle un sentido a su vida. No veía la hora de ir al terreno, como denominaban al lugar de destino.

En la sede de Manos Que Curan les dieron una carta de presentación que entregaron en el Lycée des langues vivantes, un instituto donde se enseñaba la mayoría de los idiomas, y que las habilitaba para tomar el curso intensivo de francés de cuatro meses, cinco días a la semana, de dos y media a seis y media de la tarde. El instituto quedaba alejado del Barrio Latino, en la calle Vitruve, y accedían en subte.

—Ya estudiaste para el miniexamen del lunes —apuntó Juana—. Sabés más que la profesora. ¿Escuchaste lo que te dije, que va a venir el bocadito Cabsha? Aprovechá, así le preguntás a él todo lo que te morís por saber del papurri.

—No quiero saber nada acerca de Eliah.

—No, por supuesto. Y yo soy rubia y tengo ojos celestes.

El Learjet 45 —su favorito, el Gulfstream V, estaba en Le Bourget donde los mecánicos controlaban las reparaciones hechas en Buenos Aires— despegaría de la Isla de Fergusson en breve. Al-Saud se acomodó en su butaca y le solicitó a La Diana que trajese el teléfono encriptado. La joven se lo alcanzó con actitud expeditiva. Eliah apoyó el pulgar en el lector digital. Un escáner leyó su huella y lo habilitó para efectuar una llamada segura.

Allô?

—Lefortovo, habla Caballo de Fuego. Recibí tu mensaje. ¿Qué has averiguado?

—Averigüé lo que me pediste, el nombre del cuarto hombre. Yarón Gobi. Y aquí viene lo más interesante: era un científico de alto vuelo, empleado del Instituto de Investigaciones Biológicas de Israel, que está en Ness-Ziona.

—Tú y yo sabemos que está muerto, pero ¿qué dicen los registros oficiales?

—Un amigo de Gobi, compañero del Instituto, un tal Moshé Bouchiki, denunció su desaparición. Semanas después, los noticieros y periódicos informaron que Gobi había vendido secretos al enemigo por millones de dólares y que se había refugiado en Libia. ¿Interesante, no?

—En extremo. ¿Tienes la dirección de Bouchiki?

—Apúntala. Es en Ness-Ziona, en el 54 de la calle Jabotinsky. Su departamento está en el tercer piso.

—Gracias, Lefortovo. Como siempre, tu trabajo es impecable.

—Siempre a tu servicio, jefe.

Le llevó un buen rato al capitán Paloméro cambiar el plan de vuelo y obtener el nuevo rumbo. No volarían al Aeropuerto Charles de Gaulle en París sino al Ben Gurión en Tel Aviv-Yafo. Para ingresar en Israel, Al-Saud utilizaría el pasaporte italiano que Vladimir Chevrikov le había confeccionado bajo el nombre de Giovanni Albinoni.

Luego de despegar el Learjet, Al-Saud se acomodó en su sillón y planeó la visita a Moshé Bouchiki. De acuerdo con el GPS, Ness-Ziona se emplazaba a pocos kilómetros al sur de Tel Aviv. Alquilaría un automóvil en el aeropuerto y marcharía directo hacia su objetivo. Después de analizar la estrategia más conveniente para encarar a Bouchiki, se recostó sobre el diván, colocó las manos bajo la cabeza y pensó en la orden que les había dado el día anterior a Alamán y a Peter Ramsay, que colocasen micrófonos y cámaras en el departamento de la calle Toullier. La decisión le había costado, aunque en vista de la información suministrada por el agente de la SIDE en Buenos Aires, la juzgó imperativa: Roy Blahetter había abordado el lunes anterior, 12 de enero, un avión de Iberia en Ezeiza. Destino final: París.

El miércoles por la noche, después de la clase de francés, Matilde y Juana cenaron en casa de Sofía. Las pulsaciones de Matilde se dispararon al toparse en la sala con el matrimonio Al-Saud y con su hermana Céline, que se reía y los trataba con soltura. Le tembló la mano al extenderla para saludar al príncipe Kamal. ¿Príncipe había dicho su tío Nando?

—Fijate qué perfume usa —le cuchicheó a Juana, antes de que ésta saludase a Francesca.

—Diorissimo —fue la respuesta—. Es más viejo que la injusticia, pero exquisito como pocos. Puro jazmín. Un clásico. ¿No se te ocurrirá usarlo, no?

—¿Por qué no?

—¿Para que Eliah te huela el cuello y le recuerdes a su madre?

Los colores ganaron las facciones de Matilde.

—No sé por qué Eliah tendría que olerme el cuello. Por otra parte, ya ni se acuerda de que existimos.

Juana elevó los ojos al cielo y se fue con Fabrice. La cena se desenvolvió en un ambiente distendido, pese a que, a medida que Céline daba cuenta del vino riesling del Mosela, su actitud se tornaba agresiva hacia su hermana menor. Matilde la contemplaba y nada respondía. ¡Qué hermosa era Celia! Su porte admiraba al primer vistazo. ¿Cuánto medía? ¿Un metro ochenta? Matilde, sólo un metro cincuenta y nueve. No obstante haber llegado a lo de su tía orgullosa del conjunto que le había regalado Ezequiel la semana anterior, Matilde se sintió en harapos ante la elegancia de su hermana, que lucía como nadie el vestido cruzado de raso gris con cenefas y botones forrados azules; Celia se ocupó de deslizar que se trataba de una confección exclusiva de Valentino para ella. Pasada la comida, cuando se acomodaron en los sillones de la sala, la vio fumar mucho, un cigarrillo tras otro; le costaba centrar la llama del encendedor. “Pobre hermana mía”, se dijo, con una impotencia nacida de la certeza de que no podría ayudarla. El abismo entre ellas era infranqueable.

Con la excusa de mostrarle una foto familiar, Sofía tomó del brazo a Matilde y la condujo a un ambiente apartado, con biblioteca y estufa a leña. Céline las siguió con la mirada, sin preocuparse de disimular el odio que se filtraba por sus ojos celestes. La maldición de Matilde la perseguía hasta París, donde ella era la reina, donde había conquistado el corazón de Sofía, que la quería y la mimaba. No permitiría que, al igual que había sucedido con el amor de su padre, de la tía Enriqueta y de la abuela Celia, Matilde la despojara del de Sofía. Para nada se le había pasado por alto el trato amistoso, casi cariñoso, que le conferían los padres de Eliah.

—No te muerdas la lengua que te vas a ahogar en tu propio veneno —la provocó Juana.

—Callate, negra india.

Sofía levantó un portarretrato y le enseñó la foto de un grupo de negritos, en un evidente entorno tropical, que rodeaban a una monja.

—Ésta es Amélie —expresó Sofía, con orgullo.

—La tía Enriqueta me contó que era monja —recordó Matilde.

—¿Enriqueta habla de mí y de mis hijos?

—Muy poco. ¿Dónde se tomó la foto?

—En el Congo, en una zona muy conflictiva y peligrosa llamada Kivu. Nando y yo vivimos con el Jesús en la boca.

Matilde levantó la vista del portarretrato y la fijó en la de su tía.

—¿Qué pasa?

—Estoy estupefacta. Juana y yo dentro de unos meses viajaremos justamente a Bukavu, que es la capital de Kivu Sur. —Los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas—. Como te conté la vez pasada, iremos con Manos Que Curan.

—¡Esto no puede ser casualidad! —se emocionó la mujer—. Desde que te vi supe que algo especial me sucedería con vos. Y ahora me decís que estarás cerca de mi Amélie. ¡Tienen que ponerse en contacto! Tienen que hacerse amigas de modo que, cuando llegues allá, ella pueda ayudarte. ¡Te escribiré su dirección de e-mail!

Sofía la garabateó en un papelito y arrastró a Matilde de regreso a la sala, donde expuso la buena noticia. La admiración que se ganaron Matilde y Juana por tantas razones que Céline no alcanzaba a comprender —¿qué carajo importaba si eran pediatras, si viajarían al Congo y si se ocuparían de quitarles los piojos a los negros?— la empujó a abandonar la casa de su tía donde siempre había sido el centro de la atención, con su fama, su glamour y su belleza. Al alcanzar la calle, telefoneó a Eliah. Por supuesto, saltó la contestadora automática.

Claude Masséna obtuvo una fotografía del doctor Moshé Bouchiki en un simposio de biotecnología en Bruselas, en el 95, y la envió al teléfono de Al-Saud.

Después de tres días en Ness-Ziona, La Diana y Al-Saud conocían las rutinas del científico. Sorprendía que, en esos años, Bouchiki hubiese envejecido tanto, aunque, como apuntó La Diana, más que envejecido, lucía agobiado, con ojeras, las líneas de expresión marcadas y un rictus amargo. Intuían que el Mossad lo vigilaba, por eso se movían con cuidado, y de una conversación que La Diana sostuvo con el portero del edificio de Bouchiki —tuvieron la fortuna de que se tratase de un judío de Sarajevo— sacaron en claro que Yarón Gobi y Bouchiki habían compartido más que una amistad.

Al-Saud entró en el bar donde el hombre se detenía a diario a tomar un whisky, a veces dos, después de terminar su jornada en el Instituto de Investigaciones Biológicas. Se ubicó en la barra, junto a la banqueta que acostumbraba ocupar el científico. Llevaba auriculares conectados a un pequeño grabador y, si bien no escuchaba música, tamborileaba los dedos sobre la barra y movía la rodilla. La voz de La Diana sonó en el pequeño micrófono oculto bajo el auricular derecho.

—Bouchiki acaba de entrar. Va hacia ti. El katsa que lo sigue no se ha bajado de su automóvil. Espera, ahora está bajando.

Bouchiki se ubicó a la derecha de Al-Saud y dijo algo en hebreo al camarero, que le habló con familiaridad a su vez y le sirvió el trago.

—El katsa acaba de entrar y se sentó en una mesa a tus cinco. —Luego de un silencio, añadió—: Simula leer un periódico.

Una vez que el camarero se alejó hacia la cocina, Al-Saud, que tamborileaba y agitaba la rodilla, susurró en inglés:

—No se mueva, no me mire, no cambie el gesto de la cara. No haga nada. Sólo escúcheme. —Aguardó unos segundos para comprobar el dominio de Bouchiki—. Quiero hablar con usted acerca del doctor Gobi. Sé toda la verdad y no soy uno de ellos.

Bouchiki se desenvolvía bien; sorbía el whisky con expresión insustancial.

—Lo esperaré esta noche en la terraza de su edificio a las veintitrés horas.

Bouchiki asintió con un movimiento de párpados. Al-Saud apuró el último trago de su agua mineral y abandonó el bar. Al pasar junto al katsa, canturreó unas estrofas de Comfortably numb, de Pink Floyd.

Pasadas las nueve de la noche, ese barrio residencial de Ness-Ziona presentaba un aspecto desolado. Al-Saud, enfundado en un traje de lycra negro, se calzó el pasamontañas y, sobre éste, los binoculares de visión nocturna con intensificación de imagen; el entorno se pintó de verde. Acercó el micrófono a su boca.

—¿Novedades? —le preguntó a La Diana, que se mimetizaba en la fronda de un roble, frente al edificio de Bouchiki.

—Nada. La camioneta sigue estacionada en el mismo sitio. —Calibró sus prismáticos y ratificó—: No hay movimientos sospechosos.

Al-Saud estudió el edificio de Bouchiki a través de un pulmón de manzana sumido en la oscuridad y desde la terraza de una obra en construcción. Bajó la vista y observó la ballesta que sujetaba en la mano. Por fortuna, la había traído de la Isla de Fergusson, donde las usaban para entrenar a los nuevos reclutas. No podía fallar, sólo contaba con una. Apuntó y disparó la flecha de titanio que se incrustó en el filo de la mampostería. Ató el extremo del cable de acero en torno a una columna de hormigón y lo ajustó hasta tender una línea con el edificio de Bouchiki. Se calzó los guantes de malla de acero y, sobre éstos, el tensor para dedos, una especie de mitón de poliuretano que le proporcionaba mayor flexibilidad. Se sentó en el borde de la construcción, con las piernas en el vacío, aferró el cable con ambas manos y se colgó de él. Sin movimientos bruscos, apretó los abdominales para levantar las piernas hasta que éstas se enroscaron en el cable. Comenzó a cruzar el pulmón de manzana. Poco más de quince minutos tardó en alcanzar el techo del edificio de Bouchiki. Agitado, con el cuerpo tenso, cerró los ojos y practicó algunos ejercicios respiratorios. Luego, se dispuso a esperar, oculto tras el armazón que sostenía al tanque de agua.

Al-Saud consultó su Breitling Emergency. Bouchiki apareció unos minutos antes de las once de la noche. La brisa nocturna arrastró el olor a alcohol del científico. Lo vio encender un cigarrillo y chupar la primera pitada como si en ello le fuera la vida. Emergió lentamente; así vestido, resultaba casi imposible divisarlo.

—Bouchiki.

—¿Quién es usted?

—Alguien interesado en mostrar la verdad acerca del vuelo 2681 de El Al. Para lo cual, necesito su ayuda.

—¿Qué tengo que ver yo con ese vuelo?

—En ese vuelo iba Yarón Gobi, su amigo. Él murió en ese accidente. Y usted lo sabe. Lo de su traición y exilio en Libia es una gran calumnia. Lo han desacreditado para cubrirse.

—¡Han manchado su memoria! —se alteró el científico—. Han arrastrado su buen nombre por el lodo. Y han convertido mi vida en un infierno. Estoy bajo vigilancia permanente. Ellos… Ellos sabían que Yarón y yo…

—Que ustedes eran amantes.

Al-Saud advirtió el esfuerzo de Bouchiki por discernirlo en las sombras.

—Estoy bajo vigilancia permanente —insistió.

—Lo sé. Su casa debe de estar atestada de cámaras y micrófonos. Por eso lo cité aquí arriba.

—No puedo hacer nada. ¿Qué quiere?

—¿Qué contenía el Jumbo que colisionó en el Bijlmer?

Bouchiki dio dos pitadas para darse tiempo a decidir. Por fin, contestó:

—Los componentes para fabricar varios agentes nerviosos.

—¿Como por ejemplo?

—Tabún, somán, sarín… La lista es larga. Una gota de esos agentes en su piel y usted moriría en pocos minutos.

—Tal como le ocurrió a Khaled Meshaal en Ammán el año pasado —Al-Saud aludía a un alto dirigente del partido palestino Hamás—. Salvo que Meshaal no murió.

El hombre asintió, mientras absorbía más nicotina.

—A Meshaal, los del Mossad le inyectaron unas gotas de VX detrás de la oreja. El VX en estado líquido es altamente letal.

—¿El Instituto de Investigaciones Biológicas proporcionó el antídoto?

—Así es. Cuando la policía jordana atrapó a los del Mossad, dicen que el rey Hussein llamó, furioso, a Netanyahu y le exigió el antídoto. En el Instituto, nosotros creamos el veneno y el antídoto. Se lo facilitamos en pocas horas. Así fue como Meshaal salvó la vida.

—¿Para qué fabrican esos agentes?

—Nosotros, en el Instituto, no hacemos esa clase de preguntas.

—¿Quién les provee los componentes para los gases?

—Dos laboratorios, uno norteamericano y otro argentino. La última entrega, la que Yarón debía controlar y proteger, la suministró el de Argentina.

—¿Química Blahetter?

—Veo que está informado.

—¿Llevan un inventario o un registro de estos componentes?

—Por supuesto, al detalle.

—¿Podría obtener copias de esos documentos?

—Le repito, estoy bajo permanente vigilancia desde hace dos años. En el Instituto me controlan hasta cuando voy al baño.

—En sus tareas ordinarias, ¿usted entra en contacto con esa documentación?

—Sí, pero no me permitirían fotocopiarla.

—No tendría que hacerlo. Me aproximaré, Bouchiki. Tengo que enseñarle algo. —Al-Saud emergió de las penumbras; el pasamontañas ocultaba su rostro—. Esto es un bolígrafo, pero si presiona este pestillo, la punta es reemplazada por una cámara. Cada vez que oprima el botón, sacará una fotografía.

—Suena sencillo. ¿Qué obtendría yo a cambio de arriesgar mi pellejo? ¿Quién es usted?

—Soy quien le ofrece desagraviar el buen nombre de Gobi. Pero sobre todo, le ofrezco mucho dinero y una nueva identidad.

Ahora que se había aproximado, Eliah apreciaba la angustia que trasuntaba el gesto de ese hombre. Se trataba de un animal acorralado y desesperado, que se daba a la bebida para acallar su dolor.

—¿Por qué denunció la desaparición de Gobi si usted sabía que él viajaba en el Jumbo que cayó sobre el Bijlmer?

—Ellos me obligaron.

—¿Los del Mossad?

—No tuvieron la gentileza de presentarse. Sólo me amenazaron y me dijeron qué hacer. ¿Cuánto dinero estaría dispuesto a pagarme por esas fotografías?

—Quinientos mil dólares.

Bouchiki rió de manera artificial.

—Quinientos mil es lo que tendrá que depositarme en una cuenta para que yo me decida a sacar esas fotografías. Sin eso, no moveré un dedo. En total, deberán ser tres millones.

—Uno —regateó Al-Saud—. Quinientos mil ahora y el resto con la concreción del trabajo.

—Quinientos mil ahora —parafraseó el científico— y un millón con la concreción del trabajo.

De pronto, la expresión ebria y agobiada de Bouchiki había mudado a una despejada.

—Así será. En el momento en que comprobemos la validez de las fotografías, un millón de dólares ingresará en una cuenta numerada del Credit Suisse de Ginebra. Además le entregaremos un pasaporte con una nueva identidad y una licencia para conducir. —Le dio el bolígrafo y le repitió las instrucciones.

—En veinte días viajaré a El Cairo a un seminario de nanotecnología en el Hotel Semiramis Intercontinental —informó Bouchiki—. Como han comprobado que durante dos años no he abierto la boca y he cumplido con sus exigencias, me han aprobado este viaje.

—Igualmente estarán vigilándolo.

—Sí, pero en una ciudad distinta, en medio de un simposio de quinientos científicos, en un hotel lleno de gente, resultará más fácil el intercambio que en Ness-Ziona.

—Allí será, entonces.

—Otra cosa: ustedes se ocuparán de sacarme de Egipto y llevarme al Caribe.

—Cuente con ello.

Al-Saud temió que Bouchiki se echase atrás porque de pronto frunció el entrecejo, y una sombra le opacó la mirada.

—¿Cómo puedo confiar en usted? ¿Cómo estaré seguro de que han depositado el dinero? Y si lo depositan, ¿cómo asegurarme de que no retirarán los fondos más tarde?

—Doctor Bouchiki, dentro de tres días, use la dirección IP de otra persona (la de su amigo, el camarero del bar, por ejemplo) y averigüe por Internet el número telefónico del Credit Suisse en Ginebra. Llame desde un teléfono que no esté bajo vigilancia y pregunte por Filippo Maréchal. ¿Podrá hacerlo?

—Sí, podría utilizar el teléfono de un compañero. Sé cuál es su clave porque lo he visto teclearla.

—Perfecto. Como le decía, Filippo Maréchal será su oficial de cuenta. Mencione el día y el mes del cumpleaños del doctor Gobi y su nombre de pila, Yarón. Recuerde lo que acabo de decirle. Eso funcionará como clave hasta que usted la cambie por otra. Filippo será uno de los pocos en el banco que sabrá que detrás del número de su cuenta está usted; incluso, para su seguridad, podría cerrar esa cuenta y abrir otra; eso queda a su criterio. Como sea, con Filippo verificará que hemos depositado los primeros quinientos mil dólares y también podrá cambiar las claves de acceso y las preguntas de seguridad. Hace treinta años que Filippo trabaja en el Credit Suisse. No mancharía una carrera impoluta por unos centavos. En cuanto al millón restante, apenas sea depositado, podrá llamar a Filippo desde el Intercontinental en El Cairo y pedirle la confirmación de que ese dinero ha ingresado en su cuenta.

—En tres días —manifestó Bouchiki—, cuando confirme que los quinientos mil dólares han llegado a mi cuenta, comenzaré a actuar.

—La persona que lo contacte en el Intercontinental, le dirá: “La Diana y Artemisa son la misma diosa”. Memorícelo. A esa persona deberá entregarle el bolígrafo. Mientras tanto, le recomiendo que no hable con nadie y que abandone la bebida. Los borrachos suelen soltar la lengua. En su caso, doctor Bouchiki, le costaría la vida.

Un agente del Aman, la Inteligencia Militar de Israel, se disponía a echar un vistazo al informe acerca del movimiento de la aviación general —aviones privados y de corporaciones— de los últimos cinco días en el Aeropuerto Ben Gurión, cuando sus ojos tropezaron con un nombre que lo atrajo: Mercure S. A. El avión, un Learjet 45, tenía patente con el código de Papúa-Nueva Guinea.

Tomó el teléfono y llamó a la línea privada de su amigo, Ariel Bergman, en La Haya. En un encuentro días atrás en Tel Aviv-Yafo, Bergman le había comentado acerca de un tal Eliah Al-Saud, dueño de una empresa militar privada, Mercure S. A., a quien seguía de cerca por unas posibles averiguaciones que éste realizaba acerca del desastre de Bijlmer.

—Bergman al habla.

—Ariel, soy yo. Meir Katván.

—¿Qué tal, Meir? ¿Cómo anda todo por Ben Gurión?

—Creo que tengo para ti una pieza de inteligencia muy jugosa. Cinco días atrás aterrizó en Ben Gurión un jet privado, un Learjet 45, propiedad de Mercure S. A., la empresa que mencionaste el otro día en relación con el desastre de Bijlmer. La patente del avión es P2-MIG.

—¿A qué país corresponde el código P2?

—A Papúa-Nueva Guinea.

—Es lógico, ya que la Mercure fue radicada legalmente en ese país. De todos modos, sus cuarteles generales operan desde París. ¿El avión ya abandonó Ben Gurión?

—Sí, ayer por la madrugada, con destino a Le Bourget, en París.

—¿Tienes la lista de pasajeros?

—Sólo dos personas, además de la tripulación, por supuesto. Giovanni Albinoni y Mariyana Huseinovic.

—Te enviaré una foto de Al-Saud y de sus socios. ¿Podrías revisar las cintas del aeropuerto y buscarlos entre los pasajeros?

—Dalo por hecho.