10.
Ropa limpia,
cuerpos sucios
Desde tiempos inmemoriales la sexualidad ha estado demarcada por la ropa. Suele creerse con alguna inocencia que el sexo estaba vinculado con la desnudez; sin embargo, la función de la ropa no era sólo la de cubrir los cuerpos, sino la de resaltarlos, exaltarlos e investirlos de sensualidad. Y cuanto más ataviado estaba un cuerpo, tanto mayor era el misterio que lo envolvía y, en consecuencia, más fuerte el deseo de descubrirlo. A lo largo de la historia el vestuario se ha encargado de resaltar, mediante distintos artificios, los atributos femeninos y masculinos; escotes, ceñidores, corsetes, fajas, calzas, corpiños, tacos, tocados, sombreros, maquillajes, pelucas y una infinidad de trucos y recursos fueron algunos de los legados más antiguos que la cultura otorgara a la pobre anatomía humana. La ropa, desde su origen, ha conferido diversos significados al cuerpo. A diferencia de otras especies, dotadas por naturaleza de artificios tales como plumas, crestas, pelajes vistosos y erizados, pieles coloridas, astas voluminosas, etc., cuyo propósito es el de despertar la atracción de los géneros para la procreación, el cuerpo humano resulta, en comparación, deslucido, despojado y algo grotesco. La piel, carente de un pelaje uniforme y suave, salpicada en cambio por un vello desparejo y tosco que rodea los genitales y crece bajo las axilas, las barbas y vellosidades que hombres y mujeres combaten desde siempre con herramientas afiladas, el penacho solitario de pelos que crecen sobre la cabeza y hay que cortar y domesticar permanentemente, dan la imagen de una especie a medio camino, en proceso de una evolución cuyo ideal parece lejano. La ropa remeda, por medio de la cultura, los recursos naturales de cortejo con que la naturaleza dotó a otras especies. El hombre sin ropa no está desnudo, sino inconcluso.
Veamos cómo era el vestuario en épocas de la Colonia para entender algunos aspectos de la sexualidad, materia particularmente omitida en este período de la historia. En primer lugar, la indumentaria siempre ha funcionado como un distintivo de clase; bastaba considerar la vestimenta para identificar de inmediato a los diferentes grupos sociales. Las clases más acomodadas, siempre obedientes a los dictados de la moda, tenían los ojos puestos en España, Francia e Inglaterra. De hecho, la moda criolla se caracterizaba por la mezcla de elementos de diferente procedencia. A partir del siglo XVII la ropa europea comienza a estar fuertemente influida por París. El vestuario masculino cambió radicalmente; las formas amaneradas de la corte de Luis XIV se manifestaron también en la ropa que, de pronto, adquirió varios componentes femeninos: las chaquetas se ajustaban al cuerpo ciñéndose en la cintura y resaltando el volumen de las caderas y el del trasero. Los hombres mostraban sus piernas sin pudor, cubriéndolas con calzas ajustadas que, por otra parte, ponían de manifiesto el tamaño de los órganos genitales con tanto detalle que podían diferenciarse los testículos del miembro a través de la tela. Quienes estaban menos favorecidos por la naturaleza podían apelar a un adminículo especialmente diseñado para abultar la entrepierna. Los hombres que detentaban cargos públicos podían llevar pelucas blancas, rizadas sobre las orejas, y sombreros de fieltro adornados con plumas. El abrigo no sobrepasaba la cintura. El encaje, hasta entonces de uso exclusivamente femenino, se hizo presente en el vestuario de los hombres. Completaban el atuendo unos largos guantes de seda y las botas de cuero brillante. En las colonias, sin embargo, esta vestimenta originalmente barroca y ostentosa lucía atenuada y era menos audaz; sobre las impúdicas calzas blancas que ponían todo en evidencia, los hombres solían usar otra, negra y más amplia, que llegaba hasta las rodillas. Por otra parte y, habida cuenta de que nuestras calles no tenían empedrados como en Europa, sino que eran de tierra mal apisonada que se convertía en barro cenagoso los días de lluvia, el calzado era mucho más rústico.
Paradójicamente, el vestuario femenino era menos pomposo y sugerente que el de los hombres. Los vestidos eran de telas sumamente gruesas y de forma acampanada; en algunos casos tenían una estructura rígida hecha con flejes. Desde luego, no se ceñían al cuerpo y eran tan largos que casi tocaban el piso. Los escotes, otrora tan amplios que dejaban ver el nacimiento de los senos e incluso algo más, en la época de la Colonia se volvieron completamente cerrados y rematados con cuellos de encaje. Era frecuente el uso de almohadones debajo de las faldas para acentuar las redondeces de la cadera. Sin embargo, por regla general, el atuendo femenino no resaltaba las formas, sino, más bien, tendía a ocultarlas. Podría decirse que mientras los trajes masculinos eran provocadores, dejaban ver el cuerpo y ejercían el movimiento de atracción y cortejo, los ropajes femeninos eran recatados, pudorosos y plagados de obstáculos que impedían el contacto físico; los miriñaques, los armazones metálicos, los grandes camafeos que cerraban los escotes como candados constituían una suerte de fortaleza que encerraba el cuerpo femenino.
Más tarde, entrado el siglo XVIII, sería la corte de Versalles el faro de la moda en el mundo. Las aristocracias de los distintos países, desde el extremo de Portugal hasta la lejana Rusia, y las clases dominantes de todas las colonias europeas, incluso aquellas que hasta entonces se mantenían al margen de los dictados de la moda, no pudieron sustraerse a la fascinación de los nuevos cambios. Un factor determinante fue la aparición de las primeras revistas de moda tales como Galerie des modes, entre otras, publicadas en París a partir de 1770. Sin embargo, en el nuevo siglo la tendencia no sólo no había variado, sino que se acentuó: ahora las mujeres no usaban una larga falda, sino dos, una sobre otra; de modo que, para llegar hasta el cuerpo de la mujer, el hombre debía sortear un sinnúmero de obstáculos. La telas se llenaron de flores, cintas y los colores se hicieron más vivaces. Por entonces se impuso la crinolina, una amplia pollera de género encerado cosido sobre una estructura hecha con aros redondos u ovalados. La exuberancia y los movimientos ondulantes que presentaba esta falda al menearse los aros fue considerada un escándalo para la pacata sociedad rioplatense de la época, de modo que en 1750 se prohibió su uso.
En contrapartida, los hombres se ajustaron aún más las calzas de terciopelo, que ahora cubrían las piernas sólo hasta las rodillas, y se pusieron una medias claras muy ceñidas a las pantorrillas. El abrigo masculino se alargó sólo en la parte trasera, pero por delante seguía sin pasar el límite de la cintura, de manera que los atributos viriles quedaran bien a la vista. Las botas fueron reemplazadas por pequeños zapatos de raso con grandes hebillas metálicas. Difícilmente pudiera invocarse en nuestras pampas el refrán que rezaba «la moda no incomoda»: pese a la apariencia femenina que les conferían a los criollos aquellos finos zapatitos aterciopelados, había que ser muy hombre para meterse en los fangales del Virreinato del Río de la Plata con ese calzado hecho para las calles parisinas.
La Revolución Francesa impuso enormes cambios en la historia del mundo y, ciertamente, nuestro país no fue ajeno a semejante tembladeral; grandes cambios que, desde luego, modificaron hasta las cosas más pequeñas y, en apariencia, menos trascendentes. El soberano ya no era el monarca sino el ciudadano, aun en aquellos países que no llegaron a constituirse en repúblicas sino hasta muchos años más tarde. Al menos durante los primeros tiempos de la Revolución, aun la alta burguesía debía confundirse con el hombre común; la ropa debía ser austera, despojada de todo barroquismo y, sobre todo, práctica. Al contrario de lo que podía esperarse, en materia sexual los sucesos de Francia no produjeron un movimiento libertario paralelo al progreso social. Tal vez quien más dramáticamente ejemplificó esta paradoja haya sido el Marqués de Sade. Recordemos que Donatien Alphonse François de Sade fue encarcelado por la monarquía francesa a causa de su obra, ciertamente revulsiva. Pese a su origen noble, era un férreo defensor de los principios republicanos en lo político y un encendido apologista del libertinaje sin límites en lo moral. Sin embargo, ni siquiera con su aporte a favor de la Revolución consiguió la libertad y, de hecho, pasó la mayor parte de su vida recluido. Parece repetirse como una constante a lo largo de la historia que, al menos en lo inmediato, a los movimientos de liberación social les sigue un retroceso en materia de libertad sexual. Esto se tradujo, también, en la indumentaria: el hombre reemplazó las calzas por pantalones más holgados, se cubrió con una capa y volvió a las viejas botas de caña alta. A partir de ese momento y por no poco tiempo, los dictados de la moda se trasladaron de París a Londres, donde la monarquía gozaba de buena salud.
Por estas playas se hizo sentir el cambio, aunque con bastante retraso. Si bien España nunca fue vanguardia en materia de moda, al menos en sus colonias se mantenían las formas castizas en el vestir, por cierto más recatadas que las de las grandes capitales europeas. Pero las clases acomodadas criollas empezaban a mirar con más interés a Francia e Inglaterra. La autoridad española regulaba fuertemente los modos de vestir, dictando ordenanzas muy severas que, en forma directa o indirecta, llegaban a sus colonias. En los retratos de la época puede verse una unanimidad tal en el vestir, que se diría que todos estaban uniformados. Acaso porque los procesos revolucionarios implicaron una militarización de la sociedad civil, los hombres abandonaron aquel glamour de otrora y devolvieron ese lugar a la mujer. Los vestidos femeninos se hicieron más ajustados, resaltando el volumen del busto y angostando de nuevo la cintura.
Mariquita Sánchez de Thompson, lúcida protagonista de su tiempo, de quien nos ocuparemos más adelante con el detenimiento que merece, hace notar de qué modo la ropa cumplía la función de «desnudar» antes que la de vestir. Veamos su descripción del atuendo femenino en la época de las invasiones inglesas:
Voy a pintar el vestido de las elegantes de aquel tiempo. En la calle, siempre de basquiña; estas eran, a lo más, de dos varas de ancho; por lo regular, vara y media, era todo el ancho, pues se llamaban de medio paso; todo el pliegue recogido atrás; de largo al tobillo. Para que no se levantase, se les ponía de guarnición, una hilera de municiones, que se achataba con un martillo y esto se ocultaba en el ruedo. De modo que marcaba todas las formas, como si estuvieran desnudas; a lo que se agregaba dos o tres flecos o uno muy ancho, o una red de borlitas que acababa en picos, con una borla en cada uno de ellos. Debían verse las enaguas, había lujo de encajes y bordados. Los brazos desnudos, en todo el tiempo, y descote, una mantilla de blonda y un aire, que se llamaba gracioso, de cabeza levantada, que ahora se diría insolente y todas eran muy inocentes.
El advenimiento del Romanticismo, cuyos máximos representantes en Europa acaso hayan sido Lord Byron y Mary Shelley, autora de la célebre novela Frankenstein, impuso una sensualidad novedosa y oscura, confiriéndole al sexo un carácter misterioso. Consecuente con esta concepción, las ropas viraron al negro, el gris y el púrpura. Sin dudas, los ideales románticos, aquellos mismos que llevaron a Byron a entregar su vida por la lejana causa griega, influyeron en los ánimos libertarios de los criollos que empezaban a concebir la independencia.
Resulta sumamente interesante examinar estas relaciones entre sexualidad, vestido y desnudez. Es preciso hacer notar que durante mucho tiempo y hasta hace pocos años, el sexo, y sobre todo entre los cónyuges, no se ejercitaba a cuerpo desnudo. Por lo general las mujeres se subían las faldas del camisón, sin quitárselo, para que las relaciones carnales no se establecieran bajo el pecado de lujuria, de acuerdo con la caracterización que hiciera la Iglesia según hemos visto. El pudor ante la desnudez es tan viejo como el Antiguo Testamento. Sin embargo, en las primeras páginas del Génesis podemos descubrir que, al menos en los primeros versículos, no había motivos para ruborizarse:
2:25 Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban.
Pero consumado el pecado original, luego de comer del árbol de la sabiduría, ya nada fue igual:
3:7 Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.
Desde ese momento el cuerpo iba a quedar sometido a la sujeción de la ropa:
3:21 Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió.
Obedientes a la condena de Jehová, los cristianos primitivos mantenían sus cuerpos cubiertos, aun durante el acto sexual, y se mostraban horrorizados ante la desnudez grecorromana, exaltada en pinturas y esculturas. Esta actitud se mantuvo sin variantes entre católicos practicantes. Durante los tiempos de la Colonia e incluso luego de la Revolución de Mayo, muchos matrimonios criollos apelaban a un amplio camisón usado por la mujer, en algunos casos provisto de un orificio coincidente con la vagina. Cabe sospechar que, lejos de constituir un obstáculo, esta prenda, en la medida en que era transgredida para acceder al cuerpo, agregara un plus de erotismo. Se ha dicho que esta costumbre proviene de una supuesta tradición judía de acuerdo con la cual los cónyuges mantenían relaciones a través de una sábana agujereada. Sin embargo, esto no es más que un mito que, acaso, provenga de un malentendido. En las casas de los judíos ortodoxos de Jerusalén solían verse sábanas tendidas que exhibían un agujero en el centro. Muchos han creído que el propósito de esta extraña prenda era el de evitar el contacto y la visión de los cuerpos desnudos. Pero, en rigor, se trataba de un vestido denominado talit katán que iba debajo del resto de la ropa. El agujero en la parte central no tenía grandes misterios: era para que el hombre pasara la cabeza, tal como se colocaría un poncho.
Como hemos visto hasta aquí, la ropa siempre ha sido intrínseca a la sexualidad; el despertar del deseo nunca se ha producido a pesar sino a causa del vestuario y la historia del sexo incluye, por fuerza, la historia de la indumentaria.