4.
La novela de Mariquita
El juicio de disenso de Mariquita Sánchez tuvo ribetes novelescos y habría de convertir a su protagonista en una verdadera heroína, en una celebridad ubicada entre la historia y la leyenda. Cecilio Sánchez de Velazco, padre de Mariquita, resolvió que su hija, de catorce años, contrajera nupcias con Diego del Arco. El elegido era el candidato ideal: español de pura cepa, veinte años mayor que la prometida y con una sólida posición social y económica. Habida cuenta de que Mariquita era hija única de un matrimonio ya mayor y que habría de heredar una cuantiosa fortuna, resultaba imperioso que su futuro marido fuese, además, un buen administrador. Conviene aquí abrir un paréntesis y examinar la historia de los padres de Mariquita: Cecilio Sánchez, que no provenía de una familia rica, se había casado con Magdalena Trilla, una viuda acaudalada que le permitió un rápido ascenso social. Pero, a su vez, tampoco la viuda había nacido en una cuna de oro, sino que su fortuna era resultado de la herencia de su primer marido. Es decir, Cecilio Sánchez, de manera transitiva, llegó a gozar del dinero del difunto. De modo que el padre de Mariquita no iba a permitir que su hija cayera seducida en brazos de un hombre como él.
Diego del Arco, un noble militar que había llegado al Virreinato del Río de la Plata con la expedición de Pedro de Cevallos, solía exhibir sus títulos de fundador. Sin embargo, Don Cecilio, encandilado por los brillos de las charreteras que adornaban el uniforme militar de Diego del Arco, o a causa del frondoso follaje de su ilustre árbol genealógico, no vio la verdadera identidad de aquel a quien había elegido para que fuese su yerno. En realidad, este Diego del Arco era un homónimo del auténtico que, aprovechando la coincidencia del nombre, se hacía pasar por el célebre colonizador. Como puede advertirse, estamos ante el comienzo de una novela, cuyo argumento va in crescendo. Para agregar condimentos literarios a este personaje, cabe señalar que, además de un plagiario de identidad, el falso prócer era un jugador compulsivo, un tahúr tan fullero en el tapete de naipes como en la seducción de mujeres. Y, tal parece, combinaba ambas bellas artes de manera magistral: ya antes había despojado de su fortuna a varias prometidas. Pero a veces las cosas le salían mal. Al momento en que Cecilio Sánchez lo eligió como futuro yerno, Diego del Arco estaba secretamente endeudado y en una situación económica desesperada. Su único capital eran las apariencias y sus falsos títulos.
Pero ninguno de estos atributos, los simulados y los visibles, lograron conmover a Mariquita Sánchez quien, en la primavera de su edad, encontró aborrecible a su futuro esposo. Contribuyó a esta impresión un hecho aún más determinante: estaba perdidamente enamorada de su primo segundo, Martín Jacobo Thompson. Los trazos argumentales de la novela comienzan a encauzarse; pero además, y para agregar fortaleza narrativa, el joven Martín era la estampa viva de un héroe romántico al estilo de Lord Byron o Percy Shelley. Nueve años mayor que Mariquita, Martín Thompson era dueño de unos melancólicos ojos turquesa que parecían contemplar algo ubicado más allá de este mundo; el pelo, rubio y ensortijado, le confería un aire aniñado que contrastaba con su lúcida vehemencia al hablar. El uniforme de la Real Armada española completaba la estampa heroica. Su padre, William Paul Thompson, era un comerciante londinense que, cuando aún era soltero, viajaba con frecuencia a Cádiz por negocios. Hacia 1750, y siempre llevado por los vaivenes comerciales, se instaló definitivamente en Buenos Aires. Aquí conoció a Francisca Aldao Rendón, quien se convertiría en su esposa.
Pero toda buena novela exige personajes carismáticos que estén a la altura de los protagonistas. Panchita, tal el apodo con que se conocía a Francisca Aldao, tenía también ella todos los componentes que contribuyen a la construcción de una historia apasionante. La flamante esposa del comerciante inglés había gozado en su adolescencia de cierta escandalosa celebridad. Perteneciente a una muy distinguida y tradicional familia porteña, se descubrió que Panchita, a la medianoche, se descolgaba desde el balcón de su alcoba para escaparse a la casa de cierto muchacho. Esto, que hoy podría parecer no más que una infantil travesura, en la Buenos Aires de entonces constituía un hecho gravísimo. A tal punto que, habiéndose negado el joven galán a casarse con la fugitiva muchacha, el padre de Francisca, Carlos Ortiz de Rozas, le inició un juicio que acabó con el joven encarcelado. Y, como en toda novela romántica, no podía faltar el componente de la tragedia griega: el padre, a causa del disgusto, y el novio, a consecuencia de los malos tratos recibidos en la cárcel, murieron, dejando el corazón de Panchita desolado y lleno de culpa.
Cuando William Paul Thompson llegó a Buenos Aires, Francisca purgaba una suerte de condena tácita, silenciosa, que la sumía en la reclusión de su casa y la melancolía. Sin embargo, al rico comerciante extranjero, acostumbrado a la cosmopolita vida londinense, poco le importaban las habladurías de pueblo chico y decidió casarse con la muchacha. Más allá del auténtico afecto que existía entre ellos, resultó una unión mutuamente beneficiosa: ella fue rescatada del deshonor y el escarnio social y él, al casarse con una criolla de rancio abolengo, obtenía el título de «vecino del Virreinato», lo que le permitía residir y ejercer libremente el comercio en Buenos Aires.
El matrimonio vivía feliz en un lujoso caserón de la calle de San Pedro, muy cerca de la Plaza Mayor. Sin que nada lo anunciara, Francisca Aldao Rendón murió siendo muy joven pero con su reputación al fin recobrada. William, al cabo de un tiempo, conoció a Tiburcia López Escribano y Cárdenas, parienta de su difunta esposa, quien, por razones desconocidas, había sido desheredada por su padre. La mujer vivía en un estado de indigencia extrema. Otra vez, haciendo gala de una generosidad sin límites, William estaba dispuesto a rescatar de la ruina a la pobre mujer. Con la misma vocación redentora, se casó con el noble propósito de llevar a cabo
una obra de caridad con doña Tiburcia López y Escribano, mujer que se halla ya en los veinticinco años de edad, destituida de su padre y sin recurso alguno en las necesidades que padece por causa de pobreza.
De esta extraña unión, digna de una oscura novela gótica, nació Martín, aquel de quien habría de enamorarse Mariquita. Pero el destino del héroe de este relato todavía le depararía un derrotero tortuoso.
Cuando el niño, hijo único del matrimonio, acababa de cumplir los diez años, su padre murió. Su madre, lejos de ofrecerle consuelo y protección, decidió abandonarlo para recluirse en el convento de las monjas capuchinas de Buenos Aires. Ya porque existiese un pacto de fidelidad entre los esposos, ya porque la muerte de su marido provocara el derrumbe de su frágil equilibrio espiritual, Tiburcia López dejó a Martín solo y a la buena de Dios. El niño fue enviado a España para que allí completara sus estudios y encontrase un hogar como pupilo. Las huellas de la vida del muchacho en el Viejo Mundo se diluyen. Ya adulto, con el propósito de hallar una explicación a su injusto destino, volvió a Buenos Aires. No lo animaban, sin embargo, el rencor ni el resentimiento; al contrario, quería comprender a su madre, saber cómo estaba y tenderle los brazos para rescatarla como, en su momento, había hecho su padre. En este punto la novela adquiere el tono de un libro de aventuras: Martín, con tal de ver a su madre, se hace pasar por un repartidor de leña y así consigue deslizarse dentro del convento. Sabiendo que el nuevo nombre de Tiburcia era Sor María Manuela de Jesús, el muchacho, de incógnito, finalmente la distinguió del resto de las religiosas. Oculto tras una puerta, cuando tuvo la ocasión se acercó a ella y, dándose a conocer, la abrazó. Pero la madre volvió a rechazarlo y, sin siquiera dirigirle la palabra, giró sobre sus talones y se perdió en el fondo de la recova.
Otra vez solo y a la deriva en Buenos Aires, Martín tuvo la fortuna de ser acogido bajo la tutela de Martín de Altolaguirre, precursor de la agronomía científica y cultor del pensamiento fisiócrata junto a Lavardén, Hipólito Vieytes y Manuel Belgrano. Sin dudas, estos ilustres personajes, que habrían de ser decisivos en la historia, dejaron en el espíritu de Martín Thompson una huella imborrable. A los diecinueve años decidió ingresar en la Real Armada, en los claustros de la Escuela de Guardiamarina de Ferrol. Sin embargo, el breve tiempo que pasó Martín junto a su tutor y su grupo de amistades fue suficiente para orientarse hacia la lectura y adquirir cierta visión crítica del mundo que no se ajustaba a la formación castrense, cuyo fundamento era la obediencia irrestricta. Así lo refleja la foja de evaluación en la que consta que Martín Thompson tenía «poca aplicación y mediano talento» para la profesión de las armas. Pero lo que sí había podido comprobar el muchacho durante su estadía en España, mientras cursaba la carrera militar, era que no soportaba la lejanía de su prima segunda. El verdadero interés de Martín estaba puesto en Mariquita, de quien estaba profundamente enamorado. De modo que, cuando finalmente egresa como oficial de la Real Armada, vuelve presuroso a Buenos Aires decidido a casarse con su prima menor. Nada parecía interponerse en el camino hacia el matrimonio, dado que las familias tradicionales de la época veían con buenos ojos que los esponsales pertenecieran al mismo núcleo, por cuanto, de este modo, la alianza significaba una suma patrimonial y no una eventual división.
Sin embargo, y tal como sucede en las novelas del género, el padre de Mariquita se opuso a ese matrimonio: no estaba dispuesto a renunciar al «ejemplar» prometido que él le había conseguido: Diego del Arco. No conforme con su oposición, Cecilio Sánchez, aprovechando su amistad con el virrey Del Pino, hizo que Martín Thompson fuese destacado a Montevideo. Así, con el festejante al otro lado del Río de la Plata, el padre de Mariquita dispuso la boda con el falso fundador Diego del Arco. En este punto vuelven a imponerse los elementos librescos: el día anterior a la ceremonia, en medio de los preparativos, mientras la costurera intentaba que se probara el vestido, la novia se encerró en su cuarto dispuesta a no volver a salir mientras insistieran en obligarla a casarse. Tuvo que apersonarse un funcionario del Estado para examinar las causas de semejante rebelión. Pero como no saliera de su cuarto ni aun bajo apercibimiento del delegado oficial, el padre decidió echar la puerta abajo y recluir a su hija en un convento. Por si acaso los enamorados planearan una fuga, Martín fue enviado ya no a la otra margen del río, sino más allá, al otro lado del océano Atlántico, a España.
La reclusión de Mariquita sólo finalizó con la muerte de su padre; este hecho acabó con su encierro, pero no con su condena sentimental: la madre se mantuvo fiel a la voluntad del finado y no cedió ante los deseos de su hija. Ante la nueva situación, Martín Thompson quiso volver a Buenos Aires para poder cumplir con su anhelo, pero no obtuvo el permiso. La relación, lejos de apagarse por la distancia, se consolidó en virtud de un sólido lazo epistolar.
A esta altura de los acontecimientos Mariquita, a causa de su rebeldía, había cobrado una inesperada celebridad; a punto tal que los novios hicieron una presentación ante las autoridades en la que, entre otras cosas, decía:
Las incidencias del caso llevadas con tesón de una y otra parte, no han podido menos que escandalizar a la gran parte del Pueblo.
Pero acaso lo que ignoraba la pareja era que el pueblo, en pleno fervor independentista, iba a inclinarse a su favor. Con apenas catorce años, Mariquita no sólo defendía sus propios derechos: la gente veía reflejado en el destino de aquella niña el sometimiento de toda una sociedad a los arbitrios del poder. ¿Quién podía oponerse a los dictados del amor por sobre las conveniencias económicas? Resultaba una imagen tomada de la épica ver a esa niña, con su menuda figura, combatir contra todos los poderes del clero y del Estado sólo, y nada menos, por amor.
Según relata María Sáenz Quesada en su libro Mariquita Sánchez. Vida política y sentimental, existían en la época varios ardides para burlar la oposición paterna al casamiento:
Sirvientes comprados, amantes escondidos entre los cortinados de la cama, visitas nocturnas de la amada saltando tapias para entrar en el domicilio del amado, promesas de matrimonio finalmente incumplidas con el supremo argumento de que la prometida no era virgen al comenzar las relaciones,
constituían los subterfugios más corrientes. Sin embargo, a Mariquita Sánchez y Martín Thompson no los movía un capricho infantil ni un propósito menor para cumplir a cualquier precio y de cualquier forma: estaban luchando por uno de los derechos más elementales.
En 1804 y en virtud de la entrada en vigencia de la Pragmática Sanción, se abre para la pareja la posibilidad de accionar legalmente mediante el juicio de disenso. Fue un proceso tan sonado como tortuoso, con idas y vueltas, con alegatos ampulosos y declaraciones altisonantes. Aquí la novela cambia bruscamente de género y se transforma en un clásico relato de corte judicial en el que la voz protagónica la toman los fiscales, los defensores y los jueces. Vale la pena recorrer algunos pasajes del juicio.
Bajo el patrocinio de Pedro de Velazco, Martín Thompson, quien regresó a Buenos Aires sin permiso de la Real Armada, inició el proceso de disenso contra Magdalena Trillo, madre de Mariquita. Los argumentos que presentó la mujer en el marco del juicio para oponerse al matrimonio son, por una lado, que el alférez Thompson es un «pariente bastante cercano, sin las calidades que se merecen para la dirección y el gobierno de mi casa de comercio». Por otro lado, la viuda alega oponerse a su «profesión militar».
Aquí toma entonces la palabra la misma Mariquita elevando la voz, contundente, contra su madre. En el escrito decía:
Ya me ha llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres años largos para que mi madre, cuando no su aprobación, a lo menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos y justos deseos, pero todos han sido infructuosos pues cada día está más inflexible. Así me es preciso defender mis derechos.
Más adelante, agregaba que su anhelo era
(…) casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen. (…) Nuestra causa es demasiado justa según comprendo para que se nos dispense justicia, protección y fervor.
Es notable el contraste de los argumentos que exponían madre e hija: la primera hablaba, sin tapujos ni pudor, de la inconveniencia económica de la unión, mientras la segunda apelaba a términos tan transparentes como «amor, justicia y fervor».
Lejos de verse conmovida por las sencillas e incontestables explicaciones de Mariquita, su madre fue más allá y expuso, en forma descarnada, las razones últimas de su oposición al matrimonio; sin perturbarse, alegó que la familia Thompson era social y económicamente inferior a la suya, contradiciendo su original argumento sobre el «parentesco demasiado cercano» que los unía. Luego dice que su hija, «incauta e inexperta», se dejó seducir por el joven «astuto y artificioso, interesado en entrar a manejar su caudal para regalarse y que los nietos perezcan».
El representante de Martín Thompson opone que los argumentos de la Sra. Trilla son infundados, ofensivos, injuriosos y constituyen una calumnia para su representado. Pero, paradójicamente, el principal aliado de la joven pareja resultaría ser un religioso amigo de los padres de Mariquita, el obispo Azamor y Rodríguez a cargo de la diócesis de Buenos Aires. En varios de sus escritos, el padre Azamor defendía con vehemencia el derecho de los jóvenes a decidir la elección de esponsales: «El matrimonio empieza por amor, por amor continúa y por amor acaba. Todos los bienes vienen por amor, o son frutos del amor». Estas argumentaciones golpeaban en el centro de las que oponía la madre de Mariquita. Favoreció a la consolidación de las peticiones de la pareja la posición del fiscal de la Audiencia de Charcas, Victorián Villalba, quien atribuía a inconfesables conveniencias económicas la arbitraria y caprichosa oposición de los padres a la elección matrimonial de los hijos.
Todo esto contribuyó a crear un clima propicio para las justas pretensiones de Mariquita y Martín. Pero aún faltaba un aliado determinante: el nuevo virrey, el marqués de Sobremonte, ya fuese por propia convicción o porque su olfato político le hiciera ver que la causa de los jóvenes novios se había convertido en una proclama popular, decidió revertir la posición de su antecesor, el virrey Del Pino, y ponerse del lado de la pareja. Por fin, el 20 de julio de 1804, el proceso concluía con una sentencia favorable a la petición de los novios.
Un año más tarde, el 29 de junio de 1805, Mariquita Sánchez y Martín Thompson se casaron en la iglesia de la Merced. Y, fiel al género, la novela terminó con un final feliz: los testigos de la boda resultaron ser Felipe Trillo y… Magdalena Trillo, la mismísima madre de la novia que tanto se había opuesto al matrimonio.
Tan literaria resultó la vida de Mariquita Sánchez de Thompson que, según se dice, su célebre juicio de disenso habría inspirado El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, estrenada en Buenos Aires el mismo año de la boda.