19
«Tenemos que descubrir alguno de esos secretos»
Segismundo se dirigió enseguida hacia la cama, cogió la cortina más cercana y la arrancó de un fuerte tirón. En el tiempo que tardó en hacer aquello, un sirviente canoso había entrado corriendo en la habitación (la princesa permanecía inmóvil como si la hubiese mirado la Medusa, con las manos sobre la boca y gritando entre los dedos), había cogido una jarra de alguna parte y había arrojado su contenido sobre las espantosas llamas. Se oyó un siseo; las llamas doblaron su altura y adquirieron un tono azulado. La jarra contenía vino.
Segismundo arrojó la pesada tela sobre el cardenal, lo envolvió con ella y golpeó las llamas. Un humo asfixiante y el hedor a carne quemada, aceite y tela inundaron la habitación. El agua siseó sobre el fuego y los sirvientes apagaron las llamas que lamían el suelo.
Cuando por fin pareció que las llamas estaban apagadas, Segismundo, cuyo formidable cuchillo se diría que había saltado a su mano, cortó las ataduras, liberó al cardenal y le quitó la pesada cortina que cubría su cuerpo.
Cuando hubo hecho aquello, sin embargo, se encontró con que lo que allí había era únicamente el cuerpo y los restos de las vestiduras del cardenal. Sus ojos, a los que les faltaban las pestañas y las cejas, estaban abiertos, pero aparecían sin vida. Frenéticamente, la princesa Corio mandó traer vendas, clara de huevo, aceite y siempreviva al tiempo que arrancaba los restos de la mordaza y con dedos temblorosos descubría que su hermano tenía una bola de tela metida en la boca.
Aunque apenas podía controlarse, saltaba a la vista que la princesa estaba de nuevo al mando de los sirvientes. Ordenó que llevaran a su hermano a la cama e insistió en que se dieran prisa con los remedios.
—Alteza, su eminencia ha muerto —dijo Segismundo.
Ella guardó silencio y se inclinó sobre su hermano mientras la habitación se llenaba de sirvientes, unos llevando vendas y tinajas, otros mirando, susurrando y sollozando.
Segismundo retrocedió, miró alrededor y observó que, desde la última vez que había estado en aquella habitación, se habían producido diversos cambios de poca importancia. Alguien había tocado unos papeles que había sobre la mesa, que ahora estaban arrugados y desordenados; tal vez algunos hubieran sido utilizados para avivar las llamas. Sobre el escritorio también había un cofrecillo de terciopelo rojo burdeos que, pese a ser demasiado grande para contener joyas, parecía el lugar adecuado para guardar algo de valor. La cama estaba prácticamente deshecha; antes de dejar al cardenal sobre ella, habían apartado la colcha y la almohada estaba medio caída, algo que en un principio había permanecido oculto debido a la cortina que Segismundo había arrancado. Al otro lado de la habitación, en el entrepaño, había una puerta entreabierta.
La princesa ordenó a los sirvientes que se apartaran de la cama. Mientras retrocedían, dejaron paso a unos clérigos que en aquel momento entraban en la habitación. Con ellos venía Torcuato. Segismundo pidió un rollo de venda a una doncella que estaba retirándose y llenó una jofaina con el agua de una cisterna de loza que había en una esquina. Metió las manos en ella y empapó la venda sin dejar de observar atentamente la estancia. Mientras se vendaba la mano izquierda y la muñeca derecha, que se le habían quemado, oyó las palabras con que el médico confirmaba la muerte del cardenal y las exclamaciones de horror y el prometedor acceso de histeria de los sirvientes, que fue controlado de inmediato por la experimentada voz de alguien que daba inicio a una oración. En el momento en que todos los presentes en el dormitorio y en la habitación contigua caían de rodillas, Segismundo se escabulló por la puerta del entrepaño.
Un estrecho y empinado tramo de escaleras conducía a un lugar donde ardía una antorcha. Empuñando el cuchillo, descendió.
Al pie de la escalera se abría una pequeña antecámara en cuya entrada había un hombre tumbado en el suelo con las manos junto a la cabeza, como si fuera un devoto. La puerta por la que se salía al exterior estaba entornada. Segismundo pasó por encima del hombre y miró a ambos lados de la silenciosa calle. Estaba únicamente poblada por la luz de la luna, que brillaba sobre los charcos formados por la lluvia que acababa de caer y sobre la piel de un pequeño y oscuro animal que comía con ahínco en la cuneta. Segismundo cerró la puerta, echó la pesada barra en los encajes e hizo girar la llave.
Se agachó para ver si el hombre que estaba tumbado tenía algo que decir. Su cuerpo, un cuerpo exánime que trató de resistirse a los esfuerzos que hizo Segismundo por levantarlo, tenía su propia historia que contar; el hombre, en cambio, si tenía algo que decir, carecía de los medios para hacerlo. La librea del cardenal, que era de color rojo oscuro y tenía sobre el pecho un distintivo que en un principio había sido gris, estaba ahora teñida de un rojo más intenso y su distintivo aparecía borroso, caliente y pegajoso. La garganta del hombre había sido cortada transversalmente de un tajo limpio que Segismundo consideró propio de un profesional. Dejó suavemente al hombre en el suelo. Apoyado en la pared había un banco, debajo del cual, ocultos en las sombras por efectos de una patada, encontró un par de chapines del tamaño de los pies de una mujer; las palas eran de cuero y estaban adornadas con dibujos y pintadas de verde y rojo. Uno estaba de lado. Sobre su suela de corcho había barro blando.
Mientras subía por las escaleras, Segismundo volvió a percibir el olor, un miasma nauseabundo en el que el olor a aceite quemado, carne chamuscada y humo se mezclaba con el hedor de la ropa de trabajo. Al entrar en la habitación, vio que los sirvientes y los mozos del patio también se habían reunido para las oraciones. La expresión de sus caras era de estupefacción. Detrás de la puerta había más personas arrodilladas, delante de las cuales se encontraba Benno. Al lado de la cama, Torcuato, vestido con una estola, y el confesor del cardenal estaban administrando la extremaunción.
Segismundo hizo como los demás y se arrodilló al lado del escritorio. Mientras participaba en los responsorios, miró detenidamente con los ojos entornados el cofrecillo que había sobre la alfombra turca que cubría la mesa, el terciopelo de color burdeos y las primorosas bisagras de latón. ¿Se disponía el cardenal a pagar algo? ¿Le habrían pagado a él? Las oraciones le recordaron, sin embargo, que no era dinero con lo que el cardenal debía de estar rindiendo cuentas en aquel instante.
Cuando los sacerdotes terminaron sus primeras oraciones, oraciones a las que las quejumbrosas respuestas y los sollozos habían proporcionado un respetuoso estribillo, Segismundo se puso de pie. La princesa Corio se fijó inmediatamente en él, se levantó con la amenazadora rapidez de una cobra del lugar en que se encontraba al lado de la cama y se quedó observando al vulgo con gesto severo, como si se sintiera asqueada. Jamás hasta ese momento se había reunido semejante chusma en el despacho privado del cardenal. Ya había abierto la boca para ordenar que se fueran cuando vio que Segismundo se abría paso hacia ella. Aguardó. Entonces observó cómo se inclinaba y le oyó murmurar:
—Alteza, ¿no sería mejor que nadie abandonara la casa todavía? No es conveniente que se difunda la noticia de lo ocurrido hasta que averigüemos algo más. Su eminencia conocía a sus asesinos. Estaba esperando su visita. Ni vuestra excelencia ni yo hemos oído un grito o un ruido de lucha.
Ella lo miró de hito en hito y asintió con la cabeza. Sus ojos permanecían inmóviles, como si fueran el vivo reflejo de los de su hermano. Se estremeció. Había empezado a caer en la cuenta de lo que había ocurrido, pese a lo cual seguía controlando la situación. Segismundo dijo entonces.
—El portero que guardaba la entrada privada de abajo ha sido asesinado.
Ella volvió a asentir con la cabeza, como si fuese lo único que cupiera esperar. Apoyó una mano sobre la manga de Segismundo y una vez más, mientras observaba la cama, un temblor atravesó su cuerpo.
—Se hará lo que consideréis correcto. Pongo la investigación en vuestras manos. —Entornó los ojos—. Mi hermano —dijo con precisión— será vengado. No faltarán personas para hacerlo. Sus asesinos sufrirán su misma suerte, aunque no antes de que hayan pedido a gritos la clemencia de la hoguera. —Sus palabras sonaron todavía más tajantes al ser proferidas en un leve susurro. La princesa volvió a cruzar las manos delante con gesto severo, como si quisiera controlar su deseo de levantarlas y agarrar a quien pudiera decirle la verdad para arrancársela a fuerza de suplicios. Por el momento, sin embargo, tendría que conformarse con el hecho de haber encontrado al hombre que le serviría de instrumento para cumplir dicho deseo.
Poco antes, mientras se arrodillaba piadosamente junto con los demás y observaba a los sacerdotes, Benno había considerado la idea, entre las muchas que le daban vueltas en la cabeza, de que tal vez su señor hubiera pegado fuego al cardenal Petrucci para llevar a cabo un plan que, por otra parte, él no esperaba llegar a comprender. En la habitación había un olor que incluso a él le resultaba algo fuerte. Aunque podía ver el brazo ennegrecido del cardenal sobre la cama, la mayor parte del cuerpo había quedado, a su pesar, oculta bajo la colcha. Lo que sí pudo ver fue que la mayor parte del bello enlucido blanco que cubría el techo había quedado totalmente negro a causa del hollín y se había agrietado.
Aunque por un momento no vio ni rastro de su señor, Benno esperó con fe a que volviera sin dejar de apretar a un tembloroso Biondello contra uno de sus muslos; finalmente Segismundo apareció en la puerta que había en el otro extremo de la habitación y se arrodilló con los demás. Al cabo de unos segundos se dirigió a la princesa. No parecía la clase de persona a la que conviniera contrariar. Tenía un aspecto agresivo, pensó Benno, lo cual no dejaba de ser curioso, porque según comentaban algunos sirvientes lo ocurrido había sido obra de demonios, y ella era lo más parecido a un demonio que pudiera imaginarse.
La princesa se acercó al escritorio acompañada de su señor; Segismundo trató de levantar la tapa del cofre que, como no estaba cerrada con llave, se abrió hacia las personas presentes en la habitación. Al igual que los sirvientes, Benno no pudo ver qué había en su interior, pero sí la cara de sorpresa que puso la princesa. Incluso su señor enarcó las cejas en señal de extrañeza. Entonces le preguntó algo a la princesa, quien se encogió de hombros, metió la mano en el cofre y examinó lo que había dentro con aire pensativo. Benno creyó adivinar de qué se trataba: el sonido que producen las monedas de oro al entrechocarse es, probablemente, único. Si el cofre estaba lleno de ellas, habría bastantes como para comprar un par de granjas y sobrarían para amueblar un palacio. Benno sabía muy poco sobre cardenales e imaginaba que tendrían aquella clase de cofres a modo de adorno. Sin embargo, sobre sirvientes sí que sabía, y supo que tendrían todos demasiado miedo de ser excomulgados como para haberse atrevido a tocarlo durante el reciente alboroto.
La princesa cerró la tapa de golpe, hizo una señal con el dedo a uno de los sirvientes que estaban saliendo de la habitación, un hombre fornido con el cuerpo de un oso, y le dijo unas palabras al oído. El hombre cogió el cofre realizando un esfuerzo que lo obligó a endurecer los músculos de la cara y, con la ayuda de otro sirviente al que también había llamado la princesa, lo sacó de la habitación para llevarlo, presumiblemente, a un lugar seguro.
Cuando todos los sirvientes hubieron sido despedidos, Benno, poniendo a su perro a buen recaudo entre sus ropas, se quedó apoyado en la pared del gran comedor con la esperanza de resultar invisible. Tras advertir que el sobrino del cardenal se escabullía cual hurón ante el peligro y los demás sacerdotes y clérigos seguían a los sirvientes, observó que su señor salía de la habitación del muerto en compañía de la princesa y se quedaba hablando con ella en voz baja cerca del fuego. Al cabo de unos segundos, Segismundo se separó de ella y le hizo una señal con el dedo. La princesa, sin embargo, se fijó en él y exclamó:
—¿Quién es ese bicho?
—Mi sirviente, alteza —dijo Segismundo sonriendo y dándose una serie de golpecitos en la sien con un dedo—. Se habrá perdido buscándome.
Benno le hizo una reverencia, que resultó sumamente torpe debido a la presencia de Biondello, y salió apresuradamente de la habitación caminando de espaldas detrás de Segismundo. Estaba acostumbrado a que la aristocracia lo mirara siempre como si acabase de salir de un estercolero.
Segismundo se había detenido en el rellano superior de las escaleras para observar a los sirvientes que bajaban por ellas. Aunque hablaban animadamente, mantenían la voz baja por respeto; el movimiento, los pasos y los susurros producían un ruido extraño. Unos se iban a la cama tal como se les había mandado, otros aún tenían cosas que hacer. Dos mujeres, vestidas con el gris de los Corio, subieron por las escaleras; una de ellas, una anciana que lucía una cofia blanca almidonada, se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano. La más joven llevaba una jarra de agua y una cesta llena de telas blancas y estambre. Las telas blancas estaban enrolladas en vendas. Llevaba, además, unas toallas dobladas al hombro. Segismundo se apartó para dejarlas pasar y ellas entraron en el comedor y desaparecieron de la vista. Benno se preguntó a quién le haría falta lavarse y entonces se dio cuenta de que iban a amortajar al cardenal. No las envidiaba. Sería, pensó, algo parecido a amortajar un pedazo de cerdo asado. Se frotó la nariz y habló con voz queda:
—Lo odiaban a muerte, ¿no es así? Si no, le habrían dado una sencilla puñalada o lo habrían matado como se hace normalmente. —Benno miró a su impertérrito señor para ver si le decía qué iba a ocurrir a continuación. Si el esfuerzo que suponía poner a salvo a la señora Minerva y al señor ciego ya era un plato bastante indigesto para ellos, el exótico plato del cardenal frito podía resultarles realmente excesivo—. No habrá sido alguien de la casa, ¿verdad?
—Mmm. Incluso si se trata de alguien de la casa, el asesino ha tenido que venir de fuera. —Otro par de sirvientes estaba subiendo trabajosamente por las escaleras acarreando un cañizo sobre los hombros con gesto de determinación—. Había un hombre que vigilaba la puerta por la que se sale a la calle desde la escalera privada de su eminencia. Supongo que estos sirvientes van a recoger su cadáver. Quien haya entrado por esa puerta no quería que lo reconocieran.
—¿Entonces le han matado por el oro que hay en el cofre?
—Si ésa es la razón, ¿por qué no se lo han llevado? La princesa no sabe nada del dinero, y eso que se trata de una pequeña fortuna. Tú, mi buen Benno, podrías llamarla incluso una gran fortuna. Tal vez alguien haya pagado por el placer de ver al cardenal envuelto en llamas. Hay muchas preguntas que hacer. —Segismundo se fijó nuevamente en la gran escalera y siguió hablando por encima del hombro—. Empezaré por los sirvientes. Todo hombre, incluso los cardenales, tiene a un sirviente que sabe prácticamente todo acerca de él.
«Yo no», pensó Benno, orgulloso de ser una excepción. Su señor era un misterio tan grande como los que se ocupaba de resolver; Benno no sabía siquiera de qué país venía. De Italia no, de eso estaba seguro; aunque había oído dialectos del italiano tan extraños que apenas si había entendido una palabra, sabía que el toscano que hablaba Segismundo no se parecía a nada que él hubiese oído antes. Benno no sabía muy bien qué otros países había. Hasta hacía bien poco, apenas había salido de su ciudad y se había quedado sorprendido y maravillado al enterarse de que existían otros países en el mundo.
Contaba, no obstante, con un dato, que se dispuso amablemente a dar.
—Tendréis que hablar con Battista entonces. Es el sirviente personal del cardenal. Da órdenes a todo el mundo y es tan desagradable como la princesa, según dicen. Lleva años con el cardenal. Uno de los mozos me ha dicho que si no fuera porque conoce tantos secretos lo habrían despedido hace ya tiempo.
—Bien, Benno. —Segismundo lo cogió del hombro y dijo—: Busca a Battista. Dile que vas por orden de la princesa. Tenemos que descubrir alguno de esos secretos.
—Nosotros también tenemos unos cuantos, ¿verdad? —Benno se llenó inocentemente de orgullo al pensar en las personas que se encontraban en Fontecasta.
—Esperemos que así sea y que no los hayan descubierto. —Segismundo se volvió y se inclinó sobre la balaustrada—. La princesa me ha dicho que la boda de la señora Minerva no va a ser aplazada a pesar de las muertes de su madre y su hermano.
Benno lo miró con los ojos desorbitados.
—Pero eso es imposible. Ella está…
Segismundo le indicó con el dedo que guardara silencio.
—Eso es lo que nosotros pensamos, pero no es difícil conseguir información de un hombre o una mujer cuando se utiliza el látigo. Tal vez él confíe en poder encontrarla a tiempo. —Levantó nuevamente un dedo al ver que Benno se disponía a hablar—. Yo, por mi parte, confío en Máximo. Si se da una situación de peligro, basta con que siga mi plan para que esta noche estén a salvo. Por la mañana, cuando se abran las puertas, los traeremos a la ciudad.
—Pensaba que habíais dicho… —El tono de Benno no era de reproche, pero la conclusión a que había llegado lo intranquilizaba—. Pensaba que habíais dicho que… —Iba a decir «príncipe», pero al ver que iba a pasar a su lado otro sirviente y que Segismundo sacudía levemente la cabeza, continuó en voz baja—:…Que él había matado al muchacho porque no era su hijo, pero son gemelos, así que ella… Lo que quiero decir es que ella no puede…
Segismundo sonreía.
—Una lección táctica. Si necesitas una hija para unir dos estados mediante matrimonio y no tienes tiempo para engendrarla, has de recurrir a lo que tienes.
—¿Pero cuando se descubra que no la tiene…?
—Tiene tiempo hasta el domingo y hoy viernes debemos atender al asunto que tenemos entre manos y dejarlo a él con sus rompecabezas. A la princesa Corio le apetece dar unos cuantos azotes… Empezaremos por el tal Battista.