Capítulo 17
Matilde pasó el sábado en la casa de la Avenida Eliséer Reclus. Nadó en la piscina, vio películas con Juana en la sala de cine, ejercitó en el gimnasio con Al-Saud e intentó estudiar francés para el examen del lunes porque pretendía continuar con la rutina diaria. Necesitaba olvidar la última semana que había comenzado con el ataque frente al instituto y terminado con la muerte de Roy. Sin embargo, no lograba concentrarse; leía sin captar el sentido y no acertaba con la resolución de los ejercicios prácticos. La perseguía la última imagen de Roy, azulado y consumido.
Ezequiel las llamó varias veces por teléfono; buscaba el consuelo que no hallaba en sus padres, tan destruidos como él, menos aún en su abuelo, que no le dirigía la palabra.
Aldo las invitó a cenar al Ritz Hotel, donde se alojaba; ambas declinaron la invitación porque no incluía a Al-Saud.
—El Ritz es un hotel muy caro, ¿verdad? —dijo Matilde.
—El más caro de París junto con el George V y el Plaza Athénée —contestó Al-Saud—. ¿Por qué esa cara? ¿Qué te preocupa?
—Nada, nada —mintió Matilde, porque no seguiría importunándolo con sus problemas familiares.
El domingo por la tarde, Aldo volvió a llamar al celular de Juana para invitarlos, al sujeto ese también, según aclaró, a tomar unos tragos en el bar Vendôme del Ritz. Matilde aceptó porque, según dijo, tenía que darle una copia del nuevo juego de llaves del departamento de la calle Toullier para que Aldo se lo entregase a Enriqueta. Al-Saud sospechaba que Matilde añoraba ver a su padre; la efusividad con que se abrazaron en el salón del Ritz confirmó la sospecha. Aldo la besó varias veces en la coronilla, en la sien y en la frente y la llamó mi princesa hermosa, mi princesa adorada. Matilde lloriqueaba y se aferraba a su padre. Salvo por un rápido apretón de manos que le dispensó, Aldo simulaba que Eliah no estaba sentado junto a su hija ni frente a él. En verdad, no se comportaba de manera antipática o grosera; simplemente no podía mirarlo, porque si bien se parecía a su padre, había mucho de Francesca De Gecco en los lineamientos de su oscuro rostro. Por otro lado, lo asolaban unos celos negros, algo que jamás había experimentado en relación con Roy.
La situación resultaba violenta para Matilde. Su inquietud disminuyó en parte cuando su padre pidió un café. Había temido que en aquel ambiente voluptuoso del Vendôme, en el cual las copas con coñac y otras bebidas espiritosas se paseaban en las bandejas de los camareros de un extremo a otro, Aldo sucumbiera a la tentación. De igual modo, la tensión y la incomodidad persistieron, un poco por la presencia de Eliah y también porque nadie se atrevía a mencionar la muerte de Roy.
Al-Saud no aprobaba la elección de la mesa dada su posición demasiado expuesta. No quiso aumentar el nerviosismo exigiendo un cambio, por lo que se ubicó contra una columna de mármol para proteger su espalda y le indicó a Matilde que se sentara a su lado. Al principio, el diálogo se centró en temas comunes, incluso mencionaron el frío que hacía; después languideció, y cayeron en un incómodo silencio.
—Papá, ¿vos sabés si Roy estaba trabajando en algo importante y peligroso?
—No, no tengo idea —contestó deprisa, y eso fue lo que llamó la atención de Al-Saud, que lo hiciera sin pausar ni ahondar en el sentido de la pregunta, por lo que una suspicacia se plantó en él—. ¿Por qué me preguntás eso?
—Porque los hombres que intentaron matarlas —interfirió Al-Saud— buscaban algo que Blahetter le había dado a Matilde.
—Mi papá no sabe lo del ataque, Eliah.
—Sí, lo sabe. Juana me dijo que se lo contó.
—Es verdad, Mat. Se lo conté.
Matilde los miró, desconcertada. Esos dos vivían cuchicheando.
—Lo sé —admitió Aldo— y le agradezco que las haya protegido de esos malvivientes. —Le dirigió un vistazo fugaz y volvió a concentrarse en Matilde—. No te preocupes, princesa. Nada malo va a pasarte.
—¡Obvio! Porque el papurri aquí presente nos protege, que si no…
—¿Para qué viniste a París, papá?
—¿Cómo para qué vine? Para ver a mi princesa.
—Usted sí que se da la buena vida, don Aldo —comentó Juana, mientras sus ojos negros de siria bailoteaban para abarcar los detalles del Vendôme.
—Trabajo duro y me gusta darme gustos.
—¿En qué trabaja, don Aldo?
—Es un bróker —intervino Matilde, a la defensiva—, ya te lo dije, Juani.
—Con Mat nunca entendemos bien qué es eso de ser un bróker.
—Compro y vendo cualquier cosa en cualquier parte del mundo.
—Y eso deja mucha guita, por lo que parece.
—Si lo hacés bien y tenés una buena red de clientes, sí.
—Papi, ¿no vas a preguntarme por Celia?
—Ya sé todo acerca de tu hermana. Jean-Paul me contó dónde está y por qué.
—¿Vas a ir a verla?
—No me lo permiten. No aún. Volveré cuando entre en la etapa en que le permiten establecer contacto con familiares y amigos. Es lo mejor para ella.
—¿Cuándo viajarás a Córdoba?
—¿Viajarás? Viajaremos —la corrigió Aldo—. Nos iremos con los Blahetter, cuando les entreguen a Roy.
Otro silencio se apoderó de la mesa. Matilde sintió el calor de la mano de Al-Saud sobre su rodilla; no la apretaba, simplemente la apoyaba allí.
—No me iré de París, papá. Voy a quedarme.
—¡Matilde! Se trata del entierro de tu esposo. ¿Cómo se te ocurre decir que no irás? ¡Será un escándalo para los Blahetter!
—Papá… —Al-Saud percibió que flaqueaba y comenzó a acariciarle el muslo para infundirle tranquilidad—. Papá, Roy era mi exesposo. No hay nada que me una a su memoria ni a su familia, que siempre me detestó. No perderé mi tiempo para darles el gusto a los Blahetter. Vine a París a cumplir un objetivo y nada me desviará de él.
—Involucrándote con este sujeto no veo que cumplas mucho tu objetivo.
—¡Papá! —Matilde se puso de pie y quitó su campera del respaldo de la silla. Juana y Al-Saud la imitaron—. Este sujeto se llama Eliah y es el mejor hombre que pisa la Tierra. Como no sos capaz de darle el trato que se merece, prefiero irme. Vamos. Quiero salir de este lugar.
Minutos más tarde, al intentar acertar con la lengüeta en la hebilla del cinturón de seguridad, Matilde notó que le temblaban las manos. Al-Saud la asistió y le besó la mejilla.
—¿Hiciste lo que realmente querías?
—Sí —musitó ella—, pero me duele haberlo tratado mal.
—Si hubieses aceptado ir a Córdoba, estarías furiosa y frustrada, ¿o no? —Matilde asintió—. Tu padre tiene que entender que es tu padre, no tu dueño. Tu vida es tuya, y sólo vos podés decidir qué hacer con ella. Nadie tiene que entrometerse.
—¿Ni siquiera vos? —lo provocó, y su mirada inmodesta parecía sonreír.
—Ni siquiera yo —admitió él, reacio.
Apenas se puso en marcha el Aston Martin, sonó el celular de Juana.
—Es tu viejo, Mat.
—No quiero hablar con él ahora. —La seguridad de su voz la pasmó en un primer momento, la enorgulleció después. Con ese desplante había cobrado valor.
Al llegar a la casa de la Avenida Elisée Reclus, Al-Saud se encerró en su despacho y llamó a Vladimir Chevrikov.
—Lefortovo, necesito que investigues a un hombre llamado Aldo Martínez Olazábal. Es argentino. Y dice ser un bróker.
—No lo he oído nombrar. Apenas sepa algo, te llamaré. Oye, Caballo de Fuego, tengo listo lo que me pediste, las fotografías retocadas.
—Iré por ellas muy temprano mañana por la mañana, de camino a Le Bourget. ¿Qué has averiguado sobre Fauzi Dahlan?
—Nada bueno. Es del entorno de Kusay Hussein.
—¿El hijo de Saddam Hussein?
—El mismo, que ahora está a cargo de la Policía Presidencial, algo así como una policía secreta. Hasta donde conseguí averiguar con mis amigos iraquíes, Dahlan era la mano derecha de Abú Nidal. —Lefortovo hablaba del terrorista palestino más buscado por la CIA y el Mossad, acusado de cientos de asesinatos—. Como todo con Abú Nidal, esa amistad terminó mal, y Dahlan se puso al servicio del régimen iraquí. Dicen que es el que se ocupa de las torturas. En cuanto al tal Udo Jürkens, lamento decirte que no tengo nada acerca de él. Hablé con mis contactos en Hamburgo y en Berlín y no lo conocen.
El lunes por la mañana, los katsas Diuna Kimcha y Mila Cibin se hallaban en la base del Mossad, en el sótano de la embajada israelí en París. Habían solicitado una teleconferencia con su jefe, Ariel Bergman, y esperaban la comunicación con cierta ansiedad dada la importancia de la información con que contaban.
—Shalom —dijo Bergman, y los katsas respondieron igualmente.
Kimcha tomó la palabra.
—El sayan en el Ritz nos avisó que Mohamed Abú Yihad se hospeda allí desde hace dos días. —Kimcha había empleado el nombre musulmán de Aldo Martínez Olazábal—. Asimismo, ya sabíamos que Adnan Kashoggi y Ernst Glatt están en el Ritz desde hace una semana. ¿Casualidad?
Bergman sometió la noticia a su reflexión durante unos segundos en los que sus agentes no se atrevieron a perturbarlo.
—Nada es casualidad —dijo al cabo—. Abú Yihad está buscando proveerse de armas, eso es claro, y piensa hacerlo a través de Kashoggi y de Glatt. Pero tanto Kashoggi como Glatt, si bien son traficantes ilegales y no trabajan de manera oficial, sí cuentan con el consentimiento de la CIA y el nuestro para hacerlo, por lo que constituyen una fuente de información invalorable. Pronto sabremos para quién son las armas que Abú Yihad está intentando comprar.
—Nuestro sayan en el Ritz sacó estas fotos —dijo Cibin, y en la pantalla de Bergman en Ámsterdam se deslizaron varias imágenes de Abú Yihad y de Eliah Al-Saud tomando café en un bar lujoso y en compañía de dos mujeres jóvenes. La fotografía enmudeció a Bergman—. Es Eliah Al-Saud.
—Sí, lo reconozco. ¿Cuál es la identidad de las mujeres?
—No lo sabemos —admitió Cibin—. Estamos en eso. ¿Has tenido noticias de Salvador Dalí?
—Se reportó la semana pasada para decirme que aún no tiene nada.
—Ariel, una última cosa —intervino Diuna Kimcha—. Guillermo Blahetter llegó a París en un vuelo privado. Su nieto, Roy Blahetter, murió hace tres días en el Hospital Européen Georges Pompidou. La causa es desconocida, por lo que su cuerpo será sometido a una autopsia. Nuestro sayan en la Policía Judicial nos pasará el reporte apenas los forenses terminen su trabajo.
—Es perentorio que me comuniquen ese resultado apenas lo obtengan —los apremió Bergman—. ¿Qué han sabido de Udo Jürkens?
—Nada.
Ariel Bergman bufó para sus adentros. La trama se volvía inextricable.
Esa semana, Matilde se lo pasó aturdida. La desorientaba la ausencia de Al-Saud, y esa confirmación —que no podía vivir sin él— la aterraba. El lunes se levantó a las seis para acompañarlo durante el desayuno antes de que partiese al aeropuerto. Él no había mencionado adónde viajaría y ella no indagó. Distraída mientras lo ayudaba a ultimar detalles del equipaje, casi alegre de participar en esa actividad tan íntima, y feliz cuando Al-Saud levantó su retrato de la mesa de luz y lo guardó en la valija, no previó cuánto sufriría al despedirlo y caer en la cuenta de que no lo vería durante varios días, él no precisó cuántos. Se dijeron adiós en la privacidad de su dormitorio, ella todavía en camisón y bata; él, soberbio en su traje Brioni de un color gris oscuro y acerado y con zapatos ingleses negros, envuelto en el aroma del Givenchy Gentleman.
—Te suplico —pronunció él con los ojos cerrados y sobre los labios de Matilde—, no cometas ninguna imprudencia. No te expongas inútilmente. ¡Prometeme que te vas a cuidar!
—Te lo prometo, mi amor.
—Quiero que sepas que no me iría de París si no fuera estrictamente necesario. Hay asuntos de negocios que no puedo seguir postergando.
—No lo hagas, no postergues nada por mí.
—La Diana y Sándor las van a proteger muy bien. Y todos quedan alertados. ¿Tenés a mano los números de los celulares de Alamán, de Tony y de Mike?
—Sí, sí, tengo todo.
El beso final era lo que Matilde evocaba cuando la desazón la invadía. Cerraba los ojos y lo proyectaba en su mente como si fuera la escena favorita de una película. Lo hacía cuando se despertaba a las tres de la mañana, sola en la cama de Eliah, empapada en sudor, confundida aún por los retazos de un sueño ininteligible en el que se mezclaban las caras de Roy, de Celia y de Aldo. Repitió el ejercicio cuando Ezequiel la llamó el miércoles por la noche para informarle que de la autopsia surgía que a Roy le habían inyectado en el muslo izquierdo un perdigón del tamaño de la cabeza de un alfiler lleno de ricina, uno de los venenos más potentes que existen. Volvió a hacerlo cuando, uno a uno, sus parientes políticos, incluso el abuelo Guillermo, la llamaron para increparla porque no volvería a Córdoba con ellos. Lo evocó también el jueves mientras aguardaba sentada en una sala de la Policía Judicial para responder al interrogatorio de un inspector llamado Dussollier. Que si conocía en qué actividades andaba su esposo; que si Roy tenía enemigos; que si sabía quién le había propinado la paliza que lo llevó al hospital; que si era afecto a las drogas; que si frecuentaba a personas “raras”; que si tenía amigos extranjeros. Ella respondía que no a casi todo o que no sabía. “Estábamos separados”, repetía, aunque a Dussollier parecía no importarle. En esa ocasión, la flanqueaban Alamán y el abogado de Eliah, el doctor Lafrange. La Diana, Sándor y Juana se mantenían cerca. Al salir de la sede de la Policía Judicial, elevó el rostro y permitió que la lluvia la lavase. Se tomó del brazo de Alamán y caminó en silencio por la Quai des Orfèvres hasta que juntó valor para susurrar:
—¿Cuándo volverá tu hermano?
—¿Cómo? —preguntó Alamán, y se inclinó para oírla.
—Que cuándo volverá tu hermano.
Alamán notó que las mejillas de Matilde se cubrían de rojo, como si se avergonzara de preguntar por el hombre con quien vivía.
—¿No te ha llamado? —Matilde agitó la cabeza para negar—. Le prometió a mi vieja que irá a la fiesta de su cumpleaños, el sábado. Supongo que cumplirá su palabra.
—¿Tu mamá cumple años el sábado?
—En realidad los cumple hoy, 19 de febrero, pero el festejo será el sábado. Me pidió que las invitase, a vos y a Juana.
—Eliah no me lo mencionó. Quizá sea mejor que Juana y yo no vayamos.
—¡Oy, Mat! ¡Qué pelmazo que sos!
Claude Masséna no lucía bien. A su aspecto usualmente descuidado se le sumaban unas marcadas ojeras y un temblor en las manos. Se tomó un ansiolítico para disminuir el pánico en el que vivía desde que había aceptado trabajar para esos hombres, los que lo apodaban con el nombre del pintor español. Abandonó su escritorio en la base y pasó por el baño antes de escabullirse a la estación del métro Alma-Marceau. Le apremiaba comunicarse para informar dónde tendría lugar el próximo intercambio de información. A pesar de no saber cuál era la índole de la misma, sospechaba que se trataba de algo valioso. Puso en marcha su automóvil y aguardó, haciendo tamborilear los dedos en el volante, hasta que el montacoches lo puso al nivel de la calle Maréchal Harispe. Condujo rápidamente, pasándose algunos semáforos en rojo; le urgía volver, no quería que los jefes advirtieran su ausencia y lo interrogaran. Le temblaba la mano cuando introdujo la moneda en el teléfono público de la estación.
—¿Hola?
—¿Picasso? Soy Salvador Dalí.
—Habla —dijo Ariel Bergman.
Se había tratado de una semana intensa, de esas que a él, en el pasado, le fascinaba vivir y que potenciaban su energía. La última, sin embargo, se había convertido en una maratón contra el tiempo y contra las obligaciones para regresar a París, a Matilde. Sentado en una mesa de Scott’s, el lujoso restaurante londinense de la calle Mount, donde solía disfrutar exquisitos platos de pescado, anhelaba el momento en que volvería a verla. Ese viernes por la noche aguardaba a Madame Gulemale para compartir la cena, por lo que su vuelta a París se pospondría para el día siguiente. Gulemale lo había llamado el miércoles, cuando él se hallaba en Beirut, y habían acordado reunirse esa noche, en Londres. No tenía deseos de verla; no le resultaría fácil dejarla de buen humor sin el habitual revolcón en la suite del Dorchester, el hotel favorito de la traficante de armas. Sin embargo, era preciso que Gulemale quedase contenta para que les facilitara las cosas en el Congo de modo que el israelí Shaul Zeevi obtuviese su maldito coltán. Gulemale exigiría una tarifa por su intervención, contemplada en el contrato firmado entre la Mercure y Zeevi y que no debía superar los diez millones de dólares.
Consultó la hora. Las ocho y veinte. Estaba cansado. Había dormido poco a lo largo de esos cinco días. Hizo un esfuerzo para borrar a Matilde de su cabeza y se concentró en repasar los hechos de la semana, que había comenzado en Ámsterdam, en un bar de mala muerte en el Bijlmer, donde tuvo lugar el segundo encuentro con Ruud Kok. Se ubicaron en una mesa apartada, en un rincón sumido en la penumbra, después de que Al-Saud cacheara al periodista holandés en el baño para corroborar que no llevaba grabadora ni filmadora ni micrófonos. El periodista, molesto, se sentó frente a Al-Saud, que vació el contenido de un sobre en la mesa. Varias fotografías se deslizaron por la superficie hasta el periodista, que las estudió una a una.
—Estas fotografías fueron sacadas por Moshé Bouchiki, un científico del Instituto de Investigaciones Biológicas de Israel. Él fue quien me aseguró que en el vuelo de El Al se transportaban al menos dos de las sustancias para fabricar agentes nerviosos (tabún, sarín, somán) y que lo hacían con regularidad desde un laboratorio de Nueva York y desde otro en Argentina. Aquí, en las fotos, se muestra la parte del instituto destinada al desarrollo de estas armas químicas. En estas dos fotos aparecen los registros del ingreso del dimetil metilfosfato, del cloruro de tionilo, del cianofosfato de etilo, del metilfluorofosfonato de isopropilo y de las otras sustancias empleadas en la fabricación de los gases.
—Sí, sí —dijo Kok, con una mueca de fascinación en tanto pasaba las fotografías—, son todos compuestos organofosforados, como los que se utilizan en tantos insecticidas.
—Veo que sabe del tema.
—Estuve investigando —admitió—. Sería estupendo entrevistar al científico, a…
—A Moshé Bouchiki. Será imposible. Lo asesinaron hace once días, en El Cairo.
Los labios de Ruud Kok se separaron, sus ojos se engrandecieron.
—No lo supe. ¡Qué extraño! No lo leí en los periódicos.
—El hecho ocupó un espacio insignificante en los diarios locales y no adquirió relevancia internacional. —Le entregó cuatro recortes en árabe de periódicos cairotas—. Le daré los datos que necesite y podrá hacer traducir esto para corroborar lo que digo.
—Sí, lo haré. Ahora, lo escucho —se aprontó Kok, y levantó la tapa de un anotador.
Al-Saud le relató el intercambio en el Hotel Semiramis Intercontinental de El Cairo y el ataque sufrido desde el Nilo.
—¡Guau! Como en una película de James Bond.
—Kok, es perentorio que publique la nota en una semana.
—¿En una semana? —balbuceó el joven—. No cuento con pruebas fehacientes de que lo que transportaba el vuelo de El Al fueran estas sustancias. Las fotos son elocuentes, pero no hay documentación que pruebe lo que tanto necesito probar.
—La muerte de Bouchiki demoró mis planes, como comprenderá —manifestó Al-Saud—. Sin embargo, en breve nos haremos de lo necesario para cerrar el círculo en torno a este tema. En el ínterin, preciso que saque a la luz estas fotografías y que revele la muerte de Bouchiki. Y que, sutilmente, lo relacione con lo acontecido en este barrio dos años atrás. Eso irá abonando el camino.
—La semana que viene es muy pronto —se empecinó Kok—. Necesito verificar que la documentación no tenga fisuras. Podría perder mi empleo si algo fuese falso.
—Kok —se impacientó Al-Saud—, ¿cómo diablos pretende verificar eso? ¿Yendo a Ness-Ziona, al instituto, llamando a la puerta y pidiendo permiso para comprobar que todo lo que está en esas fotos es real? Le aseguro que lo que hice para contactar a Bouchiki en Ness-Ziona pondría a la sombra cualquier película de James Bond. No creo que usted cuente con las habilidades necesarias para hacer lo que yo hice. ¿O sí?
—No, claro que no. Pero…
—Esta nota puede convertirse en la oportunidad para catapultar su carrera a la fama. Al menos, con este material, empezará a poner en tela de juicio la inocencia que El Al proclama desde hace dos años. No crea que desconozco que sus colegas lo han ridiculizado por sostener su teoría acerca de las sustancias tóxicas. Será una buena revancha. —Una pausa, seguida de una inflexión en el tono de Al-Saud, inquietó a Kok—. Si usted no está dispuesto a sacar la nota la semana que viene, me temo que acudiré a un amigo en The Sun, de Londres. Habría preferido que fuera usted quien la publicara, ya que estuvo comprometido con este tema desde el accidente mismo, pero si sus escrúpulos le impiden…
—Lo haré —claudicó el periodista—. No sé qué día de la semana que viene, pero lo haré. Tendré que hablar con mi jefe de redacción antes.
—Le aconsejo por su propio bien que guarde estas fotos en un lugar seguro y que se las muestre a personas de su más absoluta confianza. Hay mucho en riesgo, señor Kok. Esto no es un juego.
—Lo sé.
—Tengo que irme. —Al-Saud se puso de pie y soltó un billete de diez florines para pagar los cafés—. No me llame, no intente comunicarse conmigo. Yo lo haré con usted en cuanto obtenga el resto de la información.
—Señor Al-Saud. —Eliah se dio vuelta para mirarlo—. ¿Cuándo podré entrevistarlo por lo de mi libro sobre las empresas militares privadas?
Al-Saud ladeó la comisura izquierda en una sonrisa sardónica, que incomodó a Ruud Kok.
—¿Empresa militar privada? ¿Es ése el eufemismo para llamar a los mercenarios? ¿Acaso no se atreve a pronunciar esta palabra en mi presencia? Mercenario. —Rió con sinceridad ante la perturbación del joven holandés—. Publique la nota, Kok, y después acordaremos los términos de la entrevista.
Salió del bar y caminó veinte metros hacia la boca del subterráneo que lo conduciría al centro de Ámsterdam. Pasó junto al automóvil con vidrios polarizados desde el cual Dingo y Axel custodiaban a Ruud Kok. Bajó la cara para hablar al micrófono oculto en el cuello de lana de su campera Hogan.
—Acabo de dejarlo solo. Coloqué el transmisor y el micrófono de acuerdo con lo previsto. No lo pierdan de vista. Ni un minuto. Ya saben, quiero que lo protejan como si fueran sus propios traseros.
—Entendido, jefe.
Pasadas las dos de la tarde, despegaba su Gulfstream V con dirección a la base aérea de Dhahran, en Arabia Saudí, a la cual arribó cinco horas después. Devueltos los controles del avión al capitán Paloméro y cómodamente instalado en su sillón, tuvo deseos de llamar a Matilde, aunque finalmente, con el teléfono encriptado en la mano, se abstuvo. Sabía que esgrimía una excusa estúpida, ya que le importaba bien poco que estuviera en el instituto. Juana le había prometido que no apagaría el celular ni siquiera durante las horas de clase. ¿Por qué no se decidía a llamarla? ¿Quería castigarla por el esmero con que había cuidado al gusano de Roy Blahetter? ¿Por haberlo llorado tan amargamente o por haber rechazado su consuelo? Sacudió la cabeza. No, la raíz de su rebeldía alcanzaba profundidades más oscuras y se relacionaban con ella y no con su exesposo. Hacía tiempo que él sabía de qué se trataba: le temía a Matilde porque la sentía inalcanzable. Quería que sufriera su ausencia, que padeciera la incertidumbre de no saber de él, que lo echara de menos. Empezaba a darse cuenta de que, cuando le temía a algo, reaccionaba como un animal: atacaba. Al final, llamó a Sándor y se quedó tranquilo cuando el bosnio le informó que todo estaba en orden.
La noche del lunes cenó en un lujoso restaurante de Dhahran con su tío, el príncipe Abdul Rahman, comandante de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes, y durmió en la base aérea. A la mañana siguiente se entrevistó con cuatro viejos compañeros de L’Armée de l’Air a quienes había convocado para trabajar en el nuevo programa de instrucción de reclutas. Dos, al igual que él, habían pedido la baja tiempo después de terminar la Guerra del Golfo; a otro lo habían expulsado por desacatar una orden mientras perseguía a un avión que había invadido el espacio aéreo francés; y el cuarto, que se había jubilado, aún contaba con energía para seguir adiestrando, según afirmaba. Las reuniones se sucedieron a lo largo del martes. No resultaba fácil intermediar entre sus compañeros franceses y los militares saudíes. El problema no radicaba en el escollo del lenguaje, ya que todos hablaban inglés, sino en la eterna desavenencia entre los modos de Oriente y los de Occidente. Al-Saud sospechaba que el programa no iría sobre rieles a menos que sus compañeros de L’Armée de l’Air se amoldaran a las costumbres de sus pares saudíes, entre ellas, no enfurecerse cada vez que los pilotos se esfumaran para cumplir el precepto coránico del azalá; tampoco sería fácil para esos cuatro franceses prescindir de las bebidas alcohólicas, prohibidas en el territorio saudí. La buena paga compensaría en parte los tragos amargos de vivir en una sociedad tan distinta; no obstante, existían costumbres que no se cambiaban ni con una fortuna como estímulo. Seguiría de cerca el desarrollo del programa de instrucción ya que el acuerdo exigía su presencia una vez por mes en la base aérea para evaluar el progreso de los reclutas.
El miércoles, muy temprano por la mañana, el Gulfstream V aterrizó en el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, de Beirut. Al-Saud ingresó en el país con un pasaporte argentino a nombre de Ricardo Mauro Lema. Tomó un taxi, un viejo Mercedes Benz, y le indicó al chofer que lo condujese al Embassy, en la calle Makdessi, un hotel de baja categoría, pero tranquilo y bien ubicado, a una cuadra de Hamra, la arteria comercial de la ciudad. Se presentó en el mostrador del Embassy y mencionó que tenía una reservación. Nadie lo acompañó al segundo piso, a la habitación 208.
Se quitó el saco; hacía calor. Miró en torno. Había una puerta que comunicaba con la habitación contigua, la 210. Llamó con un golpe seco, y la voz de Peter Ramsay lo invitó a entrar. Chocaron las manos a modo de saludo. Al-Saud notó que la persiana estaba baja y que Peter trabajaba con luz artificial. Había desplegado su equipo sobre una mesa, que incluía varios aparejos, entre ellos una computadora portátil y una pequeña antena satelital; andaba con los auriculares colgados al cuello.
—Habla tranquilo. Esta habitación y la tuya están limpias.
En la reunión mantenida en la base días atrás, habían acordado que el falso intercambio de pruebas se haría al día siguiente, jueves 19 de febrero, por la noche, en el bar Tropicale del Hotel Summerland, en la Avenida Jnah. Habían elegido ese resort a orillas del Mediterráneo porque Al-Saud lo conocía bien. Uno de los muchachos de Ramsay, Franky, se registraría en el Summerland con el nombre de Mark Levy, con pasaporte inglés. El jueves, Peter Ramsay estaría fuera custodiando los alrededores, y dentro estaría Gabriel, otro miembro de su equipo.
—Habría preferido que Amburgo te cuidase las espaldas en lugar de Gabriel, pero lo tienes en París persiguiendo a esos tres pendejos iraquíes —se quejó Peter.
—Esos tres pendejos iraquíes pueden ser de mucha utilidad. Ellos nos guiarán al tipo que entró en el departamento de la calle Toullier.
—Está bien, está bien, como tú digas. Tanto Gabriel como Franky aseguran que al menos hay cuatro personas custodiando el Summerland.
—El pez está a punto de morder el anzuelo.
—Así parece. Ten cuidado —enfatizó Peter.
Al-Saud no se sentía cómodo con esa misión porque, debido a la muerte de Blahetter, prácticamente no había participado en su planeamiento. En realidad, se dijo, no había mucho que planear. Plantado el cebo, sólo restaba esperar que los atacantes de El Cairo reaparecieran en Beirut para confirmar la sospecha: que tenían una filtración en la Mercure, e incluso, si corrían con suerte, descubrirían quién estaba detrás. Sólo un puñado de empleados conocía los detalles del supuesto intercambio, de los cuales Masséna era el principal sospechoso.
Sonó el celular de Al-Saud, y Ramsay procedió a desviarlo a una línea segura antes de que Eliah atendiera la llamada. Era Dussollier.
—Acabo de recibir el resultado de la autopsia de tu conocido, Roy Blahetter. Los forenses le dieron prioridad, tal como les pedí —añadió.
—Gracias, Olivier.
—La cosa es más complicada de lo que imaginamos, Eliah. Al tipo lo mataron con ricina, un alcaloide altamente venenoso, sin antídoto hasta el momento. Le inyectaron en el muslo un pequeñísimo perdigón con una dosis tan alta que lo liquidó en dos días. Ésta no es una tecnología de la que cualquier criminal pueda echar mano. ¿Qué sabes de Blahetter?
Al-Saud percibió un frío en el estómago. ¿A qué se enfrentaba? ¿Contra quién luchaba? ¿Quién acechaba a Matilde?
—Según entiendo —dijo Al-Saud—, la ricina es de fácil obtención. No se precisa un gran laboratorio. Se obtiene de la pasta que queda luego de machacar las semillas de ricino. Y éstas se consiguen en cualquier parte.
—Es verdad —convino Dussollier—. No obstante, esto huele al accionar de un grupo terrorista, por lo que el fiscal pedirá al departamento de Edmé de Florian que tome parte en la investigación.
“Eso es bueno”, se dijo Al-Saud.
—¿Qué sabes de Blahetter? —insistió Dussollier.
—Poco y nada. Es un conocido, nada más. Sé que era ingeniero nuclear, graduado con altas calificaciones, pero no sé dónde trabajaba ni nada de su vida.
—Los médicos del Georges Pompidou mencionaron que su esposa estuvo con él mientras agonizaba. Tenemos un número de celular. La llamaremos para que se presente a declarar. —El frío en el estómago invadió sus pulmones y le congeló la respiración—. Además —prosiguió Dussollier— tenemos la declaración de la jefa de enfermeras que asegura haber visto a un desconocido salir de la habitación de Blahetter la noche del miércoles 11 de febrero. Preparamos un identikit, no muy bueno, debo admitir, porque la enfermera lo vio desde lejos, en el corredor, con poca luz.
—¿Te importaría enviármelo?
—No, en absoluto. Dame un número de fax y te lo envío ahora.
Al-Saud cubrió el auricular del teléfono y le exigió a Ramsay en voz baja:
—Un número de fax. Ahora. —Ramsay se lo escribió y Eliah se lo repitió a Dussollier—. Envíalo cuanto antes, Olivier. Y gracias por todo.
—Gracias a ti —dijo el inspector con acento intimista—. Los gemelos Cartier son una preciosura.
—No es nada. Un simple detalle para compensar en algo todas las molestias que te he ocasionado últimamente. —Se despidieron—. Merde! —masculló Al-Saud, y enseguida dijo—: Peter, comunícame con Alamán. Encuéntralo, donde sea. —Unos minutos después, Al-Saud saludaba a su hermano—: Dussollier, un inspector de la Police Judiciaire, acaba de comunicarme que a Blahetter lo envenenaron con ricina. Llamará al celular de Juana y pedirá por Matilde. Le exigirá que comparezca en la 36 Quai des Orfèvres para declarar. Quiero que la acompañes junto con mi abogado, el doctor Lafrange. Dile que no debe mencionar por ningún aspecto el ataque frente al instituto ni lo del cuadro. Que declare que estaban separados y que ella desconocía las actividades de su exesposo, que, por otra parte, es verdad. Hermano, te la confío. No la dejes sola un instante. Temo que el que asesinó a Blahetter esté detrás de ella.
—Lo haré. Quédate tranquilo. ¿Cuándo regresas?
—Probablemente el sábado. Le prometí a mamá que estaría en el festejo de su cumpleaños. —Apenas cortó, se comunicó con Sándor—. ¿Dónde están?
—En tu casa. Las señoritas están almorzando. En un rato saldremos para el instituto.
—Sanny, escúchame bien. No permitas que nadie se acerque a Matilde.
—Sí, ya lo sabemos —expresó el bosnio, con acento de hastío.
—¡No, no lo saben! —se enfureció Al-Saud—. Al ex de Matilde lo asesinaron inyectándole veneno en la pierna. ¡No permitas que nadie se aproxime a ella! Merde! No debería dejarla salir de casa —farfulló para sí—. Sanny, cualquiera podría pasar cerca de ella y punzarla, ¿entiendes? No sé, con un paraguas, con la antena de un celular, rasguñarla con un anillo, con cualquier cosa, y, en realidad, estaría inyectándole el veneno. Sanny, entiéndelo bien: nos enfrentamos a un enemigo poderoso, lleno de recursos. Es imperativo que tú y La Diana agudicen sus sentidos. Entra en el salón de clases con ella y siéntate detrás.
—Le parecerá raro. Siempre me quedo fuera del salón.
—¡Me importa una mierda si le parece raro! Le dices que la orden la di yo y basta.
Mientras comían unos sándwiches, llegó el identikit a través de la computadora de Ramsay. Éste lo imprimió y se lo entregó a Al-Saud después de echarle un vistazo.
—No se parece al tipo de la filmación en el departamento de la rue Toullier —opinó Peter.
Había una anotación de puño y letra de Dussollier al pie del dibujo: “La enfermera sostiene que era alto, alrededor de un metro noventa, y de contextura robusta. Llevaba el cabello muy corto, pero no pudo establecer su tonalidad debido a la poca luz”.
Después de un baño y de vestirse con ropas cómodas, unos jeans celeste claro y una chomba blanca Christian Dior, Al-Saud se calzó los Serengeti y salió del hotel con aires de turista. Quería caminar para verificar que nadie lo siguiese. Se dirigió hacia la calle Hamra y desde allí marchó en dirección oeste, hacia el Mediterráneo. Entró en una joyería y le compró a Francesca un collar de varias vueltas de perlas con un colgante en forma de gota con pequeños brillantes y un importante rubí en medio. Volvió al hotel seguro de que nadie lo acechaba y se recostó a ver televisión; quería distraerse. Cambiaba los canales sin reparar en lo que veía, todo el tiempo pensando en Matilde, en cuánto añoraba el sonido de su voz, hasta que soltó el control remoto y buscó su retrato en la valija. Se quedó contemplándolo, dándose ánimos al imaginarla preparando ese regalo para él. “Quizá”, se desmoralizó, “todo se trata de un gran sentimiento de gratitud por haberla ayudado a superar su trauma en relación con el sexo”.
Consultó su Breitling Emergency. Las ocho de la noche. En París eran las siete. Estaría regresando del instituto. No aguantaba el martirio que se había impuesto, con tintes de castigo para ella. Su ánimo mutó, y la situación le pareció ridícula, la juzgó como el acto de un adolescente. Marchó a la habitación de Peter para llamarla desde una línea segura. Sonó su celular. Ramsay maniobró con sus aparejos electrónicos para asegurar que la llamada no fuera escuchada por la mitad de los servicios secretos del mundo.
—Hola, chéri. —La voz cavernosa de Madame Gulemale lo sorprendió—. Estoy en Londres y quiero verte. Mañana mismo.
Al-Saud curvó las comisuras en una mueca suficiente.
—Hola, Gulemale. —Así la llamaban, y nadie sabía a ciencia cierta si se trataba de su nombre de pila, del apellido o de un seudónimo—. Temo que nuestro encuentro tendrá que posponerse para el viernes, a menos que eso contraríe tu dulce carácter.
Se oyó una risa sensual del otro lado de la línea.
—Por ti, querido, haré una excepción. ¿Reservo una mesa en nuestro restaurante favorito? ¿Para el viernes a las ocho y media?
—Me parece estupendo.
Después de cortar con Gulemale, regresó a su habitación y se echó en la cama a esperar los reportes de Franky y de Gabriel. Ya no experimentaba el mismo deseo de hablar con Matilde. A decir verdad, el deseo de escucharla persistía. Lo que había cobrado vigor era una perturbadora necesidad de hacerla sufrir. ¿Estaría lográndolo? ¿Matilde se daría cuenta de que no la había llamado? ¿Se lo reprocharía a su regreso o lo saludaría con su dulzura habitual sin quejarse de nada? Ella nunca lo telefoneaba.
Más tarde, antes de irse a dormir, habló con Alamán y preguntó por ella.
—La veo apagada, muy callada. Cuando habla, lo hace en un tono de voz más bajo del usual. Tengo que agacharme para escucharla. Creo que la muerte de su exla deprimió bastante. Y su padre y sus parientes políticos, que no la dejan en paz, no ayudan para que esté más animada.
Un sabor amargo le inundó la garganta. Se incorporó en la cama, apoyó el codo en la pierna y se cubrió la frente con la mano. Estaban atormentándola, le recordaban su rol de esposa de ese gusano que primero la había violado para después meterla en una intriga de dimensiones insospechadas; estaban lastimándola, abusando de su corazón compasivo. Claudicaría finalmente y viajaría a Córdoba para el entierro de Blahetter. La sola idea de volver a la casa de la Avenida Elisée Reclus y no hallarla lo sumió en un pánico angustioso, que lo impulsó a decir:
—Alamán, no permitas que Matilde regrese a Córdoba. No permitas que esos hijos de puta se la lleven.
—No te preocupes, Eliah —lo tranquilizó Alamán, azorado por el arranque de su hermano menor—. La que se ocupa de eso es Juana. En ella, tienes a la mejor aliada.
El falso intercambio estaba anunciado para el jueves 19 de febrero a las diez de la noche. Familiarizado con el bar Tropicale, Al-Saud se movió con soltura hasta una mesa cercana al piano. Se sentó con la espalda contra la pared. Miró la hora: las diez menos cinco. Las voces de Peter, Franky y Gabriel resonaban en el pequeño micrófono en su oído derecho. Estudió el entorno. No había mucho público, ni en la barra ni en las mesas. Simulaba sorber un whisky; aunque le hubiese gustado el alcohol, no lo habría bebido por el riesgo de que contuviese un narcótico; y había pedido un whisky porque, en caso de ser vigilado, quería que sus enemigos creyeran que sus reflejos estarían menguados. Volvió a consultar el reloj con ademán impaciente. Las diez y diez. El supuesto informante, el tal Mark Levy, estaba retrasado. De hecho, Mark Levy nunca se presentaría. De acuerdo con lo estipulado, Al-Saud se levantó de la mesa apenas pasadas las diez y cuarto y se dirigió al baño de hombres.
—Ya estoy dentro del baño —informó Al-Saud.
—Tres sujetos siguen tu misma dirección —informó Franky—. No puedo ver si entran en el baño —admitió el agente en el instante en que la puerta se abría y los tipos ingresaban.
—Aquí están —susurró Eliah frente al mingitorio, con la cabeza gacha, mientras simulaba ver su chorro de orina cuando, en realidad, seguía los movimientos de los hombres en el espejo y por el rabillo del ojo. Uno echó traba a la puerta de acceso sin arrancarle un sonido. El otro se ubicó en el urinario contiguo. El tercero se lavaba las manos.
Al-Saud se subió el cierre del pantalón y se aproximó a un lavabo. A punto de echarse jabón líquido en la mano, se agachó para esquivar el codazo del que se higienizaba junto a él, destinado a su cuello. Le lanzó un puñetazo en el costado, y el hombre gruñó cuando le resonaron las costillas; se plegó sobre su vientre, sin aliento. Los otros dos se ubicaron a los flancos de Eliah. Éste, sin escapatoria, comenzó a retroceder hacia el mármol de los lavabos hasta tocar la fría superficie. El que había quedado sin aliento, se incorporó, más recuperado, si bien con cara de dolor, y pasó a formar parte del semicírculo que se cerraba en torno a Al-Saud. Los tres desplegaron cuchillos de acero negro, con nudillos en el mango. Eran unas armas blancas espléndidas, típicas de los grupos militares de élite.
Sucedió en un parpadeo y reaccionaron tarde. Al-Saud, haciendo presión sobre las palmas, subió al mármol y saltó sobre las cabezas de sus atacantes para ubicarse tras ellos, en el espacio abierto del baño. Destinó una patada voladora para el que ya había recibido un puñetazo, que aterrizó en el mismo sitio, sobre las costillas lastimadas. El hombre bramó y cayó por tierra.
Enseguida se le abalanzaron los otros dos, y por el modo en que se movieron y lo atacaron, Al-Saud identificó la técnica de lucha Krav Magá, la empleada por los grupos especiales del ejército israelí y por los kidonim del Mossad. Eran muy buenos, ágiles y precisos. Al-Saud no se quedaba quieto, movía los pies en todo momento, primero para simular que avanzaba en el ataque, luego para retroceder en actitud de defensa. Los confundía, se mantenía alejado, después se colocaba al alcance de sus brazos. Estaban nerviosos, no sólo por lo escurridizo de su objetivo, sino por los puntapiés y los gritos de los hombres que intentaban franquear la puerta del baño.
—¡Caballo de Fuego! —vociferaba Ramsay—. ¿Estás bien?
—Todo bajo control.
Los atacantes lanzaron unas cuantas fintas hasta que se arrojaron sobre Al-Saud en un ataque conjunto, con los cuchillos apuntando a su vientre. Eliah, empleando la misma técnica, la Krav Magá, enganchó el brazo del que lo acometía por la derecha y lo quebró, mientras que con una patada rompió la muñeca del que lo embistió por la izquierda. Finiquitó su trabajo con un golpe de puño en la cara de este último para dejarlo inconsciente. Se aproximó al otro y lo redujo en el piso con la rodilla sobre el esternón. Le colocó la mano en el antebrazo roto y le preguntó en inglés:
—¿Quién te manda? —Recibió como respuesta una escupida, que limpió pasando el rostro por la camisa, a la altura del hombro. Apretó el hueso quebrado y aguardó a que el hombre detuviese los alaridos para insistir—. ¿Quién te manda?
Repitió la operación varias veces, sin éxito. Al final, el hombre perdió la conciencia a causa del dolor sin haber soltado prenda. Al-Saud apartó la rodilla del esternón y descubrió, volcado sobre el cuello, un dije de oro con una inscripción en hebreo. Se acercó al que tenía rotas las costillas, que comenzaba a rebullirse y a quejarse en el suelo. Lo tomó por las solapas del saco y lo atrajo hacia su cara.
—Shalom —lo saludó con una sonrisa, más bien la mueca de un depredador que levanta los belfos para descubrir los caninos. Continuó en inglés—. Dile a tu memuneh —con ese nombre llaman a la máxima autoridad del Mossad— que esté atento a las noticias de la semana que viene. Dile también que me pondré en contacto con él.
Se hizo con el cuchillo de acero negro, no porque lo precisara —llevaba el suyo calzado en la parte trasera del pantalón— sino porque pensaba conservarlo. Destrabó la puerta y abrió.
—Salgamos de aquí —ordenó a sus compañeros.
Más tarde, en las primeras horas del día viernes, el Gulfstream V despegó del Aeropuerto Rafic Hariri de Beirut con destino al Aeropuerto London City. Arribaron pasadas las siete de la mañana. Durante el viaje, Al-Saud se había echado una cabezadita después de hablar con sus socios a través del teléfono encriptado. Ninguno dormía a la espera de los resultados de la misión en el Hotel Summerland.
—El pez mordió el anzuelo —les anunció, y pasó a detallarle los sucesos de la noche—. Dos cuestiones se desvelaron en Beirut, que tenemos un infiltrado en la Mercure y que es el Mossad el que lo plantó allí.
—¿Un sayan? —aportó Michael.
—Se sabe que los sayanim deben ser judíos —recordó Tony.
—De los empleados que estaban al tanto de los detalles de la operación Summerland, ¿quiénes son judíos? —Ninguno lo sabía—. Pues bien, es preciso que lo averigüemos. Urge aislarlos y separarlos de nuestros sistemas y fuentes de información.
—Yo me ocupo —ofreció Mike, que desde el principio se había opuesto a la creencia de que había un infiltrado.
En Londres, se registró en el Hotel Savoy. Disfrutó de un copioso desayuno en su habitación, mientras hojeaba los principales periódicos de la ciudad. Un titular en The Times que mencionaba a la OTAN le hizo evocar sus tiempos en L’Agence. A veces echaba de menos la época en la que él y sus hombres saltaban de una misión a otra; un día amanecían en Djibouti y al siguiente en Camboya, y la energía se multiplicaba en las tres dimensiones de su ser, cuerpo, mente y espíritu, como si hubiese nacido para esa vida de riesgo, de diversidad, de originalidad. Samara había significado un lastre por esos años, cuando le reprochaba las prolongadas ausencias, cuando lo acusaba de tener amantes, cuando lloraba porque tenía miedo por él. “¿Qué haces, a qué te dedicas?”, le espetaba, entre lágrimas. “¡Y no me digas que asesoras a compañías de aviación porque no soy estúpida!”. Evocó al general Anders Raemmers, su jefe, un militar dinamarqués que le había enseñado lo que sabía acerca de estrategia, de armas, de explosivos, de comandos, de camuflajes, de supervivencia en los distintos climas; gracias a Raemmers, podría ganarle tanto al desierto más inhóspito de la Tierra, el Rub al-Khali, como a la densidad tropical del Amazonas. El entrenamiento había resultado cruel por momentos, la mayoría se había rendido antes de la tercera semana; el curso completo duraba un año. Recordaba los gélidos días en los Brecon Beacons, en Gales, trepando la montaña con el macuto repleto de piedras; o el agobiante sol del desierto mientras, con ventiladores gigantes para imitar una tormenta de arena, ellos subían al helicóptero por una cuerda; o la práctica del rappelling en riscos perpendiculares a la tierra o en edificios, sin redes de contención debajo; las horas pasadas sobre mapas para aprender a leerlos, algo de lo cual él sabía bastante por sus años como piloto; los eternos minutos en los piletones con agua helada; el buceo; el manejo de todo tipo de vehículo; la familiarización con los adminículos electrónicos; las técnicas de seguimiento; las de reanimación; la lista parecía inacabable. “Haré de ustedes armas mortales, hombres invencibles”, los arengaba Raemmers al notar que sus espíritus se quebraban. Experimentó el impulso de hacerle una visita, porque si bien los cuarteles generales de la OTAN se encontraban en Bruselas, la base de L’Agence, cuya localización pocos conocían, se hallaba en las entrañas de Londres, en el sótano de una usina abandonada en el barrio de Bayswater. De ese sótano, equipado con una tecnología que los ciudadanos comunes juzgarían como parte de la utilería de una película de ciencia ficción, Mike, Tony y él habían tomado la idea para crear la base en la casa de la Avenida Elisée Reclus.
Al final, desistió de entrar en contacto con Anders Raemmers; sus últimas entrevistas no se habían desarrollado en los mejores términos debido a su costumbre de incumplir las órdenes y de modificar el plan en el terreno. Sin embargo, Al-Saud sospechaba que si llamase al viejo general, lo recibiría con los brazos abiertos, las diferencias del pasado olvidadas. “Tú eres mi mejor hombre”, le había confesado en una oportunidad. “¿Por qué me sacas de las casillas de este modo?” Al-Saud sonrió al evocar los sermones que Raemmers le dirigía cuando regresaba de una misión. “Ya no tengo excusas para defenderte frente a la cúpula”, le achacaba.
Lo esperaban largas horas antes de las ocho y media, momento en el que se reuniría con Madame Gulemale para cenar. Abandonó el hotel con la intención de comprar regalos a Matilde. Quería que luciera radiante en la fiesta de su madre, por eso recorrió la famosa Bond Street, donde le compró un vestido y un tapado en Gucci, un collar de perlas con broche en oro blanco en Tiffany & Co., zapatos y cartera en F. Pinet y una caja para joyas en Smythson, porque él planeaba regalarle unas cuantas, a pesar de que ella no las apreciara. Las compras para Matilde, en lugar de endulzar su disposición hacia ella, lo tornaron más agresivo, porque con cada adquisición inventaba un montón de excusas para convencerla de que las aceptara. Terminó de arruinarle el humor el apremio que, como una comezón, lo asaltó hacia el final del día; quería volver a ella. El transcurso de esos cinco días se había convertido en una carrera con obstáculos en cuya meta se hallaba Matilde.
Terminadas las compras, volvió al Savoy y se preparó para la cena con Madame Gulemale. Ella lo encontró irresistible, según le manifestó no sólo con sus ojos de obsidiana sino de modo explícito, con palabras.
—Es una pena que estés tan apuesto esta noche porque lamentablemente no podremos pasarla juntos.
—¿Ah, no? —Al-Saud enmascaró en un gesto entre sorprendido y ofendido el alivio que experimentó—. Terrible desilusión, chérie.
—A menos que no te opongas a formar un trío con un amigo que me espera en el Dorchester. —Al-Saud torció la boca—. Lo sabía, eres del tipo formal pese a todo.
—Te quiero para mí solo o no te quiero, Gulemale.
Se sostuvieron la mirada de manera desafiante. Siempre era así entre ellos, la tensión sexual se mezclaba con una disputa subyacente donde medían el poder de sus temperamentos. Se conocían desde hacía tiempo, Michael Thorton los había presentado en esa misma ciudad, en la famosa discoteca Ministry of Sound, la cual habían abandonado para compartir una noche de sexo salvaje e inolvidable. Al-Saud se preguntó cuántos años tendría esa mujer única, cuyo cuerpo esbelto y voluptuoso, que parecía esculpido en ébano, guardaba los misterios de una vida que la había llevado de la indigencia en los suburbios de Kinshasa a la riqueza y el poder en las capitales de Europa. Se decía que había comenzado a los catorce años, contrabandeando cigarrillos. En la actualidad se la asociaba con todo tipo de tráfico ilegal, en especial el de armas y el de heroína. “Por lo visto”, caviló Al-Saud, “a la lista se suma el coltán”. Pronto descubrieron que las razones que los congregaban en torno a esa mesa de Scott’s compartían una raíz: el Congo y el codiciado oro gris. Gulemale ofrecía recompensar con generosidad a Al-Saud si le servía de espía en la casa de los Kabila; conocía su amistad con Joseph, el primogénito del presidente, y planeaba sacarle el jugo.
—Gulemale, mis servicios podrían costarte menos de lo que piensas.
—¿Verdad? —dijo, una muletilla que caracterizaba el modismo de la africana—. ¿Y cuánto me costarían?
—En realidad, me pagarías con un favor.
—¿Quizá tu favor esté relacionado con esa joint venture que formaron el israelita Shaul Zeevi y TKM, la fábrica china de baterías y chips?
Al-Saud sonrió y, al negar con la cabeza, en realidad prestaba su aquiescencia.
—Estás bien informada, chérie.
—¿Verdad?
—No te he felicitado por tu reciente nombramiento como presidenta de Somigl.
—Merci.
—Te has convertido en una mujer aún más poderosa de lo que ya eres.
—No lo creas —lo previno—. Respondo a varios grupos.
—¿A Africom, a Cogecom y a Promeco?
—Estás bien informado, chéri —lo imitó ella—. ¿Qué quieres, Eliah? —preguntó a bocajarro, y su postura y su mueca mutaron; se desembarazó en un santiamén del disfraz de femme fatale para revelar otra cara, la de una mujer de negocios, con pocos escrúpulos y nada de miedo—. ¿Pretendes que les permitamos explotar nuestras minas y robarse nuestro coltán?
—¿Nuestro coltán? ¡Gulemale, por favor! Las minas están en la región de las Kivus, que, para tu información, son provincias congoleñas. Y Zeevi ha obtenido una licencia del gobierno de Kabila para explotar una de ellas.
—¡Ese acuerdo es papel mojado! Y lo sabes, Eliah. ¿Acaso Kabila puede ofrecerle a Zeevi la protección de su ejército? Las Kivus podrán figurar como parte del territorio de la República Democrática del Congo en los mapas que los niños estudian en la escuela, pero en la práctica es un territorio anexado a Ruanda. Si Zeevi y TKM quieren coltán, tendrán que comprarlo a alguna de nuestras subsidiarias en Europa. Si insisten en ingresar en nuestro territorio para apropiarse de nuestras minas, tendrán que enfrentarse con las tropas del general Nkunda. —Gulemale se refería al jefe del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, una milicia constituida por rebeldes ruandeses, bastante disciplinados y entrenados, que ocupaban la zona este del Congo, llamada de los Grandes Lagos.
—¿Ésta es tu última palabra, chérie?
—En este asunto, Eliah, sí, lo es.
—Agradezco tu sinceridad.
—No osaría insultar tu inteligencia con mentiras, chéri. Tú, mejor que nadie, conoces la realidad en el Congo y, sobre todo, en la región de los Grandes Lagos. A partir de esta respuesta tan categórica que acabo de darte, ¿a qué debemos atenernos? —preguntó, casi con apostura angelical e indefensa.
—La física nos dice que a toda acción se opone una reacción. Por lo tanto, Gulemale, puedes esperar algo de nuestra parte, aunque supongo que no pretenderás que te detalle nuestros planes.
—El plan más sensato sería aconsejar a tu cliente que replegase sus alas y se aviniera a aceptar la realidad: nosotros dominamos el área del coltán. Le venderemos lo que precise y a un buen precio. Te doy mi palabra en esto. Y lo haré por ti, porque eres mi mejor amigo. —La carcajada de Al-Saud hizo reír a Gulemale—. ¿No me crees? Pues lo eres. Eliah, chéri, dile a Zeevi que no sea necio y que deje de lado esas ideas estúpidas, típicas invenciones de Kabila. ¿Estás con alguna mujer? —disparó de manera inesperada y sin pausa, lo que provocó otra risotada de Al-Saud—. Simple curiosidad —se excusó.
—Jamás nos interesamos por nuestras vidas. ¿A qué viene este cambio?
—Ya te dije, simple curiosidad.
—La curiosidad mató al gato.
Al-Saud pagó la cuenta y, al colocar la tarjeta negra Centurion sobre la bandejita de plata, advirtió la mirada codiciosa que Gulemale le echó.
—Es una noche fría pero maravillosa —comentó Eliah.
—¿Verdad?
—¿Caminamos hasta tu hotel?
Les entregaron los abrigos cerca de la salida de Scott’s y, mientras Al-Saud ayudaba a Gulemale a ponerse su tapado de visón, las puertas se abrieron e ingresó Nigel Taylor, el dueño de Spider International, en compañía de una rubia exuberante. La sonrisa de Taylor se esfumó al descubrir a Eliah. Para ambos resultaba imposible detener el flujo de imágenes de los tiempos compartidos en L’Agence.
—Qué sorpresa, Al-Saud.
—Taylor —masculló, y el apellido brotó como un gruñido.
—Siempre bien acompañado. —Nigel sujetó la mano de Gulemale—. Gulemale, es un placer volver a verte.
—¿Cómo estás, Nigel? —dijo la mujer con simpatía—. Por lo visto, muy bien. —Destinó un vistazo altivo a la rubia y uno más apreciativo al traje de Taylor, hecho a medida seguramente.
—Las cosas van bien. Muy bien —acotó—. Le he ganado varios contratos a la competencia y eso me pone feliz.
Gulemale soltó una carcajada, grave y medio rasposa.
—Eres incurable, Nigel.
Al-Saud acabó de ponerse el sobretodo, le entregó unas libras a la muchacha del ropero y aferró a Gulemale por el brazo.
—Buenas noches, Nigel —se despidió la mujer, antes de que Al-Saud la arrastrara al frío de la noche.
Gulemale entrelazó su brazo en el de su compañero y marcharon por la calle Mount escoltados por dos gigantes negros de impecable aspecto. A pesar de los guardaespaldas de Gulemale y del enfado por haberse topado con Taylor, Al-Saud se mantuvo alerta. “Un verdadero soldado jamás baja la guardia, ni siquiera en una playa del Caribe con un daiquiri en la mano”, solía repetir el general Raemmers.
—¿Qué fue lo que pasó entre tú y Nigel para que se detesten tanto? ¿De dónde se conocen?
—No pasó nada. Simplemente nos detestamos —mintió.
Al-Saud deseó que Madame Gulemale comprendiera que su humor se había precipitado y que los cuestionamientos no le iban a su índole. Le disgustaba que Taylor lo hubiese visto con ella. Era una información acerca de él que habría preferido que su competidor ignorase.
—¿De dónde lo conoces? —persistió la africana.
—Has cambiado, Gulemale —comentó Al-Saud, y giró la cabeza para contemplarla a los ojos—. Te has vuelto curiosa y preguntona. No olvides que fueron tu discreción y tu misterio los que me conquistaron.
—¿Y mi belleza?
—Eso fue lo que me llevó a tu cama.
Gulemale volvió a reír de ese modo tan propio de ella. Al llegar a Park Lane, doblaron a la izquierda. El Dorchester se erigía a pocos metros. Se despidieron en las escalinatas del ingreso. Gulemale se ubicó a la altura de Eliah, le pasó el brazo por el cuello y lo besó en la boca. Aunque lo incitó con la lengua para que le permitiera entrar, al cabo se dio por vencida.
—Lo que no quisiste responder antes acabas de hacerlo ahora. Tienes una mujer.
—Si fuera cierto, ¿sería impedimento para continuar con nuestra amistad?
—¡Por supuesto que no! —Gulemale giró con los aires de una reina, haciendo flamear los faldones de su tapado de visón, y se alejó.
Al-Saud subió a un taxi estacionado frente al hotel y, mientras le indicaba al chofer que lo condujera al Savoy, no advirtió que Aldo Martínez Olazábal se ponía de pie en el lobby del Dorchester al ver a Madame Gulemale. Tampoco vio que la saludaba con un beso en los labios y que, con la mano en la parte baja de su cintura, la guiaba hacia la zona de los ascensores.
Matilde despertó el sábado alrededor de las ocho. Levantó los párpados y se quedó muy quieta en la cama, contemplando el espacio vacío de Eliah, las sábanas y la colcha sin arrugas. Ladeó apenas la cara para enterrar la nariz en el círculo de la almohada donde había rociado A Men —él se había llevado el Givenchy Gentleman—. La noche anterior, dolida por su ausencia y por su silencio —no la había llamado ni una vez—, se metió en la cama a oler el perfume y a llorar. Había evocado tantas veces el beso del lunes por la mañana que, al igual que una fotografía vieja y ajada, comenzaba a diluirse en su mente, y, en lugar de esos últimos minutos de pasión, se acordaba de que, después de la muerte de Roy, él había cambiado. Tal vez estaba hartándose de ella; le había ocasionado demasiados problemas. Además, un hombre mundano como Eliah Al-Saud se aburriría pronto de una relación, en especial si la mujer era una pacata y una campechana, que no tenía dinero para ropa elegante ni para regalos costosos, que le preparaba dulce de leche ¡y le ponía un sombrerito al frasco! y que pintaba portarretratos con dibujos ridículos.
Apartó la colcha de un sacudón y se puso de pie tan deprisa que perdió el equilibrio. Se sostuvo con las manos sobre el borde de la mesa de luz y, paradójicamente, mientras la visión se le enturbiaba, en su mente despuntaba con nitidez una revelación: tenía que volver a la calle Toullier. Acababa de comprender que el silencio y la ausencia de Al-Saud componían un mensaje claro, la quería fuera de su casa para recuperar su espacio. ¿De qué otro modo se entendía su comportamiento?
¿Por qué, se preguntó, siendo sábado, no había vuelto de viaje? Es que Eliah no distinguía entre días hábiles y fines de semana, simplemente no les daba importancia. Su soberbia y su seguridad alcanzaban dimensiones tan vastas que no respetaba la convención por la cual se divide al tiempo en semanas, a la semana en días laborales y días de recreo y descanso. Ya se lo había advertido Takumi Kaito: un Caballo de Fuego no vive bajo las reglas de la rutina, y ella empezaba a encarnar la rutina para él.
Se metió en el vestidor. No sabía si cambiarse primero o armar la valija. Se decidió por esto último. Debió traer una silla para bajarla del estante superior. La empresa la dejó cansada y jadeando. Echó las prendas sin miramiento y hasta arrojó el frasco con el estúpido sombrerito bordado, que rebotó sobre la ropa. Procedió a cambiarse. Se quitó el camisón, que terminó en la valija, y en un acto de audacia acorde con su ánimo rabioso, se puso el conjunto de lencería que había comprado en Chantal Thomass, el de tul de plumetí negro, que le transparentaba los pezones y el pubis. “Tan campechana no soy”, se animó.
Así la encontró él, terminando de abrocharse el corpiño, sin nada encima, con la valija todavía abierta en el piso. Al-Saud destinaba vistazos a ella y al lío de ropa. Matilde se sentía vulnerable, apenas cubierta por ese conjunto diminuto e indecente; habría sido lo mismo no llevar nada. La entristeció el pudor que experimentaba después de la pasión que habían compartido.
—Qu’est que tu fais? —La sorpresa lo impulsó a expresarse en francés.
—Hola —murmuró ella, con el corazón que le batía en los oídos y en la garganta; tenía la impresión de que su cabeza se había convertido en una caja de resonancia—. Estoy preparando mis cosas —balbuceó, y se cuidó de mirarlo a los ojos antes de agregar—: Vuelvo al departamento de mi tía.
Se maldijo por no haberse vestido primero. Rebuscó entre las prendas colgadas. Se cubrió con una camisa blanca, que no atinó a abotonar porque él la aferró por la muñeca y la sacudió.
—¿De qué estás hablando? ¿Te vas? —La arrastró con él cuando se agachó para recuperar el frasco de la valija—. ¿Qué hace mi regalo ahí? ¿Pensabas llevártelo?
—Es ridículo.
—¿Ridículo? ¡Yo adoro este frasco!
Lo devolvió al estante con un movimiento furioso. Se miraron fijamente, él con la boca entreabierta, agitado, los mechones del jopo sobre el ojo izquierdo; ella, sin remedio, con las mejillas coloradas y una mueca que trasuntaba culpa y confusión.
—Matilde, ¿qué está pasando? ¿Qué locura es ésta? Me prometiste, me juraste que no te expondrías inútilmente. Llego y me encuentro con que estás por…
—¿Por qué no me llamaste en toda la semana? —lo interrumpió, y el falsete de su voz la humilló aún más. Se odió por no contenerse. Detestaba representar la escena de la esposa celosa y caer en la misma que Dolores, su madre. ¡Cómo la comprendía en ese instante! La había juzgado duramente por los reclamos, los gritos, los llantos, y todo a causa de ignorar cuánto dolía la mordida de los celos y de las dudas—. Perdoname —dijo, y se cubrió la cara con la mano libre—. No tengo derecho a preguntarte nada.
La emoción por verla alterada y resentida lo puso contento y nervioso a un tiempo, y empezó a reírse. Matilde retiró la mano y lo miró, en abierto estupor. Al-Saud la envolvió con sus brazos, la engulló dentro del sobretodo negro de cachemira, todavía frío y húmedo, porque afuera helaba y llovía.
—Quise llamarte. Quise llamarte cada segundo en que estuve lejos de vos, pero no lo hice, me contuve, resistí las ganas.
—¡Por qué! Juana te dijo que tendría encendido el celular todo el tiempo, aun durante las clases. Me volví loca lucubrando justificaciones para tu silencio. No puede porque está en la otra punta del planeta y la diferencia horaria se lo impide; no me llama porque, cuando se libera de sus compromisos, yo estoy en clase o durmiendo y no quiere molestarme; y así, inventaba excusas, sabiendo que no tenías problema para comunicarte con Sándor, con Alamán, con Tony, con todos, excepto conmigo. Esta mañana me di cuenta de que querías librarte de mí y por eso…
—¡Matilde! —La atrajo de nuevo a su pecho, feliz y atormentado; la había hecho sufrir, como si la vida no se hubiese encargado con suficiente saña—. ¡Perdoname, mi amor! Fui cruel. Te confieso que lo hice para ver esta reacción. Quería que me desearas, que me extrañaras, que me añoraras. —Se calló, de pronto pasmado ante su propia sinceridad.
—¡Por qué, Eliah! Cuánto me hiciste sufrir. Creí… Creí… —La voz le falló.
—¡Me moría de celos! —rugió, incapaz de detener la iracunda efusión—. No sé cómo explicar lo que me pasa con vos, Matilde. No sé cómo explicarlo —volvió a decir, de pronto abatido—. Desde el principio no entiendo nada —admitió—. Me volví loco de rabia y de celos con el asunto de Blahetter. Te celé hasta de tu padre. Tengo celos del Congo y de la gente que curarás allá. Y tengo celos de Ezequiel, porque te conoce como nadie y porque lo querés tanto. Y de tus compañeros del Lycée y de los que tendrás en Manos Que Curan. Tengo celos de todo y de todos. No te llamé por eso, para castigarte. Quería saber si era importante para vos. —Apoyó la frente en el hombro de ella y condujo sus manos por debajo de la camisa de Matilde, para abarcar su espalda pequeña.
—Dios mío, Eliah. —Matilde le levantó el rostro y lo acarició repetidas veces, en la frente, en las mejillas sin afeitar, en el cuello, le apartó el jopo, que cayó pesadamente de nuevo—. Sos tan hermoso —pensó en voz alta—. Me quitás el aliento cuando te miro, se me afloja el cuerpo, te juro, me siento débil. Nunca imaginé que algún día viviría para sentir esto que siento por vos. ¿Por qué te hice pasar por todo eso cuando, en realidad, te has convertido en el centro de mi mundo? ¿En qué fallé?
—En nada, en nada —aseguró él, con ímpetu—. La culpa es mía, porque soy posesivo e irascible, poco paciente y muy poco compasivo. Y vos sos lo opuesto. Creo que es tu compasión por todos lo que me vuelve loco, porque, como soy incapaz de experimentarla, no la comprendo. Sos demasiado buena para mí, Matilde.
Se puso en puntas de pie y lo besó en los labios, apenas lo rozó. No se apartó cuando le murmuró:
—¿Sabés cuál es la verdadera razón por la cual no quiero viajar a la Argentina para el entierro de Roy? —Eliah negó con la cabeza—. Porque no quiero alejarme de vos, por eso. Y la culpa me angustia, pero simplemente no puedo.
Al-Saud percibió cómo su piel, incluso el cuero cabelludo, se erizaba a causa del cosquilleo de la boca de Matilde a milímetros de la de él. La contundencia de las palabras de ella se alojó en su estómago como una plomada. Lo excitó de una manera inesperada su aliento al secarle la saliva de los labios.
—Te extrañé tanto, te necesité tanto —prosiguió ella, para nada acobardada por el silencio de él—. Esta semana fue larguísima sin vos.
Se fundieron en un beso que resumía los sentimientos contradictorios que los asolaban: la pasión, la rabia, los celos, las dudas, el deseo, la excitación. Al-Saud le arrancó la camisa blanca y dibujó surcos en el cuello de Matilde con la humedad de su boca. La mordía cada tanto, y los jadeos se mezclaban con gritos, que languidecían hasta tornarse en gemidos cuando él le masajeaba los glúteos, la pegaba a su cuerpo y le hundía la dureza de su pene en el estómago desnudo. Matilde se limitaba a permanecer en puntas de pie, sujeta a la nuca de Al-Saud, y a responder a la voracidad de sus labios y a la exigencia de su lengua. Él despegó la boca de la de ella para inclinarse y quitarle la diminuta bombacha. La miró con ojos negros al deslizar el brazo para acunarle el monte de Venus imberbe con su mano enorme y de dedos largos. Matilde, sin romper el contacto visual, separó un poco las piernas, como si él se lo hubiese ordenado. No se daba cuenta de que contenía el aliento, de que no pestañeaba, de que sus labios se entreabrían; se concentraba exclusivamente en los dedos de él, que le separaban los labios de la vulva, que jugueteaban con su clítoris. De vez en cuando, se le escabullía un quejido de placer, que reprimía para que nada la distrajese de su atención puesta en la cara de él y en sus actividades allá abajo.
—Matilde, no sabés cuánto deseé volver a casa para hacerte esto. —Al-Saud se miró la mano, brillante con la humedad de ella. Matilde la miró a su vez porque le resultaba un prodigio que su vagina se pringara de ese modo; con Roy jamás lo habían logrado y debían echar mano de lubricantes artificiales.
—Estoy tan caliente —jadeó él. Sin desembarazarse del sobretodo ni del saco, se bajó el cierre del pantalón y, con una mueca de dolor, extrajo el pene—. Agarralo —le imploró, y se sujetó a los maderos del vestidor con los brazos abiertos, en la actitud de quien se entrega para un cacheo.
Matilde le desajustó el cinto, desabotonó el pantalón y le bajó apenas los boxers. No quería desvestirlo más que eso; sentía una perversa complacencia en la vulnerabilidad que le inspiraba su casi completa desnudez frente a las ropas que cubrían el cuerpo de él. Al final le dio gusto y lo tomó en su mano. Lo oyó ahogar un gruñido, y levantó la vista para observarlo. Amaba descubrir, a través de las contorsiones de su cara, los esfuerzos en los que caía para aguantar, para hacer perdurar el placer que ella le daba. Se pasó el glande por el vientre, por el monte de Venus —ma petite tondue (mi peladita), como Al-Saud lo había apodado—, y, recordando El jardín perfumado y la postura del herrero, se puso de espaldas, le apretó el miembro entre las piernas y se deslizó hacia atrás y hacia delante, prestando atención al glande, en cómo aparecía y desaparecía bajo su monte de Venus, sonriendo al oír los cambios en la respiración de Al-Saud, que se volvía más superficial, más rápida. Al-Saud deslizó una mano por el vientre de Matilde y otra bajo el tul del corpiño hasta hallar el pezón y hacerla gritar.
—¿Me extrañaste? —quiso saber él.
—¡Todo el tiempo!
—¿Por qué no me llamaste entonces? —la provocó, sin detener las caricias que, sabía, la privaban de la respiración—. ¿Por qué? —insistió, de modo impaciente, y la penetró con un dedo de manera impetuosa. Matilde profirió un sollozo, mezcla de placer y de angustia—. Yo también esperaba tu llamada —insistió, y le introdujo un segundo dedo, que la desestabilizó. Matilde se sujetó al estante del vestidor y apoyó la frente sobre el dorso de las manos—. Necesitaba que me llamaras para hacerme saber que sólo yo te importo.
—Ya te lo dije mil veces. Sólo vos me importás —gimoteó.
—¿Sí? A mí no me lo parece —objetó Al-Saud, y la sujetó por los huesos de las caderas y, con un movimiento brusco, la acomodó para penetrarla. Lo hizo en un impulso sordo que la levantó del suelo y la obligó a apretar las manos en el filo del estante.
—¡Eliah! —pronunció, loca de placer, ahogada por la falta de aire, por la saliva que le inundaba la boca, por las palabras que quería decirle y que los quejidos tapaban. Gritó sin medirse cuando el clímax de la excitación se convirtió en la sensación demoledora que sólo Eliah le había hecho experimentar y que horas después, cuando la analizaba, caía en la cuenta de que le comprometía todo el cuerpo, aun los dedos del pie, que se doblaban hasta tocar la planta. Gritó a pesar de ser consciente de que Al-Saud no había cerrado la puerta del vestidor y de que, probablemente, la de la habitación estuviese abierta. Y cuando la ola gigante estaba pasando, él le susurró con premura, salpicándole el oído, lastimándola al aferrarse a sus pechos, que retuviera el placer entre las piernas, que no le permitiera desaparecer, que siguiera moviéndose al ritmo de él, que quería que llegaran juntos, y ella, aunque le temblaran las piernas por el esfuerzo de mantenerse en puntas de pie, con el trasero levantado, cerró los ojos e imaginó a Eliah golpeándola con la pelvis cada vez que arremetía en su cuerpo, las manos oscuras que le ocultaban los senos, sus pezones de un rojo sangre que emergían entre unos dedos de uñas blanquísimas. Si alguien los hubiese pillado en esa posición, no habría advertido que se trataba de ella. Matilde desaparecía, más bien quedaba engullida por la altura de él y por los faldones de su sobretodo de cachemira azul, que flameaban con los sacudones. La única evidencia de que ella estaba allí, de pie, de espaldas a él, de cara a los estantes del vestidor, eran sus gemidos, y quizá ni siquiera por ese indicio habría sido posible adivinar su presencia porque los bramidos roncos de Al-Saud los ahogaban. Acabaron juntos, como él había deseado, y Matilde jamás imaginó que se pudiera experimentar una dicha tan plena como la que estaba sintiendo al verse apretada contra los maderos del vestidor por el peso de Eliah.
La cordura fue retornando a él al mismo tiempo que se le regularizaba el pulso. Levantó la cara y abrió los ojos como si emergiera de horas de sueño. Estudió el entorno. Bajó la vista y la clavó en Matilde, con las manitos aún tensas en el estante, la frente apoyada sobre el dorso, las costillas que se marcaban y desaparecían con cada inspiración, y después del cataclismo de lujuria que acababa de experimentar, su corazón se embargó de ternura y de un sentimiento tan vasto que no le cabía en el pecho. Todavía alojado en su interior, la abrazó y le besó los hombros, mudo a causa de la emoción, algo que le sucedía sólo con su Matilde.
—¿Eliah? —habló ella quedamente, y Al-Saud se inclinó y le apoyó los labios sobre la mejilla.
—¿Qué?
—Yo quería que nuestro reencuentro fuera distinto.
—¿Distinto? ¿Por qué? ¿No te gustó lo que acabamos de hacer? En la escala del uno al diez, yo le daría un once.
La risita de Matilde le cosquilleó en el cuerpo con el efecto de una corriente eléctrica suave y tibia.
—Me refiero a que no quería que me encontraras aquí, de mal humor, armando mi valija. No quería recriminarte ni exigirte. Había estado soñando con tu regreso desde el instante en que te fuiste, y me puse muy ansiosa, y te pensaba todo el tiempo.
—¿Por qué no me llamaste? —persistió él, con cierta dureza en el tono.
—Para no molestarte. Sos un hombre muy ocupado, y no creas que no sé que por mi culpa has descuidado tus negocios. —“Hablando de eso, ¿cuál es exactamente tu negocio, Eliah? ¿Adónde da esa puerta medio oculta por la que Leila se escabulle y para la cual se necesita una clave? ¿Y ese portón en la rue Maréchal Harispe de la cual entran y salen autos? ¿Qué hacés para ganar tanto dinero?”. No se atrevió a formular las preguntas en voz alta; le temía a las respuestas.
—Agradecé que esté de muy buen humor por lo que acabamos de hacer, si no me enfurecería por la estupidez que estás diciendo.
—Creí que te habías cansado de mí, que te habías hartado de los problemas que te traigo.
Matilde apretó los dientes ante la fiereza con la que Al-Saud la rodeó con sus brazos.
—¿Cansado de vos? ¿Qué he hecho para que pienses eso? ¡Decime, qué he hecho!
—Estabas raro después de la muerte de Roy. —Al-Saud resopló para expresar su hartazgo e hizo ademán de apartarse—. ¡No! —prorrumpió Matilde y, con un movimiento desesperado, pasó las manos bajo el sobretodo y le clavó las uñas en el trasero para mantenerlo dentro de ella—. No salgas de mí, por favor. No todavía.
La súplica de Matilde y la sensación de sus dedos a través del paño del pantalón lo excitaron. Se cerró sobre ella hasta meterla en el hueco que formó su torso y reinició las caricias para invitarla de nuevo a esa experiencia de la que nunca se cansaban. Se desembarazó del sobretodo y del saco, que cayeron detrás, y guió a Matilde al piso, donde volvió a tomarla, dentro del sobretodo de cachemira, en el lío de ropa, a centímetros de la valija. Con los brazos en tensión, Al-Saud mantenía el torso apartado de ella, como si no quisiera tocarla. Se miraban fijamente, en silencio, apenas se oían los quejidos de Matilde cada vez que Al-Saud se impulsaba dentro de ella. Apreciaba un fuego inusual en lo profundo de esos ojos verdes que la miraban con dureza y deseo y con un sentido de la posesión que la debilitaba, que la minimizaba, que la obligaba a encogerse de miedo. Esos ojos le hablaban de un poder inconmensurable, capaz de destruirla en un tris, y, sin embargo, ella quería someterse voluntariamente, la motivaba un sentimiento primitivo que, al tiempo que la dominaba, la avergonzaba porque se daba de bruces con la idea de mujer moderna e independiente que planeaba ser. Incluso apreció el poder de él en la ferocidad con que expresó su alivio, en la energía que trasuntaron sus rugidos y en el modo en que le golpeó la entrepierna en las instancias finales, y ella, agarrada a los músculos de sus brazos, lo alentaba, le pedía más, sí, más, Eliah, mi amor, no pares, no pares, más adentro, mi amor, más, y resultaba paradójico que con esas palabras, la pequeña y delicada Matilde domara la fiera en él, que se avenía a complacerla como un mortal a una diosa.
—Matilde, Matilde… —dijo, casi sin aliento, con los labios aplastados en la frente de ella—. No tenés idea de lo que fueron estos días lejos de vos. Te compré tantos regalos.
—¿Sí? ¿En serio?
—Sí, muchos regalos, a riesgo de que no quisieras ninguno.
—¡Los quiero todos! Porque me los compraste vos.
—¿Aunque sean costosos y de marca y vos los consideres una frivolidad insoportable?
—Sí, los quiero igualmente. Para mí son la prueba de que pensaste en mí. ¿Qué me compraste?
—Te compré un vestido para la fiesta de cumpleaños de mi vieja. Es hoy por la noche.
—¿Querés que vaya?
—Sí. ¿Querés ir?
—Sí.
Él sonrió ante ese “sí” en miniatura, como el pío de un pajarito.
—¿Nos damos un baño juntos?
—Sí —pareció piar de nuevo.