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La emperatriz
Si Benno tenía un pequeño lío en la cabeza, Minerva tenía un verdadero caos. Astorre no había tardado mucho en decirle que sería él y no su padre quien iba a casarse con ella después de todo. Se lo había comunicado con gran delicadeza, dándole a entender que el duque había respondido de forma natural a su belleza y valentía, sin pararse a pensar en las consecuencias, tal como lo haría cualquier hombre. Sin embargo, debido a razones de carácter dinástico (que para Minerva se traducían en que se consideraba más juicioso que tuviera hijos con un joven a que los tuviera con un gobernante que ya tenía un pie en la tumba), el duque había dispuesto que se llevara a cabo el plan original.
Los ojos de Astorre no fueron tan discretos como sus palabras. Aunque no se dedicó a devorarla con la mirada indecorosamente, con el ardor de su expresión le dio a entender que no tenía necesidad de fijarse en nada excepto en su cara. Con aquello, le dijeron sus ojos, le bastaba para vivir. Minerva se dio cuenta de que se había sonrojado y se apresuró a inclinar la cabeza para beber de su copa dorada. El criado acababa de llenársela con un vino que olía a flores y parecía oro líquido. Apretó la mano en torno a los querubines que adornaban la copa para que le dejara de temblar y bebió. ¿Habría oído mal? No era posible que Astorre le hubiera dicho que iban a casarse esa misma noche.
—Su excelencia cree que lo más prudente será que vaya a Montenero antes de que alguien intente poner en duda vuestro derecho a la herencia. —Astorre se interrumpió para no decir lo que los dos tenían en la cabeza: «Como vuestro padre mató a su hijo, su heredero y vuestro hermano, antes de que mi padre matara al vuestro…». «¿Qué pensará de mí? —pensó Minerva—. Al fin y al cabo, no he vengado la muerte del príncipe Livio ni me he negado a casarme con él, que es el hijo del responsable de su muerte. ¿Debo ser condenada por ello? Debería coger este cuchillo por su puño de oro y perlas e incrustárselo en su pecho de terciopelo… Supongo que lo haría si pensara que el príncipe Livio era mi padre».
Allí estaba el hombre que creía que era su padre, al lado del duque Grifone, que estaba dándole de comer los mejores trozos que había en su plato con el mismo cuidado y afecto que muestran los dueños de un animal antes de sacrificarlo. El caos de sentimientos que la embargaba parecía haber paralizado su capacidad de discernimiento. Cuando Grifone la había saludado antes del banquete (en su calidad de invitada de honor y, según creía ella entonces, de futura esposa), al ver al señor Mirandola a su lado, a Minerva se le habían puesto los pelos de punta y había tenido la sensación de que el corazón se le detenía y se le aceleraba a continuación. Siempre había sido consciente del peligro que entrañaba el que el señor Mirandola fuera apresado por Petrucci, su enemigo mortal. Seguramente los hombres de Grifone habían hecho una incursión en Fontecasta después de que ella abandonase la villa y lo habían capturado. ¿Cómo habría averiguado el duque que se encontraba allí? Además, no cabía pensar que ése lo hubiera invitado a cenar para pedirle perdón por lo ocurrido en el pasado, así que, ¿por qué estaba ahora en el palacio?
La llegada del alguacil con el prisionero y el rumor de comentarios a que dio lugar el encadenamiento de Giacomo a la columna que había a apenas tres metros de distancia de donde ella se encontraba le permitieron formarse una idea de la suerte que le aguardaba a Mirandola. Se estremeció. Estaba destemplada. Astorre se inclinó para hablar con su padre, no sin antes pedirle permiso a ella (pues estaba sentada entre los dos) y ofrecerle un embriagador primer plano de sus bronceadas mejillas y sus largas pestañas. Olía a ropa limpia, a la lavanda y el sándalo con que aquélla había estado guardada; su pelo desprendía una fragancia como a campo abierto. Minerva se sentía confusa.
—Excelencia, permitidme que os pida que consideréis el efecto que pueden tener en el apetito de las damas gritos tan groseros.
El duque se volvió hacia él y mostró una cara que, con sus profundas arrugas y sombríos ojos, más bien parecía una versión amenazadora de la de su hijo. Minerva se sentía atrapada entre los dos, pese a que el duque, que tenía una mano sobre Mirandola y la otra sobre el mantel, estaba de buen humor.
—¡Cierto! Que ese villano espere. Morirá más tarde. ¿Por qué habríamos de darle gusto? Veremos correr su sangre durante los postres. Tu deseo queda concedido, hijo mío. —Entonces se volvió de nuevo hacia Mirandola y, tras coger la jarra dorada que sostenía su criado, le sirvió él mismo una copa y se la puso entre los dedos mientras el ciego esbozaba su secreta e irónica sonrisa en su mundo de sombras. Minerva sintió el corazón pletórico de amor por él, por su valentía, por su tranquilidad… ¿Le concedería el duque un deseo también a ella si se arrojaba de rodillas a sus pies? Pero, ¿qué le pediría? ¿«Soltad a mi padre»? Si le dijera aquello, su boda ya no tendría sentido, acusaría públicamente a su madre y sería ejecutada junto con Mirandola.
¿Debía hacer aquello?
A pesar de que el príncipe Livio había sido un hombre violento y cruel que había planeado secretamente matarlos a los dos, podían perdonarle que fuera su padre. Al fin y al cabo le había dejado un principado en herencia. Sin embargo, jamás le perdonarían que tuviera un padre que, además de ser un traidor, no tenía ningún Montenero que dar como regalo de despedida.
Ni siquiera estaba prestando atención al banquete. Los platos iban y venían y ella probaba un poco de todos tal como le habían enseñado. Estaba bebiendo más vino del que su madre le habría permitido, porque, aunque no acabara con su inquietud, al menos la atenuaba. ¿Dónde estaba Segismundo?
Se volvió hacia Astorre con cara de prestar atención a lo que le decía, pese a que le resultaba imposible concentrarse lo suficiente como para averiguar de qué hablaba. De todos modos, él no parecía esperar más de ella que aquel gesto de interés. Quizá también estuviese pensando en los extraordinarios sucesos que habían ocurrido aquel día. ¿Sabría, sin embargo, que la razón que la había llevado a arrojar al suelo al príncipe Livio era que ya no era su padre y que se había convertido en una pesadilla para ella? Astorre estaba dirigiéndole ahora unos cumplidos sumamente halagadores, que le parecieron mucho más explícitos cuando lo miró a los ojos. Su mirada era tan intensa, que, pese a la confusión que la embargaba, recordó de inmediato que la boda se había adelantado e iba a celebrarse esa misma noche. Entonces se fijó en el pobre desgraciado que, medio desnudo, intentaba aflojar las cadenas que le sujetaban los brazos a la columna al tiempo que se golpeaba la cabeza contra el mármol. El duque, aunque se fijaba en él de vez en cuando, estaba totalmente concentrado en Mirandola; con gran satisfacción, había descubierto que cada vez que le daba unas palmaditas en la mejilla su invitado no podía evitar dar un respingo.
Astorre le había asegurado a Minerva que intercedería por Mirandola, pues todavía le guardaba cariño. Sin embargo, su padre ya le había dicho que los gobernantes no podían permitirse el lujo de perdonar a nadie, y que para hacer justicia no sólo había que aplicarla en público sino de un modo que nadie fuera a olvidar jamás. Aunque no creía habérselo dicho, Minerva pensó, y al hacerlo se le encogió el corazón, que el que le arrancaran a uno los ojos ya era castigo suficiente y que seguramente Dios ya se habría apiadado… Dejó que le llenaran de nuevo la copa. ¿Dónde estaba Segismundo?
El banquete ya casi había terminado. Él seguía sin aparecer. Recogieron la vajilla y quitaron el mantel. El duque Grifone levantó entonces una mano para indicar a los criados que no quitaran las mesas de caballetes y exclamó:
—¿Dónde está el adivino?
Los comensales bajaron la voz, buscaron al cómico con la mirada y entonces se levantaron con cara de animación. Uno de los hombres de Astorre lo había hecho entrar en la sala de un empujón. Se trataba de un hombre delgado vestido con un abigarrado traje azul y amarillo. Su dorada melena le tapaba la cara casi por completo. Cuando se la apartó, las mujeres, al menos, cambiaron el tono de voz. Y es que sus facciones, la proporción exacta entre las cejas, los ojos y la curva de la boca, constituían el epítome de la belleza. Avistó al duque y echó a andar por la sala como si no estuviera bajo vigilancia; cuando llegó a su mesa, los comensales guardaron silencio para poder oír qué iba a pasar.
—Decidnos cuál es el destino de vuestro compañero aquí presente —dijo Grifone—. Yo ya lo sé, pero quiero oír vuestra versión.
—Yo no tengo versiones, excelencia —contestó el joven—. Sólo digo lo que nos reserva la Fortuna.
Minerva aguzó los ojos: el joven había sacado un saquito de seda y estaba abriéndolo. ¿Cómo era posible que aquel curioso personaje fuera el compañero del señor Mirandola? Tenía acento extranjero, la ropa que llevaba estaba raída y sus facciones eran exquisitas. Parecía un ángel de la guarda disfrazado. Ángelo barajó las cartas, las extendió delante de Mirandola y dijo:
—Tenéis las cartas delante. Coged una.
Mirandola alargó un brazo y encontró el lugar en que se encontraban las cartas. Su mano vaciló por un momento y luego descendió como si alguien tirara de ella. Cogió una carta y le dio la vuelta. Minerva se fijó en que incluso la princesa Corio estiraba el cuello para ver mejor. La carta era una mujer sentada en un trono; alrededor tenía unos símbolos que Minerva no alcanzó a ver.
Ángelo levantó sus ojos grises, miró al duque y dijo lacónicamente:
—La Emperatriz. Significa buena suerte.
El duque se echó hacia atrás.
—¡Buena suerte! —dijo—. Volved a mirar, adivino, os lo aconsejo.
Ángelo se encogió de hombros.
—Sólo puedo decir lo que muestran las cartas. ¿Vuelvo a barajar para que coja otra? —Por su tono, se habría dicho que pensaba que era inútil, que volvería a salir «buena suerte». El duque lo miró por un instante acariciándose el mentón con un pulgar; entonces se inclinó bruscamente y le dijo:
—Ya veréis como sale el Rey de los Infiernos. Satán no tardará en ascender a un traidor de tanta fama como vuestro compañero.
El adivino cogió rápidamente las cartas, las tapó con la tela de seda y volvió a mirar al duque.
—El tarot ha de ser honrado con oro o plata cada vez que se lo consulta, Excelencia.
—¡Oro y plata! ¡Oro y plata…! —exclamó el duque—. Pues bien, se os pagará. ¡Lo verteremos fundido en vuestra boca! Atadlo allí arriba. Que haya simetría. Habéis protegido a mi enemigo y vuestro destino es fácil de adivinar.
El alguacil, encantado, fue corriendo a la columna de la derecha y supervisó su limpieza y el encadenamiento de las manos de Ángelo. Las mesas fueron retiradas y la cítara, el laúd, el rabel y el cromorno de la pequeña orquesta del obispo comenzaron de nuevo a sonar. El alguacil, claramente enardecido por la función que estaba desempeñando, se apresuró a ordenarles que tocaran la música que el duque había pedido especialmente para la ocasión. La princesa Corio, que prácticamente no había comido ni había pronunciado palabra en respuesta a las atenciones que Astorre le había dispensado durante el banquete, se inclinó dejando que el velo negro de su tocado envolviera su blanca cara como si fuera un nubarrón. Aquél era el momento que había estado esperando. Aunque se había perdido las muertes de los verdaderos asesinos, ahora iba a presenciar la ejecución de un hombre que había urdido un plan para matar a su hermano. Al considerar los sentimientos de las damas y aplazar la ejecución, el duque no había hecho más que ofenderla.
El verdugo del alguacil avanzó hacia las columnas, soltó la correa de su látigo como si fuera una serpiente de gran tamaño que se deslizara siseando por el suelo y la hizo restallar produciendo un chasquido preliminar que hizo que buena parte de los comensales, incluida Minerva, diera un respingo. Al ver la ondulante tralla una mujer no pudo evitar soltar un gritito tan espontáneo como la repentina palmada que dio la princesa. Había otras personas en la sala (eclesiásticos subordinados al obispo, cortesanos del duque y su hijo y dignatarios de Colleverde acompañados de sus esposas) que contemplaban el espectáculo sin dar grandes muestras de entusiasmo, pero que estaban dispuestas a fingirlo si fuera necesario para complacer al duque.
Cuando apenas el tercer latigazo hubo manchado de sangre los juncos que cubrían el suelo, la cortina que había en el extremo opuesto de la sala se abrió y una extraña procesión entró en ésta, precedida, de espaldas, por un quejoso mayordomo. A continuación aparecieron varios sirvientes vestidos con la librea de tonos grises claros y oscuros de la princesa acarreando una litera. En ella yacía un hombre ataviado con los colores del cardenal que tenía los ojos cerrados y la cara pálida como la cera y cubierta de cicatrices. A su lado, andando al mismo ritmo que la litera, alto y serio, vestido como siempre de negro, iba Segismundo.