9.
Maridos y proxenetas
Hemos visto hasta aquí las múltiples formas que adoptó la prostitución para poder subsistir en ese estrecho margen situado entre la necesidad social y la moral imperante. Desde la vieja pulpería rural alejada de los centros urbanos hasta instalarse definitivamente en el corazón de la ciudades, las mujeres que practicaban el viejo oficio tuvieron que ajustarse a los requerimientos y mandatos de la época. Pero en los días de la Colonia existió otra forma de prostitución menos institucionalizada y, aunque más doméstica, sumamente sofisticada en el más estricto sentido de este término. En estos casos la mujeres no eran explotadas por un negrero, un traficante o un rufián sino por sus propios maridos. Era ésta una forma bastante extendida y, habida cuenta de que se trataba de respetables amas de casa debidamente casadas, era muy difícil probar la comisión de un delito. Sobre todo porque el cliente ignoraba su condición de tal, en la creencia de que aquella con la que mantenía encuentros furtivos era su amante. Aquí el engañado no resultaba ser el marido de la mujer, sino el presunto adúltero. En una sociedad como aquélla, en la que el ideal masculino era el Don Juan creado por Tirso de Molina en 1630, retomado por Molière y más tarde por Zorrilla, las mujeres casadas solían despertar más atracción que las solteras. En Buenos Aires, quizá porque sus orígenes estuvieron signados por la escasez femenina y, en consecuencia, los hombres debieron disputarse las pocas mujeres que había, los personajes donjuanescos fueron todo un arquetipo de la época. Las aventuras prohibidas, los amores clandestinos, las camas ajenas y las apresuradas huidas eran moneda corriente. Muchas crónicas parecen extraídas de escenas típicas de obras picarescas: amantes escondidos en el ropero o tratando de ocultar los pies que asomaban debajo de la cama, jóvenes galanes escapando por la puerta trasera ante la llegada inesperada de un marido celoso u hombres saltando peligrosamente desde balcones y ventanas plagaban los expedientes judiciales adornados con párrafos rayanos en la literatura. Así floreció este tipo de prostituta que hacía creer a la «víctima» que, movida por una irrefrenable pasión, engañaba a su marido seducida por el presunto Don Juan. De modo que el supuesto amante no sólo recibía sexo, sino un incentivo para su autoestima y una grata aventura plena de romanticismo. Así, entre la mujer y su marido, mediante distintos ardides, iban despojando al pobre Tenorio hasta dejarlo en la calle después de haber destruido su patrimonio y su familia. En aquella sazón, como en todos los tiempos, mantener una relación más o menos prolongada con una amante clandestina resultaba mucho más costoso que una esporádica visita a una prostituta ocasional.
De acuerdo con cierta tradición, un respetable escribiente de Buenos Aires llamado Nepomuceno de Alvarado, hombre casado y padre de familia, se dejó seducir por la joven esposa de Ignacio Gonçalvez, dueño de una botica del barrio de Monserrat. Por entonces un boticario no era sólo un despachante de medicinas, sino una suerte de confesor laico y médico ad hoc, que atendía las dolencias íntimas del cuerpo pero también las del alma. De manera que, conociendo los secretos más privados de sus clientes, no le resultaba difícil aprovecharse de sus más recónditos puntos débiles. Considerando que el escribiente era un hombre de fortuna, que gozaba de gran prestigio y que, además, solía proclamarse como un férreo defensor de la moral, el boticario y su esposa Carmen decidieron que era un candidato perfecto. Por añadidura, hacía un tiempo Nepomuceno de Alvarado le había encargado al boticario algo que le diera un poco de vigor, «usted comprende», le susurró mirando a uno y otro lado, dando a entender que aquel auxilio no estaba destinado precisamente a satisfacer a su esposa. De modo que, se dijo el boticario, si el hombre estaba dispuesto a gastar en una mujer, mejor sería que fuese en la suya. Con este propósito y la anuencia de Carmen, cada vez que el escribiente se llegaba a la farmacia, ella, al otro lado del mostrador, le lanzaba sugestivas miradas adoptando poses provocativas a «espaldas» de su marido. Cautivado por la juvenil belleza de la mujer del boticario, Don Nepomuceno cada vez iba con más frecuencia a la tienda, inventando dolencias para justificar las visitas. Cuando el matrimonio consideró que el terreno ya estaba fértil para sembrar la semilla del engaño, una tarde en que llegó el escribiente lo recibió Carmen y, con una voz sensual y una sonrisa sugerente, le dijo que su marido había tenido que salir. Sin decir más, Nepomuceno de Alvarado pasó al otro lado del mostrador y, en un pequeño desván, interpretó el donjuanesco papel en la obra que había escrito el boticario.
A partir de ese momento el escribiente y la mujer de Gonçalvez iniciaron un «romance» apasionado que solía tener por escenarios el pequeño desván de la farmacia, el despacho del ministerio en el cual trabajaba Don Nepomuceno y algún descampado en los suburbios de Buenos Aires. Ignorando quién era el dramaturgo de aquel sainete, el escribiente, cada vez que iba a la farmacia, no podía evitar mirar con cierta compasión al boticario «engañado». Sin embargo, la compasión no le impedía pedirle al farmaceuta algo que sirviera para avivar su requerida hombría, «usted comprende», le susurraba oteando a izquierda y derecha. Pero, claro, Ignacio Gonçalves no iba a entregar a su esposa por nada y así porque sí. Además de los sutiles recursos de Carmen para sacarle plata, su marido, en lugar de preparar efectivas pócimas para despertar el deseo del escribiente, elaboraba fortísimos laxantes o irresistibles diuréticos. Así, en los apasionados encuentros furtivos, en el mismo momento en que el hombre se abalanzaba sobre su joven «amante», en lugar de asistirlo los humores que yerguen los ímpetus, lo asaltaban otros que lo obligaban a doblarse de dolor y salir a toda carrera.
El atribulado romance entre Nepomuceno de Alvarado y la mujer del boticario duró tanto como los ahorros del primero, quien, en pocos meses, perdió todo cuanto tenía, incluidos su familia, su honor y, a expensas de los preparados del farmacéutico, hasta la salud. La víctima del engaño intentó exigir una reparación en la justicia, pero no tuvo forma de probar nada de lo denunciado; al contrario, de no haber sido porque el boticario ya se había apoderado de la fortuna del escribiente y no quedaba nada más por sacarle, lo hubiese querellado él por cometer adulterio con su esposa.
Como ya hemos dicho, este tipo de prostitución estaba bastante extendido en Buenos Aires e, incluso, recibía un nombre específico dentro de la clasificación que diferenciaba a los distintos tipos de putas. De acuerdo con la nomenclatura sevillana, acaso la ciudad española con mayor tradición prostibularia, Carmen, la mujer del boticario, entraba en la sutil categoría de las «enamoradas». Las rameras jóvenes que podían encontrarse en las pulperías, cafés y cuartos de conventillo se denominaban «izas». Las menos cotizadas, ya fuera por carecer de atractivos, ya por viejas o poco solicitadas, se llamaban «rabizas». Por último, las que buscaban clientes en la calle o tenían su parada en alguna esquina eran las «cantoneras». Ricardo Lesser hace notar que, pese a estas diferencias, cada 22 de julio, día de la conversión de Santa Magdalena, religiosamente y sin excepción, todas ellas acudían a la iglesia para recibir la homilía de la redención. Este particular sermón perseguía el propósito de que las mujeres siguieran el ejemplo de la santa y se acogieran a una vida piadosa, alejada del pecado. Sin embargo, por lo general, se trataba de un discurso mesurado y despojado de vehemencia; tampoco era cuestión de que se convencieran todas a la vez y la ciudad se quedara sin aquel mal tan necesario.
Con la misma ambigüedad del párroco que daba la misa, el Cabildo promulgó una normativa para reglamentar la prostitución:
Que las mujeres mal opinadas tengan vivienda aparte de las honradas y principales. Que, siendo como es obligatorio, a las justicias se les encarga pongan en ejecución de ello muy particular vigilancia y cuidado y las que hallaren en las calles principales que con justa causa sea necesario quitarlas de ellas, procuren darle vivienda en uno de los arrabales del lugar acomodado para que le puedan tener y que todas las que así se echaren se pongan en un paraje para que las justicias con mayor comodidad puedan rondarlas y evitar los daños que se ofrecieren.
En otras palabras: que no se las prohíba por completo, sino, más bien, que se esconda a las prostitutas en algún paraje recóndito. La ordenanza, dictada en 1642, tenía un propósito muy concreto: por entonces Buenos Aires comenzaba a adquirir las características de una ciudad eminentemente portuaria; marinos de todas las latitudes convergían en el Río de la Plata dispuestos a dejar divisa a cambio de compañía femenina que pusiera fin a la larga abstinencia impuesta por la travesía. Por otra parte, el cuartel de la ciudad, cada vez más poblado y activo, hacía que la soldadesca, durante las licencias, saliera a buscar alguna mujer en quien descargar las tensiones de las duras jornadas castrenses. A estos nutridos grupos masculinos ávidos de placeres, había que sumar a los troperos que traían el ganado desde los pueblos rurales y otros comerciantes que llegaban desde el interior.
Las tarifas eran tan variadas como las diversas calañas y cataduras de las meretrices, y variaban de acuerdo con el servicio que se buscara. Por ejemplo, un encuentro en un descampado que sólo incluyera una breve sesión de sexo oral con una «cantonera» costaba dos reales. Si el cliente quería acceder a una relación completa entre yuyos y cortaderas, debía pagar el doble. En esa misma franja, el interesado podía aspirar a una velada un poco menos agreste en compañía de una «rabiza» de pulpería, en cuyo caso las tarifas iban de los dos a los cinco reales, según el servicio. Cada una de estas dos variantes tenía sus ventajas y desventajas; si bien el sexo «al paso» que ofrecía una cantonera estaba despojado de cualquier comodidad y debía hacerse a la intemperie, quedaba garantizado el anonimato y la carencia de testigos. Pero, claro, se corría el riesgo de ser sorprendido por la autoridad y verse obligado a dar explicaciones, cuando no algún que otro real para que el asunto no pasara a mayores. En las pulperías, si bien las comodidades no eran muchas, al menos había un catre y un techo. Pero, en cambio, las mujeres solían estar entradas en años y desprovistas de algunos dientes. Por otra parte, el cliente quedaba expuesto a la mirada de los parroquianos en una aldea en la que las noticias corrían velozmente. En un café o un burdel debidamente puesto, el visitante tenía asegurada la calidad del servicio, la belleza de las muchas meretrices que se exhibían ante él y, sobre todo, la discreción. Pero claro, en este caso el interesado tenía que estar dispuesto a gastar entre quince y treinta reales. Por supuesto, si el cliente era dueño de una gran inventiva y, sobre todo, de un gran patrimonio, podía dejar hasta cien reales en una noche, suma con la que una familia humilde podía vivir durante un largo tiempo.
Como hemos dicho, Buenos Aires empezaba a perfilarse como una ciudad eminentemente portuaria y, a medida que se hacía próspera, las clases acomodadas criollas buscaban investirse de un abolengo que sus antepasados españoles no tenían. Este afán de distinción trajo consigo un puritanismo hipócrita, propio de los nuevos ricos. Estas dos particularidades de la sociedad porteña hicieron que, en la pretensión de esconder la «basura» debajo de la alfombra, la prostitución se alejara de los barrios ricos y fuera a parar a los arrabales bajos cercanos al puerto: los alrededores del actual Parque Lezama, las Barracas y la periferia del Alto de San Pedro Gonzáles Telmo eran los sitios donde se concentraban las meretrices de la vieja Buenos Aires. Ahora bien, parece ser que lo único que tenían en común las rameras de aquí con las de Sevilla era la nomenclatura; en la ciudad española la prostitución estaba firmemente reglamentada: las mujeres debían tener más de doce años, mientras que en los lenocinios de aquí las había de ocho y, en algún caso, de menos; de acuerdo con el código de mancebía sevillano, las pupilas de los lupanares no debían tener familia en la ciudad, no podían ser ni casadas ni negras o mulatas y debían llevar un rebozo amarillo sobre los hombros que identificara su oficio. Ninguna de estas exigencias estaba vigente en Buenos Aires y, de hecho, las negras y mulatas eran las más solicitadas porque, al decir de muchos, prodigaban los mayores placeres.