El desastre de Bijlmer

AMSTERDAM, HOLANDA. 1996.

El Boeing 747-200 de la aerolínea israelí El Al esperaba en la cabecera del corredor número uno del Aeropuerto Ámsterdam-Schiphol para despegar. El ingeniero de vuelo se asomó desde la cabina para dirigir una orden al único pasajero, Yarón Gobi.

—Ubíquese en el jump seat —se refería al asiento plegable junto a la puerta del avión— y ajústese el cinturón.

Les había llegado el turno; el operador de la torre de control lo anunciaría pronto.

—El Al flight 2681 —los llamó por su número de vuelo—, ready for taking off?

Ante el rugido de las cuatro turbinas del Jumbo, como se apodaba al Boeing 747, su único pasajero experimentó un escalofrío. Nunca le había gustado volar, menos con la carga que ocupaba por completo el fuselaje y de la cual él era responsable. De acuerdo con los documentos de flete, el avión llevaba perfumes y otros productos de cosmética; él, sin embargo, conocía la naturaleza de la carga.

Estaba nervioso. Sacudió la muñeca para despejar el reloj escondido bajo el puño. Las seis de la tarde. En unas cinco horas aterrizarían en Tel Aviv-Yafo. El último trayecto hasta las instalaciones del Instituto Israelí de Investigaciones Biológicas, en la localidad de Ness-Ziona, lo realizaría por tierra, en camiones acondicionados para “productos relacionados con la seguridad”.

El avión inició la escalada para alcanzar la altura crucero. Yarón percibía un apretón en el estómago y náuseas sutiles. Se instó a calmarse. Cerró los ojos y respiró de modo sereno.

Sus párpados se dispararon. Un sacudón lo despegó del jump seat al tiempo que una explosión le adormeció el sentido de la audición durante un par de segundos. El avión viró bruscamente hacia la derecha y lo zamarreó en el confín del asiento como si se hallara en una montaña rusa. La voz del joven copiloto atravesó la puerta cerrada: “Mayday! Mayday! Mayday!”. Conocía el significado de esa palabra pronunciada tres veces. Meidei! Meidei! Meidei! Se trataba del pedido de socorro de los pilotos, derivada de la expresión francesa m’aidez.

En menos de un minuto, el piloto estabilizó la nave, que siguió zarandeándose, sumida en un mar de turbulencias. Yarón no dudó en desembarazarse del cinturón y precipitarse dentro de la cabina.

—¿Qué ocurre? —No obtuvo respuesta.

El copiloto, a cargo de la comunicación con la torre de control, explicaba al operador que los motores tres y cuatro habían salido de funcionamiento y solicitaba permiso para un aterrizaje de emergencia.

—Dada nuestra velocidad —aclaró—, necesitaremos el corredor más largo con el que cuente el aeropuerto.

Yarón cerró la puerta y se dirigió hacia la parte trasera del avión sujetándose a los objetos y a las paredes. Se asomó por una ventanilla. Habían perdido altura y sobrevolaban los suburbios de la zona sur de Ámsterdam. Dedujo que si el avión no conseguía aterrizar en el aeropuerto, se estrellaría sobre las viviendas.

—Dios bendito —susurró.

En La Haya, sede en Europa del servicio de inteligencia de Israel, conocido como Mossad en el mundo del espionaje o simplemente como “El Instituto”, el jefe de Operaciones de Reclutamiento, el katsa Ariel Bergman, recibió la llamada del colaborador, o sayan, que mantenían en la torre de control del Aeropuerto Ámsterdam-Schiphol. Bergman había reconocido el teléfono en el visor. Levantó el auricular y preguntó:

—¿Qué sucede? —A pesar de la utilización de líneas seguras, el código marcaba que jamás se mencionaban nombres ni apellidos.

—Acaba de presentarse un Mayday. Proviene del vuelo de El Al número 2681.

Se trataba del primer servicio que le prestaba ese sayan, nombre con que el Mossad denomina a los judíos de la diáspora, comunes ciudadanos dispersados en los cuatro puntos cardinales, que, dado su entusiasmo por el Estado sionista, prestan servicios a cambio de la satisfacción de colaborar con la defensa y la supervivencia de Eretz Israel, la Tierra de Israel. La vulnerabilidad de El Al, blanco codiciado por los terroristas, convertía a ese empleado de la torre de control de Ámsterdam-Schiphol, uno de los aeropuertos más utilizados por la aerolínea israelí, en un sayan de incalculable valor. Así lo había juzgado Bergman al reclutarlo, y sólo había necesitado tiempo para demostrarlo.

Sujetó el auricular entre el cuello y el hombro y agitó los dedos sobre el teclado de la computadora al tiempo que hablaba.

—¿Qué más puedes decirme?

—Sus motores tres y cuatro han dejado de funcionar. Está regresando a Schiphol. Intentará un aterrizaje de emergencia. Llamaré de nuevo en cuanto se presenten novedades.

La pantalla devolvió la información solicitada. No se trataba de un vuelo de pasajeros sino de carga, lo cual, pensó Bergman con cierto alivio, reduciría el número de víctimas en caso de que aconteciera lo peor. No obstante, al leer la siguiente línea, insultó en hebreo por lo bajo. El vuelo 2681 transportaba “sustancias químicas altamente tóxicas”. Destinatario: el Instituto Israelí de Investigaciones Biológicas, Ness-Ziona, Israel. No había detalle de la mercancía, simplemente la alerta de su toxicidad.

Las maniobras se desencadenaron en cuestión de minutos y con la precisión de un mecanismo de relojería. Un helicóptero Chinook despegó de una base privada a cuarenta kilómetros al sur de Ámsterdam. Dada su velocidad, superior a la de otros helicópteros de transporte, conduciría al grupo de expertos en ataques químicos y biológicos en menos de media hora al Aeropuerto Ámsterdam-Schiphol para actuar en caso de que el avión no lograra un aterrizaje exitoso. Por otro lado, se alertó a los dos katsas estacionados en Ámsterdam, que, en cuestión de minutos, también se presentarían en el aeropuerto. Otro equipo se dedicaría a rastrillar los alrededores en busca de posibles terroristas que hubiesen disparado misiles con lanzacohetes RPG y destruido las turbinas. Por último, comunicaron la contingencia al director general del “Instituto”, que decidiría cuándo y cómo se informaría al primer ministro, Benjamín Netanyahu, al ministro de Defensa, Yitzhak Mordechai, y al canciller, David Levy.

A las seis y media de la tarde, el vuelo El Al 2681 se preparaba para aterrizar. En tanto el copiloto lo anunciaba a la torre de control, el capitán levantaba la nariz del avión para disminuir la velocidad. Esta maniobra de rutina provocó una crisis en la sustentación, y el avión perdió de nuevo estabilidad.

Yarón salió despedido hacia la derecha y rodó hasta chocar con el fuselaje. Se incorporó aferrándose del borde de la ventanilla y a una cincha usada para sujetar la carga. Se dio cuenta de que perdían altura. El capitán, a diferencia de unos minutos antes, no lograba dominar la nave.

Había escuchado en un documental de National Geographic que el Jumbo estaba preparado para volar con sólo dos de sus motores. Si el problema radicaba en que las turbinas tres y cuatro habían cesado de funcionar, ¿por qué el avión se sacudía, perdía estabilidad y caía como en espiral? No había turbulencia ni tormenta. Morirían. No le cabía duda.

La visión lo asaltó de una manera extraña, lo sorprendió, lo llenó de paz también. El rostro de Moshé se reflejó en el acrílico de la ventanilla. Su amado Moshé, que lo esperaba en Ness-Ziona. No resultaba fácil admitir la homosexualidad en un país como Israel. Con todo, Moshé y él habían aprendido a aceptar su amor. Lo ocultaban, para protegerse, en especial en el Instituto de Investigaciones Biológicas, donde trabajaban. Habían experimentado la libertad en sus vacaciones del año anterior, ahí mismo, en Ámsterdam. Recordó esos días felices, cuando caminaban de la mano o se abrazaban mientras la lancha navegaba por los canales, y nadie les dirigía un vistazo. Se acordó también del paseo por el lago IJssel.

—¡El lago! —gritó.

Se arrastró, se incorporó, cayó de bruces y volvió a levantarse hasta alcanzar la cabina. Abrió la puerta y vociferó:

—¡Por amor de Dios, eviten el agua! ¡A cualquier costo! ¡Que este avión no caiga sobre el agua! ¡O que Dios nos ayude!

El periodista Ruud Kok mecanografiaba en su computadora el artículo sobre mercenarios que entregaría al NRC Handelsblad, un periódico vespertino holandés de gran reputación. Trabajaba en la sala de su departamento en Bijlmermeer, más conocido como el Bijlmer. Sus compañeros del periódico, sus amigos y su familia juzgaban una excentricidad que viviese en ese suburbio al sudeste de Ámsterdam, famoso por la violencia de sus calles. A Ruud, el barrio le sentaba bien; le gustaba el pintoresco paisaje que componían sus vecinos de distintas razas, ya que en el Bijlmer encontraban refugio los inmigrantes, sobre todo los que habían abandonado Surinam después de la independencia en el 75. Concebido como un proyecto moderno y de vanguardia, inspirado en las ideas revolucionarias de Le Corbusier, el Bijlmer se componía de largos bloques de viviendas de diez pisos que zigzagueaban para formar una colmena. Entre una línea de construcción y otra, se desplegaban espacios verdes y lagos, áreas comerciales y de oficinas.

Ruud cesó el frenético tecleo, estiró los brazos, acomodó los huesos del cuello y bebió un trago de café con leche. Releyó las primeras líneas de su escrito. La investigación sobre mercenarios estaba mostrándole el lado más oscuro y cruel del ser humano. La Organización de las Naciones Unidas había aprobado una convención que repudiaba “la contratación, el financiamiento, la formación y la operación con mercenarios”; es más, acababan de nombrar a un relator especial sobre actividades mercenarias destinado a controlar el cumplimiento de la prohibición. La semana anterior, Ruud lo había entrevistado en su oficina de la sede del organismo, en Turtle Bay, un vecindario de Manhattan. El funcionario había sido claro:

—Si quiere conocer el mundo de las llamadas empresas militares privadas, su hombre es Eliah Al-Saud. Todos los caminos conducen a él.

Una vibración le surcó el cuerpo, apenas un cosquilleo. Dirigió la mirada a la taza. Ondas concéntricas se dibujaban sobre la superficie del café con leche y parecían responder al silbido que pronto se convirtió en un trueno y que penetró el vidriado doble de las contraventanas. La casa se estremeció.

Ruud corrió al balcón. Lo que vio, lo llevó a decir:

—Todo ha terminado.

El gigantesco avión cuya nariz apuntaba a su rostro se estrellaría contra el edificio en segundos.

Había escuchado al respecto, aunque, hasta ese día, no le había dado crédito. Era cierto: en el instante previo a morir, nuestra vida, desde la infancia a la adultez, se proyecta en un destello frente a nuestros ojos.

El avión dio un viraje hacia la izquierda, hacia el edificio vecino. Ruud pensó que si hubiese estirado la mano, habría acariciado la panza de la nave. Corrió al teléfono y llamó al servicio de emergencia.

El teléfono volvió a sonar en la oficina del katsa Ariel Bergman. —Dime.

—El avión acaba de desaparecer de la pantalla del controlador —informó el sayan—. ¡Se estrelló, cayó a tierra! —Bergman se puso de pie—. Desde la torre de control vemos la columna de humo negro que se eleva en la zona del Bijlmer. —Lo pronunció “beilmer”.

—El Bijlmer —susurró Bergman, y apoyó la mano sobre el escritorio. “¡El Bijlmer!”, aulló para sí, porque sabía que se trataba de una de las zonas más densamente pobladas de Ámsterdam.

Ruud Kok rescató a varios de sus vecinos, atascados en sus viviendas, amenazados por las llamas, que rugían y lamían la estructura del edificio.

Días más tarde comprendería la ferocidad y magnitud del incendio cuando el jefe de bomberos le explicase que las alas del Jumbo transportaban más de cincuenta mil libras de combustible.

El número de víctimas ascendió a cuarenta y tres, e incluían a la tripulación —el capitán, el copiloto y el ingeniero de vuelo—. El avión había abierto una brecha en el largo bloque de departamentos, lo había partido en dos. La prensa mundial conjeturaba acerca del motivo del accidente. Ningún periodista se olvidaba de pronunciar la palabra terrorismo, aunque pasaran las semanas y ninguna organización se adjudicase el hecho ni se encontrase evidencia de explosivos entre los detritos.

Un ciudadano común que navegaba por el lago IJssel lanzó el primer rayo de luz a la investigación al declarar que vio cómo los motores del Jumbo caían en la ensenada. Las turbinas no habían cesado de funcionar; se habían desprendido del avión. Los buzos rescataron los motores tres y cuatro y los técnicos iniciaron su trabajo.

Ruud Kok participó de la conferencia de prensa en la cual se informó que los motores se habían desprendido debido a la fatiga del material que los unía al ala.

—En caso de que dichos motores simplemente se hubiesen apagado —explicó el jefe de los investigadores—, el avión habría aterrizado sin problemas. Pero, al faltar los dos motores, el ala sufrió una avería en su diseño y perdió estabilidad. —Con gráficos y afiches, explicó el fenómeno por el cual el paso del aire por arriba y por debajo del ala permite que la nave vuele—. La pieza que mantenía el motor tres adherido al ala presentaba una falla. Finalmente cedió. El motor tres se desprendió, chocó con el cuatro y lo arrancó.

Ruud levantó la mano y formuló una pregunta. Aclaró que iba dirigida al gerente de Relaciones Públicas de El Al.

—¿Pueden explicar por qué, después de semanas del siniestro, algunos vecinos del Bijlmer, entre los cuales me cuento, han sufrido problemas respiratorios, dermatitis agudas, trastornos gástricos, de la visión y alteraciones nerviosas? Incluso algunos han vomitado coágulos.