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El adivino y el ciego

Minerva estaba echada en una cama del palacio del obispo. La habitación en que se encontraba había sido preparada apresuradamente por el mayordomo de aquél. El obispo Tadeo, a diferencia de muchos otros sacerdotes, no tenía una amante, ni pública ni secreta, y el hecho de que Polissena tuviera acceso a las puertas de servicio del palacio no se debía a él. El mayordomo había encargado que trajeran acericos, espejos de mano decorados, aceites perfumados y otros objetos que consideraba indicados para una invitada que, por lo que parecía, estaba llamada a convertirse en su duquesa.

Aquello era lo que Minerva no podía creerse. ¿Había llegado tan lejos (tras ser rescatada por Segismundo de lo que, ahora que había visto la refriega del palacio, sabía con certeza que habría sido una muerte cierta a manos de su antiguo padre, el príncipe Livio; haber sobrevivido la pasada noche al ataque contra Fontecasta; haber llevado a cabo diversas heroicidades aquel mismo día y haber salvado a Astorre) sólo para acabar contrayendo matrimonio con su terrible padre?

Aún no se había repuesto de la conmoción que había sentido al ver al príncipe Livio amenazando no sólo al duque Grifone sino a todo su futuro. Se echó en la cama y se quedó mirando fijamente al techo, en el que había pintada una Dánae de aspecto maduro en el momento en que, con gesto de satisfacción, abría las piernas para recibir una lluvia de oro. Minerva movió los pies. Sus damas de honor, tres muchachas de pocas luces a las que en el pasado (¿tan sólo una semana atrás?) había tenido costumbre de aterrorizar, estaban sentadas en la ventana bebiendo vino con la vista puesta en la plaza, aunque con frecuencia lanzaban nerviosas miradas a la figura acostada en la cama. Cerca de la cama, sobre una mesa nielada, había una fuente de plata dorada llena de albaricoques secos y, al lado, una copa de vino. No los había tocado.

¿Qué demonios podía hacer? No le había costado ni un segundo llegar a la conclusión de que era imposible decirle al duque que no quería casarse con él porque prefería a su hijo. Todas las espantosas historias que había oído acerca del duque Grifone habían elegido aquella intempestiva hora para acudir a su mente. Su esposa, se rumoreaba, había sido envenenada. Además, azotaba a sus amantes (o al menos eso se decía), a una de las cuales había estrangulado con sus propias trenzas. Sonreía como un lobo. Era viejo; tendría cuarenta años como mínimo. Y Astorre, el distinguido Astorre, cuya vida había salvado con un oportuno tintero, ¿jamás la acogería en sus brazos? ¿Estaba destinada a ser su madrastra?

Minerva hizo una fea mueca a Dánae, que continuaba sonriendo ante la invasión del oro.

Naturalmente, algunas personas pensarían que era afortunada, ya que el hecho de ser duquesa de Nemora suponía disponer de cantidades exorbitantes de oro. Había oído que Grifone podía morir en cualquier momento, aunque también era verdad que cualquiera podía morir en cualquier momento incluso estando mucho mejor de salud que el duque. ¡Lo ocurrido aquel día era buena prueba de ello! El reciente recuerdo de la sangre y los gritos la hizo estremecerse. En el caso de que el duque muriera, no podría contraer matrimonio con Astorre; no después de haber estado casada con su padre. Por mucho dinero que le ofreciera, ningún papa le concedería una dispensa por eso.

Tamborileó sobre el cubrecama de brocado con el talón de sus zapatillas de satén. Las damas de honor dieron un respingo, pero decidieron no acercarse a preguntar si deseaba alguna cosa.

Quería ver a Segismundo. Si ya la había sacado de un lío, también podía sacarla de éste. Había empezado a tener una confianza muy parecida a la de Benno en la habilidad de aquel hombre para salir de cualquier situación. Se negaba a pensar en lo improbable que era que éste le dijese al duque Grifone que suspendiera su boda con la persona que él mismo había elegido. Ya encontraría la manera de hacerlo, pensó.

Cuando hubo decidido aquello, se sintió más tranquila. Esperaba que Astorre se quejara del plan de su padre. No confiaba mucho en que sus protestas fueran a convencer a éste, pero sería humillante que aceptara la situación sumisamente. Ladeó la cabeza, miró con detenimiento a Dánae y decidió que ella tenía mejor tipo. ¡Puf! Vaya roscas que tenía… Se incorporó, bebió de un trago la mayor parte del vino y cogió un albaricoque de la fuente. Sus damas, que habían estado haciendo conjeturas acerca de la desgracia que suponía ser montenerina en una ciudad en la que los montenerinos difícilmente podían considerarse populares, se levantaron de un salto y corrieron a ver si podían congraciarse con la señora Minerva. Al menos ella las protegería si llegaba a ser duquesa de Nemora.

A varios kilómetros de distancia, en la orilla del río que separaba los dos estados, Astorre había conseguido mostrar el cadáver del príncipe Livio a un considerable grupo de mercenarios que esperaban el momento de correr hacia Colleverde, caer sobre ella a sangre y fuego y saquearla. Su jefe, que en un principio se había mostrado dispuesto a desafiar la autoridad del joven que les cerraba el camino, había suavizado su postura cuando el hombre que tenía que pagarle generosamente por quemar y desvalijar la ciudad había aparecido atado a lomos de un caballo y lo había mirado cabeza abajo. En un principio no había logrado reconocerlo debido a la costra de sangre seca y polvo del camino que lo cubría, pero un amable sargento de las fuerzas nemoranas había solucionado el problema cogiendo agua del río y lavando rápidamente la cara del príncipe.

El trato quedó cerrado en cuanto el joven abrió un cofre que había a lomos de una mula y ofreció al jefe de los mercenarios una considerable cantidad de oro a modo de anticipo. Tras ello estudiaron su nuevo contrato, ya que el que los había llevado hasta aquel lugar había quedado rescindido al morir una de las partes, el príncipe Livio.

El jefe de los mercenarios saludó a Astorre y, lanzando una triste mirada a los pueblos que tenían que haber incendiado y a las aún más tentadoras torres de Colleverde, que brillaban como oro a la luz del sol, cruzó de nuevo la frontera al frente de sus hombres para levantar el campamento y esperar las órdenes del duque. Se había quedado maravillado (ya que se trataba de un hombre culto y antes de ser condottiere había recibido clases de un preceptor humanista) del poder que confería el potencial.

Astorre dio media vuelta y se puso camino de Colleverde seguido de sus hombres. Creía que su padre estaría contento con él y esperaba con ilusión volver a ver a Minerva. Incluso canturreó durante la marcha. Como había salido de Colleverde antes de que el duque interrogara a Segismundo, ignoraba que se había quedado sin novia. En lo tocante al príncipe Livio, decidió que sería mejor taparlo con un manto antes de que llegaran a la ciudad. Después de todo, seguía siendo príncipe y, de no haber tratado inexplicablemente de acabar con Grifone, habría sido su suegro. Todo lo ocurrido en el palacio del obispo le parecía una chapuza mal organizada. El príncipe Livio no tenía fama de incompetente, así que había que agradecer que, de una u otra manera, todo aquel asunto hubiera acabado por ser, desde el punto de vista del príncipe, un fracaso.

En ese momento lo asaltó una duda, lo que le hizo fruncir el entrecejo y poner una cara que llevó al capitán de la guardia del duque, que cabalgaba a su lado, a pensar que Astorre se parecía de manera inquietante a su padre. Se le había pasado por la cabeza que la situación política no era en absoluto tranquilizadora: ¿seguiría su padre viendo con buenos ojos que se casara con la hija del hombre que había hecho todo lo posible por matarlos a los dos y hacerse con el ducado? Astorre sintió un dolor casi físico cuando pensó en la posibilidad de que no llegaran a casarse. ¡Qué belleza! Se había quedado anonadado al ver la resolución con que la muchacha se quitaba el velo. ¡Qué valor! Había aparecido en el momento en que aquel bestia lo tenía acorralado, como si fuera su ángel de la guarda, resplandeciente con su vestido plateado. Aunque le costaba admitir, incluso para sus adentros, que aquel bestia hubiera estado a punto de acabar con él, se daba perfecta cuenta de que, como el joven que era, de poco le valía su fuerza si tenía que enfrentarse al poderoso brazo de un guerrero. Daba igual. ¡Ella había estado maravillosa! ¡Qué carácter! ¿Cómo se comportaría una muchacha como ella en el campo del amor?

El capitán miró nuevamente a Astorre y pensó que al sonreír no se parecía en nada a su padre.

La ciudad de Colleverde a la que se aproximaban estaba en su mayor parte relajándose tras haber disfrutado de un día lleno de incidentes. El estado de Nemora había salido victorioso de un encuentro en el que Montenero no había logrado ni un solo punto. Él último golfillo que había quedado en el juego del «tiro al traidor» había sido arrastrado a casa para la cena a fuerza de reprimendas. Los peregrinos volvían a sus alojamientos provistos de los productos que habían adquirido en los puestos para la última comida del día.

Mientras el alguacil se servía una sopa con bolitas fritas de queso, y le refería a su esposa los acontecimientos del día, ella le cepillaba su mejor jubón, con el que iba a comparecer ante los invitados del obispo y supervisar la ejecución de Giacomo. En la cocina del palacio del obispo, los cocineros daban los últimos toques al banquete. Habían dado un hervor a un jabalí sazonado con pimienta, nuez moscada, clavo y jengibre y luego lo habían metido en el horno no sin antes rebozarlo con una cobertura de pasta. También había una liebre picada en caldo y vino; una liebre asada que uno de los cocineros rebozaba con pan candeal rallado y canela; y espetones de masa de fruta y nueces, uno de los platos favoritos del obispo, quien también era aficionado al potaje de frutas, leche de almendras y carne, algo que podía permitirse dado que ya había pasado la cuaresma.

Con motivo de una ocasión tan especial como la victoria del duque y la llegada de las reliquias, cuya presencia había resultado ser sumamente eficaz, se había preparado un postre realmente espectacular que se esperaba que ni siquiera los cocineros del duque hubieran sido capaces de superar. Se trataba de una delicia hecha de mazapán y pistachos molidos con generosas cantidades de azúcar. Con la masa se había moldeado una réplica de la catedral de Colleverde y se habían reproducido todos y cada uno de sus chapiteles y, arrodillados en los escalones, delante de las puertas abiertas del templo, dos figuras. Aunque en un principio éstas estaban destinadas a representar al cardenal y al duque, tras una hábil compresión, la birreta cardenalicia había quedado transformada en la mitra del obispo. Entonces se había realizado una consulta, que había degenerado en un tumulto de imprecaciones, respuestas amargas y amenazas con arma blanca, acerca de la conveniencia de incluir a la pareja de novios. Afortunadamente, el mayordomo había intervenido en el último momento y había decidido que, puesto que la visita del duque a Colleverde se debía tanto a las reliquias como a la boda, la pareja podía ser omitida. Como ahora se rumoreaba que el duque tenía pensado casarse, el encargado del pastel se congratuló de no haber puesto más figuras, ya que quitarlas podría haber dañado la estructura de la obra y echado a perder su simetría. Incluso se llegó a plantear siquiera la posibilidad de quitar la mitra del obispo y poner en su lugar clara a punto de nieve como si fuera el velo de la novia. Al final, sin embargo, decidió prudentemente que, tratándose de la catedral, lo que procedía eran las reliquias y, por lo tanto, el obispo, y lo dejó tal como estaba.

El pinche al que le habría tocado batir la clara a punto de nieve dio silenciosamente gracias a santa Bernardina.

En el palacio Corio, la búsqueda de la carta desaparecida se había reanudado después de que la princesa hubiera desahogado parte de la ira contenida con la que había reaccionado ante la reprimenda que le había dirigido el duque por el hecho de que su sobrino no hubiera acudido a darle la bienvenida. Éste, furioso por una serie de complicadas razones, había respondido a la cólera de su tía recitando en tono ofendido una cita en latín que la princesa no había comprendido, y se había retirado a sus aposentos dando orden de que le mandaran más carne cruda para su ojo, que se le inflamaba por momentos.

El aspecto de su cara y de su ropa, la cual, en un golpe de mala suerte, su tía había acertado a ver cuando se la llevaban a lavar, le dio ocasión a ésta para hacerle otra visita a fin de soltarle una nueva reprimenda. La princesa le dijo todo lo que pensaba acerca de los clérigos que se enzarzaban en reyertas callejeras y no se preocupaban por su ropa o, como había ocurrido en aquel caso, por el nombre de una familia que acababa de sufrir una pérdida. Su incapacidad para comportarse con discreción, agregó, era una de las razones por las que su tío no le había dado el ascenso por el que siempre estaba lloriqueando. Antes de marcharse, añadió que su habitación olía mal.

Mientras su tía recorría la casa cribando las cenizas de todas las chimeneas, dando la vuelta a los cajones de todos los escritorios y propinando de paso un cachete a todo el que se cruzaba en su camino, Torcuato se dedicó a escribirle al maestro della strade una carta en que se quejaba airadamente de lo sucia que estaba la calle en que se había caído, juzgando que lo más prudente sería no examinar de nuevo el lugar donde había escondido la carta de su tía, no fuera ésta a presentarse otra vez en la habitación. La carta se hallaba en un lugar completamente seguro.

Cuando el sonido de los cascos de la guardia de Astorre anunció la llegada de éste a Colleverde, los arcos de bienvenida y el mecanismo que tanta desconfianza había infundido a Fortuna estaban siendo desmantelados bajo la supervisión del florentino encargado de organizar el recibimiento. El hecho de que algunos de los actos de aquella tarde no hubieran llegado a celebrarse le había dejado un mal sabor de boca, ya que, aunque iban a pagarle todo lo prometido, se sentía herido en su condición de profesional. Con todo, no apartaba la atención del trabajo que lo ocupaba en aquel momento. La mitad de los problemas que suponía una buena organización residía, como sabía cualquiera que se dedicara a su profesión, en recoger los materiales, desde el vestuario a los mecanismos, pasando por los animales, una vez hubiera acabado el espectáculo. El hombre que había contratado el cardenal ya se había llevado los leopardos, algo de lo que el florentino se alegraba de veras. Su expresión de indiferencia le había recordado mucho a los aristócratas que lo habían empleado con anterioridad. Con los mercaderes de Colleverde sabía exactamente a qué atenerse: hacer su trabajo, causarle una buena impresión al duque y recibir su dinero. La pregunta sobre si el duque había recibido una buena impresión estaba ahora fuera de lugar; por lo que le habían dicho, había estado hablando con alguien durante todo el discurso de la diosa Fortuna y, además, desde el momento en que había entrado en Colleverde había sufrido tal número de distracciones que seguramente ya se habría olvidado del desfile. Retrospectivamente, la parte del carruaje de Baco (y la impresión, por lo tanto, que hubiera podido causarle al príncipe Livio) no tendría ningún valor, a menos que a la muchacha, y ahora futura duquesa, le hubiese gustado. De todos modos, estaba seguro de que iba a recibir su dinero. Por suerte, los mercaderes de Colleverde tenían la costumbre de intentar causarse impresión los unos a los otros, y habían sido varios los gremios que habían contribuido a la organización del recibimiento.

Cuando llegó a la plaza de la catedral y se acercó al palacio del obispo, Astorre observó un resplandor a la luz del atardecer. Mandó a un mozo a que averiguara de qué se trataba y se quedó esperando delante de la puerta del palacio oliendo la comida que todavía preparaban en tiendas y puestos, lo que le permitió darse cuenta de que tenía hambre. El mozo le dijo que se trataba de un adivino que estaba haciendo juegos malabares con cuchillos, probablemente a fin de conseguir algún cliente entre los pocos paseantes que quedaban en la plaza antes de que apareciera el público nocturno. El mozo le dijo, además, que según los rumores el adivino, que empleaba a un ciego para sacar las cartas, había vaticinado todo lo que había ocurrido durante aquella jornada. De repente, Astorre se ilusionó. No se había sentido tranquilo desde el día en que su padre despidiese al astrólogo de palacio que había presagiado precisamente las mismas desgracias que habían sufrido aquel día. Si iba a contraer matrimonio con la señora Minerva, ¿qué mejor regalo podía hacerle que unas profecías halagüeñas sobre la vida que iban a pasar juntos? ¿Qué nube podía ocultar el perpetuo sol que iba a iluminar su unión? Además, su padre se alegraría, porque comprobaría la veracidad de lo que le habían augurado.

—Llevad al adivino y al ciego a palacio.

Su padre era aficionado a todo lo estrafalario. Seguro que el ciego le haría gracia.