21

«¡Tenemos al asesino!»

Segismundo había levantado la mano para llamar a la puerta de enfrente, la de la habitación de Torcuato, cuando oyó un tumulto en la planta baja. Dando unas zancadas por el pasillo, se acercó al rellano que había encima del vestíbulo de entrada a la casa, se asomó a la balaustrada y vio un movimiento de antorchas y sirvientes. El obispo Tadeo había llegado.

Como las principales metas del obispo en este mundo eran llevar una vida tranquila y evitar a la princesa Corio, las circunstancias que se estaban dando en aquel momento eran para él una pesadilla. Al ser el cardenal quien había muerto, de manera, además, violenta e innecesariamente ostentosa, toda la responsabilidad de encontrar a los asesinos recaía sobre él, ya que era el clérigo de categoría más alta que había en Colleverde en aquel momento. Evidentemente, eso significaba que estaba obligado a ponerse a las órdenes (difícilmente podía considerarse una petición) de la princesa, ver el cadáver (estaban conduciéndolo arriba), expresar su consternación (que era considerable), rezar al lado de su cama (del que se retiraría en cuanto pudiera sin faltar a la decencia) y asegurar a la princesa que su alguacil ya estaba interrogando a todos los forasteros que se alojaban en las posadas y ventas de la ciudad y que «al no tener el testimonial de su obispo, no pueden ser considerados auténticos peregrinos».

—¿Y si los autores del crimen se hacen pasar por peregrinos? —Sólo habían pasado diez minutos desde su llegada y la princesa ya había conseguido que se sintiese un incompetente; al cabo de un cuarto de hora, el obispo se esforzaba por ahuyentar de su mente la idea poco cristiana de que los asesinos hubieran aprovechado la hoguera del cardenal para acabar con su hermana—. Mi hermano será expuesto en una capilla ardiente en la catedral.

El obispo estaba contemplando con gesto sombrío los restos del cardenal, que las mujeres del servicio de la princesa habían amortajado y preparado sobre su cama lo mejor que habían podido. La cara carbonizada, desprovista de pestañas y cejas, dio al obispo una idea muy desagradable de lo que no podía ver y una idea mucho más clara de los fuegos del infierno que la que había tenido hasta ese momento. Había dicho sus oraciones fervientemente. Era difícil evitar hacer conjeturas acerca de si en aquel instante el alma del cardenal estaba corriendo la misma suerte que la que había sufrido su cuerpo. Cabía suponer, y temer, que su eminencia había muerto sin recibir la absolución. Y se sabía que era un hombre mundano.

Al obispo le inquietaba, además, un problema de tipo práctico: ¿cómo iban a arreglárselas para presentar sus restos en una capilla ardiente?

—Claro, claro. Mandaré a varias personas para que se encarguen de ello. Se hará todo lo que se debe hacer, alteza; su eminencia recibirá todo lo que la Santa Madre Iglesia pueda darle. Ya están celebrándose misas por él en la catedral. En cuanto me enteré de que…

—Claro, claro… El Santo Padre también ha de ser informado de inmediato.

—Enviaré un despacho a Roma enseguida.

El obispo, que había ladeado la cabeza en un gesto conciliador, se inclinó hacia la princesa, deseando poder coger su frasco de perfume para impedir que su olfato sufriera el terrible hedor a carne quemada que todos los ungüentos y hierbas que se habían arrojado al fuego no habían logrado disimular.

Se lo pensó dos veces. Tal vez fuera considerado una falta de tacto.

Otra voz se coló en aquel momento en la conversación.

—¿No convendría, tía, que fuera yo a Nemora? Debería ser un familiar quien le diese al duque una noticia tan terrible como ésta; alguien que haya estado en la casa en el momento de lo ocurrido. —Torcuato, que tenía las manos unidas como si todavía estuviera rezando, inclinó asimismo su cuerpo hacia la princesa y lanzó una mirada de soslayo al obispo como si quisiera darle a entender que cualquier mensaje que él mandara no valdría de nada.

—Te necesito aquí. No van a faltarte cosas que hacer —le dijo su tía antes de que el obispo pudiera secundar la propuesta—. Ayudarás al señor Segismundo a encontrar a los demonios que han matado a tu tío.

Por la expresión de Torcuato, que por regla general hacía pensar que acababa de morder un limón verde, quedó bien claro que no le hacía ninguna gracia tener que desempeñar una vez más el papel de burro de carga.

—¿Creéis, tía, que es prudente confiar la investigación a un desconocido?

—Ese hombre salvó al duque de Rocca de sus enemigos, sobrino.

—¡Los enemigos de Rocca no son los enemigos de Nemora! ¡Tal vez lo hayan mandado a cometer el asesinato!

—Estaba conmigo cuando ocurrió, idiota.

—Hay gente a la que puede encargársele hacer semejante cosa.

—Fue él quien descubrió el fuego; además, apagó las llamas con sus propias manos. No quiero volver a oír hablar de este tema, sobrino. Ya le he dicho que se encargue de la investigación.

El obispo había estado escuchando la discusión entre la princesa y su sobrino con gesto de afable perplejidad.

—¿Segismundo?

La princesa levantó una mano e hizo una señal con un dedo. De entre el gentío que había en la puerta surgió un hombre alto, de anchas espaldas, vestido de negro y con la cabeza rasurada que al obispo le hizo recordar un episodio reciente. Cuando el hombre se arrodilló para besarle el anillo, se acordó de quién era exactamente.

—¡El milagro de hoy! Estabais con el peregrino que vio moverse a la santa. Fuisteis vos quien llevó al ladrón a la presencia de la santa para que lo juzgara. —El obispo estaba satisfecho tanto consigo mismo por haberse acordado (entre las muchas cosas que no se le daban bien estaba el recordar las caras de la gente) como con el hombre por lo que había hecho. Un milagro ayudaría a todos los descreídos y relapsos de Colleverde, que, en su experiencia episcopal, habían sido muchos.

—Eso no tiene importancia ahora. Debéis ordenar a vuestro alguacil que preste ayuda a este hombre.

—Ah, sí. —El obispo conocía a su alguacil y no esperaba que aquella colaboración fuera a hacerle gracia—. ¿Y tenéis alguna idea, señor, de quiénes han podido cometer un crimen tan terrible como éste?

—En este momento, ilustrísima, no es posible decirlo, pero no me cabe duda de que, con la ayuda de Dios, los encontraremos.

El obispo se relajó al ver a aquel hombre tranquilo de aspecto poderoso y voz sosegada. Escuchándolo, tenía la sensación de que casi podía creer que se haría justicia, pese a que indudablemente iban a necesitar la ayuda divina para encontrar al culpable en aquel momento en Colleverde. Tenía verdadera confianza en que la santa volvería a ayudarlos.

—Que Dios os acompañe y que vuestros esfuerzos tengan fruto, hijo mío. El diablo no puede vencer cuando disponemos de las armas de nuestra Santa Madre Iglesia.

Segismundo se arrodilló una vez más e inclinó la cabeza. El obispo respondió con una bendición, mientras la princesa Corio, agarrándose las muñecas, se movía nerviosamente a su lado presa de la impaciencia. Cuando el obispo hubo terminado, cogió a su sobrino por el brazo (algo que evidentemente a él no le sentó nada bien) y le volvió hacia Segismundo, quien había vuelto a ponerse de pie.

—Dile todo lo que has visto, sobrino, hasta el menor detalle. —La expresión de la princesa daba a entender que aquella sería toda la información que Torcuato sería capaz de facilitar—. Incluso los pequeños detalles pueden resultar útiles. ¿No tengo razón?

—Princesa… —Segismundo hizo una reverencia.

El obispo ya estaba impaciente por irse y descansar un poco antes de que el alba le trajera las nuevas molestias y órdenes de la princesa y le anunciara qué tenía que preguntar a su alguacil acerca de la marcha de la investigación. El consuelo que le quedaba era que la princesa parecía haberle dado buena parte de la responsabilidad del caso al forastero que había presenciado el milagro. El obispo hizo votos porque la santa no extendiera la caridad que había mostrado con quien había robado la ropa a los peregrinos a quienes se dedicaban a quemar cardenales. La caridad cristiana debía tener sus límites. Entonces le vino a la cabeza la idea de que al menos no tendría que lidiar con el cardenal en aquella molesta ocasión, idea que se apresuró a ahuyentar. Afortunadamente todavía no se había parado a pensar en que, al haber muerto su eminencia, él pasaba a ser el encargado de organizar la boda del hijo del duque Grifone, y que tendría que hacerlo bajo la atenta mirada del mismo duque y la princesa Corio.

Mientras ésta acompañaba al obispo a la puerta, Segismundo aprovechó lo que probablemente fuese la única ocasión que tendría de interrogar al sobrino sin ayuda de su tía. Siguió a Torcuato a su habitación, que al igual que la del cardenal hacía las funciones tanto de dormitorio como de estudio, si bien era mucho más pequeña y estaba decorada más modestamente. Se veían varios libros apilados en la repisa que había encima del escritorio y, sobre éste, diversos papeles diseminados y enrollados. La esterilla que había delante del escritorio estaba más gastada que el terciopelo del reclinatorio, el cual se hallaba situado en una esquina debajo de un crucifijo que colgaba de la pared. Enfrente, y extendido por detrás de la cama, un tapiz oscurecía la habitación con sus sombríos tonos verdes y marrones. El tema, todavía clásico pero repugnantemente oportuno, era el de Hércules en el momento en que se retuerce en la llameante túnica de Neso. Torcuato permaneció cerca de él sin que pareciese consciente de la alusión; probablemente haría tiempo que no se fijaba en él.

—Me temo, señor —dijo mirándolo con disgusto—, que mi tía ha debido de llevaros a conclusiones erróneas al deciros que yo podía ayudaros en algo. —A la luz de la llama que ardía en la lámpara, su rostro, anguloso y bien parecido, parecía más pálido que nunca—. En realidad, he visto menos que vos, ya que he acudido a la habitación al oír el grito de mi tía y sólo he podido ver el final de la tragedia.

—Entonces ¿estabais aquí cuando se dio la voz de alarma?

—Por supuesto —respondió Torcuato, ofendido, como si Segismundo hubiera insinuado que había estado en el establo o la cocina—. Mi tío no es… no era la única persona que tenía que quedarse levantado hasta altas horas de la noche para trabajar. —Señaló su escritorio—. Estoy preparando un informe acerca de la acogida que han recibido las reliquias para el cardenal Zampata, de Roma, quien está investigando ciertas tendencias ateas sobre las que ha oído rumores en Nemora. —Torcuato había dado la explicación con una ligera condescendencia y a fin de indicar el hecho de que gozaba de la confianza de las altas esferas. Aquel forastero había tenido ocasión de ver qué actitud tenía la princesa hacia él, pese a lo cual, se mostraba serio y debidamente respetuoso.

—¿Creéis, padre, que su eminencia, vuestro tío, podría haber sido la víctima de semejantes librepensadores? —La cabeza rapada en combinación con aquellas espaldas le daban un aire curioso: parecía un matón culto. Torcuato estaba sorprendido de que su tía, que al igual que su tío sospechaba de todo el mundo, se fiara de aquel hombre cuando demostraba tener tan poca confianza en su sobrino. Así y todo, su presencia podría resultar útil.

—Quizá. Mi tío tenía enemigos. Todos los hombres importantes acaban teniéndolos. —Entonces pareció recordar algo y miró a Segismundo con gesto sombrío—. Mi tío no hacía caso de las amenazas. —Torcuato frunció el entrecejo a causa del insistente murmullo de las oraciones que llegaban de la habitación contigua—. Este crimen debe de haber sido obra del diablo. ¿Quién puede haberse atrevido a cometerlo, en este palacio y con la presencia cercana de amigos a los que el cardenal podía llamar?

—Alguien que ha logrado tener acceso al interior, que conoce la escalera privada y que a su eminencia no le sorprendería ver. ¿Conocen muchas personas la escalera secreta?

Torcuato se encogió de hombros.

—Los asuntos de mi tío sólo le concernían a él —respondió Torcuato. Parecía estar molesto, como si pensara que también deberían haberle concernido a él.

—Lo que está fuera de duda es que la mujer lo conocía —dijo Segismundo sin dar a la afirmación importancia alguna. Torcuato respiró hondo, guardó silencio y fijó la vista en sus dedos entrelazados. Era demasiado sutil para fingir, como Battista, que no estaba al corriente de las relaciones de su tío con las mujeres, y demasiado mundano como para disculpárselo—. ¿Utilizaba su eminencia la escalera privada para recibir informadores?

—Por supuesto.

—¿Sabéis si tenía pensado efectuar un pago a alguno de ellos esta noche?

Torcuato se sintió dolido. Ante esa nueva prueba de que su tío no confiaba en él, todo lo que podía hacer era sacudir la cabeza. Sin embargo, le picaba la curiosidad.

—¿Por qué me lo preguntáis? ¿Pensáis que se trata de un asesinato de tipo político?

—No hay que descartar ninguna posibilidad, padre. Su eminencia, como decís, tenía enemigos, al igual que todos los hombres importantes. Estaba a punto de cerrar la alianza entre Nemora y Montenero. Alguien debe de haber que no la desee.

—Sin embargo, la muerte de mi tío no va a cambiar las cosas. El príncipe Livio… —Se interrumpió y volvió a mirarse las manos. Segismundo no iba a lograr enterarse de cuánta información había conseguido escuchando asiduamente detrás de las puertas y acertando a oír fragmentos de conservación entre su tío y su tía. Tal vez su oído también hubiera captado, al igual que el de Segismundo, el suave susurro de terciopelo que precedió a la llegada de la princesa Corio, quien ya se encontraba ante ellos vestida debidamente de luto. Haciendo caso omiso a su sobrino, indicó a Segismundo que se acercara.

Torcuato, sin embargo, aún tenía una carta guardada en la manga. Se adelantó y, añadiendo el negro de su sotana al del vestido de su tía, se puso delante de ella mirando de soslayo al hombre que acababa de interrogarlo.

—¿No habéis pensado, tía, que tal vez el señor Segismundo sea un enviado del duque de Rocca? La muerte de mi tío elimina a una importante figura de la escena y debilita la posición del duque de Nemora, ya que supone la desaparición de su principal consejero. ¿No deberíamos ser nosotros quienes lo interrogásemos a él?

La princesa lo miró con expresión pensativa, como si estuviera reconsiderando la situación y a su interlocutor. Quizá, ahora que su hermano había muerto, fuera una buena idea conseguirle un ascenso a su pariente varón más cercano. Quizá, incluso, éste hubiera heredado parte de la inteligencia de la familia y ella debiera empezar a prestarle atención. Miró primero a Torcuato y luego a Segismundo y, pese a la inexpresividad de su rostro, contestó de forma inequívoca.

—Le va la vida en este asunto. Por su propio bien, le conviene encontrar a los asesinos. —El viento trajo el apagado sonido del reloj de la catedral anunciando la media noche, el final de aquel viernes fatal. La princesa siguió hablando a pesar de las campanadas—. El duque Grifone llega hoy y querrá tener información acerca de la marcha de las investigaciones. Espero, señor, que podáis dársela. —Hizo una pausa mientras Segismundo hacía una reverencia—. Y ahora podéis ir a ver qué tiene que decirnos el mensajero del alguacil.

Abajo, en el vestíbulo de entrada, Benno y un variado grupo de sirvientes observaron la entrada del enviado del alguacil, quien subió inmediatamente al encuentro del reconocible Segismundo.

—¡Tenemos al asesino! —anunció triunfalmente.

—Una buena noticia, ¿no? Lo han encontrado… —Benno sostenía una de las antorchas y trotaba al lado de Segismundo mientras Biondello asomaba la cabeza por debajo de su barbilla. El mensajero del alguacil iba delante de ellos y llevaba la otra antorcha. Las dos chisporroteaban y olían a brea. Las sombras se alargaban temblorosas sobre las fachadas de las casas que flanqueaban la calle por la que se llegaba a la plaza y el barro brillaba a causa de la lluvia que había caído, y también de lo que habían arrojado en él las personas que se preocupaban por sus casas pero no por quien pudiera pasar por debajo de sus ventanas. Uno de los hombres del alguacil se había rezagado tratando de quitarse algo que se le había pegado al zapato—. No creéis que lo han encontrado, ¿verdad? —Con frecuencia, Benno sólo contaba con el silencio para comprender a su señor, algo para lo que había ido adquiriendo práctica con el tiempo. Segismundo habló desde el interior de su capucha.

—Mmm…, ojalá fuera tan sencillo, Benno. Sin embargo, tengo la sensación de que éste no es uno de esos casos.

—Entonces Battista no ha servido de gran ayuda.

—Me ha dicho algo relacionado con una amenaza que le habían hecho hace poco al cardenal. Alguien podría haber querido vengar la muerte de un tal Antonello, a quien su eminencia mandó quemar en la hoguera por proferir blasfemias y practicar la magia negra.

—Pero no es posible que el cardenal se haya quedado sentado tan tranquilo y les haya permitido salirse con la suya, ¿verdad? No les habrá dicho: «Oh, han venido a vengarse. Estupendo. ¿Quieren que me siente en esta silla y no haga ningún ruido hasta que me amordacen?».

Segismundo echó hacia atrás la cabeza y rió, de suerte que la capucha se deslizó y su cabeza quedó brillando a la luz de la antorcha.

—La persona que haya sido debía de ser alguien de su confianza, ¿verdad? —insistió Benno.

—¡Mi buen Benno! Lo has entendido a la perfección. A la persona que ha subido por esa escalera privada, sea quien sea, estaban esperándola. De lo contrario, la princesa Corio y yo, que nos encontrábamos en la habitación contigua, Battista, que estaba en esa especie de armario, y Torcuato, que estaba en su dormitorio, habríamos oído cómo atacaban a su eminencia.

—Sin embargo, lo normal es que gritara justo antes de que le pusieran la mordaza. —Benno, envalentonado por el elogio, siguió planteando cuestiones alzando la antorcha de tal forma que pudiera ver la cara de Segismundo—. Lo normal es que tuviera tiempo para hacerlo.

—Supón que estás con dos personas de toda confianza y que una de ellas se pone detrás de ti cuando estás hablando con la otra.

—Comprendo. —Benno guardó silencio por un momento sin dejar de trotar apresuradamente. Por fin, dijo—: ¿Qué tiene que ver el oro con todo esto, entonces? ¿Habéis averiguado algo más sobre eso?

—Nadie parece saber cómo llegó hasta allí. Oro mágico, Benno…

—En ese caso, por la mañana se habrá convertido en hojas secas. Tiene que ser brujería… —A Benno le vino una idea a la cabeza; las sombras saltaron detrás de la antorcha—. La bruja de donde vos sabéis…, no pensaréis que… No son muy amigos del cardenal.

Segismundo emitió un murmullo.

—Ese cofre habría acabado con cualquier palo de escoba, Benno. Y, además, no creo que los hubieran dejado entrar en el palacio. Primero habrá que ver si el hallazgo del alguacil tiene cuernos; luego sabremos a qué atenernos.

Estaban cruzando la plaza de la catedral. Sus pasos resonaban con fuerza sobre el empedrado. A este sonido, el chisporroteo de las antorchas y el crujido del andamio se añadió el suave chapoteo de la fuente, cuya agua lanzaba destellos de fuego a la luz de las antorchas. La amistosa cara de un delfín labrado en la fuente se transformó en un ceñudo monstruo que proyectaba una negra sombra.

Segismundo se detuvo para humedecer una vez más las vendas que envolvían su mano y su muñeca.

—¿Os duelen? —preguntó Benno comprensivamente.

—Me he movido con rapidez. Ya casi han dejado de molestarme.

Oyeron entonces un tumulto en las escaleras de la catedral. Unos individuos envueltos en vestiduras talares, probablemente sacerdotes, estaban discutiendo en voz baja y tono apremiante. Se encontraban delante de una de las grandes puertas de la catedral, que estaba entreabierta y permitía oír un sonido indeterminado procedente de su interior. Al otro lado de la reluciente pendiente de piedra, casi enfrente, se encontraba el edificio de las dependencias del alguacil, cuya puerta estaba abierta de par en par. En las troneras de ésta había unos soportes de hierro de los que colgaban varias antorchas. Los guardias observaron con gesto adormilado al grupo de personas que se acercaba. Cuando llegaron a la puerta por la que Benno había pasado horas antes con un dogal al cuello, oyeron un largo y angustioso grito procedente del interior que acalló por un instante a los sacerdotes que se hallaban al otro lado de la plaza e hizo que incluso los guardias dieran un respingo y se volvieran.

—Vamos, Benno —dijo Segismundo—. El alguacil ya ha conseguido a su hombre; ahora debe de estar intentando conseguir su confesión.

El grito había salido de la gran habitación cuya chimenea estaba decorada con el escudo de armas del obispo. A lo largo de las paredes había apostados varios guardias, algunos de ellos con picas en la mano; en el momento en que entraron los recién llegados, estaban mirando a tres personas que se encontraban en el centro de la estancia: el alguacil, un escribano vestido de negro que estaba sentado detrás de una mesa preparado para escribir y un hombre con las manos atadas a la espalda. Éste tenía los hombros encorvados, en parte por el dolor y en parte porque los tenía encogidos debido a la cuerda que le sujetaba los brazos, la cual subía hasta una viga que atravesaba la habitación. El comisario había recurrido al tormento de la cuerda.

Segismundo avanzó hacia el centro de la sala. Benno, sin embargo, decidió quedarse cerca de la puerta convencido de que el humor del alguacil no mejoraría si lo veía sin la soga al cuello. Al observar al hombre que estaban torturando, vio algo que lo llenó de inquietud: había algo extraño en su espalda. Cuando Segismundo llegó a su lado, el hombre se volvió hacia él y le lanzó una mirada de ceñuda obstinación. Tenía la cara cubierta por la sangre que le brotaba de un corte situado encima de un ojo.

Era Máximo.