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«Me refiero a magos»

Si Battista era el hombre que conocía los secretos del cardenal, se debía a que no estaba dispuesto a revelar ninguno de ellos. Sus labios formaron una línea descendente en su arrugado y desabrido rostro, como si el peso de un candado invisible tirara de ellos.

—¿Su eminencia? No tengo nada que decir sobre su eminencia. ¿Quién os ha sugerido que me preguntéis? —Sus ojos, que eran redondos e inesperadamente claros y tenían los párpados inferiores caídos, lo miraron con obstinada desconfianza.

—La princesa desea, al igual que todos los que amaban a su eminencia, que se haga justicia con los villanos que han causado su muerte —dijo la profunda voz en tono razonable—, y me ha ordenado que la investigue.

Battista metió los dedos en una escudilla de grasa de ganso que un muchacho le había traído de la cocina y se untó las ampollas que tenía en las manos. Tenía una mancha de hollín, por debajo del recortado flequillo canoso. Segismundo, que seguía teniendo la mano izquierda y la muñeca derecha vendadas con telas empapadas en agua fría, aguardó. Su larga experiencia le había enseñado que el arte de interrogar consistía a menudo en no hacer preguntas. Las respuestas que no se dan por culpa de las preguntas salen a la luz gracias al silencio. Al cabo de unos segundos, Battista soltó un gruñido, que tanto podía ser de irritación como causado por el dolor que le producían las quemaduras.

—Nunca los capturarán. En una ciudad como ésta, llena de peregrinos y extraños… —Con la cara que puso, el sirviente dio a entender que Segismundo pertenecía a estos últimos.

—Esta noche no podrán huir. Las puertas de la ciudad ya están cerradas.

—¿Y mañana? —La sonrisa de sarcasmo que le brindó Battista no desentonó nada en su cara—. ¿Acaso esperáis que el alguacil registre por su cuenta todos los cargamentos de coles? Existen muchas formas de entrar y salir de cualquier sitio. —Asintió con la cabeza, como si supiera de qué estaba hablando.

Sin pedir permiso, Segismundo entró en la pequeña habitación y se sentó en un taburete. Battista se volvió para mirarlo airadamente por lo que acababa de hacer. Estaban casi tocándose. Segismundo no era un hombre de tamaño despreciable y la habitación, a la que se accedía directamente desde los aposentos del cardenal, se parecía más a un armario que a lo que se suponía que era. En las paredes había varios estantes en los que se habían colocado unas cuantas prendas de vestir dobladas, un juego de cama y una serie de tazas y platos como los que utilizaría un cardenal; en el de más abajo, que era el mayor de todos, estaba la escudilla con la grasa de ganso, al lado de la cual había una jarra de vino, una taza de barro y varias castañas diseminadas sobre un plato de loza de brillantes tonos amarillos y azules en la que se veía a Eva cogiendo la manzana que le ofrecía la serpiente. Tanto la manzana como la serpiente eran de color verde veneno. Posiblemente el plato habría sido arrumbado a causa de la enorme grieta que lo atravesaba. Segismundo aventuró que el plato habría sufrido aquella grieta al ser arrojado contra la cabeza de Battista.

Segismundo estiró un brazo y cogió una castaña. A una persona también se la puede obligar a hablar a fuerza de irritarla.

—¿Tenéis una idea, entonces, de quiénes pueden ser esos villanos?

—¿Una idea? ¿A quién le importan las ideas? El cardenal está muerto —replicó Battista.

Segismundo se comió la castaña, saboreándola con gusto, y cogió otra. Battista se había inclinado sobre la estantería que había encima del plato, pero no pudo impedírselo.

—Sí, pero quemado vivo —dijo Segismundo—. ¿Quién puede ser capaz de hacerle semejante cosa a un cardenal? —Aunque el tono de su voz estaba desprovisto de sarcasmo, el comentario le valió una fulminante mirada por parte de Battista.

—¿Quién? Alguien que haya visto a otra persona morir de la misma manera.

Segismundo asintió lentamente con la cabeza mientras pensaba en lo que acababa de oír.

—¿Un hereje?

—¡Herejes! Es en España donde queman a los herejes. Me refiero a magos, a la magia negra… —De pronto se interrumpió. Había caído en la cuenta de que estaba hablando.

—Mmm… Así que fue un mago quien quemó al cardenal.

Battista sin embargo, le dio la espalda y con cara de pocos amigos siguió aplicándose grasa de ganso en las heridas; entonces oyó reír a Segismundo y se volvió rápidamente.

—De manera que el mago surge de su pira como si fuera el ave Fénix y viene a quemar al cardenal —dijo Segismundo—. Guardaos ese cuento para la cocina o para asustar los mozos. Fueron manos humanas las que ataron al cardenal a la silla, lo amordazaron, le echaron aceite encima y le pegaron fuego. Dos pares de manos humanas como mínimo.

—Claro que fueron manos humanas. Aunque no podían salvar a Antonello de la hoguera, al menos podían vengarlo.

—¿Antonello? ¿Es él el mago? Entonces no hubo ningún truco que le permitiera alzarse en el aire entre cadenas y llamas.

—Fue un idiota, por no decir algo peor, al advertirle a su eminencia que moriría antes de que acabara el verano.

Segismundo sacudió la cabeza lentamente. Los hombres se miraron el uno al otro.

—Alguien ha puesto los medios para que se cumpla la profecía, Battista. ¿Quién ha podido ser?

—No sé sus nombres. —Extendió sus relucientes manos y las miró—. Asesinos, matones, hombres que dicen estar dirigidos por Achille Malvezzi, un amigo de los herejes.

—¿Por qué habrían de querer esos hombres vengar a Antonello? —Segismundo cambió cómodamente de posición y se apoyó en la pared mientras Battista le acercaba el plato de loza con el antebrazo y con gesto escrupuloso cogía una castaña.

—Porque le auguró éxito a Malvezzi y le curó a su hijo una fiebre que estaba matándolo.

—¿Así que el tal Antonello también era médico?

—Un mago, como os he dicho. Sanaba con ensalmos. Hace un año, más o menos, el cardenal se puso enfermo. Como sus médicos no lograban curarlo, llamaron a Antonello, en secreto, por descontado. Curó al cardenal, claro está, pero cometió el error de hacer más de lo que le habían pedido. —Battista volvió a sonreír sarcásticamente—. El muy tonto… A ninguna persona le gusta que le digan cuándo va a morir.

Segismundo, pasándose la mano por el cráneo rapado desde las cejas hasta el cogote, dijo con aire pensativo:

—¿Y estos matones intentaron rescatar a Antonello antes de que lo quemaran?

—Oh, llegaron demasiado tarde. Lo organizaron muy mal y uno de los hombres de Malvezzi fue capturado y ejecutado en la horca.

—Un motivo más para vengarse. —Segismundo guardó silencio con gesto meditativo. Battista, apoyándose en la estantería, lo observó mientras la luz de la pequeña lámpara de aceite parpadeaba sobre su cara y vio cómo sus oscuros ojos se posaban sobre los suyos—. ¿Dónde ocurrió todo eso?

—En Bibbiena. Pasamos por allí hace sólo una semana, cuando traíamos las reliquias de Roma. —Battista hizo una pausa para subrayar sus palabras—. Alguien dejó clavado un trozo de papel en la puerta de la catedral de Bibbiena en el que ponía: «El fuego del infierno te aguarda, Petrucci». A su eminencia no le supo nada bien.

Segismundo soltó uno de sus murmullos en tono descendente al tiempo que recordaba una vez más la expresión de astucia y desdén del cardenal.

—¿Y no hay nadie más a quien pudiera beneficiar la muerte de vuestro señor? ¿Nadie perteneciente al servicio de la casa o a su familia que lo odiara?

—¿El sobrino…? —El sarcasmo de la sonrisa de Battista era evidente ahora—. Ése se cree capaz de expulsar a Dios de su trono. Nada de lo que hiciera su eminencia le bastaba, y no quería depender de él.

—Con la protección de su eminencia seguramente habría llegado lejos.

—El problema no era hasta dónde llegaría sino con qué rapidez. No estaba dispuesto a esperar. Siempre andaba detrás de su eminencia a ver si lo ascendía.

Segismundo sacudió la cabeza y se levantó como si fuera a irse. Su presencia llenó la habitación. Battista se escurrió cautelosamente apoyándose en la pared.

—¿Y qué me decís de la mujer que ha venido esta noche?

—¿La mujer? —Battista se las arregló para coger otra castaña y contestó lacónicamente—: Su eminencia ya se había retirado. A nadie se le daría audiencia.

El murmullo de Segismundo era desaprobador.

—No me refiero a alguien que tuviera que pedir audiencia. En el caso del que hablo, si alguien hubiese tenido que pedir un favor, seguramente habría sido su eminencia.

Battista se indignó.

—¡Su eminencia jamás tuvo que pedir una mujer! —exclamó—. ¡Se le echaban al cuello! —De pronto se dio cuenta de que estaba metiéndose en un terreno moralmente resbaladizo y guardó silencio. Segismundo siguió hablando tranquilamente.

—Los cardenales siguen siendo hombres a pesar de los votos. Todo el mundo lo sabe. Incluso el Santo Padre es un hombre. —Apoyó un dedo en el pecho de Battista—. ¿Qué sabéis acerca del dinero?

Battista lo miró de hito en hito.

—¿Del dinero? ¿Qué dinero?

—¿Iba a pagar su eminencia a alguien por sus servicios esta noche?

El sirviente lo miró con la expresión que habría puesto si, de haber tenido bien las manos, se hubiera rascado la cabeza.

—Si iba a hacerlo, no me lo dijo. ¿Por qué?

—¿Sabéis si alguien iba a prestarle un servicio al cardenal esta noche? ¿Un servicio que hubiera que pagar con un cofre de este tamaño? —Segismundo le mostró con las manos el cofre invisible, que Battista miró con gesto airado—. ¿Un cofre forrado con terciopelo de color rojo burdeos?

—No sé nada de ningún dinero ni de ningún cofre… ¿Un cofre con mucho dinero, decís? —Su tono era de sorpresa e indignación consigo mismo por haberse sorprendido. Battista esperaba estar al corriente de semejantes cosas—. No llevamos ningún cofre de esas características durante el viaje. Me habría enterado. Como es lógico, llevamos mucho oro a Roma para comprar las reliquias, pero eso no era asunto de mi incumbencia. Había guardias para ello. De todos modos, la llave del lugar en que se guarda el dinero de su eminencia, exceptuando las pequeñas sumas que tenía en su escritorio, la tengo yo. —Dio un golpecito a la pechera de su jubón, dejando una mancha de grasa sobre la representación del capelo cardenalicio que servía de distintivo—. Su eminencia confiaba en mí. —Había sido un triste alarde que tal vez ni siquiera fuera verdad. El cofre podría ser una prueba de lo contrario.

—Volvamos a la mujer que ha estado aquí esta noche. ¿Ha venido alguna otra vez?

Battista titubeó. La proximidad de Segismundo resultaba agobiante. Dar una respuesta parecía inevitable. Se encogió nuevamente de hombros, se apartó todo lo que pudo y se aplicó más grasa en la mano.

—La veía siempre que venía a Colleverde. Era su favorita.

—Así que sabéis quién es.

—Una cortesana. Polissena. Muy discreta.

—Y el sirviente que vigilaba la puerta privada que da a la calle ¿tenía órdenes de dejarla entrar esta noche?

—Su eminencia no me daba todos los detalles. —Por la expresión y el tono de resentimiento de Battista, tal vez hubiera algo de rivalidad a ese respecto entre él y el hombre al que le habían cortado la garganta.

Al igual que si estuviera dándole la bendición, Segismundo le brindó una sonrisa de oreja a oreja y, como por arte de magia, sacó una moneda de oro y la deslizó delicadamente bajo la mano herida de Battista, que éste había apoyado sobre la estantería.

—Informaré a la princesa de la gran ayuda que me habéis prestado. Supongo que encontrará un lugar para vos en su servicio.

La opinión que a Battista le merecía aquella posibilidad se puso de manifiesto en la línea descendente que se dibujó en sus labios, pese a lo cual se metió la moneda en la bolsa y soltó un gruñido que tal vez fuese de agradecimiento. Segismundo se acercó a la puerta, levantó la cortina de cuero, se volvió y preguntó: ¿Llevabais mucho tiempo al servicio de su eminencia?

—Once años.

—¿Un trabajo sencillo?

—Me exigía que lo hiciera lo mejor posible —dijo Battista, y con tono cercano al desafío, añadió—: Su eminencia no soportaba la compañía de idiotas.

Segismundo, haciéndose cargo de aquella muestra de autoestima, inclinó la cabeza.

—¿Por qué habéis arrojado vino al fuego? —preguntó con suma naturalidad.

—¿Pensáis que lo he matado? La jarra de agua con que se lavaba siempre ha estado en ese lugar. Me enteré de que había cogido la jarra equivocada en el momento en que lanzaba el vino. ¿Por qué habría de matarlo? ¿Adónde pensáis que voy a ir ahora? ¿Qué voy hacer sin mi señor? —Corrió la cortina de cuero de golpe y se quedó encerrado en su cuarto.

Segismundo, deteniéndose por un instante antes de alejarse, oyó el quejumbroso y entrecortado sonido de un llanto. Tal vez Battista pensara que conocía los secretos de la vida del cardenal, pero no parecía que supiese el secreto de su muerte.