6.
Sifilización y barbarie
En España el enemigo era el moro; la expulsión de los musulmanes de la Península, luego de tantos siglos de obligada convivencia, se hizo en nombre de los Sagrados Evangelios. Los Reyes Católicos combatieron con denuedo a las huestes de Mahoma y la doctrina del Corán. De hecho, el descubrimiento de América fue un accidente en la búsqueda de una ruta que sorteara el bloqueo que los moros habían impuesto para impedir el comercio con Oriente. He aquí la paradoja: mientras que la Conquista se justificaba por el afán de evangelizar, en el nombre de Cristo terminaron siguiendo el ejemplo de Mahoma: en España todavía reinaba el olor del encierro monacal, mientras los españoles de América disfrutaban de harenes dignos de los maharajáes de Persia. En la Península Ibérica aún imperaba la larga noche medieval y aquí vivían en un luminoso edén renacentista, semejante al que había pintado Boticcelli, rodeados de mujeres tan bellas como la Venus, pero hechas de piel morena. Que a las nuevas tierras descubiertas se las llamara «el Paraíso de Mahoma» era un verdadero símbolo.
Acaso toda victoria militar se construya a expensas de la propia derrota moral. Los españoles vinieron a difundir las Escrituras a las nuevas tierras, pero antes asentaron las escrituras de propiedad de los vastos dominios que arrebataron a sus dueños originales. Vinieron provistos de un manto de pudorosa piedad para cubrir los cuerpos desnudos, pero no hicieron más que mutilarlos y enterrarlos sin manto alguno. Vinieron a destruir a los falsos ídolos, tal como Moisés hiciera con el becerro de oro, pero sustituyeron las imágenes de los dioses aborígenes por la iconografía católica y, por las dudas, saquearon de los templos hasta la última brizna que emitiera un fulgor dorado. Vinieron a imponer la unión marital según lo que mandaba Dios y terminaron construyendo harenes y viviendo en la promiscuidad con decenas de mujeres. Vinieron a predicar sobre la virtud y la virginidad y no hacían más que violar y robar niñas para llevarlas a sus serrallos. Vinieron a traer la civilización y, en cambio, lo que consiguieron fue «sifilizar».
Acaso la sífilis sea la más antigua de las armas bacteriológicas y, de hecho, tuvo un papel destacado en la Conquista. Tal como veremos más adelante, una de las excusas más frecuentes para emplear armas de alcance masivo por parte de los ejércitos poderosos, ha sido acusar falsamente al débil bando contrario de poseer esas mismas armas.
Hay suficiente evidencia acerca de la inexistencia de la sífilis en América hasta la llegada de los españoles. Un riguroso estudio llevado a cabo por Hudson determinó que el germen se originó tres mil años a. C. en África y se propagó con el tráfico de esclavos desde el centro del continente hacia Egipto. Los crecientes viajes comerciales a través del Mar Rojo y el Golfo Pérsico hicieron que se extendiera hacia el Oriente Medio y, mucho tiempo después, que pasara a Europa. Las cruzadas fueron un factor determinante en la transmisión del treponema y su radicación definitiva en Europa Central. Pero la puerta de entrada de la sífilis en la Península Ibérica fue el estrecho de Gibraltar a partir del siglo XII, con los barcos negreros españoles y portugueses que transitaban la ruta atlántica hacia el África. En el siglo XVII aparecieron en distintos puntos de Europa casos más o menos aislados de la enfermedad. Existen indicios coincidentes de que el mal se propagó en Francia, Grecia, Irlanda y Escocia. Fue Hudson, mucho tiempo después, quien constató que todos estos casos respondían a la misma enfermedad, ya que en cada región se la conocía con diversos nombres y se le atribuían distintas causas. Spirocolon, scurvy, sibbens, yaws, pian, fueron los nombres que recibió el treponema a lo largo de la historia en los diferentes países que asoló. El mayor o menor impacto de la enfermedad dependió de las condiciones sociales, económicas y culturales de cada pueblo. Hay constancia de que, con la invención del jabón en el siglo XIV, los diversos treponemas mutaron para subsistir a las nuevas costumbres. Resulta sumamente interesante rastrear los pasos de la sífilis para ver la etiología, evolución y transformación de ciertas epidemias. Puede demostrarse de este modo cómo un cambio cultural produjo una alteración biológica, determinando luego una mutación social. Antiguamente la sífilis, o como se denominara en cada región, no era una enfermedad de trasmisión sexual; el contagio se producía por simple contacto, principalmente dentro del seno familiar, y eran los niños quienes estaban más expuestos a contraer el mal. Con la aparición de los nuevos hábitos higiénicos, la bacteria se desplazó hacia la zona genital, más húmeda y protegida que otras partes del cuerpo, y así el contagio comenzó a darse por vía del contacto sexual. Este desplazamiento y mutación hizo que la cepa se hiciera más fuerte, contagiosa y dañina. Fue en este punto cuando la enfermedad se transformó en epidemia.
Así las cosas, a bordo de los barcos españoles que viajaban hacia América, entre los cañones, arcabuces y espadas, traían en su arsenal varias armas aún más letales: la sífilis, la viruela y otros gérmenes infecciosos. Hemos descrito ya el cuadro de disolución y promiscuidad que imperaba a partir de la llegada de los conquistadores. La inexistencia de estas cepas en el Nuevo Mundo hizo que la enfermedad se presentara entre los nativos con tanta virulencia: el sistema inmunológico de los aborígenes no contaba con defensa alguna frente a las nuevas bacterias. Los españoles, en cambio, llevaban miles de años conviviendo con la sífilis y la viruela; conforme los gérmenes fueron mutando, el sistema inmune de los europeos se fue adecuando a tales cambios, lo cual los hacía más resistentes, y les daba una enorme ventaja.
Desde el mismo momento del arribo de la primera carabela, el treponema y la viruela hicieron estragos en toda América. Rápidamente y a medida que los conquistadores se iban adentrando en el continente, dejaban tras de sí poblados diezmados, que caían víctimas de la peste. Desde el Caribe hasta el Río de la Plata, pasando por Mesoamérica y el Altiplano, las bacterias atacaban sin piedad a los nativos. Los taínos que habitaban el extenso archipiélago caribeño fueron los primeros en tomar contacto con los españoles. En 1492, el año de la llegada de Colón, en Haití, Santo Domingo, Cuba, Jamaica y las demás islas se estima que vivían, al menos, dos millones de habitantes. Diez años más tarde sólo quedaban cincuenta mil. La mayor parte había sido víctima de la sífilis, la viruela y la gripe porcina. Las nuevas bacterias diezmaron también a los mayas, los aztecas y los incas. Las pestes se extendieron hasta el Altiplano, matando al jefe inca, Huayna Capac, facilitándose así la conquista del Perú a manos de Francisco Pizarro. Finalmente, la sífilis llegó al Río de la Plata.
Los vencedores, no conformes con la masacre que habían llevado a cabo, culparon a los vencidos de las peores calamidades. Como no podía ser de otra forma, pretendieron que la sífilis era oriunda de América y se introdujo en Europa a partir del descubrimiento. En otras palabras, los responsables de las pestes que se abatían en España eran, quiénes si no, los aborígenes del Nuevo Mundo. En 1553 Rodrigo Ruiz escribió un libro titulado Tratado del mal serpentino que vino de la Isla Española. Gonzalo Fernández de Oviedo reforzó aquella teoría y varias obras posteriores terminaron de asentar tan maliciosa doctrina:
De dos plagas o pasiones notables y peligrosas que los cristianos e nuevos pobladores destas Indias padescieron e hoy padescen algunos. Las cuales pasiones son naturales destas Indias, e la una dellas fué transferida e llevada a España, y desde allí a las otras partes del mundo. Muchas veces, en Italia me reía oyendo a los italianos decir el mal francés, y a los franceses llamarle el mal de Nápoles; y en la verdad, los unos y los otros le acertaran el nombre si le dijeran el mal de las Indias. Fué grande la admiración que causaba en cuantos lo vían, así por ser el mal contagioso y terrible, como porque se morían muchos desta enfermedad. E como la dolencia era cosa nueva, no la entendían ni sabían curar los médicos, ni otros, por experiencia, consejar en tal trabajo.
Tal como puede colegirse de las palabras de Fernández de Oviedo, los culpables de trasmitir la peste a los muy inocentes conquistadores no habían sido ni los franceses, ni los italianos ni, mucho menos, sus propios compatriotas, sino los diabólicos aborígenes americanos. Por si cabía alguna duda, Fernández de Oviedo explicaba que la causa de la enfermedad había que encontrarla en «tantas idolatrías e diabólicos sacrificios y ritos, que en reverencia de Satanás y donde tan nefandos crímenes y pecados se ejercitaban». Pero, afortunadamente, allí estaban los españoles para redimir a esos salvajes.
Sin embargo, resulta elocuente que el fundador de Buenos Aires, Pedro de Mendoza, trajera de España, en su propia humanidad, la prueba del origen de la peste. Para decirlo claramente: el fundador de Santa María de los Buenos Ayres, Don Pedro de Mendoza, fue el primer sifilítico que pisara las orillas del Plata. ¿Quién asegura semejante cosa? El propio adelantado escribió:
Me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro en la cabeza y otra en la mano que no me deja escribir ni aún firmar (…) Y si Dios os diera alguna joya o alguna piedra no dejéis de enviármela por que tenga algún remedio de mis trabajos y mis llagas.
Hemos visto ya que una de las denominaciones que recibía la sífilis era «mal francés»; por si cabe alguna duda de cuál era la enfermedad que aquejaba a Pedro de Mendoza, veamos qué decía Ulrico Schmidl, cronista que acompañó al adelantado del Río de la Plata:
Quedamos en esa localidad durante tres años. Pero nuestro capitán general tenía la malatía francesa, no podía mover pies ni manos y además había gastado en el viaje más de cuarenta mil duros. No quiso pues estar más tiempo con nosotros en esa tierra y decidió volver a España, como lo hizo; retornó con dos bergantines y llegó a los cuatro buques grandes que había dejado en Buenos Aires, tomó consigo cincuenta hombres y viajó a España en dos buques grandes, dejando los otros dos en Buenos Aires. Mas cuando nuestro capitán general don Pedro Mendoza había llegado a mitad de camino, Dios Todopoderoso le deparó una muerte miserable. ¡Dios sea con él clemente y misericordioso!
Queda claro de qué enfermedad se trataba y demuestra cómo la sífilis entró en el actual territorio de Buenos Aires por obra y gracia de su propio fundador.
Más aún, existe suficiente evidencia de que la llegada de Pedro de Mendoza al Nuevo Mundo estaba impulsada por su esperanza de encontrar en él el remedio a su mal. Diversos escritos de la época señalaban que el fruto del guayacán, que, según se creía, sólo crecía en América del Sur, tenía propiedades curativas en el tratamiento de la sífilis. No se sabe cuánto había de cierto en esta noticia, pero sí resulta evidente que Pedro de Mendoza no sólo no encontró el remedio para su mal, sino que lo introdujo y lo propagó entre los nativos a los que vino a civilizar o, para decirlo con propiedad, a «sifilizar».