6.
El abuso sexual
en tiempos
de la Colonia

El espíritu libertario de una época no sólo se expresa en el plano de la política; al contrario, todo proceso revolucionario surge de la reacción contra los abusos cometidos en la vida cotidiana que, poco a poco, van encontrando un cauce común. Como hemos visto hasta aquí, el sometimiento sexual siempre ha sido, además de un abuso de índole privada, una herramienta política y militar de dominación, de sujeción de las voluntades y de los cuerpos. Durante los días de la Conquista y los albores de la Colonia, las denuncias sobre abusos surgían de voces aisladas como la de Fray Bartolomé de las Casas o la del padre Martín Gonzáles. Estos testimonios eran doblemente valiosos, ya que al no provenir de las víctimas sino de aquellos que habían llegado entre los victimarios, constituían una verdadera confesión. A medida que la población mestiza y criolla se fue extendiendo y afianzando como un factor social particular con características propias, diferente de los españoles y, en muchos casos, opuesta también a sus orígenes indígenas, comenzó a hacerse oír cada vez con más fuerza. Esta voz ya había perdido su entonación castiza y, con un acento inédito, empezaba a denunciar los abusos. Y no se trataba de rebelarse sólo contra la autoridad, sino, incluso, contra aquellos que, siendo de la misma extracción, se aprovechaban de los más indefensos: las mujeres y los niños. Por primera vez, las víctimas de las más aberrantes ignominias se convirtieron en protagonistas de la historia. Rompiendo su largo y obligado silencio, en un gesto de valentía difícil de asumir dadas las circunstancias, las mujeres iban a la justicia a denunciar a los violadores que, en muchos casos, eran sus propios parientes.

No resultaba fácil levantar la voz en aquellos tiempos: los tribunales, integrados en su totalidad por hombres, dueños, además, de una mentalidad forjada en el molde de la Inquisición, no tenían una opinión muy favorable a las mujeres. De acuerdo con la tradición bíblica, las mujeres provenían de la pecadora casta de Eva, responsable de la expulsión del paraíso y, en consecuencia, de todos los males del mundo. La Virgen María, en cambio, era el modelo a seguir. Así, abandonadas en ese limbo entre Eva, arquetipo del pecado, y María, un ejemplo inalcanzable, resultaba muy ardua la tarea de convencer a un juez de que ellas no eran las responsables de la tentación que hiciera tropezar al mismísimo Adán. Definitivamente, las Sagradas Escrituras no estaban del lado de la mujer. Si la Ley de Dios era tan severa, ¿por qué esperar más compasión por parte de los hombres? Sin embargo, pese a todo, se armaban de ese coraje nacido de la indignación y se plantaban frente a la masculina autoridad. Ejemplos heroicos como los de Juana Azurduy o actos de rebelión contra las normas matrimoniales como el desplante que hiciera Mariquita Sánchez de Thompson a su prometido, encuentran su antecedente en estos pequeños sucesos de índole muchas veces doméstica.

Según consta en los documentos compilados por José Luis Moreno, la mayor parte de las causas judiciales de la época se instruían por acusaciones de sevicia y maltrato. Hasta entonces era completamente natural y unánimemente aceptado el hecho de que el hombre diera órdenes a las mujeres, levantando la voz si era necesario e incluso alzándoles la mano si los insultos resultaban insuficientes. Desde luego, esto no se limitaba al ámbito doméstico, sino que se hacía extensivo al medio laboral, al religioso y al civil. A la mujer podía gritarle el marido, pero también el amo o el patrón, el cura, el militar y el juez. Por otra parte, y en la medida en que la Iglesia se resistía a aceptar el divorcio a causa de malos tratos, era frecuente que, luego de los cotidianos agravios por parte del esposo, luego fuese el cura quien sermoneara a la humillada mujer si ésta pretendía separarse. Los jueces no eran más flexibles que los clérigos; si el fuero eclesiástico se proclamaba en contra de un divorcio, el juzgado secular raramente se pronunciaría en otro sentido. Si ante la desesperación la agredida decidía escapar llevándose a sus hijos, se exponía a sanciones gravísimas. Así, la mujer que huía de las palizas o de las violaciones habituales de su marido, corría el riesgo de ser declarada «insubordinada».

Veamos el caso de María del Tránsito Alarcón, vecina de San Vicente, quien, sometida a reiterados malos tratos por parte de su marido, decidió solicitar la separación. En su alegato, confirmado por varios testigos entre quienes se contaba un clérigo, aseguró ser víctima de golpizas frecuentes, siendo además obligada a trabajar «como una esclava», mientras recibía epítetos tales como «ramera» y otros por el estilo. Después de examinar detenidamente el caso, el juez a cargo sentenció:

que la mujer se contenga y no dé ocasión de disgustos domésticos a su marido, guardándole el debido respeto y veneración con apercibimiento de lo que ya ha lugar.

Por si quedaba alguna duda, el alcalde del pueblo dio por concluido el caso con palabras dignas de un estadista: «si se casó, que se aguante». Pero, acaso compitiendo por ver quién de los dos era un funcionario más probo, el juez fue aún más allá y agregó en su dictamen: «con la ley le haré ver que al marido no le es prohibida la corrección o el castigo moderado». En otras palabras, no estaba mal pegarle un poco a las mujeres, aunque más no fuese a modo de correctivo. Por otra parte, y habida cuenta de que una de las instituciones más fuertes por entonces era la patria potestad, el padre de familia gozaba de las mayores facultades para imponer su autoridad sobre su esposa e hijos. De manera que si la mujer no mostraba la sumisión esperada por su consorte, éste podía decidir su reclusión en el convento. Es decir, el marido tenía la misma autoridad que un juez, pudiendo disponer, de hecho, de la libertad de su esposa.

El límite entre el uso de la patria potestad y el abuso de esta prerrogativa era ciertamente difuso. Así, por ejemplo, los vejámenes sexuales dentro del matrimonio eran moneda corriente y a ninguna mujer se le hubiese ocurrido denunciar tales situaciones. Los casos de violaciones comenzaron a ser cada vez más frecuentes, obviamente no porque se hubiesen incrementado en número, sino porque, poco a poco, las víctimas se animaban a denunciar a los agresores. De acuerdo con las estadísticas, ha podido establecerse que el ochenta por ciento de los denunciantes eran mujeres adultas y el resto, menores de catorce años de ambos sexos. Estas cifras son apenas un pálido índice, ya que resultaba muy difícil que un menor se presentara motu proprio a la justicia y, mucho más, que su denuncia pudiese ser siquiera considerada. De manera que se puede inferir fácilmente que los abusos a niñas y niños era mucho mayor de lo que arrojan estas nóminas. Por otra parte, era frecuente el abandono de niños concebidos durante abusos sexuales, presentándose casos sumamente complejos en los que un mal se agregaba a otro.

Veamos otro de los casos citados por José Luis Moreno: el de Lorenza, una niña de diez años, muy presumiblemente fruto de una violación, que fue entregada por su madre, «dedicada a la prostitución», a una parienta para que la criase. Al morir esta última recayó sobre su viudo, Pedro Abeleyda, la obligación de criar y educar a la niña. Sin embargo, al cabo de un tiempo la madre reclamó su hija al hombre y consiguió llevársela. Pero los avatares del oficio de su madre hicieron que la niña nuevamente fuera abandonada y esta vez dejada al cuidado de una lavandera. Luego de numerosas idas y vueltas de la madre, de reiterados abandonos y reencuentros, la menor terminó en una taberna del barrio de Monserrat siendo violada en reiteradas ocasiones por el dueño, con la complicidad del personal. Según consta en el expediente, la pequeña Lorenza había sido abusada por dos hombres «luego de haber sido emborrachada con vino mistela». Cabe señalar que la denuncia no había sido formulada por su madre, sino por su tutor, Pedro Abeleyda y que la lavandera que la tomara bajo su cuidado fue quien curó a la niña, «cuyas partes pudendas estaban lastimadas». Pero lo más curioso del caso resulta la defensa de uno de los acusados de estupro, quien alegó ser el padre de la pequeña y que, en consecuencia, tenía derecho a acariciarla. Cierto o no, semejante alegato demuestra los alcances de la patria potestad y las atribuciones que un padre podía arrogarse en su nombre: en lugar de considerar el vínculo como un agravante, se lo invocaba como un hecho absolutorio. No menos aberrante resultó la defensa del otro acusado, quien reconoció haber introducido «el miembro en sus partes (…) pero no en sus partes pudendas». Para decirlo claramente: sólo había penetrado a la pequeña por el ano («las partes») y no por la vagina («las partes pudendas»), de modo que, a su juicio, no había habido abuso ya que, desde el punto de vista jurídico, sólo podía entenderse a la violación como la penetración vaginal.

Ciertamente, y por razones obvias, este criterio tornaría inexistente el delito de violación cometido contra varones, crimen muy frecuente, tal como testimonian las causas judiciales de la época. Según consta en los expedientes, en el barrio del Alto fue encontrado un niño de doce años al que habían intentado ahorcar. De acuerdo con el relato del muchacho, mientras se disponía a regresar del Centro a pie luego de hacer algunas diligencias, un hombre que había sido empleado de su padre lo invitó a que subiera a la grupa de su caballo para acercarlo hasta su casa. Al muchacho le sorprendió que, durante el camino, el hombre entonara en su oído «un fandango que solía cantársele a las mujeres» y luego lo invitó a que fuesen a un campo a que lo ayudase en algunas tareas. Una vez en el lugar, el hombre, amenazándolo con un facón, le exigió al muchacho que se desvistiese, mientras «le dixo: si no pecas conmigo, te mato». Sin alternativa, asustado y bajo coacción, el niño se quitó la ropa y el hombre «lo cogió por detrás e hizo su gusto haciendo diligencia a penetrarle». En un descuido, el chico intentó escapar pero el abusador lo ató con una correa, lo enlazó a su caballo y, así, lo arrastró por el campo hasta dejarlo inconsciente, a punto de morir ahorcado.

Este tipo de acusaciones era verdaderamente inusual, ya que el muchacho, casi un adolescente, podía temer que se viera mancillado su honor no sólo en el abuso, sino en la exposición pública del caso frente a la mirada muchas veces prejuiciosa de la sociedad. De hecho, al intervenir la justicia y dar captura al pederasta, otros muchachos se atrevieron a denunciar a este mismo hombre que, según se probó en la causa, resultó ser un violador consuetudinario.

Pero no sólo las mujeres y los niños de uno y otro sexo eran víctimas de estos vejámenes, sino también los hombres adultos. Tal vez estos casos sean los que menos se hayan denunciado a lo largo de la historia porque, a todo lo dicho respecto del caso anterior, hay que añadirle la maliciosa mirada social que sumía a la víctima en el peor deshonor y el más terrible ultraje a la virilidad. Pocos hombres estaban dispuestos a someterse al escarnio público de la presunta pérdida de la hombría, equivalente, de acuerdo con la misoginia imperante, al irrecuperable quebranto de la virginidad en las mujeres. Por este motivo, el caso expuesto a continuación resulta una verdadera rareza que, afortunadamente, llegó hasta nuestros días. Los hermanos José y Carlos Medina eran peones de una estancia. Una noche, mientras dormían en uno de los cobertizos, un hombre apellidado Martínez se acercó a Carlos Medina y

amenazándolo con un cuchillo dijo que si no se callaba lo había de degollar, temeroso no executara, le obligó a no hacer más leve resistencia y que Martínez efectuara su depravada intención.

El peón, probando en su propio cuello el filo del facón, no ofreció resistencia y su hermano no hizo nada para impedir el abuso. De acuerdo con las actas del proceso, el tal Martínez no era la primera vez que intentaba consumar la violación: con anterioridad a este suceso había declarado a viva voz su «inicua solicitud» exhibiendo sus habilidades con el facón. El hermano de la víctima, José, dijo haber visto cómo Martínez había llegado a «lastimar a otros quedando sin castigo y que sintió miedo en el mismo acto a la desesperada y decidió disimular hasta donde pudiese», motivo por el cual no auxilió a Carlos. Otro testigo afirmó que Martínez, hombre peleador y dado al aguardiente, ya había agredido a la víctima de la misma forma:

Una noche que fui a encender un cigarro a la luz lo agarró Martínez por los cabellos y lo quiso besar a que resistiéndose y diciéndole una mala palabra replicó que porque se exasperaba siendo un muchacho.

La importancia de este caso radica en el hecho de que la víctima no temió que, al ventilarse el expediente, quedara él mismo como un homosexual, tal como ocurría la mayor parte de las veces. En este tipo de abuso solían invertirse los términos y el verdadero homosexual, en este caso el violador, acusaba a la víctima de «maricón» o «puto» para justificar su propia conducta. La prueba era que, a fin de cuentas, él «se había dejado».