Capítulo 6
El sábado por la mañana, Al-Saud las llamó a las nueve. Matilde remoloneaba en la cama y, con señas, le ordenó a Juana que le dijera que tenían otro compromiso.
—¡Nunca mentís! —le reprochó su amiga—. Jamás lo hacés. ¿Tenías que empezar justito hoy con el papurri? ¿Qué te pasa? ¿Estás loca?
—Juana, no quiero más problemas. No quiero otro hombre en mi vida.
—¡Otro hombre! ¡Tesoro, éste es el hombre! ¡Dios mío —exclamó, elevando los ojos al cielo—, le das pan al que no tiene dientes! Estás muerta de miedo, ¿no? ¿Es eso? ¿Tenés miedo?
—¡Sí, tengo miedo! Pero no voy a hablar de ese tema. Por otro lado, no lo conocemos. No sabemos nada de él. ¡Podría ser un tratante de blancas!
—No, no es un tratante de blancas. ¡Es Jack, el destripador!
Al rato llamó Sofía, la hermana menor de Aldo Martínez Olazábal, a quien Matilde no conocía. Se puso nerviosa al teléfono. Sofía era la favorita de su papá; la que, junto con Enriqueta, las había sostenido económicamente durante la condena de Aldo; la que nunca había regresado a Córdoba, ni siquiera para el entierro del abuelo Esteban. De ella se hablaba en susurros; la abuela Celia prohibía nombrarla, y Matilde la oyó mencionarla sólo una vez para referirse a su esposo, “ese negrito de morondanga”, había dicho.
Sofía las invitó a almorzar en su casa y les mandó el chofer para que las recogiese. “El negrito de morondanga” había medrado a juzgar por el Mercedes Benz que las esperaba en la puerta y por el departamento en el número 15 del Passage Jean Nicot, en los alrededores de la Torre Eiffel, donde las recibió un ama de llaves, que las condujo a la sala. Allí las esperaban Sofía, su esposo Nando y Fabrice, el único hijo varón, el menor de la familia, de diecisiete años, que no apartaba los ojos de Juana y se esforzaba por entablar una conversación con ella en su castellano mal pronunciado.
—Sos tan hermosa como tu mamá —expresó Sofía, y acarició la mejilla de Matilde—. ¿Cómo está ella?
—Bien. Vive en Miami con su esposo, así que no nos vemos muy seguido.
—Nunca fuimos amigas, Dolores y yo —confesó Sofía, y desde el principio se mostró sincera, con un aplomo que evidenciaba su carácter maduro—. Quizás haya sido porque yo le tenía celos. Con tu padre, éramos muy compinches y nos queríamos mucho. Esta mañana hablé con él por teléfono —anunció.
—¿Sí? —Matilde no disimuló su ansiedad—. ¿Cómo está?
—Se alegró cuando le dije que las invitaría a almorzar.
La comida transcurrió en un ambiente distendido y amistoso. La inquietud inicial de Matilde se desvaneció en el vestíbulo del lujoso departamento, cuando su tía la acarició y la contempló con una dulzura maternal a la que no estaba habituada. Ni Dolores, su madre, ni su abuela Celia se habían destacado por la dulzura ni el instinto maternal. “El negrito de morondanga” comía con las maneras de un señor, hablaba con acento suave y miraba amorosamente a su esposa e hijo. Antes de marcharse —se disculpó diciendo que tenía un partido de golf—, Nando tomó las manos de Matilde y le aseguró:
—Sobrina, ésta es tu casa y nosotros somos tu familia. No lo olvides.
Para tomar café y otras infusiones, Sofía las invitó a una habitación en los interiores del departamento, con un gran ventanal desde donde se apreciaba el jardín del edificio y por el cual ingresaba la luz que arrancaba destellos al parquet. El ama de llaves entró empujando una mesita con el servicio de té.
—Yo me ocuparé, Ginette —dijo Sofía—. Gracias. Puedes retirarte.
Fabrice, que no hacía un misterio de su infatuación por Juana, la invitó a su dormitorio.
—Quiero mostrarle mi colección de CD y de películas —aclaró, ante el vistazo de su madre.
Sofía y Matilde quedaron a solas. Después de una pausa, la mujer enfrentó a la joven con una mirada seria, aunque no dura.
—Matilde, quisiera contarte por qué nunca volví a Córdoba, ni siquiera para el funeral de tu abuelo.
—Antes, quisiera agradecerte por la ayuda económica que nos enviaste cuando ocurrió lo de mi papá. No sé qué habríamos hecho si vos y la tía Enriqueta no nos hubiesen ayudado. Embargaron todo, hasta los jarrones y los cuadros. Vivimos un tiempo de las joyas de la abuela, pero le daban poco dinero y se acabaron rápido.
—En parte esa ayuda servía para compensar lo pésima tía que fui con tus hermanas y con vos. Cuando me enteré de… Bueno, de lo tuyo, estuve a punto de viajar, pero te confieso que desistí porque no tenía fuerza para enfrentarme a mis padres. Ellos me hicieron mucho daño, Matilde, mucho daño. Ellos nos hicieron, a Nando y a mí, algo imperdonable. Conocés bien a mi madre, sé que prácticamente fue ella quien te crió, así que no es necesario que te explique a qué instancias es capaz de llegar para mantener las apariencias. Te confieso que me alegré cuando supe que papá la había abandonado para fugarse con Rosalía, una empleada doméstica, su amante de toda la vida. No me juzgues por haberme alegrado.
—No te juzgo.
—Debió de ser un golpe terrible para ella, tan orgullosa de su apellido, de su prosapia, de su palacio. ¡Ah, recordar esto no me hace bien! El rencor es tanto…
—No es necesario que me lo cuentes, Sofía.
—Me gustaría que me llamases tía, como hacés con Enriqueta. —Le sostuvo la mirada, y Matilde no apartó el rostro; se sentía cómoda con esa mujer, tal vez porque le recordaba a su padre—. Sos muy dulce, Matilde. Hay algo en tus ojos tan hermosos que me llevan a confiarte este secreto que pocos conocen.
—Solamente si te hace bien confiármelo.
—Cuando era muy joven, conocí a tu tío Nando, por aquel entonces un simple cadete de las oficinas de papá, en Córdoba. Era un muchacho humilde de Mina Clavero, que ni siquiera había terminado el secundario, pero a mí me enamoró apenas lo vi. Te lo resumo. Al poco tiempo de empezar nuestro amorío, clandestino por supuesto, quedé embarazada. Podrás imaginar el escándalo que se desató en el Palacio Martínez Olazábal. Nando terminó de patitas en la calle, y lo amenazaron para que no se apareciera de nuevo. A mí me enviaron, como a un paquete, a una casa no muy lejos de aquí, de París, para que tuviera a mi bebé. Nadie en Córdoba debía enterarse. Fueron los meses más duros que me ha tocado vivir. Lo parí en esa misma casa, sola, aterrada, con el corazón roto y asistida por una partera que me daba miedo. Cuando volví en mí después del espantoso parto, me dijeron que mi bebé había muerto. No llores, querida. —Sofía se pasó al sillón junto a Matilde y le limpió las lágrimas con la servilleta—. No llores, tesoro. Esta historia tiene final feliz. Escuchá. Volví a Córdoba, a casa de mis padres, no tenía otro sitio adonde ir. No era yo misma. Creo que por un tiempo estuve balanceándome en el filo de la locura. Había perdido al hombre que amaba, y el hijo de él había nacido muerto. Ni siquiera me habían permitido enterrarlo. El dolor se sentía como un hueco en el estómago. Sólo contaba con mi amiga de la infancia, Francesca…
—¿Francesca? ¿La hija de la cocinera del Palacio Martínez Olazábal? —Sofía frunció el entrecejo, confundida, y Matilde se apresuró a aclarar—: Rosalía, la mujer del abuelo, me hablaba de ellas, siempre. Les tenía mucho cariño.
—Sí, de esa Francesca te hablo. Ella era mi consuelo y mi gran apoyo. Un año más tarde, Nando regresó por mí y por nuestro hijo. Fue un duro golpe para él enterarse de que había nacido muerto. Se culpaba. Me decía que él tendría que haberme raptado, que el bebé estaría vivo si lo hubiese hecho. En fin, mucho dolor, mucho dolor. —Suspiró y aferró el asa con mano trémula; bebió un sorbo de té—. Francesca se casó con un magnate árabe, y se instalaron aquí, en París. Al poco tiempo nos mandaron llamar a Nando y a mí. El esposo de Francesca le dio trabajo a Nando, y terminaron siendo grandes amigos. Esta tarde nos dejó justamente para ir a jugar al golf con él. En fin, como te digo, nos instalamos en París. A pesar de que esta ciudad se relacionaba con la pérdida de mi bebé, yo estaba contenta. Me había alejado del infierno que era para mí el Palacio Martínez Olazábal, vivía con Nando y cerca de mi mejor amiga. Con el paso de los días noté que Francesca no estaba bien. Se la veía taciturna, callada, como si un grave problema la aquejase. Cuando se lo mencioné, se echó a llorar y me confesó que me había ocultado la verdad por mi bien y que le pesaba como un yunque. Por Rosalía, se había enterado de que, en realidad, mi bebé estaba vivo y de que mis padres habían ordenado que, apenas nacido, lo separasen de mí para llevarlo a un hospicio, aquí, en París.
—¡Dios bendito! —Las manos de Matilde se cerraron en torno a su garganta como si buscase atajar los improperios que borbotaban en su interior—. Dios bendito —murmuró, y dejó caer la cabeza—. Te quitaron a tu hijo… Dios mío.
Una súbita palidez asoló a Matilde, que le mimetizó los labios con el resto de la cara. Sofía se asustó y la obligó a beber un sorbo de té y a comer una masita de coco.
—Querida, no te sientas tan mal —le rogó, y de nuevo le secó las lágrimas—. Recuperé a mi bebé, que, en realidad, era una nena. Hasta en eso me habían mentido. El esposo de Francesca, un hombre en extremo adinerado y generoso, contrató a varios investigadores que dieron con el hospicio donde se encontraba Amélie. Después contrató a los mejores abogados para conseguir que nos la devolvieran. Fueron meses de muchísima angustia hasta que por fin Amélie estuvo con nosotros. Cuando entré con ella en brazos en nuestra casa… —Sofía ahogó un sollozo, y Matilde apretó los labios para no echarse a llorar como una nena.
Sofía se incorporó al oír voces que avanzaban por el corredor. Abandonó el sillón y caminó hacia la puerta mientras se pasaba el dorso de la mano por la cara.
—¡Hola, Sofi! —saludó una mujer—. Mirá a quién te traigo. ¡Oh, perdón! No sabía que estabas con gente. Ginette no nos advirtió.
—Por favor, pasen —invitó Sofía, aún estremecida.
Matilde hurgó en su shika hasta dar con el pañuelo de Eliah. Se giró apenas para ocultar el rostro y secarse. Al volverse, quedó congelada. Eliah la observaba con fijeza desde el umbral. Se puso de pie en un acto reflejo, impulsada por la confusión. La expresión de él la asustaba.
No sólo el duro entrenamiento recibido en L’Agence lo había preparado para anular el efecto sorpresa de modo tal de no perder la capacidad de reacción que en una misión podía significar la diferencia entre la vida y la muerte; también Takumi sensei le había enseñado a esperar lo inesperado. Encontrar a Matilde en el saloncito de su tía Sofía envió al demonio años de rigurosa disciplina, y lo sumió en un pasmo lastimoso, aunque enseguida se recuperó al notar las trazas de lágrimas en sus pómulos. Se aproximó deprisa y la aferró por los hombros.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?
—Nada, nada —atinó a balbucear Matilde.
—¿Cómo? —se oyó la voz de Sofía—. ¿Ustedes se conocen?
—Sí, tía, nos conocemos —respondió Al-Saud, dándole la espalda y sin apartar la mirada de Matilde, que se la sostenía en un acto de inusual coraje—. Decime —le susurró, y se inclinó sobre ella—, ¿qué pasa?
—Eliah, hijo, ¿no vas a presentarnos?
Al-Saud retiró las manos de los hombros de Matilde y se apartó.
—Francis, te presento a mi sobrina Matilde, la hija menor de Aldo. Matilde, ella es Francesca, mi amiga de la infancia y la mamá de Eliah, como podrás ver.
—Encantada —dijo Francesca, y la besó en ambas mejillas, todavía húmedas, y Matilde, a pesar de su ofuscación, captó la estela de perfume que brotó del cuello de la mujer y que endulzó el aire como lo hacían los jazmines japoneses de la abuela Celia en noviembre. “Juana sabría decirme qué perfume está usando”.
—Un placer —musitó Matilde.
—Sos tan hermosa como tu madre.
—Gracias.
—Tía, ¿por qué lloraba Matilde?
—Porque estaba contándole una triste historia de familia. Se emocionó, eso es todo, Eliah.
—Estás pálida —insistió Al-Saud, y la sujetó por el antebrazo para devolverla al sillón.
Francesca, aún de pie, seguía a su hijo con la mirada. No recordaba haberlo visto tan solícito. Ni con Samara había mostrado la preocupación que exhibía con esa muchacha, “la hija menor de Aldo”. “¡Qué bonita es!”, se dijo, por cierto mucho más que Dolores Sánchez Azúa, poseedora de una belleza indiscutible aunque fría, carente de la tibieza que irradiaba esa muchacha, todavía sacudida por el relato.
—Tía, servile otro té a Matilde, con mucha azúcar. Por favor —la instó, sentado junto a ella en el sillón—, comé algo. —Le presentó el plato con masas.
—Estoy bien —le aseguró, sonriendo—. ¿Qué hacés aquí?
—Vine a traer a mi madre.
—Francis, por favor, sentate. ¿Qué te sirvo? ¿Té o café?
Matilde oyó que la señora aceptaba un té con leche y a continuación, en tanto ocupaba una silla confidente, se reprochaba la inoportuna llegada. Su voz, de notas más bien graves y de acento refinado, le proporcionó a Matilde una gran paz. Movió la cabeza para mirarla, y se encontró con que era el objeto de interés de la mujer. Se sonrieron.
—¿Así que mi hijo y vos se conocen?
Matilde, aún insegura, carraspeó antes de explicar:
—Nos conocimos en el avión hace dos días. Viajamos uno junto al otro. Y ayer nos encontramos de casualidad en una estación de subte.
Al-Saud maldijo la facilidad con que Matilde se abría como un libro, con una inocencia que resultaba peligrosa. La mudanza de su madre no lo tomó por sorpresa. Francesca elevó las cejas y lo cuestionó clavándole la vista. Sofía no se mostró tan comedida.
—¿Vos, Eliah, en el métro? ¿Qué hacías ahí? Ni siquiera puedo imaginarte usando el métro. Tomá, querido. —Le pasó una taza de café—. ¿Sabés una cosa, Francis? Matilde sabía de vos y de tu madre porque Rosalía siempre le hablaba de ustedes.
—¿En serio? La buena Rosalía…
—Rosalía y yo éramos grandes amigas. Ella me enseñó a cocinar. —Después de los sorbos de té, había ganado dominio; ni siquiera la presencia de Eliah, que le rozaba la pierna con el muslo, la intimidaba—. Y siempre me decía —prosiguió— que lo que estaba enseñándome lo había aprendido de Antonina. De modo que, por propiedad transitiva, todo lo que sé cocinar se lo debo a su madre, señora.
Bajó la vista, de pronto asustada de su propia voz aún suspendida en el mutismo de la sala. No solía exponerse frente a desconocidos; con la señora Francesca le ocurría algo inusual.
Francesca advirtió que Eliah obligaba a Matilde a abrir la mano para sacarle el pañuelo, que estudió antes de sonreír para sí. Las sonrisas de su hijo resultaban tan escasas que le inspiraron una sonrisa a su vez; le intrigaba lo que la hubiese motivado. Sofía le hablaba y ella asentía, concentrada en los jóvenes. Eliah encontró la expresión entre avergonzada y ansiosa de Matilde. Se miraron en silencio, y Francesca permaneció extática ante ese cruce. Se percibía una corriente profunda entre ellos. Con las cabezas muy juntas, empezaron a murmurar. Ella no los oía.
—Decime a qué corresponden estas iniciales. —Matilde acarició la S y la A con el dedo.
El movimiento del índice sobre las letras de su apellido le provocó un temblor en la ingle. El poder de esa muchacha estaba volviéndose inconmensurable, lo mismo que la obsesión que se apoderaba de su genio y que él no sabía o no quería controlar.
—Son por mi apellido —explicó, con voz pesada—. Al-Saud.
—Al-Saud —susurró ella, con la vista en el enlace—. Es tan extraño encontrarte acá —admitió de pronto, y levantó la vista para decírselo—. Vos, el hijo de la señora Francesca. Crecí escuchando su nombre y el de tu abuela Antonina. ¡Me sorprende tanto esta casualidad!
—No existen las casualidades, Matilde.
—¿No? —Coqueteaba con él, ella, la que deseaba a los hombres bien lejos.
—No, no existen. Es evidente que vos y yo estamos predestinados a…
—Bonjour, tante! —Fabrice irrumpió en la sala con Juana por detrás, que, al descubrir a Al-Saud, permaneció bajo el umbral, demudada—. Cousin!
Al-Saud se puso de pie y chocó la mano derecha con la de Fabrice.
—¿Papurri?
La risotada de Eliah motivó un intercambio de miradas entre Francesca y Sofía.
—Sí, Juana, soy yo.
Se dieron un abrazo.
—¿Qué hacés aquí?
—Vine a traer a mi madre. Mamá, te presento a Juana, amiga de Matilde.
Juana se inclinó para besar a Francesca.
—Un gusto, señora. —Se volvió a Eliah—. ¡Qué increíble coincidencia! Ayer en el subte y hoy acá. No lo puedo creer.
—Así que llegaron hace poco a París —dijo Francesca, y propició una charla con Juana y Sofía.
Por su parte, Fabrice acaparó la atención de Al-Saud, y Matilde agradeció la intromisión de su primo porque Eliah se dirigía a él en francés. Nunca imaginó que ese detalle —escuchar a un hombre hablar en francés— la haría vibrar. Sola y olvidada en el sillón, se dedicó a estudiarlo. Se notaba la calidad de su ropa, y por primera vez se avergonzó de su pollera de lana gris y de su cardigan negro, adquiridos en el Once por pocos pesos, cuando Al-Saud vestía como un modelo de Yves Saint Laurent. El corte impecable del saco tipo blazer en tonalidad marfil, con botones dorados, le realzaba el físico de atleta, y se ceñía a sus hombros y a la línea recta de su espalda como si estuviese cortado a medida. El jean de gabardina azul le marcaba unas piernas largas y algo arqueadas, como presentan los jinetes. “¿Sabrá montar?”, se preguntó. Le gustó la camisa de tartán verde y azul, cruzada por delgadas líneas blancas. Hasta se fijó en el calzado, unas zapatillas color manteca, que marcaban el estilo informal, sin privarlo de elegancia. Se lo notaba cómodo con su cuerpo y con su vestimenta, a pesar de que no era la adecuada para un día tan frío. Todo en él —la manera en que erguía la cabeza y cuadraba los hombros, su ropa, el timbre de la voz, cómo movía las manos al hablar— delataba una sólida personalidad. Le vino a la mente una ilustración de El jardín perfumado y el párrafo que la acompañaba. La postura de la oveja. La mujer se arrodilla y apoya los antebrazos en el suelo, mientras el hombre se arrodilla tras de ella y desliza el pene en el interior de la vulva, que ella trata de hacer sobresalir tanto como puede. El hombre debe colocar las manos sobre los hombros de la mujer.
Sonó un celular y la sacó del trance. Quedaban vestigios del pensamiento pecaminoso: las mejillas calientes y la pulsación en la entrepierna. Advirtió que Al-Saud se alejaba para tomar la llamada. ¿Con quién hablaría? ¿Se trataría de una mujer? La imagen de ese hombre en brazos de otra echó por tierra su alegría, y, al escucharlo anunciar que se iba, la rabia tomó el lugar del desánimo.
—¿Les gustaría cenar conmigo? —Matilde advirtió que lo preguntaba mirando a Juana—. ¿O tienen otro compromiso esta noche? —añadió a propósito, y se dio vuelta para encararla.
Lamentó la facilidad con que sus cachetes se encendían, y perdió la oportunidad de declinar la oferta porque Juana se adelantó.
—¡Por supuesto que nos gustaría! No tenemos nada que hacer esta noche.
La mueca de desconsuelo de Fabrice obligó a Al-Saud a preguntar:
—Tu viens avec nous, Fabrice?
—Bien sûr!
Matilde, Juana y Fabrice marcharon a los interiores para recoger los abrigos, y Sofía aprovechó para tomar por las solapas del saco a Eliah y clavarle la mirada.
—Tu madre y yo vimos cómo observás a Matilde. Te advierto, sobrino, esa chica es un ángel venido a esta Tierra. No la lastimes. Demasiado ha sufrido en esta vida.
Esa última afirmación lo sumió en un mutismo angustioso. No se atrevía a indagar a su tía. Él, un Caballo de Fuego que ante nada se acojonaba, retrocedía ante el dolor de Matilde.
—Entiendo que acabás de conocerla —atinó a expresar—. ¿Cómo sabés que es un ángel?
—Porque me lo dijo mi hermano Aldo. Y él no habla así de Céline.
“Céline, la hermana de Matilde”. Un escozor le molestó en la boca del estómago. La glamorosa Céline, con quien había compartido unas horas de sexo dos noches atrás. Agradeció el buen tino de haber sido siempre discreto con ella.
Al despedirse de las señoras, a Matilde no se le pasó por alto que Francesca le dispensó una mirada especial, le apretó la mano y la llamó “tesoro”. En la calle, mientras marchaban hacia el Aston Martin, Eliah le confesó:
—Estoy feliz de haberte encontrado en lo de mi tía Sofía. ¿Sabés por qué? —Ella negó con la cabeza—. Porque esta mañana, cuando te hiciste negar y Juana me dijo que tenían otro compromiso, creí que me mentías.
“En verdad te había mentido”.
—Me enojé con vos —prosiguió Al-Saud— porque pensé que no tenías ningún compromiso. O peor aún, que saldrías con un novio que tenés en París.
—Yo no tengo novio.
—Entonces, ¿por qué sos tan fría y esquiva conmigo?
Al-Saud le estudió el perfil y se arrepintió de haberla presionado. Apretaba el paso, con la vista en el suelo y la manito al pecho para cerrar el abrigo. Le señaló su automóvil con un ademán. Al cabo, le oyó decir:
—Yo soy así, fría.
Su voz acongojada le oprimió el pecho. Al-Saud la tomó por los hombros y la acorraló contra el Aston Martin.
—Lo único que tenés frío, Matilde, es la nariz. —Se la besó y, al percatarse del gesto de pánico de ella, se preguntó si alguna vez la habrían besado. Se quedó contemplándola. La tenía tan cerca. Sus ojos vagaron por la carita ovalada, de piel suave y sin fallas, de una blancura inverosímil, y, como si su aspecto de quinceañera no bastara, le descubrió unas pecas en el puente de la nariz. Aunque ya no la tocaba —sus manos descansaban sobre el techo del deportivo inglés—, percibía la tensión de su cuerpo como la de un animalito acorralado por su depredador. Se sintió tentado de apoyarle la pelvis en el estómago para ver su reacción. “Sería la de una virgen del siglo pasado”, pensó, sólo que ella no lo era. El recuerdo de Blahetter, el supuesto esposo, lo impulsó a apartarse. El correteo de Juana y de Fabrice, que se habían entretenido en una vidriera, puso fin al momento.
—¡Papurri! —exclamó Juana—. ¿Es cierto lo que dice Fabrice, que este Aston Martin es tuyo? —Eliah asintió, serio, mientras abría la puerta del acompañante—. Oh, my God! Oh, my God!
—Subí —le ordenó a Matilde.
—¡Porfis, papurri, dejame que me siente un ratito al volante!
Al-Saud accedió y, mientras les explicaba a Juana y a Fabrice las funcionalidades del tablero, echaba vistazos furtivos a Matilde. Ella no se impresionaba con la tecnología ni con el diseño del DB7 Volante.
—En otra oportunidad te permitiré manejarlo —prometió Al-Saud, y Juana respondió con un gritito—. ¿A vos te gustaría manejarlo, Matilde?
—Mat no sabe manejar. Nunca quiso que le enseñase.
Llegaron Shiloah y Alamán, que conducía su Audi A8. Al-Saud hizo las presentaciones. La simpatía de Shiloah y de Alamán enseguida ganó la aceptación de Matilde, que los seguía con la mirada y sonreía. Al-Saud, rabioso, celoso, los apremió con brusquedad:
—Vamos, vamos, suban al auto. Iremos al Benkay.
—¿No te gustaría saber si tenemos ganas de comer comida japonesa? —se quejó Alamán, risueño.
—¡Nunca comí comida japonesa! —El entusiasmo de Juana selló la contienda.
Fabrice eligió ir con su primo Alamán. Eliah, sin decir palabra y con evidente mal humor, ajustó el cinturón de Matilde antes de ponerse en marcha. Empujó un disco compacto con arias famosas, y la voz de Bocelli acabó con el silencio entre ellos y ocultó el castañeteo de los dientes de Matilde.
—Tengo mucho frío —terminó por admitir, incapaz de controlar los escalofríos.
Al-Saud la miró, preocupado, y subió la potencia de la calefacción. Matilde la percibió en los pies y suspiró. Se relajó poco a poco, y los espasmos cedieron.
—¿Estás mejor?
—Sí, gracias. ¿Vos no tenés frío? Estás tan desabrigado.
—Estoy acostumbrado —dijo, con sequedad. ¿Qué le explicaría? ¿Que durante el entrenamiento en L’Agence lo sumergían en piletones con agua helada hasta que sus miembros se poblaban de calambres y el médico advertía del riesgo de infarto? Esa práctica, que lo habilitaba para soportar la hipotermia por mucho más tiempo, parecía haberle modificado la temperatura del cuerpo, y los días gélidos como ése no hacían mella en él.
—La que no tiene un abrigo apropiado para este clima sos vos —dijo, con una mirada displicente destinada a su viejo sacón de lana.
—¡Ah, la Torre Eiffel! —se extasió Juana—. Es imponente. Más de lo que creí.
Al-Saud observó a Matilde, que giró en la butaca para admirar la torre que iba quedando atrás.
—El contraste entre las luces naranjas y el cielo negro —habló por fin, sin volverse, con la nariz pegada en la ventanilla— forma un cuadro que quita el aliento. —Como si la elegancia de la torre la hubiese avergonzado, se dio vuelta y preguntó—: ¿Es muy lujoso el lugar al que vamos? Yo no estoy bien vestida.
—Así estás bien. —“Con tu pelo suelto y tus facciones”, le habría dicho, “nadie reparará en esa ropa que tan poca justicia te hace”. No obstante, calló; sus palabras la espantaban como a un pajarito.
El restaurante, en el vigésimo noveno piso de un hotel en la Quai de Grenelle, frente al Sena, era de los favoritos de Al-Saud. El maître le conocía los gustos y siempre se mostraba dispuesto a satisfacerlo. Ubicó a los seis comensales en una mesa baja, con dos sillones enfrentados, junto al ventanal que daba al río. La vista nocturna era inmejorable. La decoración japonesa apenas se advertía en la tenue penumbra; las velas, las luces bajas y los grandes ventanales lograban un ambiente voluptuoso además de exótico que intimidó a Matilde; se sentía fuera de sitio y mal vestida.
Alamán y Shiloah, parecidos en sus modos afables, espíritus optimistas y sonrisas incansables, consiguieron lo que para él se había vuelto imposible: hacer sentir a gusto a Matilde. Con su hermano y su amigo, no se asustaba ni se ponía a la defensiva, hasta reía y participaba de la conversación en inglés, en consideración a Shiloah, que no manejaba el castellano. Eliah la tenía a su lado en el sillón, pero lo mismo habría sido tenerla en la otra punta del restaurante. Hubo momentos de intimidad, cuando le enseñó a usar los palillos y la risa de Matilde ante su propia torpeza le acarició el alma, y cuando la ayudó a elegir los platos del menú. También cuando, después de dirigirse al camarero en japonés, ella le preguntó dónde había aprendido ese idioma.
—Me enseñó mi maestro de artes marciales. Me gustaría que lo conocieras.
—¿Vive en París?
—No. En Rouen.
—¿Es muy lejos de aquí?
—No. Poco más de cien kilómetros.
—¿Y en qué idioma pensás?
—En francés.
Shiloah interrumpió la conversación. El hombre quería saber si en verdad Matilde tenía veintiséis años y era cirujana. Alamán tampoco daba crédito. Matilde ratificó lo que le preguntaban, y Juana pegó un grito de triunfo.
—¡Mat, mostrales tu cédula! ¡Dale!
Al ver la identificación de Matilde, los hombres admitieron su derrota.
—Ahora me deben cien francos cada uno.
—¡Juana, por favor! —se escandalizó Matilde, pero nadie le prestó atención; reían y comentaban mientras saldaban deudas.
El camarero preguntó si podía retirar los platos. El de Matilde estaba casi lleno.
—No comiste nada —le reprochó Al-Saud—. ¿Querés que pida que calienten tu comida?
—No, gracias. Estoy satisfecha.
—¿Satisfecha? Apenas comiste tres bocados.
Por el rabillo del ojo, Al-Saud captó el guiño de Juana, que bajó los párpados y negó ligeramente con la cabeza. “No insistas”, le sugería a las claras.
—¿Qué hora es? —quiso saber Matilde; su reloj seguía sin pila.
—Las once menos veinte —contestó Al-Saud.
—Ya vengo —anunció; debía tomar la medicación y no quería hacerlo frente a él.
Al-Saud la vio enfilar hacia la zona de los baños. Dejó su sitio y caminó tras ella. La aguardó en el pasillo. Ella salió del baño y no lo vio.
—¡Matilde!
El imperio de su voz le aflojó las piernas. Se dio vuelta, y lo vislumbró en la oscuridad al final del corredor. Las sombras acariciaban su rostro a medida que él emergía en dirección a ella. Se había quitado el saco, y la camisa escocesa, que se ajustaba a su torso y le apretaba en los brazos, le dio la pauta de que era un hombre muy fuerte, mucho más que Roy. Sintió pánico. Los ojos de Eliah se habían oscurecido, como un cielo que presagia tormenta.
—¿Qué pasa? —trató de sonar tranquila.
El mutismo en el que él avanzaba acabó con su fingida seguridad. Retrocedió y chocó con la pared. Al-Saud cayó sobre ella como ave de rapiña, y la ahogó con su cuerpo, con sus brazos, con su pecho, y también con su perfume y su halo de poder. Ella le mezquinó los labios, y él le sujetó la mandíbula con una mano hasta que su boca se adueñó de la de ella. El terror de Matilde resultaba tan palpable como su cuerpo. “¡Qué pequeña es!”, bramó su alma desbocada. “¡Cualquiera le haría daño! ¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?”. No podía detenerse. Ella cesó el forcejeo y se quedó tensa. Jamás se había impuesto a una mujer, ¿por qué lo hacía con Matilde? ¿Qué cualidad de ella despertaba a ese energúmeno en él? ¿En qué instante se había desviado de su objetivo? Insistía con sus labios sobre los de ella, incapaz de mermar el frenesí que lo dominaba.
—Por Dios, Matilde… ¿Qué estoy haciendo? —No se atrevía a enfrentarla, por lo que ocultó la cara en su cuello con olor a bebé—. ¿Por qué me rechazás? No lo soporto —terminó por admitir—. Estás volviéndome loco. —Y no mencionó que la noche pasada había dormido poco y mal a causa de ella, y que se había levantado al alba ansioso por que se hicieran las nueve para llamarla.
Matilde apenas rozaba el piso con la punta de los pies; el cuerpo de Al-Saud la sostenía contra la pared. Sentía el roce de sus labios en el cuello en tanto él hablaba, y el vigor de sus manos en la cintura. Quería dejarse llevar. “Tu miedo es, en realidad, orgullo”, había diagnosticado su psicóloga. “Sos tan perfeccionista que no te perdonás no serlo en ese tema, y te prohibís experimentarlo. Práctica, Matilde. Para todo se necesita práctica”. Quería practicar.
—No te rechazo —susurró por fin, tocada por la desdicha de él.
Al-Saud levantó la cabeza porque le pareció que ella había dicho algo.
—¿Cómo?
—No te rechazo, Eliah.
Él sonrió al escucharla pronunciar su nombre por primera vez en ese día. ¡Con qué migaja se conformaba! Él, que se acostaba con una de las modelos más famosas de Europa. Le acarició la mejilla y los labios enrojecidos con sus propios labios sin aflojar el abrazo.
—Ya te dije, yo soy así, fría.
—No es verdad. Estás mintiendo, y me enfurece no entender por qué.
—No sé besar.
La confesión lo tomó desprevenido. Tardó un segundo en reponerse. Su mano derecha trepó por la espalda de Matilde y le sujetó la nuca, en tanto el brazo izquierdo se ajustó a su pequeña cintura. La atrajo hacia su cuerpo y la besó. No había técnica con ella, simplemente cerró los ojos y devoró sus labios, consciente de la mujer que tenía atrapada contra la pared, un misterio, una cirujana con cara de adolescente, un ángel, había dicho Sofía. Sí, sí, algo sobrenatural la rondaba, ¡y cómo lo seducía! Ebrio, iba hacia ella sin medir las consecuencias. ¿En qué lío estaba metiéndose? Porque se precipitaba hacia un gran lío. Estaba mezclando las cosas, algo imperdonable en un profesional. La sintió temblar, y deseó que fuera de pasión. Había olvidado la ternura inicial. Sus cuestionamientos lo precipitaban a un beso con tintes desesperados. Movía la cabeza de un lado a otro buscando… ¿Qué buscaba? Complacerla. Gustarle. Anhelaba su aprobación. ¿Qué diría si conociera su pasado? ¿Qué opinión tendría del oficio de mercenario? El temor a esa respuesta aceleró su pasión, y un gemido involuntario escapó de entre sus labios.
Matilde no podía mover siquiera las manos, atrapadas en el torso de él. Nada de lo que se hubiese empeñado en imaginar igualaba la sensación de ser besada por Eliah Al-Saud. Su boca había comenzado con prudencia para acabar desbocada sobre la de ella. No se atrevía a nada, el desafuero de él la sumía en una actitud pasiva. Sólo quería sentir. Y estaba sintiendo como nunca. Quería concentrarse para no olvidar. Se llevaría ese beso con ella y lo repasaría en su mente mil veces. Era lo mejor que le había pasado en la vida. Estaba relajada y tensa al mismo tiempo; quería hacerlo bien, pero estaba dispuesta a aprender. La temida instancia llegó, y él le exigió con la lengua que se abriera. Inspiró porque sabía que el A Men que impregnaba la camisa de él la ayudaría. La voluptuosa fragancia la colmó de energía y abrió la boca para ese hombre, que se introdujo con el ímpetu de una locomotora y recorrió su interior con la impaciencia de quien ha perdido algo vital. No sabía qué hacer. Su propia lengua se había retraído, asustada ante la invasión. ¿Cuánto duraría el beso? “En algún momento acabará”, se dijo, y ese pensamiento la desanimó. Con Roy siempre había querido que terminase. Se atrevió a tocarle la lengua con la de ella, y él reaccionó con un gemido ronco. La empujó con la pelvis, y Matilde notó su erección contra la lana del cardigan. Apartó la boca y le suplicó:
—Basta, por favor.
Al-Saud obedeció. Se quedaron en silencio, ella con los ojos cerrados y la boca entreabierta por donde escapaban sus jadeos. Era la boca más dulce que había besado, y había besado unas cuantas. Matilde apoyó la frente en el pecho de él.
—No digas nada, por favor. Lo que sea que digas sonará a mentira para mí.
Al-Saud no pensaba decir nada; se había quedado sin palabras; sólo deseaba seguir besándola. Unos clientes le arruinaron las intenciones. Al escucharlos, Matilde se removió, nerviosa, y él se apartó. Antes de volver al salón, le dijo al oído:
—Mentirosa. No sos fría. —Y la besó en los labios.
Agradecía la penumbra reinante, de otro modo su excitación habría sido evidente. Pasó por la caja y liquidó la cuenta. Recibió vistazos pícaros en la mesa.
—On y va? —dijo, mientras se ponía el saco—. Ya es tarde.
—¿Y Mat?
—En un momento viene.
Matilde regresó, inquieta y ruborizada, y, sin levantar la vista, aceptó la ayuda que Al-Saud le ofrecía para ponerse el abrigo. Bajaron los veintinueve pisos hasta el lobby del hotel sin intercambiar miradas ni palabras. Por fortuna, las risas y bromas del resto llenaban el habitáculo del ascensor. A la salida del hotel, Al-Saud percibió el disparo de un flash a sus espaldas. Se volvió con rapidez. Le tomó un segundo identificar a Ruud Kok, el periodista holandés que lo apuntaba con una cámara fotográfica. Caminó hacia él, sordo a las exclamaciones y pedidos de sus compañeros. El muchacho le plantó cara en una muestra de gran arrojo ya que no olvidaba la demostración de artes marciales en la puerta del George V. Eliah se detuvo frente a Kok y le clavó la vista con fiera expresión antes de quitarle la máquina, abrir el compartimiento del rollo y velarlo. El periodista intentó quitársela, en vano, y terminó con la máquina incrustada en el pecho, en el mismo punto donde había recibido la patada de Al-Saud. Aulló de dolor. Eliah sacó cincuenta francos de la billetera y se los arrojó a la cara. En silencio, levantó el índice en señal de advertencia. Dio media vuelta y se alejó.
Ofreció unas lacónicas explicaciones a Shiloah y a Moses en francés, por lo que Matilde y Juana quedaron excluidas. Más tarde, en la puerta del edificio de la calle Toullier, Juana los dejó a solas. Matilde tenía los pies congelados y el cuerpo destemplado, y un ligero mareo le advertía que se había extralimitado. Lo encaró para despedirse. Al-Saud la abrazó, y ella no dijo nada, complacida por el calor de su cuerpo.
—Matilde —dijo, y se inclinó para apoyar la frente sobre la de ella—. No sé qué me pasa con vos.
—Yo tampoco. —Dio media vuelta y huyó de él.
Tenía tanto frío. Sólo pensaba en una ducha. Más repuesta después de media hora bajo el agua caliente, salió del baño envuelta en la toalla y, mientras se secaba el pelo con lánguidas fricciones, detuvo la vista en un punto indefinido y cesó de parpadear. Hacía tres días que estaba en París, y su vida empezaba a dar síntomas de volverse ingobernable. ¿Cómo había llegado a ese punto? Si lo razonaba con calma, el desquicio encontraba su origen en el inicio mismo del viaje, cuando, por una cuestión del azar, le tocó ocupar el asiento contiguo al de Eliah. Ahora sabía su apellido. Al-Saud. “Eliah Al-Saud”, murmuró para que Juana no oyese, y se pasó los dedos por la boca. Al-Saud. Se trataba de un apellido exótico. “Eliah Al-Saud”, pensó y enterró la nariz en el elástico del guante aún impregnado de A Men. Ese nombre le iba a su estampa inusual. Ella dudaba de que Al-Saud ingresase en una habitación y pasase inadvertido; resultaba difícil no volverse para admirarlo.
Esa misma noche, Francesca se quitaba el maquillaje sentada frente a su tocador. A través del espejo, observaba a Kamal, que leía el diario en la cama.
—Creo que tu hijo está enamorado.
—¿Alamán? —preguntó, sin separar la vista de la lectura.
—No. Eliah.
Kamal levantó la cara y se quitó los lentes.
—¿Cómo sabes?
—Lo vi con mis propios ojos, hoy, en casa de Sofía. Allí nos encontramos con Matilde, su sobrina, la hija menor de Aldo. Ella y Eliah se conocieron en el avión cuando venían para acá desde Buenos Aires. ¿Puedes creer esa coincidencia?
—¿En qué avión? ¿En el de Eliah?
—No lo sé. No tuve oportunidad de indagar.
—No comprendo.
Francesca desestimó el asunto con una sacudida de hombros.
—Creo que esta muchacha es la que estuvo tan enferma años atrás. Cáncer, según recuerdo.
—¿Ahora está bien? —Francesca asintió—. ¿Por qué dices que Eliah está enamorado de ella?
—Por cómo la miraba. —Francesca dejó el taburete y se acomodó boca abajo en la cama, pegada a su esposo—. ¿Sabes, amor? Hoy nuestro hijo me recordó tanto a ti. Y cuando miraba a Matilde lo hacía del modo en que tú me mirabas en mi primera visita a la finca de Jeddah.
—Ah, entonces está loco por ella.
Al día siguiente, de acuerdo con lo pactado, Eliah y Shiloah pasaron a buscarlas por la calle Toullier. Juana bajó sola.
—¿Y Matilde? —se preocupó Al-Saud.
—Hoy no va a acompañarnos. No se siente bien.
Juana lo detuvo por el antebrazo cuando Eliah se lanzó hacia la puerta del edificio.
—Papurri —le dijo con una seriedad que Al-Saud no se atrevió a ignorar—, yo estoy de tu lado, vos lo sabés. Pero ahora te aconsejo que la dejes. Matilde no es como cualquier mujer. En lo que a ella respecta, pensá que está hecha de cristal.
Se trató de un día gris y deprimente para él, pese a que el sol brillaba y el cielo había adquirido una tonalidad cerúlea untuosa y sin nubes. Estuvo a punto de abandonar a su amigo Shiloah, pero, al verlo tan entusiasmado con Juana, desistió; no quería dejarlo sin medio de locomoción; conseguir un taxi en París es como hallar una aguja en un pajar. Por lo que se pasó el día haciendo de chofer malhumorado. De igual modo, ¿qué haría ese domingo? ¿Refugiarse en la base para trabajar o encerrarse en la suite del George V y completar el papeleo administrativo?
Shiloah, que deseaba consentir a Juana en cualquier pedido, accedió a llevarla al último piso de la Torre Eiffel. Hacía años que Al-Saud no subía; había olvidado lo magnífica que lucía París desde trescientos metros de altura. El deseo de tener a Matilde a su lado, de inclinarse sobre ella para mostrarle las construcciones más famosas como hacía Shiloah con Juana, se convirtió en una angustia tan impropia de su índole que terminó por tomar el ascensor y volver a tierra firme. En la base de la torre, no pudo resistirse y la llamó por el celular.
—¿Hola? —Su voz sonó congestionada. En verdad, no estaba bien. La noche anterior había tomado frío—. ¿Hola? ¿Quién habla? ¿Roy, sos vos?
—Soy yo.
—Ah, hola.
—Llamaba para saber cómo estás. Juana me dijo que no te sentías bien.
—Estoy mejor. Gracias.
—Me alegro. —Pasado un silencio, expresó—: Quiero verte. Voy para tu casa.
—No, estoy hecha un lío. Además, podría contagiarte.
Otro silencio.
—Está bien. No voy a incomodarte entonces. Que te mejores. —Y cortó.
El automóvil se detuvo frente a un portón de madera en cuya clave del arco de medio punto se destacaba una placa de cerámica azul con el número treinta y seis en blanco. La familiaridad del portón, de la placa, de la tipografía del treinta y seis, de las rosetas, de todo, le produjo una inquietud que si no controlaba, desembocaría en llanto y en angustia y probablemente en un ataque de porfiria. El pasado lo golpeaba en cada ocasión en que visitaba la mansión de los Rostein, la familia de Berta, ubicada en el 36 de la Quai de Béthune, en la Île Saint-Louis, donde él y Shiloah habían crecido en un ambiente hostil, lleno de sombras y malas caras. Conservaba la vieja casona y volvía a ella por una sola razón: sus palomas de la variedad Columba livia, más conocidas como palomas mensajeras. En la terraza, dentro de un palomar que Berta había mandado construir para él, vivían cincuenta ejemplares, diez de los cuales pertenecían a Anuar Al-Muzara. Durante años las había cuidado el viejo casero de la familia, Antoine, que le había enseñado el oficio a su hijo, el joven Antoine, que se entendía con las palomas como si fueran criaturas de su misma especie.
La amistad con Anuar Al-Muzara, a quien conocía desde la infancia, jamás habría prosperado si en la adolescencia no hubiesen descubierto que ambos eran colombófilos. Al-Muzara, un muchacho hosco, rebelde, sólo parecía querer a las palomas. Después de la muerte de sus padres en Nablus a manos del Tsahal, el ejército israelí, cuando los Al-Saud se convirtieron en sus tutores y los llevaron, a él y a sus hermanos, Sabir y Samara, a vivir a la casa de la Avenida Foch, el príncipe Kamal le permitió proseguir con su pasatiempo, y dispuso un espacio en el jardín para instalar el palomar.
—Antoine, ¿cuándo regresó Pèlerin? —quiso saber Gérard Moses, mientras acariciaba el lomo del palomo.
—Ayer, a las tres y cinco. Aquí está el columbograma. —Antoine le extendió el pequeño trozo de papel que el ave había transportado en el tubito metálico prendido a su pata.
—Buen chico —dijo Gérard, y besó la cabeza del palomo—. Prepara a Coquille. —Hablaba de una de las palomas de Al-Muzara—. La suelta será a las cinco de la mañana.
Se dirigió al despacho para leer el mensaje de Anuar. No había riesgo de que Antoine los entendiese porque se trataba de textos cifrados. El código lo había desarrollado Gérard a los quince años. Jamás imaginaron que un entretenimiento de adolescentes se convertiría en el medio de comunicación entre un diseñador de armas y el terrorista más buscado por el Mossad.
De hecho, si el Mossad aún no había dado con Al-Muzara era porque éste prescindía de la tecnología. Nada de computadoras, GPS, celulares, faxes, radios. Se comunicaba con su gente echando mano de los métodos antiguos. “Si los romanos y los egipcios los usaban, ¿por qué nosotros no?”, razonaba. Había construido una red de mensajeros de una gran eficiencia. Un mensaje cifrado en un trozo de papel emitido en Limassol, Chipre, a las seis de la mañana, llegaba a la Franja de Gaza a las doce del mediodía. Sólo en caso de extrema urgencia —Al-Muzara y su lugarteniente, Abdel Qader Salameh, definían cuándo la situación se juzgaba de extrema urgencia— se echaba mano de un teléfono móvil con encriptación militar, es decir, provisto de un sistema que impedía interceptar las llamadas. De igual modo, Al-Muzara desconfiaba de esa tecnología y la usaba muy poco porque no sabía cuándo la nueva tecnología superaría a la que él poseía. Nada resultaba inverosímil en cuanto a lo que los norteamericanos y los israelitas inventaban para defenderse y neutralizar a sus enemigos. Con los aviones norteamericanos AWACS, esos Boeings 707 con un enorme radar en forma de cúpula, que trazan círculos en torno al planeta, y la red ECHELON, capaz de interceptar tres mil millones de comunicaciones diarias, ninguna medida de seguridad se calificaba de exagerada.
Gérard Moses desenrolló el pequeño papel y leyó el mensaje después de descifrarlo. En la ciudad del que nació en Quercy y que expulsó a los otomanos, en el día en que el heredero de Antoine de Saint-Exupéry vino a este mundo, a las ocho de la noche, en la casa de aquellos que escaparon de Atabiria para convertirse en hospitalarios. Ese día, yo te daré mis columbae liviae y tú, las tuyas. Al-Muzara quería verlo y, con esa parrafada, le comunicaba el día, el lugar y la hora. En la última frase le indicaba que intercambiarían las palomas mensajeras. Sonrió; su amigo aún mostraba afición por los acertijos.
El heredero de Antoine de Saint-Exupéry: así se referían a Eliah Al-Saud, aviador al igual que el escritor; su cumpleaños, el 7 de febrero. El lugar: la Concatedral de San Juan, en La Valeta, capital de la isla de Malta, construida por los Caballeros de la Orden de Malta, que primero ocuparon Rodas, antiguamente conocida como Atabiria, antes de pasar a Malta, donde los llamaron “los hospitalarios”. La Valeta tomaba su nombre del Gran Maestre de la Orden, Jean Parisot de la Valette, nacido en Quercy, Francia. Nadie podía negar que se trataba de un terrorista muy culto.
La Valeta resultaba una elección inteligente. El flujo de turistas en la isla de Malta había aumentado en los últimos años. Nadie sospecharía si él visitaba la ciudad principal con la cámara fotográfica al cuello.
No obstante, el columbograma lo decepcionó ya que no mencionaba el golpe que el grupo de Anuar daría en París. Se suponía que de ese modo le pagaría el valioso contacto que le había proporcionado con el traficante de armas Rauf Al-Abiyia, más conocido como el Príncipe de Marbella; Al-Abiyia no le habría vendido un petardo si él no hubiese intercedido. Rani Dar Salem tampoco sabía nada y seguía escondido en el cuchitril del Dix-neuvième Arrondissement a la espera de instrucciones.
Anuar ya había fallado una vez. Él había conseguido la información acerca de los movimientos de su hermano Shiloah para nada. Aquel mediodía en Tel Aviv-Yafo, cuando el terrorista suicida se inmoló en la pizzería Barro’s, el muy estúpido, antes de apretar el detonador, no cayó en la cuenta de que el blanco principal, el hijo del famoso sionista Gérard Moses, había ido al baño.
El timbre del celular lo sobresaltó. Sólo una persona conocía ese número.
—Dime, Udo.
—El muchacho, Rani Dar Salem, acaba de recibir las primeras instrucciones.
—Habla —se impacientó Gérard Moses.
—Se ha producido una vacante en el George V. Días atrás despidieron a un botones por cometer una indiscreción. Ya se ha dispuesto todo para que Dar Salem ocupe su lugar.
El tren Thalys de alta velocidad entró en la estación parisina de Gare du Nord a la hora estipulada, a las once y media de la mañana, después de haber partido de la estación Centraal de Ámsterdam a las ocho y cuarto de ese mismo día domingo. El katsa Ariel Bergman descendió de uno de los vagones de primera clase con un bolso deportivo como único equipaje. Dos hombres se acercaron y le dieron la mano. No cruzaron palabra en tanto caminaban hacia la Range Rover estacionada en la calle Dunkerque, y persistieron en el mutismo mientras la cuatro por cuatro avanzaba hacia la Embajada de Israel ubicada en el número 3 de la calle Rabelais. Frenaron la camioneta a la entrada del edificio, y el que conducía extendió una credencial al guardia, que la estudió antes de levantar la barrera.
La base francesa del Mossad se hallaba, al igual que el resto de sus bases en el mundo, en los sótanos blindados de la embajada israelí en París. Allí los agentes se expresaban con libertad; ese sitio representaba un refugio protegido con alarmas de alta tecnología y contramedidas electrónicas y acondicionado para transcurrir las horas cómodamente.
Ariel Bergman marchó al baño y volvió al salón de reuniones después de haberse refrescado. Sus hombres, Diuna Kimcha y Mila Cibin, aprovecharon para felicitarlo. La rápida actuación de Bergman en el desastre de Bijlmer dos años atrás, que había evitado una catástrofe de dimensiones internacionales, terminó por significarle el ascenso a la jefatura general de la sede del Mossad en Europa, ubicada en La Haya.
A pesar de que Diuna y Mila eran sus viejos amigos —habían compartido los dos años de adiestramiento para convertirse en katsas—, Bergman recibió con frialdad las felicitaciones y los augurios y fue al grano.
—¿Qué pueden decirme de Eliah Al-Saud?
—Muy poco —admitió Diuna Kimcha—. Es el socio mayoritario de una empresa que presta servicios de seguridad e información. Antes de eso, nada.
—Más fácil fue encontrar información acerca de su familia, los Al-Saud —informó Mila Cibin, y le refirió datos biográficos del príncipe Kamal y del hermano mayor de Eliah, el ingeniero civil Shariar Al-Saud.
—¿Por qué debemos investigarlo? —se interesó Diuna.
—Por ahora no molesta —admitió Bergman—, pero no hay que quitarle los ojos de encima. Podría convertirse en una molestia importante. Ayer, nuestro sayan en la SIDE, los servicios de inteligencia de Argentina, me dijo que Al-Saud viajó a Buenos Aires para investigar a uno de nuestros sayanim más importantes: Guillermo Blahetter.
—El de los laboratorios —aportó Mila.
—Así es. De todos modos, la información que obtuvo no es de gran valor.
—¿Alguna hipótesis de por qué querría investigar a Blahetter?
—El desastre de Bijlmer —fue todo lo que expresó Bergman.
—En el hotel del hermano de Al-Saud —dijo Diuna Kimcha—, en el George V, se hará la convención sobre el Estado binacional de la que te hablamos, la que está organizando Shiloah Moses. Empieza el 26 de enero.
—La convención pasará sin pena ni gloria si, como creemos, la prensa no le presta atención —opinó Bergman—. Ningún medio de relevancia norteamericano, israelí o francés enviará corresponsales. De todos modos, deberíamos infiltrar a dos de los nuestros para que recaben la mayor cantidad de información posible.
—Ya hemos solicitado a Tel Aviv que falsifiquen credenciales de modo que Greta y Jäel puedan hacerse pasar por miembros de Paz Ahora —comentó Diuna.
—Dicen que abrirá el evento El Silencioso —apuntó Mila Cibin—. Quizá su presencia atraiga a los medios. Sabes que no ha concedido entrevistas, y los medios están deseosos de hablar con él.
—Tal vez —dijo Bergman, y enseguida cambió de tema—: ¿Qué averiguaron de Udo Jürkens?
—Está en París. Supimos que alquiló un automóvil. Pensamos seguirle la huella a través del sistema de la compañía de alquiler. ¿Por qué tenemos que seguirlo?
Bergman abrió una carpeta de la cual extrajo varias fotografías, unas viejas, en blanco y negro, y otras más recientes, de un hombre caucásico, de pelo corto y rubio y de mandíbulas notoriamente cuadradas.
—Éstas —dijo, y señaló las fotografías nuevas— fueron tomadas hace meses en el Aeropuerto Ben Gurión por uno de nuestros agentes, a quien le pareció estar viendo a un fantasma del pasado: Ulrich Wendorff.
Diuna Kimcha y Mila Cibin eran jóvenes y sin embargo habían oído mentar a Ulrich Wendorff, un mito de las guerrillas de corte marxista que asolaron la década de los setenta, miembro activo de la Fracción del Ejército Rojo, la banda terrorista alemana más conocida como Baader-Meinhof, que, aliada de los grupos de extrema izquierda palestinos, se había convertido en una pesadilla para muchos países, entre ellos Israel. La crueldad y el fanatismo de Wendorff eran proverbiales. Se aseguraba que tenía tatuado en la parte superior del brazo izquierdo el emblema de la Fracción del Ejército Rojo, la estrella roja cruzada por el fusil MP5 y por la sigla RAF (Rote Armee Fraktion).
—En aquella oportunidad —prosiguió Bergman—, los registros de Migraciones arrojaron que el pasajero usaba un pasaporte austriaco a nombre de Udo Jürkens. Si el tal Udo Jürkens fuera en realidad Ulrich Wendorff —señaló Bergman—, se trataría de un golpe de suerte. Hace años que varios servicios secretos quieren echarle el guante. Tiempo atrás se lo sabía en Bagdad, al servicio de Abú Nidal. —Bergman aludía al terrorista palestino considerado por muchos el más sanguinario—. Como era de esperarse, esa relación no terminó bien. Lo último que supimos es que Abú Nidal lo había mandado matar. Ahora, con este Udo Jürkens dando vueltas por Europa, las dudas aparecieron.