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«No se le puede molestar»

Las trompetas anunciaron la llegada del duque al banquete y los invitados se inclinaron para saludarlo. Mientras esperaban habían tenido un sinfín de temas con los que mantener la lengua ocupada. Naturalmente, el principal había sido el relacionado con las conjeturas acerca de la boda y la gran curiosidad que había despertado la novia. Aunque los dignatarios no habían tenido nunca tantas razones para cotillear (la refriega de la mañana, la conspiración extranjera para acabar con la vida del duque —estaban acostumbrados a las intestinas—, etcétera), lo que más les interesaba ahora era ver a la novia. Se preguntaban cuál sería su reacción a la repentina muerte de su padre y a la idea de tener que casarse con el responsable de ésta o con su hijo, y comentaban que, tras las muertes de su madre, su padre y su hermano (dos de las cuales, o tal vez las tres, habían sido violentas), sólo cabía concluir que la muchacha había nacido con mala estrella y que traería mala suerte. La opinión generalizada era que el antiguo astrólogo del duque no debía de andar muy desencaminado en sus vaticinios.

La entrada del duque dio a todos los presentes un nuevo motivo para hacer conjeturas. Aunque llevaba de la mano a una novia asombrosamente bella, con la cabeza alta, la piel blanca como lo pedía la moda y unos tirabuzones de oro y plata, el lugar al que la condujo se encontraba entre su silla y la de su hijo Astorre, lo cual dejó a todos sobre ascuas en lo tocante a quién iba a ser el novio. Al otro lado del duque, además, fue conducido un hombre que no sólo estaba ciego, como era evidente por las cicatrices que tenía en las cuencas de los ojos, sino que vestía andrajos sólo dignos de un campesino, lo que resultaba aún más sorprendente. Por si aquello fuera poco, el duque parecía estar encantado con la compañía del aldeano discapacitado, al que había sentado en el lugar que le correspondía al obispo Tadeo. De todos modos, por la expresión de su cara se diría que éste no lamentaba en absoluto haber perdido tal honor. Dos de los miembros de mayor edad de la comitiva del duque habían empezado a murmurar entre sí que aquel campesino ciego guardaba un extraordinario parecido con alguien que había sido borrado del mapa de una manera no muy ortodoxa hacía ya varios años.

Lo más terrible para Benno, que se encontraba en las escaleras viendo entrar a los últimos invitados en la sala, era que su señor había cometido un error. Había sucedido lo peor que podía suceder. Dejar al ciego a la vista de todo el mundo no había funcionado. Al menos, se ahorraba el espectáculo que estaba dando el duque Grifone, quien se hallaba sentado a la mesa con la vista puesta en el señor ciego como si quisiera acariciarlo, tal como lo haría un lobo que no estuviera dispuesto a perderse por segunda vez su comida, mirándolo de arriba abajo con gesto afectuoso como si quisiera asegurarse de que podría arrancarle algo más que los ojos.

En ese momento los comensales dirigieron su atención al pequeño alboroto que se había producido en una de las puertas laterales. El alguacil, que acababa de llegar acompañado de sus ayudantes y un prisionero de mirada enloquecida, trataba de arrancar de una columna unas guirnaldas decorativas de laurel para poder encadenar a ella al prisionero. Los invitados habían empezado a darse cuenta de que si bien los actos que iban a amenizar el banquete habían sido suprimidos por respeto al difunto cardenal y la novia, no por ello iban a dejar de divertirse. Las alegorías que frecuentemente se ponían en escena en ocasiones como ésa tendrían lugar de forma diferente. Mientras que varios invitados perdieron el apetito cuando se anunció que aquel hombre era uno de los conspiradores que había planeado la muerte del cardenal e iba a morir ante sus ojos, otros pensaron que el espectáculo daría más sabor a la comida.

Fuera como fuere, se trataba de un acontecimiento que nadie olvidaría.

Cuando los sirvientes que se habían agolpado en las escaleras para ver entrar a la gente importante en la sala de banquetes volvieron, de mala gana, a sus quehaceres, Benno se quedó solo con su terrible problema. Tenía que avisar a Segismundo cuanto antes que el señor ciego había caído de nuevo en las cariñosas garras del duque, pero no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba. «Tengo que ir al palacio Corio. Volveré pronto», era todo lo que le había dicho antes de desaparecer con la desconcertante rapidez que lo caracterizaba. «Volveré pronto. Muy bien. ¿Y el señor ciego, qué? A Ángelo se lo han llevado los hombres del duque y yo no puedo perder de vista ni a Máximo ni a Sibila», pensó Benno. Por lo menos, el mayordomo, advirtiendo la autoridad de Segismundo, había ordenado que alimentaran a sus supuestas «pertenencias». Los había llevado al patio interior, pensando, seguramente, en los estragos que podría causar Sibila en la cocina, donde todo el mundo andaba ocupado sirviendo el banquete. Benno había dejado a los dos sentados en un banco de piedra despedazando un capón asado con la devota ayuda de Biondello. Tenía que encontrar a Segismundo, pero no podía dejar solos a Sibila y Máximo por miedo a que desaparecieran. Máximo estaba ansioso por encontrar a Mirandola, pues, aunque confiaba en Segismundo, las únicas «buenas manos» en que quería que estuviera su señor eran las suyas. Poco antes, cuando intentaba obligar a Benno a que le jurara por sus difuntos padres que no sabía dónde se hallaba Mirandola, había estado a punto de estrangularlo. Y le había dicho la verdad, pensó Benno en aquel momento: Ángelo podría estar en cualquier punto de la plaza. Había tenido suerte, por lo tanto, de que Máximo se lo hubiera preguntado entonces y no ahora, por cuanto ahora tendría que ocultarle que las manos en que se encontraba Mirandola eran realmente malas.

Mientras corría al patio para comprobar si Sibila y Máximo seguían allí, Benno dio gracias por que no hubieran estado presentes en el momento en que habían conducido al señor ciego a la sala de banquetes. A esta oración a la bondadosa santa que lo había salvado de la horca siguió otra para que empezara a pensar seriamente en las personas que se encontraban en peligro de muerte, a lo cual añadió que mandase un mensajero a buscar rápidamente a Segismundo. Éste había llegado al palacio Corio poco después de que la princesa hubiera salido en su litera por segunda vez aquel día, envuelta en negro y chorreando oro, en dirección al banquete en el cual, según lo que le había prometido el duque, los gritos del frustrado asesino de su hermano harían las veces de salsa para la carne que se serviría. El guardia dejó pasar a Segismundo con una reverencia en señal de reconocimiento. Aquel hombre había pasado los últimos días entrando y saliendo del palacio a causa de los asuntos de la princesa, y aunque ahora llegara justo cuando ella acababa de irse, seguía siendo la clase de hombre a quien no debía molestarse con preguntas que probablemente resultarían irrelevantes. Seguramente estaría cumpliendo algún recado para la princesa.

El patio estaba vacío. Las largas sombras de la noche lo atravesaban como si fueran dedos que señalaran la piedra dorada del palacio. El escudo de piedra de los Corio, que representaba a un armiño que tenía serios problemas con una flecha, pareció cernerse sobre Segismundo cuando éste pasó por el umbral de la puerta. Aunque el vestíbulo también estaba vacío, el murmullo indefinido que se oía a lo lejos era señal de que el servicio de la casa estaba cenando, alimentando sus cuerpos con comida y sus mentes con el comentario de los acontecimientos. Las cosas que ocurrían últimamente eran de lo más emocionantes. Si el hecho de que la noche anterior el cardenal hubiera muerto devorado por las llamas bajo aquel mismo techo ya había causado un gran impacto en todo el mundo, la noticia de que el acontecimiento no había sido más que el primer plato de un menú que incluía el intento de asesinato del duque, había dado pie a que en el palacio se tuviera la impresión de que se vivían unos días transcendentales.

Segismundo pudo subir por las escaleras sin ser visto. Miró en torno aguzando el oído, se asomó a varias habitaciones y finalmente vio, en el piso superior, bajo el techo, un dormitorio todavía caliente por el sol de aquel día y un soldado de la guardia del cardenal apoyado sobre una pica delante de una portezuela lateral. Sobre un arcón cercano había una escudilla vacía, lo cual indicaba que había cenado, aunque no muy bien, a juzgar por su expresión. Al ver a Segismundo se puso firme y lo saludó rápidamente. Aquél era el hombre del que había oído hablar. Un par de guardias que habían estado en el palacio del obispo habían hecho comentarios con una mezcla de admiración y respeto acerca de un hombre de cabeza rapada que cortaba cuellos con el hacha como si fueran troncos.

—¿Se encuentra el capitán ahí dentro? ¿Todavía está vivo?

—La princesa ha mandado que lo trajeran aquí, señor. Su médico ha estado sangrándolo; se marchó hace menos de un cuarto de hora. No debe ser molestado, señor. Son órdenes expresas. —Segismundo avanzó con intención de entrar en la habitación, pero el guardia, con cara de lamentarlo, bajó la pica para cerrarle el paso—. No debe ser molestado, señor. No puede entrar nadie. Son órdenes de la princesa. Pase lo que pase.

Tal vez la princesa no hubiera pensado en lo que iba a pasar, pero lo cierto es que el guardia acabó hecho un pacífico ovillo delante de la puerta. Segismundo cogió la pica antes de que cayera al suelo y la puso fuera de su alcance, tras lo cual pasó por encima de él, abrió la puerta y percibió el hedor que suelen despedir las habitaciones de los enfermos: sudor, orina, hierbas y, sobre todo, el intenso olor de la sangre fresca.

El capitán de la guardia del cardenal estaba tumbado boca arriba en un jergón; tenía los ojos medio cerrados y en blanco, y la cara amarilla y cubierta de cicatrices amoratadas. Estaba desnudo al menos hasta la cintura; el resto estaba tapado con una colcha que le habían echado por encima descuidadamente. Su brazo izquierdo, en el que el médico había buscado una vena para sangrarlo, colgaba de un lado de la cama. Debían de haberle puesto muy mal la venda, pues ésta había acabado cayendo sobre el borde de la sangradera que había en el suelo. Un hilillo irregular corría lentamente desde el brazo hasta la vasija, que ya se había desbordado, formando alrededor un charco rojo que se extendía poco a poco en todas las direcciones. Al capitán lo estaban sangrando para que muriera.