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¿A Moscovia, tal vez?

—¿A abrir…? ¿Por celos? ¿Del cardenal? No es posible que fuera el amante de la princesa Oralia.

—¿Por qué? ¿Porque era sacerdote? No es necesario ser muy cínico para imaginarse que hay gente que no hace lo que debería. —Segismundo apretó el dedo índice sobre el pecho de Benno, donde la camisa se había transformado en un sucio volante bajo el desabrochado jubón—. ¿Cuándo? Pues cuando iba a Montenero, de la misma manera que iba a Rocca. Un cardenal no limita sus viajes a un solo estado.

—Pero… ¿y la princesa?

—Polissena me ha dicho que su eminencia era un hombre sumamente atractivo.

—¿Queréis decir entonces que el individuo que ese tipo, Giacomo, vio como Malvezzi era el príncipe Livio, que había venido a matar al cardenal? ¡Madre de Dios! Cuando dijisteis que Giacomo había visto a uno de ellos ocultarse la cara, imaginé que sería el hombre de la cara azul, que se estaba tapando las cicatrices… Claro, el hombre dio media vuelta y cuando Giacomo ya pensaba que se le echaba encima, se detuvo en seco… y resultó ser el príncipe Livio, ¿verdad? Entonces sufrió uno de sus ataques, como cuando la señora Minerva se quitó el velo y le vio la cara.

Segismundo alzó los ojos al cielo, que estaba prácticamente despejado y tenía un tono azul jacinto.

—Por alterarse, creo. No es la primera persona que conozco que sufre de epilepsia. No siempre caen al suelo. A veces se quedan como en trance sin darse cuenta. Puede durar un momento o más, pero, en cualquier caso, para el príncipe acabó siendo fatal. Tenía que ser alguien como él. Sólo alguien en quien Petrucci pensara que podía confiar habría conseguido permiso para entrar en el palacio y habría podido acabar con él sin darle tiempo de dar la voz de alarma. Y sólo el príncipe Livio podría haber llevado tanto dinero.

Segismundo empezó a pasar por encima de los pequeños setos y se encaminó hacia una hornacina provista de un banco de mármol de forma curva y rodeada por un seto de carpe. Benno lo siguió con cuidado y cara de estar muy confuso.

—Así que el príncipe Livio quemó al cardenal a causa de la princesa y luego salió en dirección a Fontecasta con idea de emprenderla con el cadáver de otro amante… Lo que no entiendo es por qué no mató a la señora Minerva cuando la vio.

Segismundo llegó al banco y se sentó.

—No tuve ocasión de preguntárselo… Iba vestida de muchacho. Tal vez pensó que se trataba del fantasma de su hijo. —Al segundo intento, Biondello logró subir al banco y se sentó al lado de Segismundo—. Quizá sufriera un ataque y se cayera. ¿Quién sabe? En cualquier caso, Malvezzi y los suyos perdieron la cabeza y lo abandonaron. Seguramente luego conseguiría reunirse con la procesión en que venía la falsa Minerva mientras los demás llegaban a todo correr a la ciudad para contar su historia de fantasmas. Ángelo me ha dicho que cuando les leyó el futuro se quedaron muy preocupados. Las cartas que sacaron fueron de las peores que ha visto jamás. Gracias a él pude decirle al duque qué hacía el oro encima del escritorio de Petrucci.

—¿De veras? —Benno le lanzó una mirada suplicante. Segismundo se echó a reír y prosiguió.

—¿Recuerdas que les echó la buenaventura por segunda vez? Le dijeron que aunque habían tenido un mal presagio, esperaban cumplir la condición que les había puesto el astrólogo (el del príncipe Livio, supongo), que consistía en que si querían tener éxito, debían saldar todas sus deudas. Una de dos: o Petrucci había dado una ayuda para costear la conspiración o había que pagarle por su participación en ella.

—Es decir, el cardenal iba a quedarse con él fuera como fuera: «Toma, te devolvemos tu dinero» y «toma esto también, para que te quedes contento». —Benno se sentó al lado de Segismundo y notó en el trasero que la piedra estaba fría—. Ángelo es un experto con las cartas. Si hubiera estado en el lugar de Malvezzi y los suyos, me habría largado de Colleverde enseguida, sin pensar en si había pagado mis deudas o no.

Segismundo estaba acariciando la lanuda cabeza de Biondello y rascándole debajo de su única oreja. El perro cerró los ojos de placer.

—Uno no puede escapar a su destino.

—¿Qué queréis decir? ¿Que si se hubiesen ido de Colleverde y no hubieran ayudado al príncipe, habrían acabado cayéndose de un risco o topando con un jabalí?

—Cruzarse con la espada del duque Grifone era, quizá, sólo una de las alternativas que tenían.

Benno guardó silencio. Con lo que se había cruzado el compañero desconocido de Malvezzi que se había apostado en el balcón había sido, al parecer, la daga de Segismundo. Y ¿quién sabría quién había matado al hombre que tenía la cara picada de viruelas?

Segismundo se tapó los ojos. En su mano brillaba el regalo que le había hecho el duque, un anillo de tamaño asombroso con un zafiro incrustado de un tono más oscuro que el del cielo que tenía encima. Parecía grande incluso en la mano de Segismundo. Benno renunció entonces a seguir pensando en aquella cuestión, ya que, cuanto más ahondaba en ella, más lástima sentía por todas las personas que habían tenido que ver con ella. Cambiando de tema, comentó:

—Vais a tener que colgároslo al cuello con una cuerda, como Ángelo, porque, si no, vendrán y os dirán: «Perdonadme, señor, ¿podéis prestarme vuestro anillo para siempre? Oh, siento haberos hecho daño en el cuello».

—Voy a hacer algo mejor. Se lo voy a llevar al señor Hispano, el judío, para que me dé un vale que luego pueda canjear por dinero cuando lo necesite.

A Benno, aquello le sonó a magia, por lo que decidió no indagar. Biondello trepó a sus rodillas, distrayéndolo.

—¿Por qué el príncipe Livio quería casarse con la princesa Corio? No era lo que se dice una mujer que levantara pasiones.

—En mi opinión, después de quemar a Petrucci tenía que atar bien todos los cabos. Como necesitaba que las órdenes del cardenal fueran cumplidas incluso después de su muerte, lo que hizo fue darle a la princesa un buen motivo, un motivo, digamos, irresistible, para que estuviera interesada en el éxito de la conspiración. Está claro que su hermano le había revelado el secreto. El príncipe sólo tenía que asegurarse de que Petrucci no le dijera que él iba a visitarlo aquella noche.

Benno se enderezó y cogió a Biondello.

—Bueno, claro, si no, no habría habido ni boda ni nada. ¡Menudo tramposo! Lo tenía todo bien pensado. Asesina al hermano y consigue que la hermana se encargue de que todo siga adelante tal como estaba planeado… Y yo que creía que lo había hecho en un arrebato de ira, que nada más sacarles a los pobres sirvientes quiénes eran los amantes, había cogido una antorcha y se había venido corriendo a Colleverde… Pero, no, lo tenía todo bien pensado.

Segismundo estiró sus largas piernas y levantó la cara al sol, que ahora daba de lleno en el jardín. El único sonido que se oía era el que producían los ajetreados insectos que no descansaban el domingo.

—Seguro que conoces el refrán que dice que la venganza es un plato que se come mejor frío. Livio lo tenía todo calculado.

—Menos mal que ha muerto. ¿Van a enterrarlo o a colgarlo? —Los insubordinados seguían colgados del balcón del palacio del obispo. Lo más probable era que el duque les negara la extremaunción.

Segismundo aguzó la vista. Benno divisó entonces la lejana figura del obispo Tadeo, que se paseaba lentamente por un lateral del laberinto con la cabeza gacha y de espaldas a ellos. Tal vez estuviese rezando el rosario, o leyendo, o meditando.

—Dejemos a Su Ilustrísima que se recree en paz —dijo Segismundo al tiempo que se ponía de pie—. Ya ha sufrido bastantes molestias. El duque ha anunciado que el obispo estará presente en el próximo juicio del cardenal Petrucci.

—¿Juicio? Pero si está muerto… Su cadáver está en la capilla del obispo.

—Ya no. Van a atarlo a una silla y acusarlo de traición ante las familias nobles de Colleverde. El duque tiene pensado arrojarlo al río a continuación.

Se alejaron en silencio del paseante, quien no parecía haberse dado cuenta de su presencia. Benno soltó una risilla tonta.

—El río es lo que le habría venido bien a su eminencia el viernes por la noche. El duque no perdona, ¿eh? Como el príncipe Livio…

—Hace falta tener una gran fuerza de voluntad para permanecer en el poder, da igual el lugar que uno gobierne. Aunque tal vez haga más falta en esta parte del mundo.

Benno intentó, sin éxito, imaginar otra parte del mundo. Ni siquiera Moscovia podía ser muy diferente de Italia, a pesar de que, según había oído, allí hubiera más nieve. Su retirada ya los había llevado hasta el otro lado del seto de carpe. Benno se alegró de ver un balcón de aspecto más agradable que el que daba a la plaza y del que colgaban los traidores. Se extendía a lo largo del seto y era lo bastante grande como para que dos personas pudieran entrar en él sin necesidad de ponerse en fila y ver el paisaje que se extendía abajo. En la loma sobre la que descansaba la balaustrada crecía un viejo pino; su retorcido tronco se apoyaba en el mármol y su paraguas de agujas proyectaba un sinfín de cambiantes rayas de sombra. Los dos hombres apoyaron los brazos en el frío y rugoso antepecho y miraron las lejanas colinas, que eran de un color levemente más intenso que el del cielo. Benno levantó la mano.

—Eso es Montenero, ¿verdad? Espero que la señora sea feliz con el señor Astorre y con su padre.

El murmullo fue vibrante, de negación.

—Con su padre, no.

—El señor ciego es su padre, ¿verdad?

—Sibila me ha dicho que ni siquiera era el amante de la princesa. La princesa lo encontró ya moribundo y debió de adivinar quién era. Llamó a Sibila y ordenó que cuidaran de él en Fontecasta, que pertenecía al antiguo señor Giraldi, a quien había conocido en Rocca. Pero dejemos ese tema.

—¿Entonces era el señor Eugenio?

Segismundo se volvió hacia Benno.

—Hemos estado hablando de otro amante, ¿no?

Una alondra cantaba en lo alto de un pino, invisible, extática. Sin embargo, Benno no oía ni su canto ni el fragor que llegaba de la ciudad. Se había quedado mirando fijamente a Segismundo.

—Es decir que…

—El cardenal Petrucci era el padre de Minerva y de su hermano gemelo, Marco. Sibila me lo ha dicho. Ella es una de las dos personas que lo saben. La otra debió de ser torturada por el príncipe Livio tras la muerte de su esposa.

—Así pues, lo averiguó. No me extraña que el cardenal acabara envuelto en llamas. —Benno volvió a mirar el paisaje, pero sin ver nada—. No sería nada bueno que esta noticia se difundiera. Imaginaos, el hijo del duque casado con la hija del diablo Petrucci. —Contempló con una mezcla de temor y respeto la lejana sombra azul sobre la que se hallaba la ciudad de Montenero, que se extendía sobre las colinas como un trémulo resplandor blanco. La profunda voz de su señor volvió a resonar.

—Si el duque piensa, y es muy probable que así sea, que Mirandola es el padre de la señora Minerva, no creo que haya ningún problema, siempre y cuando el mundo considere que ésta tiene derecho al trono de Montenero.

La alondra seguía cantando, insistentemente. Las sombras se movieron sobre sus espaldas; la brisa acarició sus caras. Al cabo de un rato, Benno dijo con tono lastimero:

—Ojalá Ángelo nos hubiera leído la buenaventura antes de irse. ¿No os habría gustado conocerla?

—Jamás. Lo divertido está en no conocer nuestro destino, Benno. Cuando acabe el juicio del cardenal, nos dirigiremos a Rocca y después, ¿quién sabe? Ya empiezo a ser muy conocido por estos lares. ¿A Moscovia, tal vez?

Benno trató de imaginar las lejanas colinas cubiertas de nieve. Su mente viajó a lugares extraños y desconocidos. De una cosa estaba seguro. Fueran adonde fueran, no se aburrirían.

Oyeron entonces una lejana trompeta y Segismundo se incorporó.

—Vamos. No debemos hacer esperar al cardenal.