Capítulo 22

El celular de Al-Saud sonó muy temprano el lunes por la mañana, a las seis y media. Era Dingo, que llamaba desde Asmara, la capital de Eritrea.

—No me insultes —se disculpó Dingo—, sé que es temprano. Aquí también. Sólo dos horas más que en París. Pero acaba de llamarme el general Odurmán, el jefe del ejército eritreo, que quiere ampliar nuestro acuerdo y parece muy ansioso y apurado. Quiere una respuesta hoy o le dará el contrato a Spider International. Yo no tengo autoridad para negociar eso. —¿Qué pasa? —preguntó Matilde, sin abrir los ojos.

—Nada. Es muy temprano. Seguí durmiendo. —Al-Saud se bajó de la cama y entró en el vestidor para hablar tranquilo—. ¿De qué se trata, Dingo?

—Quieren que entrenemos a un grupo de sudaneses que se refugian al sur de Eritrea y que planean derrocar al régimen de Jartum —hablaba de la capital de Sudán—. También existe la posibilidad de sacar una buena tajada si hacemos de intermediarios en la compra de armas. Madame Gulemale podría ayudarnos en este sentido.

Hablaron durante media hora. Como ni Mike ni Tony podían viajar, Al-Saud decidió ir ese mismo día a Asmara para entrevistarse con el general Odurmán. La propuesta del gobierno eritreo resultaba tentadora, sin mencionar la posibilidad de arruinarle un negocio a Nigel Taylor. Se bañó y se cambió deprisa y salió para las oficinas en el George V antes de que Matilde se despertara. Cuando regresó a la casa de la Avenida Elisée Reclus para recoger la valija, Matilde almorzaba con Yasmín en Les Deux Magots. Le dejó una nota sobre la cama.

Como había regresado del instituto decidida a hacer las paces con Al-Saud, casi se echó a llorar al enterarse de que se había ido de viaje. Matilde, tuve que viajar de improviso. Vuelvo en dos o tres días. Cuidate, por favor. Eliah. La frialdad de la nota la asustó. La acercó a su nariz. Olía a Givenchy Gentleman, lo cual la tranquilizó en parte; no se había perfumado con A Men; había cumplido la promesa de usarlo sólo con ella. La angustia, sin embargo, no remitía. Estaba segura de que lo había hartado con los celos y las suspicacias. No podía controlarse. La emoción oscura y tormentosa que se despertaba en ella al verlo con otra la enfrentaba a una parte de su temperamento que desconocía y que no le gustaba. Se dijo que le volvería la paz cuando se marchase al Congo y terminara con él porque, se convenció, con Eliah Al-Saud siempre sería igual, las mujeres lo acosarían, y ella sufriría.

En esa semana sin Eliah ni Juana, Matilde se acercó a Yasmín. El lunes al mediodía, en el Café Les Deux Magots, Yasmín se sinceró y le dijo que estaba enamorada de Sándor Huseinovic. La fuerza del sentimiento la agotaba y había terminado por doblegarla. Admitía que Sándor le inspiraba un amor como ella no conocía. Le refirió la discusión en la casa de la Avenida Elisée Reclus y le confesó que, desde ese día, no dormía bien, no comía, no se concentraba en el trabajo, no era ella misma. Necesitaba hablar con Sándor y pedirle perdón. Ahora reconocía su comportamiento inmaduro y pedante.

—Sos la primera persona a quien le contaré esto: ayer rompí con André.

—Lo siento mucho.

—Era lo mejor. Estaba engañándolo con el pensamiento y no lo soportaba. Me hacía sentir muy mal.

—¿André cómo está?

—Creo que no lo tomó por sorpresa. Hacía tiempo que yo me mantenía distante. Pero ayer estaba muy dolido y enojado. —Sonrió con tristeza—. Lo de nuestra ruptura será un escándalo en mi familia y en mi grupo de amigos. Muchos me darán la espalda por involucrarme con mi chofer y guardaespaldas. Está muy mal visto en nuestro círculo.

—Si te dan la espalda por eso —razonó Matilde— significa que nunca fueron tus amigos en el sentido más profundo de la palabra. ¿Para qué querés tener amigos así? Creo que hiciste lo correcto. La hipocresía y la mentira son un veneno para el corazón.

—Necesito tanto a Sándor en este momento. No sé dónde vive y no me animo a preguntarle a Leila ni a La Diana porque sé que no me quieren.

—Yo puedo preguntarle a Leila y, si ella no me la da, se la pediré a Thérèse o a Victoire. Sándor es empleado de la Mercure. Deben de tener su nombre los de Recursos Humanos.

—¡Gracias, Matilde!

Se juntaron a almorzar al día siguiente en el restaurante del George V. Como Leila no conocía la dirección de Sándor, Matilde echaría mano al plan B: Thérèse o Victoire. Yasmín lucía impaciente, nerviosa y contenta.

—¿Cuándo vuelve mi hermano?

—No sé —admitió Matilde—. Discutimos el sábado por la noche y se fue enojado. Me dejó una nota muy corta y fría y no me dijo cuándo vuelve.

—¿Puedo preguntar por qué discutieron?

Matilde le refirió los hechos en Ministry of Sound y admitió que había coqueteado con Frédéric porque estaba celosa de Gulemale.

—Eliah se puso muy celoso.

—¿Eliah celoso? —se pasmó Yasmín—. Ésa sí que es una novedad. A Samara la ponía loca que nunca la celara. ¡Oh, perdón, Matilde! Soy una estúpida. No fue mi intención mencionarla para hacerte enojar, te lo juro.

—Te creo. Es más, me encantaría saber de ella. Parecía muy dulce en la foto.

—Sí, era muy dulce, muy asustadiza, muy insegura, aunque, si de Eliah se trataba, mostraba una cara que pocos le conocían. Siempre estuvo enamorada de él, desde que era muy chica y mi hermano iba a jugar a lo de los Al-Muzara.

—Era hermana de Sabir Al-Muzara, el escritor, ¿verdad?

—Sí, hermanos mellizos. Al principio, Eliah ni la miraba, porque era chico y sólo pensaba en jugar con Sabir y con Anuar, el mayor de los Al-Muzara. Pero después, cuando los Al-Muzara estuvieron bajo la tutela de mis padres y vinieron a vivir a casa, Eliah empezó a ver a Samara con otros ojos. Bueno, para esa época tenían quince años y Eliah andaba con las hormonas en ebullición.

—¿Por qué los Al-Muzara pasaron bajo la tutela de tus padres?

—Mi papá era muy amigo del padre de Samara. Se habían conocido en la universidad. Siempre que los padres de Samara viajaban, sus hijos se quedaban en casa, porque no tenían familiares en París. Murieron en una oportunidad en que visitaban a su familia en Nablus, en Cisjordania. Los atacó un tanque israelí por equivocación. Se armó un gran lío diplomático porque los Al-Muzara eran ciudadanos franceses, pero no pasó de ahí. El gobierno israelí pagó una indemnización a los hijos de los Al-Muzara, que mi papá administró y les entregó cuando se hicieron mayores de edad. Como los familiares que vivían en Nablus eran muy pobres, cedieron la tutela de los hijos de los Al-Muzara a mis padres. Ellos se hicieron cargo de Anuar, de Sabir y de Samara, y nos criamos todos juntos, como hermanos. Pero Samara hacía tiempo que estaba enamorada de Eliah y lo conquistó.

—Eliah la amaba mucho, ¿verdad?

—Eliah es un tipo muy especial. No suele demostrar sus sentimientos, pero supongo que si se casó con ella es porque la amaba. Mi hermano no hace nada que no quiera. Mis padres se oponían a que se casaran tan jóvenes, pero nadie puede con Eliah cuando se le mete algo en la cabeza. A veces parece de Tauro, por lo testarudo. Además, la situación era un poco incómoda con ellos dos viviendo bajo el mismo techo, así que al final aceptaron. Tenían dieciocho años. No sé si a esa edad uno sabe realmente en lo que está metiéndose cuando se casa. Mi hermano estaba poco en París porque en esa época estudiaba para piloto y vivía en Salonde-Provence. Cuando tenía permiso y volvía a casa, quería estar con ella, pero también con Sabir, con Gérard, con Shiloah. Era muy joven e inmaduro. Tenía diecinueve años y se creía el dueño del mundo. A veces Samara lo sacaba de sus casillas, porque era celosa e insegura. Él le decía que le ponía plomo en las alas, que lo ahogaba, que le quitaba la libertad. La inseguridad y los miedos de Samara eran como un ancla para él. Una vez, a principios del 91, en plena Guerra del Golfo… Eliah estuvo en esa guerra, no sé si te lo comentó.

—Sí, lo mencionó.

—Estuvo desde el principio. Se fue de aquí en septiembre del 90 y fue uno de los últimos en regresar. Cuando la guerra ya había estallado, en enero, vino a cenar a casa un hermano de mi papá, el jefe de la Fuerza Aérea saudí, y contó que, como mi hermano era uno de los mejores pilotos, con una excelente puntería, le daban las misiones más riesgosas, las que se hacían en el corazón de Bagdad. A nadie le hizo gracia saber eso, pero la pobre Samara se puso de pie y se desmayó al lado de la silla. Cuando Eliah se enteró, en lugar de compadecerse de ella, se enojó.

—¿Por qué? —se pasmó Matilde.

—Ah, porque él es así. Debió de sentir que Samara lo limitaba. Una vez escuché que discutían y él le decía que necesitaba una mujer fuerte a su lado. Eliah es como un pájaro, Matilde, y nadie, ni siquiera mi papá, ha podido cortarle las alas.

“En realidad”, pensó Matilde, “tu hermano es un Caballo de Fuego y nadie ha podido domarlo”.

—Como Samara había perdido dos embarazos, algo que causaba una tristeza muy grande a mi hermano porque quería tener hijos, Samara deseaba con todo su corazón quedar embarazada de nuevo para complacerlo. La tarde en que confirmó que estaba embarazada, buscó a Eliah por todo París para contárselo. Nadie sabía adónde se había metido. Y así, buscándolo, ansiosa, nerviosa, se mató en el túnel que pasa por debajo de la Place de l’Alma, el mismo lugar donde el año pasado se mató Lady Diana. Los peritos dijeron que, en realidad, no había sido un accidente.

—¿Cómo? —Matilde retrepó en su silla.

—Alguien había cortado la manguera del líquido de frenos y desgastado la correa del cinturón de seguridad.

—¡Dios mío! ¿Quién haría algo así?

—Nunca se supo con certeza, pero pensamos que se trató de alguien que quería vengarse de mi hermano.

—¿Quién? ¿Quién querría vengarse de Eliah? ¿Por qué?

—No sabemos. Tal vez por alguna cuestión de sus negocios. Eliah estaba como loco. Sólo pensaba en dar con los que habían descompuesto el auto de Samara. Las pruebas apuntaban al chofer de mi cuñada, que la mañana de su muerte llamó para avisar que no iría a trabajar porque estaba enfermo. Días después, cuando Eliah fue a buscarlo al departamento donde vivía solo, lo encontró colgado de un tirante del techo.

—¡Dios mío! Tal vez se suicidó porque no soportaba el cargo de conciencia.

—Sí, quizá. O tal vez lo asesinaron. Eliah sostiene que si el chofer de Samara fue quien averió el auto, se trató de un simple ejecutor. ¿Cómo se dice? Auteur intellectuel.

—Se dice igual, autor intelectual del hecho.

—El autor intelectual del hecho fue otra persona, como ya te dije, alguien que quería vengarse de mi hermano por alguna cuestión de negocios o por vaya a saber qué locura. Por mucho que Eliah siguió investigando y presionando a la policía, nunca descubrió a ese supuesto autor intelectual. Se siente muy culpable y eso lo ha destrozado. Cambió desde la muerte de Samara en el 95. Algo en él murió con ella. —Yasmín hizo una pausa en la cual fijó sus ojos negros en los de Matilde—. Algo que resucitó cuando te conoció a vos. Creo que no sos consciente del poder que tenés sobre mi hermano.

—Yasmín, no me interesa tener poder sobre tu hermano.

—Sí, ya sé. No sos ese tipo de mujer. —Guardó silencio, comió un bocado de su gâteau au chocolat y en todo momento contempló a Matilde—. Creo que sos el primer y verdadero amor de Eliah, de esos que duran para siempre. Nunca pensé que vería a mi hermano tan enamorado. De Alamán no me habría sorprendido, es el romántico de la familia. Pero de Eliah… Nunca lo habría esperado. ¿Vos estás enamorada de él?

—¿Es posible no enamorarse de él?

—Quiero que sepas que me encantaría tenerte como cuñada —afirmó Yasmín, y le apretó la mano con afecto.

—Gracias, Yasmín. Pero no creo que yo esté hecha para el matrimonio. Mi carrera es prioritaria para mí. Le da sentido a mi vida y tengo un proyecto que cumplir, algo que he querido hacer desde que tenía dieciséis años. —Yasmín la miró como si Matilde hubiese desarrollado un tercer ojo—. De todos modos, no creo que Eliah quiera volver a casarse. Como bien dijiste, él valora su libertad sobre las demás cosas. Y yo también.

Le costaba mentir descaradamente, la asqueaba ejecutar el papel de mujer moderna, superada y fría, le dolía el corazón al ver la expresión desolada de Yasmín, lamentaba causarle una desilusión. Percibió que la comida se transformaba en una piedra en su estómago. Se limpió con la servilleta y sonrió, una mueca vacía y falsa.

—Voy ahora a preguntar a Thérèse la dirección de Sándor. Vuelvo enseguida.

Yasmín sospechaba que sus guardaespaldas sabían adónde estaban conduciéndola. Matilde había averiguado que Sándor vivía en el número 23 de la calle Maurice Arnoux, en un suburbio al sur de París llamado Malakoff. El automóvil se detuvo frente a una puerta de dos hojas muy antigua. Yasmín bajó la ventanilla y elevó la mirada hacia el edificio de cinco pisos. Sándor ocupaba un departamento del tercero. Aguardó unos segundos con la mano apoyada en el corazón para calmarse. Segura de que la voz le saldría con acento normal, le habló en italiano al que manejaba.

—Calogero, ¿sabes adónde me has traído?

—Estamos frente al edificio de Sándor Huseinovic, signorina.

—Entiendo que él y tú son amigos.

—Sí, buenos amigos.

—Entonces, baja, toca el timbre y dile que te abra.

Yasmín caminó tras su guardaespaldas siciliano. El hombre presionó el timbre del departamento 14. Yasmín se apretó las manos y rogó que Sándor estuviese en casa. Al oírlo preguntar quién era, el alivio le aflojó las rodillas y la emoción le calentó los ojos, aunque enseguida el pánico tomó su lugar.

—Soy Calogero, Sanny. Ábreme.

La chicharra del portero eléctrico sonó enseguida. Yasmín le indicó al guardaespaldas con un gesto de mano que regresara al automóvil. No había ascensor, así que subió lentamente las escaleras para no llegar sin aliento. La puerta del departamento de Sándor estaba entreabierta.

—¡Pasa, Calo! Estoy en el baño. Ya salgo.

El corazón de Yasmín aumentó las pulsaciones ya desbocadas. No podía hablar, ni siquiera para pronunciar: “Soy Yasmín”. Ahogó una exclamación y se tapó la boca, aunque no hizo ademán de darse vuelta ni de salir del departamento, al verlo aparecer con el torso desnudo, una toalla azul alrededor de las caderas, una blanca colgada en la nuca, la cara con espuma y una afeitadora en la mano. Se quedó allí, clavada cerca de la puerta, contemplándolo sin saber qué hacer.

—¿Cómo supiste dónde vivo? —preguntó Sándor, y a ella se le precipitó el ánimo al notarlo enojado y tan dueño de la situación—. ¿Calo te dijo?

—No. Obtuve tu dirección gracias a otra persona.

—¿Qué quieres? ¿A qué has venido?

—Ayer rompí con André. Por ti. —Alentada por un brillo que endulzó los ojos de Sándor, añadió—: Porque te amo a ti y no a él. No me importa si soy rica y vos, pobre, si no sabes escribir en francés, si no sabes usar los cubiertos, si no sabes desenvolverte entre los de mi círculo, si soy mayor que tú. Nada me importa, Sándor, excepto tú.

El silencio se prolongaba. Yasmín pensó que habría un colegio en los alrededores porque se oía el rumor de niños jugando. Sándor la miró fijamente lo que a ella le pareció un largo tiempo, aunque no habría pasado un minuto cuando lo vio apoyar la afeitadora sobre un pequeño aparador y quitarse el resto de la espuma con la toalla que le colgaba en la nuca.

Sándor percibía el nerviosismo y la vergüenza de Yasmín, y experimentó por ella algo que nunca le había inspirado: ternura. La vio desvalida, de pie cerca de la puerta, vestida como una reina y, sin embargo, con una actitud entregada y vulnerable, su orgullo por el piso; se había expuesto por puro coraje, y eso lo llevó a amarla aún más. Se dijo que debería ir al dormitorio y vestirse, pero temía que ella diera media vuelta y se fugara. Se aproximó a paso lento y le sonrió con dulzura, a lo que ella respondió con un sollozo que, aunque intentó reprimir, no lo consiguió del todo. Estiró la mano para acariciarle la mejilla. Desde el día en que la había besado en la casa de la Avenida Elisée Reclus no conseguía arrancar de su mente la sensación del tacto de su piel. Anduvo buscando texturas que la imitaran sin hallar nada que se le comparase. La suavidad de la piel de Yasmín era única.

—No sabes cuánto te eché de menos, Yasmín. Perdóname por lo que te dije en casa de Eliah. No sentía nada de lo que te dije.

—Sándor, no quiero que cambies, ni un poco. No quiero enseñarte nada. Eres tú el que tiene que enseñarme a mí a ser mejor persona.

Sándor la sujetó por los brazos, la contempló a los ojos y la besó con una pasión renovada y con la fuerza de un amor que había vivido clandestino y que salía a luz para gozar. La respuesta de Yasmín sólo propiciaba que el beso se intensificara y que Sándor, poco a poco, fuera perdiendo el control.

—Yasmín, por favor. —Se dio vuelta y se llevó la mano a la frente, agitado.

—Sándor. —Yasmín le apoyó la mejilla en la espalda y le pasó las manos por debajo de los brazos hasta acariciarle las costillas del pecho—. ¿Cómo te sientes? Veo que ya no llevas la venda y que el hematoma está desapareciendo.

—Estoy bien. Ayer me hicieron unas placas y me dijeron que las costillas habían soldado muy bien. Por eso me sacaron la faja del torso.

—Gracias a Dios. Mírame, no me des la espalda. ¿Por qué dejaste de besarme? ¿No te sientes bien?

Él se dio vuelta para enfrentarla y le dirigió una mirada que trajo de nuevo malos presagios.

—Yasmín, no juegues conmigo. ¿Es verdad que dejaste a Saint-Claire por mí?

—Sí, sólo por ti. No podía seguir engañándolo, me sentía muy mal. Pensaba en ti todo el día, quería estar contigo y no con él. No era justo para André. —El recelo en la expresión de él la llevó a expresar, sin dobleces ni aire ofendido—: No te sientas presionado por el hecho de que yo haya roto con él. Tenía que suceder. No lo amaba y punto. Que lo haya descubierto a partir de lo que siento por ti no tiene nada que ver con nuestra relación.

—¿Piensas que me siento presionado por eso? —Sacudió la cabeza—. No, Yasmín. Saber que dejaste a Saint-Claire por mí me hace muy feliz.

—Entonces, ¿por qué estás tan serio?

—Porque pienso en que provenimos de mundos distintos. Tú has sido criada como una princesa. Y yo…

—¡Basta, Sándor! No quiero que sigas supeditando lo nuestro a mi necesidad de vivir entre algodones.

—¿Acaso no lo necesitas?

—Sándor. —Yasmín inspiró para aplacar la ira que se alzaba en su interior—. ¿Podemos olvidarnos por un momento de mi situación en la vida y de la tuya y ser felices con esto que está pasándonos? ¿Vamos a dejar de lado la oportunidad de conocernos y de amarnos porque yo tengo dinero y tú no? Así estaríamos permitiendo que todo lo que hay de bajo en este mundo (el consumismo, el materialismo, las diferencias sociales) acabase con nuestro amor antes de que haya nacido. Sándor —le tomó el rostro entre las manos—, vivamos lo que nos da el presente, que es maravilloso. Después veremos qué sucede.

Aunque su mente no funcionaba de ese modo —él necesitaba planificar el futuro al mínimo detalle—, Sándor estaba permitiéndole a Yasmín que lo convenciera. La amaba tanto, la deseaba como no había deseado a ninguna mujer, por lo que no necesitaría suplicar demasiado.

—Si me dices esto después de haber visto donde vivo…

—Te habría dicho esto así te hubiese encontrado en una cueva húmeda y mugrosa.

—¿De verdad?

—Aunque debo admitir que te habría sacado de allí y te habría llevado a vivir a un lugar decente.

Sándor soltó una carcajada.

—Tu departamento es muy lindo.

—Lo habría ordenado un poco si hubiese sabido que venías.

—Está muy bien así, de verdad.

—Gracias por esta sorpresa, Yasmín.

—¿Te hice feliz viniendo?

—El más feliz de los hombres. Estuve muy mal desde nuestra discusión. No pensaba en otra cosa que en el beso que nos habíamos dado.

Inclinó la cabeza, la atrajo hacia él y volvió a besarla.

—Por favor, Sándor, hazme el amor.

La tomó por las muñecas y, caminando hacia atrás, la guió hasta su dormitorio. No quería amargarse pensando en la pobreza de su departamento, en el lío que había en la cama, en las zapatillas regadas por cualquier parte, en las medias sucias en el piso. Agarró el cobertor por los extremos, armó una bolsa y lo depositó sobre una silla. Yasmín reía. La seriedad de Sándor la recompuso y se quedó mirándolo en tanto él se quitaba la toalla y le exponía su desnudez con actitud tranquila. Estaba muy nerviosa y no conseguía apartar la vista del pene erecto de su amado. Aunque ansiaba tocarlo, no tomaba la iniciativa. Él se acercó con la seguridad de un hombre experimentado, y ella se preguntó a cuántas mujeres habría poseído en esa cama. Fue desvistiéndola con suavidad, como si ella tuviera el cuerpo con heridas y él no quisiera causarle dolor.

—Nunca hice una cosa así —susurró ella.

—¿Qué?

—Ponerme en tanta evidencia con un hombre.

—Te creo. Eres orgullosa, amor mío.

—Espero que sepas valorarlo. Es una muestra de lo que siento por ti. Y de que, en realidad, no soy tan orgullosa como crees.

Se amaron a lo largo de la tarde con un fervor desconocido para ambos. Yasmín admitió que se había preocupado en vano por la diferencia de edad. La destreza y la soltura que Sándor estaba demostrándole en el sexo la hacían sentir cinco años menor que él. Volvió a preguntarse por sus mujeres al verlo sacar del cajón de la mesa de luz una caja de condones. Se dijo que comprobar que no era un solitario como ella había fantaseado le serviría para no dar por hecho su amor. Y lo ratificó al anochecer, cuando llamaron a la puerta y resultó ser una vecina de Sándor, una chica rusa que estaba enseñándole a hablar en su lengua y que le traía bife a la Strogonoff con hongos y arroz. Yasmín se vistió a las apuradas en tanto Sándor la atendía en bata. La puso de mal humor que hablaran en una lengua que ella no comprendía y que rieran, sin mencionar que la chica fuera muy joven, bonita y que supiera cocinar. Al verla aparecer, Sándor la tomó por la cintura y le dijo en francés a su vecina:

—Sveta, te presento a Yasmín, mi novia.

Después de despedir a la vecina y de guardar el bife a la Strogonoff en la heladera, Sándor acompañó a Yasmín a la planta baja. Antes de abrir la puerta, la encerró en una esquina de la recepción y la besó.

—No quiero dejarte ir. ¿Volverás mañana?

—Sí. Vendré por la tarde, cuando salga del laboratorio. Por tu culpa, he descuidado mucho mi negocio —dijo, con tono aniñado.

Salieron. Si los guardaespaldas sabían lo que había ocurrido en el tercer piso, sus expresiones se mantuvieron impertérritas y no dejaron entrever lo que pensaban. Yasmín subió a la parte trasera.

—Calo, ¿puedo hablar un momento contigo? —le pidió Sándor.

Calogero descendió del vehículo y se alejaron unos metros.

—Te pido un favor: no menciones al jefe que Yasmín estuvo hoy aquí. Yo mismo quiero hablar con él y explicárselo.

—Descuida, Sanny. Nuestros labios están sellados.

—Gracias, amigo.

Las miradas de Sándor y de Yasmín se mantuvieron unidas hasta que el automóvil dobló a la derecha y el contacto visual se rompió. Sándor se quedó en la vereda, con la vista perdida en la calle desierta. Rememoraba la tragedia de su familia en Srebrenica, en los horrores que sus padres y él habían padecido a manos de los serbios, mientras que a sus hermanas las vejaban en el campo de concentración de Rogatica. “Algún día tendré que ocuparme de eso”, se dijo. “Pero hoy he vuelto a ser feliz”.

Estaba desesperado por verla. Había regresado de Asmara, la capital de Eritrea, en las primeras horas de la tarde, y desde entonces se lo pasaba consultando el reloj esperando que se hiciera la hora para ir a buscarla al instituto. Abandonó las oficinas del George V demasiado temprano, por lo que llegó a la calle Vitruve apenas pasadas las seis. Como se aproximaba la primavera, los días no eran tan cortos, y a esa hora había luz natural. Estacionó el Aston Martin alejado de la entrada al instituto para evitar que La Diana lo viese; dedujo que Markov estaría en el salón de clase con Matilde.

A las seis y veinte, La Diana descendió del automóvil y se apostó a un costado del ingreso. El corazón de Al-Saud dio un salto cuando vio salir a Matilde con Markov por detrás. Se trataba de la reacción de un quinceañero; no podía evitarlo. Se incorporó en la butaca, con los antebrazos sobre el volante. Matilde salió rodeada de un enjambre de compañeros que reclamaban sus miradas de plata y le arrancaban risas. Él había esperado encontrarla amargada y triste. “¡Qué iluso!”. Matilde los despidió a todos con un beso y saludó a La Diana con una sonrisa que se habría ganado la buena voluntad de un león hambriento. Había notado esa característica en Matilde, la de prestar atención a los inferiores y a los marginados, justamente a las personas a las que él no habría destinado una mirada. Ella quería que nadie fuera infeliz, que nadie fuera tratado como “un mueble”; al menos eso le había gritado el sábado por la noche en el Savoy. “Matilde, Matilde”, suspiró. Su Matilde. Su amor, su vida, su tesoro, su redención.

Le gustó que Markov se pusiera alerta apenas oyó el golpe de la puerta del Aston Martin al cerrarse. Como algunas sombras ganaban la vereda, los guardaespaldas no vieron que se trataba de él hasta tenerlo a pocos metros. La Diana se había apresurado a meter a Matilde dentro del automóvil, en tanto Markov escudriñaba la silueta que se acercaba con la mano dentro del sobretodo.

—¡Eliah! —se alegró La Diana, y Al-Saud vio la carita de Matilde pegarse a la ventanilla. Se miraron intensamente a través del vidrio, y a él le pareció que la sonrisa que ella le dirigía era especial, a nadie había sonreído de ese modo; los ojos se le agrandaron, su piel se iluminó, los labios le temblaron de emoción y su respiración acelerada empañó el cristal de la ventanilla. Abrió la puerta, y Matilde saltó a sus brazos, y él hundió la cara en su cuello con olor a bebé. Sintió paz, regocijo, excitación, deseo, celos, enojo. La besó con la intención de marcarla como de su propiedad frente al grupo de compañeros que aún charlaba a las puertas del instituto y, por las dudas, frente a Markov. Ella se lo devolvió con una mansa entrega.

Al-Saud levantó la vista y miró a los guardaespaldas de Matilde, que deprisa volvieron la cabeza como si, en lugar de haber permanecido estáticos frente a ese espectáculo, hubieran estado vigilando el entorno.

—Pueden irse. Hasta mañana.

Matilde movió el rostro con dificultad hacia sus custodios y les sonrió. Se sentía tan feliz que ni siquiera se avergonzaba.

—Hasta mañana, Diana. Hasta mañana, Sergei. Gracias por todo.

—Hasta mañana, Matilde.

—¿Con que Sergei? —dijo Al-Saud, con acento burlón, y la apretó un poco más.

—Así se llama.

—Y vos no querés que nadie se sienta tratado como un mueble, ¿verdad?

—Así es.

—¿Cómo te fue en el examen del lunes?

—Me saqué diez.

—Tengo una mujer muy inteligente —expresó él, con sincero orgullo.

—¿Estabas enojado conmigo y por eso no me llamaste?

—Sí.

—Yo también estaba enojada con vos y ya se me pasó.

—¿Me extrañaste?

—Mucho, Eliah. ¿Y vos?

—No imaginás cuánto. ¿Hacemos las paces? —Matilde asintió y Al-Saud volvió a pegarla contra su cuerpo—. Vamos a casa —le suplicó al oído— y hagamos el amor.

La intención de Al-Saud se precipitó cuando encontraron la cocina atestada de gente. No sólo estaban Mike, Tony, Peter y Alamán sino Yasmín, que arrebató a Matilde de las manos de Al-Saud y la llevó a un aparte para conversar. Al-Saud insultaba por lo bajo mientras se ponía ropa cómoda y se lavaba las manos antes de cenar. Había soñado con una velada en paz con su mujer. Después de comer, subieron a la sala de música y, mientras Matilde y Yasmín volvían a enfrascarse en una conversación que pasmaba a Eliah, sus socios le pidieron cuentas de los días en Asmara. Terminó de relatarles los pormenores de sus reuniones con la cúpula militar de Eritrea y les pidió, sin rodeos, que se marcharan y lo dejaran a solas con su mujer.

—Vamos, Yasmín —la instó Alamán—. Te llevo a casa.

—Me voy más tarde con Calogero y Stéphane.

—No, ahora —ordenó Alamán, y acentuó el ceño.

—Creo que Eliah nos está echando. No hace falta que te diga por qué, Matilde.

Al-Saud vio sonrojarse a Matilde. Lo enterneció la sonrisa cohibida que les dirigió a Alamán y a Yasmín. A veces, cuando se sonreía de ese modo, con las mejillas coloradas, y miraba de costado, como ocultando la picardía, Al-Saud se estremecía de amor. Quería que se fueran de una vez, la quería sólo para él, quería compensarla por el mal trago del sábado. En Asmara había tenido tiempo para recrear la situación y terminó por admitir que él, con su cinismo y su ambición, podía lidiar con una mujer egocéntrica y compleja como Gulemale; Matilde, en cambio, con su bondad innata y su pureza de corazón, percibió el sustrato perverso de la africana y fue incapaz de ocultar la repulsión. Se reprochaba no haberla protegido de la malicia de Gulemale y se enfurecía consigo por haber priorizado su negocio.

Acompañaron a los invitados hasta el vestíbulo, y, cuando la casa quedó vacía, Al-Saud tomó a Matilde por la cintura, la acercó a él y se inclinó para descansar la frente en la de ella.

—Todavía muero de ganas por hacerte el amor. ¿Y vos?

—También.

—Hace un momento tuve una fantasía. Cuando te vi recostada sobre los almohadones en la sala de música, mientras conversabas con mi hermana, te deseé muchísimo y nos imaginé haciendo el amor ahí mismo, sobre los almohadones.

—¿Qué música había mientras me deseabas muchísimo? —le preguntó, al tiempo que deslizaba las manos bajo la camisa de Al-Saud y se excitaba al arrastrarlas por los abdominales.

—Mike había puesto una sinfonía de Mahler —dijo, y le apretó los glúteos hasta provocarle dolor y hacerla soltar un lamento; ella, sin embargo, no le pidió que se detuviera; soportaba el rudo masaje clavando los dedos en los brazos de él—. Pero, cuando te haga el amor en muy pocos minutos, no querré que haya música porque entonces no podría escuchar cuando gemís, que me vuelve loco, o cuando decís mi nombre sin darte cuenta, o cuando me pedís más.

—Eliah…

—¿Estás excitada? —Matilde asintió sin despegar la frente de la de Al-Saud—. Vamos.

Corrieron escaleras arriba. Al-Saud la arrinconó contra la pared, en el pasillo, junto a la puerta de la sala de música, y la besó, enceguecido, como un preludio de lo que compartirían después, completamente desnudos sobre la alfombra con diseños psicodélicos y rodeados por los almohadones, una noche de sexo en donde sus pieles no parecían fundirse lo suficiente para demostrarse lo que se inspiraban, esa necesidad irracional de estar uno dentro del otro, de poseer al otro de una forma completa, no sólo la carne; el alma también. Fue una noche de nuevas experiencias. Al-Saud apeló a todo su cuerpo —su pene, sus manos, su lengua, sus dedos, su aliento— para conducirla a niveles de placer desconocidos y para hacerla gritar. La obligó a colocarse en cuatro patas y la poseyó desde atrás, provocándole tres orgasmos consecutivos, mientras veneraba su trasero de araña pollito. Le dijo en francés: “Dame a mi petite tondue”, y la obligó a abrir las piernas para que él saboreara su clítoris y su vagina. Y después Matilde lo saboreó a él, y lo hizo temblar. Y, por último, cuando le hizo el amor sobre la alfombra y Matilde apartaba el rostro en busca de aire, él caía sobre sus labios y la penetraba con la lengua con la misma crueldad con la que se impulsaba dentro de ella, y la ahogaba. Quedaron exhaustos, sudorosos, agitados, él tendido sobre ella, dentro de ella; sus pechos se golpeaban a causa de las inspiraciones violentas, y el vapor de las fragancias que exudaban sus cuerpos —el de la colonia para bebé y el del Givenchy Gentleman— se mezclaba con el olor a sexo.

Al-Saud se incorporó, apoyándose en el antebrazo, y apartó los mechones mojados de la frente de Matilde, que permanecía con los ojos cerrados. Le gustaba la sensación de sus piernas entrelazadas, de sus vientres en contacto. Le besó los párpados con una suavidad que no había empleado durante el coito.

—Te amo, Matilde. Te amo como jamás imaginé que podía amarse a otro ser humano.

Matilde no se atrevió a abrir los ojos por temor a que las lágrimas escaparan. Como ciega, levantó la mano y le acarició la frente y le tocó el jopo, que caía y le hacía cosquillas, y le dibujó el contorno de la nariz y el de los labios.

—Eliah, mi amor —dijo, con voz quebrada.

—No sabés cuánto lamenté que se arruinara la noche de tu cumpleaños. Fue mi culpa por no mandar a la mierda a Gulemale. Le permití que nos robara nuestro momento.

—Yo también tuve parte de la culpa. Me puse muy celosa.

—Eso está bien. —Al-Saud sonrió con vanidad—. Me encanta que mi mujer me cele. —Tras una pausa, él continuó—: Yo tenía grandes esperanzas puestas en esa noche. Estaba a punto de cobrarme mi prenda.

—Sí. Ibas a hacerme una pregunta y yo no podía decir que no.

—Pienso cobrarme la prenda ahora. Matilde, mirame. —Ella levantó los párpados lentamente, con renuencia a salir de esa cómoda situación—. ¿Querés casarte conmigo? ¿Querés ser mi esposa para siempre?

Matilde apartó la cara con un movimiento rápido y pegó la mejilla derecha sobre el almohadón. Un dolor intenso le surcó el pecho, y la magnitud de la pregunta le puso la mente en blanco. En realidad, su mente repetía un eco de angustia: “¡No me pidas esto, por amor de Dios, no me lo pidas!”.

—Yo no creo en el matrimonio —mintió, con fingida serenidad—. Para mí, es una institución perimida.

Al-Saud apreció el modo en que se mordía el labio inferior y en que parpadeaba rápidamente. Percibió también cómo su cuerpo, blando un instante atrás, se había tensado como la cuerda de un violín.

—Sé que tuviste una mala experiencia con Blahetter, pero…

—No se trata de la mala experiencia que tuve con él. Simplemente, no creo en la institución del matrimonio porque a la larga acaba con todo lo bueno que una pareja tiene, sobre todo, con su libertad.

—Mis viejos se han amado durante casi cuarenta años —replicó él— y están casados y son felices.

—Son una excepción.

—Nosotros seremos otra.

—No —dijo, y se removió para quitarse el peso de Al-Saud de encima. Él no hizo ademán de moverse, y ella volvió la cara para echarle un vistazo exasperado—. Eliah, por favor. —No obstante, dulcificó el gesto ante la mueca atribulada que él le dirigía; era la primera vez que lo veía así—: Eliah, vos sabés que yo tengo planes para mi carrera…

—Nadie está diciendo que dejes de lado tus planes. Podemos casarnos cuando vuelvas del Congo.

—Mis planes no terminan en el Congo. Planeo hacer una vida errante, llevar mis conocimientos a los rincones del mundo donde me necesiten. Un matrimonio sería como un ancla. —Usó deliberadamente la palabra que Yasmín había empleado para describir el matrimonio de Eliah con Samara. Sacó fuerza de flaqueza y se atrevió a enfrentarlo. Había tanto desconcierto y tristeza en esos ojos verdes que se le cortó el aliento—. No me mires así, por favor. Vos tampoco estás hecho para el matrimonio. Sos un hombre que valora, sobre todo, su libertad. Sos un Caballo de Fuego.

—Sí, valoro mi libertad, pero no creo que vos me la quites por estar a mi lado. En estas semanas de convivencia jamás me sentí invadido ni privado de libertad.

—¡Te traje tantos problemas! ¿Cómo podés decir que no te invadí ni te quité libertad?

—Sí, me trajiste problemas, pero también la felicidad más grande y plena que haya experimentado en mi vida. Soy un hombre nuevo gracias a vos, mi amor.

—¡Eliah! —Incapaz de proseguir con la farsa, le rodeó el cuello, lo apretó contra su cuerpo y se echó a llorar.

—No llores, mi amor. Te lo suplico. No soporto tu tristeza.

—No me presiones —sollozó—. Tengo cosas que resolver en mi vida antes de tomar una decisión tan importante.

—Está bien, no te presiono. ¿Puedo saber qué cosas son ésas? —Ella sacudió la cabeza, con los párpados apretados y los labios formando una línea de angustia—. No importa. Vos sabés que aquí estoy para vos. Siempre, mi amor.

Matilde volvió a apretujarse contra el pecho de Al-Saud y lloró amargamente.