5.
El sexo en
el matrimonio

Hemos podido ver que los conventos y los monasterios eran, acaso, los lugares donde con más fuerza se desarrollaba la vida sexual en la joven América poscolombina; examinamos también la forma en que se relacionaban clérigos y laicos a uno y otro lado de los muros monacales. Veamos ahora cómo la Iglesia administraba la sexualidad secular, aun en lo más privado de la existencia de cada individuo.

Desde la entrada en vigencia de las normativas surgidas del Concilio de Trento hasta la creación del Código Civil, redactado por Vélez Sarsfield, la vida íntima de las personas que habitaban el actual suelo argentino estaba severamente reglamentada por un Estado casi teocrático. Ningún aspecto de la vida quedaba exento de la omnisciente mirada de la Iglesia. Ni siquiera la intimidad del lecho marital escapaba a las estrictas leyes eclesiásticas. Podría afirmarse que, aun debajo de las cobijas, el código canónico se interponía entre ambos cónyuges. Así, el intercambio sexual dentro del matrimonio no surgía del simple común acuerdo entre los consortes, sino que debía encarrilarse por el muy estrecho sendero de aquello que permitía el corpus legal religioso. Resulta interesante examinar el conjunto de prohibiciones a la luz del divorcio canónico, que sólo contemplaba la «separación de los cuerpos» e impedía un nuevo matrimonio. Las causas más frecuentes que posibilitaban esta separación eran un amplio abanico que iba desde el adulterio, los malos tratos por parte de uno o ambos esposos, las enfermedades venéreas o fraguar engañosamente el contrato de los matrimonios «arreglados» hasta la lujuria. Ahora bien, ¿qué se entiende por lujuria en el interior del matrimonio? De acuerdo con la casuística escolástica podían determinarse diez tipos de lujuria, seis «naturales» y cuatro «contra natura», a saber: fornicación simple, adulterio, estupro, incesto, rapto, diversa corporum positio y, en el segundo grupo, poluttio, sodomía, bestialismo y, otra vez, diversa corporum positio.

Conviene detenerse en algunos de los casos mencionados para comparar la lujuria con el adulterio. Según la teología, el adulterio comprendía

todas las especies de lujuria consumada en que se divide la carne con otra; y así se entiende también la cópula sodomítica y el bestialismo; pero no se entienden la polución, los ósculos, tactos o abrazos impúdicos.

Así como la lujuria tenía seis acepciones, también el adulterio podía clasificarse en, al menos, tres tipos distintos: nupti cum nuptia, solutio cum nuptia y nupti cum soluta. Lárraga explicaba cada caso de un modo sumamente didáctico: el primero era «como si Pedro casado tuviese cópula con María casada con otro», el segundo «como si Antonio soltero tuviese cópula con María casada» y, por último, dice, «como si Juan casado, tuviese cópula con María soltera». Digamos entre paréntesis, más allá del contenido de las consideraciones, que no deja de sorprender que un teólogo utilizara para sus ejemplos nombres con semejante reminiscencia bíblica. Superado el escozor, continuemos examinando los conceptos de lujuria y adulterio que daban lugar al divorcio canónico. Veamos cuál era el concepto de lujuria para el ya mencionado inquisidor Martín Azpilcueta:

La lujuria es vicio del alma que la inclina a querer el deleite desordenado de cópula carnal o de preparatorios della. Y su obra es querer deseo, o gozo de aquel delito. Y como todo deleite nace de cópula carnal, o de sus preparatorios, es desordenado, excepto el de la cópula marital: por todo esto querer, deseo o gozo de deleite de cópula, excepto el de la marital, es pecado, a que el vicio de la lujuria inclina, y con aquella crece, se aumenta y gana fuerzas.

Es decir, el solo hecho de encontrar deleite en la sexualidad, resulta en pecado de lujuria. Tales conceptos se desprenden de la tradición paulista, cuya visión del matrimonio es la de un mal menor respecto de la castidad, pero de un mal al fin. Las epístolas de Pablo son las que dieron lugar a la doctrina de San Jerónimo, según la cual el casamiento era la reafirmación del pecado original que venía a envilecer el verdadero estado de gracia consistente en mantener la virginidad y la castidad. En otras palabras, la Iglesia debió admitir la unión entre hombres y mujeres pero bajo la única condición de la procreación y siempre y cuando se evitase escrupulosamente el placer.

Quizá ninguna otra institución ha estado tan obsesionada por el sexo como la Iglesia. El derecho canónico, velando por la pureza de la feligresía del Nuevo Mundo, ha establecido todos los cálculos y combinaciones posibles para describir fehacientemente la lujuria. Algunos sacerdotes franciscanos llevaron su imaginación hasta el límite para conjeturar situaciones lujuriosas:

Si el marido ha conocido alguna parienta de su mujer o la mujer algún pariente de su marido no puede demandar el deudo matrimonial sin dispensación.

Si hombre con hombre o mujer con mujer hubiesense conocido es vicio contra natura.

Si hombre con mujer aunque sea la suya propia en otra parte que no sea natural peca gravemente. Si pecó de forma y manera que no sea natural y común porque en todas las otras maneras que son impedimento vano poder recibir la simiente la mujer son no naturales pecan aunque sean el marido con su mujer.

Si alguna mujer ha pecado con algún religioso o sacerdote es así mesmo sacrílego y peca más que con lego. [Nótese, de paso, que la condenada es la mujer mientras que el sacerdote parece quedar absuelto de antemano].

Si ha conocido algún bruto animal o se ha conocido con él es bestialidad y muy grande culpa y pecado. [Recuérdese que entre las culturas originarias de América la zoofilia no estaba condenada en absoluto y era más bien frecuente en las sociedades pastoriles]

Si durmió con alguna mujer ora sea suya, ora ajena estando próxima al parto.

Si son casados, la mujer siendo requerida de su marido debe consentir cuando con buenas razones no le puede apartar, y en tal caso al marido es imputado el pecado.

Veamos qué sucedía, ya ni siquiera en las relaciones entre los cónyuges, sino en la más absoluta intimidad y privacidad, cuando el derecho canónico arbitraba en los pensamientos de las personas. En estos casos, aunque no se consumara en los hechos el pecado de lujuria tenía lugar de todos modos «si ha mirado cosas que provocan a pecar, como cuando se tocan los brutos animales unos con otros». Resulta sumamente interesante cómo, acaso sin advertirlo, este franciscano no hace más que revelar sus propias fantasías. Y entregado por completo a su lúbrica imaginación, continúa:

Si miró así encantadamente en algún espejo de donde le sucedieron malos pensamientos.

Si carnalmente se deleita en olores como en algalia, almizcle o ámbar gris.

Si se deleitó en malos olores como en sudores es cosa que demuestra gran carnalidad y grave culpa y no menos pecado.

Pero, claro, negocios son negocios, cuando la sexualidad se mezcla con los bienes terrenales, resulta sumamente ilustrativo ver cómo estos últimos parecen despertar entre los clérigos mayor preocupación que los asuntos del Reino de los Cielos:

El adulterio del hombre soltero con la mujer casada es el más grave porque trae peligro de hijo adulterino, el cual entra en la herencia con daño del verdadero heredero.

Cabe señalar en este punto que tales observaciones en relación con la propiedad, el patrimonio y la herencia han permanecido casi inalterables y fueron transcriptos a la normativa argentina posterior a la ley de matrimonio civil. Luego de esta pequeña disquisición de orden económico, el franciscano vuelve al tema que le compete, la lujuria, y entonces continúa condenando, en esta oportunidad, dos cuestiones deleznables: la sodomía y la polución voluntaria. En ambos casos se trata de instrumentos anticonceptivos contranaturales. A la primera se la denominaba posición retro y no precisamente porque remitiera a épocas pretéritas.

Por otra parte, vale la pena señalar que la fornicación no solamente estaba considerada como un pecado que incluía relaciones fuera del matrimonio; se podía fornicar, incluso, dentro de la pareja conyugal cuando, por ejemplo, se producía «la penetración del miembro en el vaso de la mujer sin derramar el semen, o derramar el semen dentro del vaso sin que penetre el miembro», según proclama el jesuita Tomás Sánchez en el siglo XVI. Más allá de la complejidad de este último caso, que requiere una puntería y potencia notables, si no fuese porque semejantes pensamientos surgen de una mente beatífica, se diría que estamos en presencia de un obseso sexual. Pero luego el jesuita se pregunta: «los besos y abrazos, ¿son justa causa de divorcio?». Resulta difícil contestar este interrogante si no aclara el clérigo en qué lugar del cuerpo imagina tales caricias. Aun así, el religioso considera motivo de divorcio que la mujer «consienta abrazos y besos». Sin embargo, luego de perderse en un intrincado laberinto no sólo conceptual, sino también anatómico, el muy venerable padre Tomás Sánchez llega a una conclusión terminante:

No es causa de divorcio introducir el semen en la boca o los oídos del hombre o la mujer, porque no es cópula consumada o sodomítica.

Éstas, entre otras tantas delicias, eran las grandes preocupaciones de los clérigos que llegaron al Nuevo Mundo. Si alguien dispuesto a pecar encontraba agotada su lujuriosa imaginación, no tenía más que consultar el libro del padre Tomás Sánchez para hallar la más creativa gama de posibilidades.

Acaso el religioso no tuvo presente la máxima paulista según la cual la redacción de las leyes hace surgir pecados nunca antes imaginados. Dice San Pablo en su epístola:

Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás.

Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la ley el pecado está muerto.

De modo que si al hombre fiel y obediente nunca se le había ocurrido derramar el semen en el oído de un semejante, luego del aporte del religioso se abre frente a sí una novedosa posibilidad para experimentar.