Vivir
ESTOY en la casa de la hamaca. Miro por la ventana a ver si la veo, pero la Abuela dice que no debería buscar en el jardín de delante sino en el patio trasero, aunque de todos modos no está colgada todavía porque sólo estamos a 10 de abril. Veo arbustos y flores, la acera, la calle y los otros patios delanteros y las otras casas. Cuento once, aunque no las veo todas enteras, y ahí es donde viven los vecinos, que son la gente que vive al lado, como en el juego de Fastidia a tu Vecino. Sorbo el aire para sentir la Muela Mala, la tengo justo en el medio de la lengua. El coche blanco de fuera no se mueve; he venido montado desde la clínica aunque no había elevador, porque el doctor Clay quería que me quedara para hacerme «seguimiento» y «aislamiento terapéutico», pero la Abuela le ha gritado que no tenía derecho a encerrarme como a un preso cuando tengo una familia. Mi familia son la Abuela, el Astro, Bronwyn, Paul, Deana y el Abuelo, aunque se ponga a temblar cuando me ve. Y Mamá también, claro. Muevo la Muela Mala hasta colocármela en la mejilla.
—¿Está muerta?
—No, ya te lo he dicho. Para nada —la Abuela apoya la cabeza en la madera que rodea el cristal.
A veces, cuando las personas dicen «para nada» en realidad suena menos verdadero.
—¿Quieres hacerme creer que está viva? —le pregunto a la Abuela—. Porque si no está viva, yo tampoco quiero.
Empiezan a caerle lágrimas por la cara otra vez.
—Es que yo… No puedo decirte más de lo que sé, cariño. Han dicho que nos llamarían en cuanto actualizaran el parte médico.
—¿Qué es actualizar?
—Saber cómo está justo en el momento.
—¿Y cómo está?
—Bueno, no está bien, porque tomó demasiada medicina y le hizo daño, como ya te he explicado. Pero seguramente ya le habrán hecho un lavado de estómago y se lo habrán sacado todo, o casi todo…
—Pero ¿por qué la tomó?
—Porque no está bien. De la cabeza. Pero está en buenas manos —dice la Abuela—, así que no debes preocuparte.
—¿Por qué?
—Bueno, porque no hace ningún bien.
La cara de Dios es una bola roja pegada a lo alto de una chimenea. Está oscureciendo. La Muela Mala empieza a hincarse en mi encía, es una muela mala y me duele.
—La lasaña ni la has probado —dice la Abuela—, ¿quieres un vaso de zumo o algo? —digo que no con la cabeza—. ¿Estás cansado? Debes de estarlo, Jack. Dios sabe que yo no puedo con mi alma. Ven abajo a ver la habitación libre.
—¿Por qué es libre?
—Significa que no la usamos.
—¿Y por qué tenéis una habitación que no usáis?
La Abuela se encoge de hombros.
—Nunca se sabe cuándo puede hacer falta —espera mientras bajo las escaleras con el culo, porque no hay barandilla donde agarrarme. Voy arrastrando mi mochila de Dora detrás, pum, pum. Cruzamos la habitación que se llama sala de estar, aunque no sé por qué, porque la Abuela y el Astro están en todas las habitaciones, menos en la que está libre.
Empieza a sonar un ua-ua horrible y me tapo los oídos.
—Más vale que lo coja —dice la Abuela.
Al cabo de un momento vuelve y me acompaña a una habitación.
—¿Qué, listo?
—¿Para qué?
—Para ir a la cama, cielo.
—Aquí no.
Aprieta la boca, se le juntan las pequeñas grietas de alrededor.
—Ya sé que echas de menos a tu mamá, pero por ahora tendrás que dormir solo. Tranquilo, que aquí estarás bien, y el abuelastro y yo estaremos arriba. No te dan miedo los monstruos, ¿verdad?
Depende del monstruo, si es de verdad o no, y si está en el mismo sitio donde estoy yo.
—Mmm. La habitación de tu mamá está al lado de la nuestra —dice la Abuela—, pero la hemos convertido en gimnasio, no sé si habrá espacio para un colchón inflable…
Subo la escalera, ahora con los pies, apoyándome en las paredes nada más, y la Abuela lleva mi mochila de Dora. Hay colchonetas azules blandas, pesas y una máquina de abdominales como las que he visto por la Tele.
—Su cama estaba aquí, justo donde estaba la cuna cuando era bebé —dice la Abuela señalando una bicicleta que parece pegada al suelo—. Las paredes estaban forradas de pósters de los grupos de música que le gustaban, un abanico gigante y un atrapasueños…
—¿Por qué, atrapaba sus sueños?
—¿Cómo?
—El abanico.
—Ah, no, no eran más que objetos decorativos. La verdad es que siento mucho haberlo donado todo a la beneficencia. Fue un consejero quien me lo aconsejó en la terapia de grupo…
Doy un bostezo enorme. Por poco se me cae la Muela Mala, pero la cazo al vuelo con la mano.
—¿Qué es eso? —dice la Abuela—. ¿Un abalorio o algo así? No te metas nunca en la boca objetos pequeños, ¿es que tu…?
Intenta desdoblarme los dedos para sacarla. Mi mano la golpea con fuerza en la barriga.
La Abuela me mira fijamente.
Me meto la Muela Mala otra vez debajo de la lengua y cierro los dientes.
—Te propongo algo, ¿por qué no coloco un colchón inflable al lado de nuestra cama, sólo por esta noche, hasta que te instales como es debido?
Arrastro mi mochila de Dora. En la puerta de al lado es donde duermen la Abuela y el Astro. El colchón inflable es una cosa como una bolsa grande. El pitorro de la bomba no para de salirse del agujero y la Abuela tiene que gritar para pedirle ayuda al Astro. Luego está hinchado como un globo pero en forma rectangular, y le pone unas sábanas encima. Pienso en quiénes le habrán lavado a Mamá el estómago, la Abuela me ha dicho que le meten un tubo como el de la bomba. ¿Por dónde se lo ponen? ¿No la harán estallar?
—He dicho que dónde está tu cepillo de dientes, Jack.
Pues en mi mochila de Dora, donde están todas mis cosas. La Abuela me dice que me ponga el traje de noche, que es el pijama de broma. Señala el colchón inflable.
—Venga, campeón, adentro —me dice. La gente siempre dice cosas como «campeón» o «amiguete» cuando quieren que lo que dicen suene divertido.
La Abuela se agacha y pone los labios para fuera como para dar un beso, pero yo meto la cabeza debajo del edredón.
—Perdona —dice—. ¿Qué, un cuento?
—No.
—Estás cansado hasta para un cuento. De acuerdo, pues, buenas noches.
Todo se queda a oscuras. Me incorporo.
—¿Y los Bichos?
—Las sábanas están recién lavadas.
No veo a la Abuela, pero la conozco por la voz.
—No, los Bichos…
—Jack, estoy que me caigo…
—La canción de los Bichos, para que no muerdan…
—Ah —dice la Abuela—. Buenas noches, dulces sueños… Es verdad, solía cantarlo cuando tu mamá tenía…
—Venga, hazla entera.
—Buenas noches, dulces sueños, no dejes que los bichos piquen a mi pequeño.
Entra un poco de luz, la puerta se está abriendo.
—¿Adónde vas?
Veo la silueta negra de la Abuela recortándose en el agujero.
—Abajo nada más.
Salgo rodando del hinchable, y se queda temblando como un flan.
—Yo también.
—No, voy a ver mis programas. No son para niños.
—Habías dicho que tú y el Astro en la cama y yo al lado, en el hinchable.
—Eso más tarde, todavía no estamos cansados.
—Has dicho que estabas agotada.
—Estoy agotada por… —la Abuela habla casi a gritos—. No tengo sueño, sólo quiero ver un poco la tele y no pensar durante un rato.
—Puedes no pensar aquí.
—Anda, prueba a tumbarte y cerrar los ojos.
—Si estoy solo, no puedo.
—Oh —dice la Abuela—, pobre criatura.
¿Por qué cree que soy una pobre criatura?
Se agacha al lado del hinchable y me toca la cara. Me aparto.
—Solamente quería cerrarte los ojitos.
—Tú en la cama. Yo en el hinchable.
Oigo que resopla.
—Vale. Me tumbaré, pero un momentito nada más…
Veo su silueta encima del edredón. Algo se cae, clonc. Es su zapato.
—¿Quieres una nana? —me susurra.
—¿Eh?
—¿Una canción?
Mamá me canta canciones, pero ya no hay. Me golpeó la cabeza con la mesa de la Habitación Número Siete. Se tomó la medicina mala. Creo que estaba demasiado cansada para seguir jugando, tenía mucha prisa por llegar al Cielo y no quiso esperar más. ¿Por qué no me esperó?
—¿Estás llorando?
No digo nada.
—Ay, cariño. Bueno, esas cosas mejor sacarlas.
Quiero tomar un poco, quiero de verdad, no sé dormir sin. Me pongo a chupar la Muela Mala, que es Mamá, o por lo menos un trocito de ella donde todas las células se habían puesto marrones y duras, llenas de caries. La Muela Mala le dolía o estaba dolorida, pero ya no. ¿Por qué esas cosas es mejor sacarlas? Mamá dijo que cuando saliéramos seríamos libres, pero yo no me siento libre.
La Abuela canta muy bajito; me sé la canción, pero suena mal.
—«Las ruedas del autobús hacen…».
—No, gracias —le digo, y deja de cantar.
Mamá y yo en el mar, estoy enredado en su pelo, completamente atado, me ahogo…
Un mal sueño nada más, diría Mamá si estuviera aquí. Pero no está.
Me quedo tumbado contando: cinco dedos en una mano, cinco dedos en la otra, cinco dedos en un pie, cinco dedos en el otro. Los muevo uno por uno. Intento hablar dentro de mi cabeza. «¿Mamá? ¿Mamá? ¿Mamá?». No oigo su respuesta.
Cuando empieza a haber más luz me tapo la cara con el edredón para oscurecerla. Creo que así es como te sientes cuando estás ido.
Hay personas caminando y susurrando a mi alrededor.
—¿Jack? —la Abuela me habla cerca del oído, así que me aparto y me acurruco—. ¿Cómo estás?
Me acuerdo de ser educado.
—Hoy no estoy al cien por cien, gracias —hablo casi sin abrir la boca, porque tengo la Muela Mala pegada en la lengua.
Cuando la Abuela se va me siento y cuento las cosas que hay en mi mochila de Dora: mi ropa y mis zapatos, mi hélice de arce, el tren, el cuadrado para dibujar y el corazón brillante, y el cocodrilo, la piedra, los monos, el coche y seis libros. El sexto es Dylan la Excavadora, el de la tienda.
Horas después suena el ua-ua, que es el teléfono. La Abuela sube.
—Era el doctor Clay. Tu mamá está estable. Suena bien, ¿no te parece?
A mí me suena a caballos.
—Ah, además hay tortitas de arándanos para desayunar.
Me quedo muy quieto, como si fuera un esqueleto. El edredón huele a polvo.
Ding-dong, ding-dong, y la Abuela baja otra vez las escaleras.
Hay voces abajo. Me cuento los dedos de los pies, luego los de las manos y luego los dientes, una y otra vez. Siempre me salen los números correctos, pero no estoy seguro.
La Abuela sube de nuevo jadeando para decirme que el Abuelo ha venido a despedirse.
—¿De mí?
—De todos nosotros, porque se vuelve a Australia. Vamos, Jack, levántate, no creo que regodearte entre las sábanas te haga ningún bien.
No sé lo que es eso.
—A él le gustaría que yo no hubiera nacido.
—¿Que le gustaría qué?
—Que yo no existiera, y así Mamá no tendría que ser mamá.
La Abuela no dice nada, así que pienso que se ha ido por las escaleras. Asomo la cara para ver. Aún está ahí, con los brazos enlazados a la cintura.
—No le hagas ni caso a ese mentecato.
—¿Qué es eso?
—Anda, ven para abajo y cómete una tortita.
—No puedo.
—Ay, mírate.
¿Cómo voy a hacerlo?
—Respiras, caminas, hablas y duermes sin mamá, ¿verdad? Así que seguro que también vas a poder comer sin ella.
Me guardo la Muela Mala dentro de la mejilla, que es un lugar seguro. Me entretengo un buen rato en las escaleras.
En la cocina, el Abuelo de verdad tiene la boca manchada de morado. Su tortita flota en un charco de sirope con más bolitas moradas, que son los arándanos.
Los platos son blancos normales, pero los vasos están mal hechos porque tienen esquinas. Hay un cuenco grande de salchichas. No me había dado cuenta de que tenía hambre. Me como una salchicha, luego dos más.
La Abuela dice que no tiene zumo sin pulpa, pero tengo que beber algo o me ahogaré con las salchichas. Me bebo el que tiene la pulpa y los gérmenes me corren por la garganta. La nevera es inmensa y está toda llena de cajas y botellas. Los armarios guardan tanta comida dentro que la Abuela tiene que subirse a unos escalones para mirar en el interior de todos ellos.
Me dice que debería darme una ducha, pero hago como que no la oigo.
—¿Qué quiere decir estable? —le pregunto al Abuelo.
—¿Estable? —se seca una lágrima que le cae de un ojo—. Ni mejor ni peor, supongo —deja el cuchillo y el tenedor juntos en su plato.
¿Ni mejor ni peor que qué?
La Muela Mala sabe ácida, por el zumo. Vuelvo arriba a dormir.
—Cariño —dice la Abuela—. No vas a pasar otro día entero delante de la caja tonta.
—¿Eh?
Apaga la tele.
—Justo acabo de hablar con el doctor Clay por teléfono de las necesidades de tu desarrollo, y he tenido que decirle que estábamos jugando a las damas.
Pestañeo y me froto los ojos. ¿Por qué le ha dicho una mentira?
—¿Mamá está…?
—Sigue estable, dice. ¿Te gustaría jugar a las damas de verdad?
—Las tuyas son para gigantes, y se caen.
La Abuela suspira.
—Ya te he dicho que son normales, lo mismo que el ajedrez y las cartas. Tu mamá y tú teníais el tablero magnético en miniatura, que es para llevar de viaje.
Si nosotros nunca viajábamos…
—Vamos al parque, anda.
Niego con la cabeza. Mamá dijo que cuando fuéramos libres iríamos los dos juntos.
—Pero si ya has salido afuera un montón de veces…
—En la clínica.
—El aire es el mismo, ¿o no? Venga, vamos. Tu mamá me dijo que te gusta escalar.
—Sí, he escalado la Mesa, las sillas y la Cama miles de veces.
—Ni se te ocurra escalar mi mesa, señorito.
Me refería a la Habitación.
La Abuela me hace la coleta muy apretada y me la esconde por dentro de la chaqueta; la saco otra vez. No dice nada de la crema pegajosa y el gorro, ¿será que la piel no se quema en esta parte del mundo?
—Ponte las gafas de sol. Ah, y unos zapatos como es debido, ese calzado no tiene ninguna sujeción.
Cuando camino tengo los pies apretujados aunque me afloje el Velcro. Mientras vayamos por la acera no hay peligro, pero si caminamos por la carretera sin querer, nos moriremos. Mamá no está muerta, la Abuela dice que con esas cosas no se dicen mentiras. Con lo de las Damas le ha dicho una mentira al doctor Clay. La acera se corta todo el rato y hay que cruzar la calle. Si nos damos la mano, no hay problema. A mí no me gusta dársela, pero la Abuela dice que peor para mí. El aire sopla y se me mete en los ojos, y el sol que se cuela por el borde de las gafas me deslumbra. En el suelo veo una cosa de color rosa que es una goma del pelo, un tapón de botella, una rueda que no es de un coche de verdad sino de juguete, una bolsa de frutos secos sin frutos secos, un cartón de zumo donde se oye que todavía queda un poco, y una caca amarilla. La Abuela dice que no es de persona, sino de algún perro asqueroso. Me estira la chaqueta.
—Apártate de eso —me dice.
La basura no debería estar ahí, sólo las hojas que se le caen al árbol porque no puede evitarlo. En Francia dejan que los perros hagan sus cosas en cualquier parte. Algún día puedo ir allí.
—¿A ver la caca?
—No, no —dice la Abuela—, a ver la Torre Eiffel. Cuando ya seas muy bueno subiendo escaleras.
—¿Francia está en el Exterior? —me mira raro—. ¿Está en el mundo?
—Todo está en el mundo. ¡Ya hemos llegado!
No puedo entrar en el parque, porque hay niños que no son mis amigos. La Abuela pone los ojos en blanco.
—Sólo tienes que jugar a la vez que ellos, eso es lo que hacen los niños.
Puedo mirar por la valla, dentro de los rombos de alambre. Se parece a la valla secreta de las paredes y el Suelo por la que Mamá no pudo seguir cavando. Al final la salvé y salimos, pero entonces ya no quiso vivir más. Hay una niña grande colgada boca abajo de un columpio. Dos niños montados en una cosa que no recuerdo cómo se llama que sube y baja se caen de golpe y se echan a reír: creo que lo hacen a propósito. Me cuento los dientes hasta veinte, y luego otra vez. Miro a una mujer que lleva a un bebé al tobogán y lo pone a gatear por el túnel. Ella le hace una mueca a través de los agujeros de los lados y hace como que no sabe dónde está. Miro a la niña grande, pero sólo se columpia, a veces con el pelo casi rozando el barro, a veces erguida. Los niños se persiguen y hacen bang, bang con las manos como si fuesen pistolas; uno se cae y se pone a llorar. Sale corriendo por la puerta y se mete en una casa. La Abuela dice que debe de vivir ahí, ¿cómo lo sabe?
—¿Por qué no vas a jugar ahora con el otro niño? —me susurra, y luego grita—: Hola.
El niño mira hacia donde estamos, y yo me meto en un arbusto y me pincho la cabeza.
Al cabo de un rato la Abuela dice que hace más fresco de lo que parece y que tal vez deberíamos ir yendo a casa a comer.
Tardamos cien horas, y me parece que las piernas se me van a romper.
—A lo mejor la próxima vez te lo pasas mejor —dice la Abuela.
—Ha sido interesante.
—¿Eso es lo que mamá te ha dicho que se dice cuando algo no te gusta? —sonríe un poco—. Yo se lo enseñé.
—¿Ahora sí se está muriendo?
—¡No! —me dice casi con un grito—. Leo habría llamado si hubiera cualquier novedad.
Leo es el Astro; me confundo con tantos nombres. Yo quiero tener mi nombre y ya está: Jack.
En casa, la Abuela me enseña Francia en el globo terráqueo, que es como una estatua del mundo que siempre da vueltas. Esta ciudad chiquitita en la que estamos es sólo un punto, y la clínica cabe también dentro de ese punto. Y la Habitación, aunque la Abuela dice que no debo pensar más en ese lugar, que me lo quite de la cabeza.
Como un montón de pan con mantequilla con el almuerzo. Es pan francés, pero creo que no lleva nada de caca. Se me ha puesto la nariz roja y caliente, y también las mejillas y la parte de arriba del pecho, y los brazos, y la vuelta de las manos y los tobillos por encima de los calcetines.
El Astro le dice a la Abuela que no se disguste.
—Si ni siquiera hacía sol —no deja de repetir ella, secándose los ojos.
—¿Se me va a caer la piel? —pregunto.
—Sólo se te pelarán algunas zonas —dice el Astro.
—No asustes al crío —dice la Abuela—. No va a pasarte nada, Jack, no te preocupes. Ponte más crema para después del sol, verás como te refresca…
Me cuesta ponerme en la espalda, pero no quiero que me toquen los dedos de otras personas, así que me las apaño.
La Abuela dice que debería llamar otra vez a la clínica, pero que ahora mismo anda en otras cosas.
Como me he quemado, me tumbo en el sofá y veo los dibujos. Mientras, el Astro se sienta en la butaca reclinable a leer su revista World Traveler.
Por la noche la Muela Mala viene a por mí dando brincos por la calle: pum, pum, pum. Mide tres metros de alto, está llena de moho, se cae en pedazos y va destrozando las paredes a golpes. Luego voy flotando en un barco cerrado con clavos, los gusanos rastreros reptan por el suelo…
Está oscuro, oigo un susurro. Primero no sé qué es, luego resulta que es la Abuela.
—Jack. Tranquilo, ya pasó.
—No.
—Vuelve a dormirte.
Creo que ya no duermo más.
A la hora del desayuno la Abuela se toma una pastilla. Le pregunto si son vitaminas. El Astro se echa a reír.
—Deberías hablar con él —le riñe la Abuela. Y luego a mí me dice—: A nadie le viene mal una ayudita.
Me cuesta aprenderme esta casa. Las puertas por las que me dejan entrar a cualquier hora son la cocina, la sala de estar, el gimnasio, la habitación libre y el sótano, y también ese trozo fuera del dormitorio que se llama descansillo, como si sirviera para descansar, aunque aún no he visto a nadie ahí parado. Al dormitorio puedo entrar si la puerta no está cerrada, porque si está cerrada, tengo que llamar y esperar. Puedo entrar al cuarto de baño si la puerta se abre, porque si no, quiere decir que dentro hay alguien y he de esperar. La bañera, el lavabo y el váter son de color verde aguacate, menos el asiento, que es de madera y sirve para sentarme encima. Hay que levantar el asiento y volver a bajarlo después, por cortesía con las señoras, o sea, con la Abuela. El váter tiene una tapa encima de la cisterna igual que con la que Mamá atizó al Viejo Nick. El jabón es una bola dura, y tengo que frotar mucho para que funcione. La gente del Exterior no es como nosotros, tienen un millón de cosas, y diferentes clases de cada. Existe un montón de tipos de barritas de chocolate, de máquinas o de zapatos, por ejemplo. Las cosas sirven para usos distintos, como el cepillo de las uñas, el de los dientes, el de la ropa y el del pelo, y otras cosas que también son cepillos y se llaman escobas, como la de barrer dentro o la del patio, o la del váter, que es más pequeña y se llama escobilla. Cuando se me cae al suelo un poco del polvo que se llama talco lo barro, pero la Abuela viene y dice que ésa es la escobilla del váter y se enfada porque estoy esparciendo los microbios.
También es la casa del Astro, pero las normas no las pone él. Pasa mucho tiempo en su estudio, que es una habitación especial para él solo.
—Las personas no siempre quieren estar con otra gente —me explica—. Acaba siendo agotador.
—¿Por qué?
—Créeme, he estado casado dos veces.
No puedo salir por la puerta de delante sin decírselo a la Abuela, aunque de todos modos no lo haría. Me siento en las escaleras y me pongo a chupar la Muela Mala.
—¿Por qué no vas a jugar a algo? —me dice la Abuela apretujándome al pasar.
Hay un montón de juguetes, no sé con cuál. Mis juguetes de nuestros simpatizantes locos, que Mamá pensaba que eran sólo cinco pero me quedé con seis. Hay tizas de muchos colores diferentes que trajo Deana aunque yo no la vi y que me ensucian demasiado los dedos. Hay un rollo de papel gigante y cuarenta y ocho rotuladores en un plástico largo invisible. Una caja llena de cajas con animales dibujados que Bronwyn ya no usa, no sé por qué, y que se apilan en una torre más alta que mi cabeza.
En vez de jugar me quedo mirándome los zapatos, los blanditos. Si muevo los dedos casi los veo debajo del cuero. «¡Mamá!», grito muy fuerte dentro de mi cabeza. No creo que esté ahí. Ni mejor ni peor. A menos que todo el mundo mienta.
Hay una cosa chiquitita debajo de la alfombra, justo donde se convierte en la madera de las escaleras. Consigo sacarla con las uñas, es de metal. Una moneda. Tiene la cara de un hombre y palabras: EN DIOS CONFIAMOS LIBERTAD 2004. Al darle la vuelta hay un hombre, no sé si el mismo, pero ahora saluda con la mano hacia una casita y dice: ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA E PLURIBUS UNUM UN CENTAVO.
La Abuela me mira desde el escalón de abajo.
Doy un brinco. Empujo la Muela Mala hacia el fondo de las encías.
—Hay un trocito en español —le digo.
—¿No me digas? —frunce el ceño.
Se lo señalo con el dedo.
—Es latín. E PLURIBUS UNUM. Mmm, creo que significa permanezcamos unidos, o algo así. ¿Quieres más?
—¿De qué?
—Déjame mirar en el monedero…
Vuelve con un objeto redondo y plano que al estrujarlo se abre de repente igual que una boca, y dentro tiene dineros diferentes. En otra moneda plateada se ve a un hombre con una coleta como la mía y las palabras CINCO CENTAVOS, aunque dice que a esta moneda todo el mundo la llama níquel. La chiquitita plateada es de diez centavos.
—¿Por qué la de cinco es más grande que la de diez, si tiene menos centavos?
—Pues porque es así, sin más.
Hasta la de un centavo es más grande que la de diez, y pienso que vaya cosa más tonta.
En la plateada más grande de todas se ve a otro hombre que no parece nada contento, y por detrás pone: NEW HAMPSHIRE 1788 VIVE LIBRE O MUERE. La Abuela dice que New Hampshire es otra región de Estados Unidos distinta de ésta.
—Eso de vive libre ¿significa fuera de la Habitación?
—Ah, no, no… Significa que hay que vivir sin someterse a nadie.
Hay otra que es igual por delante, pero cuando le doy la vuelta veo dibujos de un velero con una persona chiquitita dentro, una copa y más palabras en español: GUAM E PLURIBUS UNUM 2009 y GUAHAN ITANO’ MANCHAMORRO. La Abuela levanta la moneda y mira entrecerrando los ojos. Al final va a ponerse las gafas.
—¿Eso también es otra región de Estados Unidos?
—¿Guam? No, creo que está en otra parte.
A lo mejor así es como los del Exterior escriben «Habitación».
El teléfono se pone a chillar en el recibidor, corro arriba para escaparme del ruido.
La Abuela sube, llorando otra vez.
—Empieza a ir para arriba —me quedo mirándola sin decir nada—. Tu mamá.
—Para arriba…, ¿al Cielo?
—Quiero decir que está mejorando, seguramente se pondrá bien.
Cierro los ojos.
La Abuela me zarandea para despertarme porque dice que llevo tres horas durmiendo y le da miedo que por la noche no tenga sueño.
Me cuesta hablar con la Muela Mala en la boca, así que me la guardo en el bolsillo. Aún tengo jabón metido en las uñas, y necesito algo afilado para sacármelo. Ojalá tuviera el Mando.
—¿Echas de menos a mamá?
Digo que no con la cabeza.
—Al Mando.
—Echas de menos… ¿tu manto?
—Al Mando.
—¿El mando de la tele?
—No, el Mando que servía para que el Jeep saliera disparado a toda pastilla, pero que se rompió en el Armario.
—Ah —dice la Abuela—. Bueno, seguro que podremos recuperarlos.
—Están en la Habitación.
—Hagamos una pequeña lista.
—¿Para echarla por el váter y luego tirar de la cadena?
La Abuela parece hecha un lío.
—No, llamaré a la policía.
—¿Es una emergencia?
Niega con la cabeza.
—Para que te traigan aquí tus juguetes, cuando hayan terminado con ellos.
La miro.
—¿La policía puede entrar en la Habitación?
—Probablemente estén ahí en este mismo momento —me explica—, recabando pruebas.
—¿Qué son pruebas?
—Restos de lo que ha pasado, para enseñárselos al juez. Fotos, huellas dactilares…
Mientras hago la lista pienso en la línea negra de la Pista y el agujero de debajo de la Mesa, todos los rastros que Mamá y yo dejamos. Me imagino al juez mirando mi dibujo del pulpo azul.
La Abuela dice que es una lástima desperdiciar un día de primavera tan bonito, así que me pongo una camisa de manga larga, los zapatos de verdad, el gorro, las gafas de sol y litros de protector solar para poder salir al patio.
La Abuela se echa chorros de protector en las manos.
—Tú dime «sigue» y «para» cuando quieras. Como si fuera un robot a control remoto.
Me parece gracioso. Empieza a untarme el dorso de las manos.
—¡Para! —al cabo de un momento digo—: Sigue —y entonces ella empieza otra vez—. Sigue.
Se para.
—¿Quieres decir que no pare?
—Sí.
Me pone en la cara. Cerca de los ojos no me gusta, pero va con cuidado.
—Sigue.
—Bueno, es que ya hemos terminado, Jack. ¿Listo?
La Abuela sale primero. Cruza las dos puertas, la de cristal y la de mosquitera. Me hace señas para que vaya y la luz dibuja un zigzag. Nos quedamos de pie en la tarima, que es toda de madera como la cubierta de un barco. Está llena de pelusas que forman pequeñas bolas. La Abuela dice que es una especie de polen que suelta un árbol.
—¿Cuál? —miro hacia todos los que veo alrededor.
—A eso me temo que no puedo contestarte.
En la Habitación sabíamos el nombre de todas las cosas, pero en el mundo hay tantas que las personas no saben ni cómo se llaman.
La Abuela se sienta en una de las sillas moviendo un poco el culo para que le entre en el asiento. Hay palitos que se rompen cuando los piso, y unas hojitas amarillas diminutas, y otras marrones y blanditas de las que la Abuela le pidió a Leo que se encargara en noviembre.
—¿El Astro trabaja?
—No, los dos nos jubilamos pronto. Aunque claro, nuestros recursos quedaron diezmados…
—¿Eso qué quiere decir?
Echa la cabeza hacia atrás en la silla, con los ojos cerrados.
—Nada, no te preocupes.
—¿El Astro se va a morir pronto?
La Abuela abre los ojos y me mira.
—¿O te morirás tú primero?
—Permíteme informarte de que sólo tengo cincuenta y nueve años, jovencito.
Mamá sólo tiene veintiséis. Va para arriba, ¿eso significa que ya está volviendo?
—Aquí nadie va a morirse —dice la Abuela—, tranquilo.
—Mamá dice que todo el mundo se muere tarde o temprano.
La Abuela frunce la boca y le salen líneas alrededor que parecen rayos de sol.
—A la mayoría apenas acabas de conocernos, así que no tengas prisa por decirnos adiós.
Observo la zona verde del patio.
—¿Dónde está la hamaca?
—Supongo que podríamos desenterrarla del sótano, puesto que tanto te interesa —y se levanta con un gruñido.
—Voy contigo.
—Quédate ahí sentado, disfruta del sol, estaré aquí antes de que te des cuenta.
Pero estoy de pie, no sentado.
Cuando se va, todo queda en silencio, menos por unos ruiditos agudos que salen de los árboles y que creo que son pájaros, aunque no los veo. El viento mueve las hojas y las susurra. Oigo el grito de un niño; a lo mejor viene de otro patio que hay detrás del gran seto, o a lo mejor es que es invisible. A la cara amarilla de Dios se le ha puesto una nube encima. De repente hace más frío. La luz y el calor y los sonidos del mundo cambian a cada momento, nunca sé lo que va a pasar un segundo después. La nube es de un color gris azulado, no sé si porque va cargada de lluvia. Si empieza a caerme lluvia, correré adentro de la casa antes de que se me ahogue la piel.
Hay algo que no para de hacer zzzzzzzz. Miro entre las flores y veo algo increíble, un bicho vivo, una abeja viva enorme, con rayas amarillas y negras, que baila justo dentro de la flor.
—Hola —le digo.
Meto el dedo para acariciarla y… aaaaaaay.
La mano me va a explotar, es el dolor más fuerte de toda mi vida.
—¡Mamá! —grito. Grito «Mamá» dentro de mi cabeza, pero ella no está en el jardín y no está dentro de mi cabeza y no está en ninguna parte, estoy solito y me duele, qué daño, qué daño, qué…
—¿Se puede saber qué te has hecho? —la Abuela viene corriendo por la tarima de madera.
—Yo no he sido, ha sido la abeja.
Cuando me pone el ungüento especial no me duele tanto, pero todavía mucho.
Tengo que usar la otra mano para ayudarla. La hamaca se cuelga con unos ganchos de dos árboles al fondo del jardín; uno es un árbol torcido y bajito, mide sólo el doble que yo; el otro es un millón de veces más alto, con hojas plateadas. Las trenzas de cuerda parecen tiesas porque llevan mucho tiempo en el sótano, y tenemos que estirarlas hasta que los agujeros sean otra vez del tamaño correcto. Además, dos de las cuerdas están rotas, así que hay agujeros de más en los que no debemos sentarnos.
—Habrán sido las polillas —dice la Abuela.
No sabía que las polillas se hacen tan grandes como para romper cuerdas.
—Si te soy sincera, no la hemos colgado desde hace años.
Me dice que ella no se arriesga a subirse; además, prefiere sentarse con un buen respaldo.
Me estiro y ocupo la hamaca yo solo. Muevo los pies dentro de los zapatos, los saco por los agujeros, y las manos también, aunque la derecha mejor no porque aún me duele la picadura. Pienso en Mamá de pequeña y en Paul de pequeño meciéndose en la hamaca. Es raro, ¿dónde estarán ahora? Supongo que el Paul grande está con Deana y Bronwyn. Dijeron que iríamos a ver los dinosaurios otro día, pero creo que era de mentira. Mi Mamá grande está en la clínica, remontando.
Empujo las cuerdas, soy una mosca en una telaraña. O un ladrón atrapado por Spiderman. La Abuela me columpia y me mareo un poco, pero es un mareo que me gusta.
—Teléfono —grita el Astro desde la tarima.
La Abuela corre por el césped, me deja solo otra vez en el aire libre del Exterior. Bajo de la hamaca de un salto y por poco me caigo, porque un zapato se me queda enganchado. Saco el pie de un tirón, el zapato cae al suelo. Corro tras ella, y casi igual de rápido.
En la cocina la Abuela está al teléfono.
—Por supuesto, lo primero es lo primero, está aquí a mi lado. Alguien quiere hablar contigo —eso me lo dice a mí. Me da el teléfono, pero no lo cojo—. ¿Adivinas quién?
La miro, pestañeando.
—Es mamá.
Es verdad, la voz de Mamá sale del teléfono.
—¿Jack?
—Hola.
Como no oigo nada más, se lo paso de nuevo a la Abuela.
—Soy yo otra vez. Dime, ¿cómo estás de verdad? —pregunta la Abuela. Asiente todo el rato y dice—: Pues mira, está manteniendo el tipo.
Me da de nuevo el teléfono, oigo a Mamá decir «perdona» un montón de veces.
—¿Ya no estás envenenada con la medicina mala? —le pregunto.
—No, no, estoy mejor.
—¿No te has ido al Cielo?
La Abuela se tapa la boca con la mano. Mamá hace un ruido, no sé si es que llora o que se ríe.
—Ojalá.
—¿Por qué dices que ojalá estuvieras en el Cielo?
—No hablaba en serio, sólo era una broma.
—Pues esa broma no hace gracia.
—No.
—No digas que ojalá.
—Vale. Estoy aquí, en la clínica.
—¿Estabas cansada de tanto jugar?
No oigo nada, creo que se ha ido.
—¿Mamá?
—Estaba cansada —dice—. Cometí un error.
—¿Y ya no estás cansada?
Al principio no dice nada.
—Lo estoy. Pero no pasa nada —dice luego.
—¿Puedes venir aquí a mecerte en la hamaca?
—Muy pronto —dice.
—¿Cuándo?
—No lo sé, depende. ¿Qué tal va todo con la abuela?
—Y el Astro.
—Eso. ¿Qué hay de nuevo?
—Todo —digo.
Eso la hace reír, no sé por qué.
—¿Te lo estás pasando bien?
—El sol me quemó la piel y me ha picado una abeja.
La Abuela pone los ojos en blanco. Mamá dice algo, pero no la oigo.
—Ahora tengo que irme, Jack, necesito dormir un poco más.
—¿Y luego te despertarás?
—Te lo prometo. Estoy tan… —parece como si se le cortara la respiración—. Hablamos otro día, pronto, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
No se oye nada más, así que cuelgo el teléfono.
—¿Dónde está tu otro zapato? —me pregunta la Abuela.
Miro las llamas anaranjadas que bailan debajo de la olla de la pasta. La cerilla está sobre la encimera, con la punta negra y rizada. La acerco al fuego, que silba. Brota otra llama y dejo caer la cerilla en los fogones. La llamita se hace casi invisible, va comiéndose a mordisquitos la cerilla hasta que se queda completamente negra y un humo pequeño sube como una cinta plateada. Huele mágico. Saco otra cerilla de la caja, prendo el extremo con el fuego, y esta vez la sujeto cuando hace ese silbido. Es mi llamita, puedo llevármela a donde quiera. Dibujo un círculo con ella y primero creo que se ha apagado, pero luego vuelve. La llama se hace más grande y se extiende por la cerilla, convertida en dos llamas distintas con una línea roja chiquitita en la madera de en medio que las separa…
—¡Eh!
Doy un brinco, es el Astro. De repente ya no tengo la cerilla en la mano.
Me da un pisotón en el pie.
Me sale un alarido.
—La tenías en el calcetín —me enseña la cerilla enroscada, me frota el calcetín en el lugar donde ha quedado un pequeño redondel negro—. ¿Es que tu madre no te ha enseñado que con el fuego no se juega?
—No había.
—Que no había ¿qué?
—Fuego.
Me mira fijamente.
—Supongo que teníais una cocina eléctrica. Vete a saber.
—¿Qué pasa? —entra la Abuela.
—Nada, Jack está aprendiendo el nombre de los utensilios de cocina —dice el Astro removiendo la pasta. Sujeta una cosa en alto y me mira.
—Rallador —digo, porque de éste me acuerdo.
La Abuela empieza a poner la mesa.
—¿Y esto?
—Pisa-ajos.
—Triturador de ajos. Mucho más violento que pisar —el Astro me sonríe. No le ha contado a la Abuela lo de la cerilla; eso es una especie de mentira, pero para no meterme en problemas, así que hay una buena razón. Levanta otro objeto.
—¿Otro rallador?
—Sirve para rallar la cáscara de los cítricos. ¿Y esto?
—Mmm…, una batidora.
El Astro aguanta un hilo de pasta en alto y lo sorbe.
—Mi hermano mayor se echó encima una olla de arroz hirviendo cuando tenía tres años, y se le quedó el brazo ondulado como una patata frita para siempre.
—Ah, ya sé, las he visto por la Tele.
La Abuela me mira muy seria.
—¿No me digas que nunca has comido patatas fritas?
Acto seguido se sube a un escalón y remueve cosas en un armario.
—Tiempo estimado de llegada, dos minutos —anuncia el Astro.
—Bah, por un puñado no pasa nada —la Abuela baja de nuevo con una bolsa de papel crujiente y la abre.
Las patatas están llenas de rayas. Cojo una y mordisqueo el borde.
—No, gracias —digo, y la meto de nuevo en la bolsa.
El Astro se echa a reír, no sé qué le ha hecho tanta gracia.
—El chico se está reservando para mis tagliatelle carbonara.
—Prefiero ver la piel, ¿puedo?
—¿Qué piel? —pregunta la Abuela.
—La del hermano.
—Ah, vive en México. Podemos decir que es tu tío abuelo, supongo.
El Astro vierte toda el agua en el fregadero y se forma una gran nube de aire húmedo.
—¿Y por qué?
—Porque es el hermano de Leo. Todos nuestros parientes ahora también son familia tuya —dice la Abuela—. Lo que es nuestro también es tuyo.
—Un LEGO —dice el Astro.
—¿Cómo? —dice ella.
—Igual que con el LEGO. Pedacitos de familias pegados unos a otros.
—Eso también lo vi en la Tele —les cuento.
La Abuela me mira de nuevo fijamente.
—Crecer sin el LEGO —le dice al Astro—. No puedo ni imaginarlo, y lo digo en el verdadero sentido de la expresión.
—Apuesto a que hay un par de billones de niños en el mundo que se las arreglan de algún modo —dice el Astro.
—Supongo que tienes razón —la Abuela parece confundida—. Debemos de tener una caja de piezas dando tumbos por el sótano, aunque…
El Astro casca un huevo con una mano y lo deja caer encima de la pasta.
—La cena está servida.
Pedaleo sin parar en la bicicleta que no se mueve. Si me estiro llego con los dedos a los pedales. La monto miles de horas para que se me pongan las piernas superfuertes y pueda escaparme a buscar a Mamá y salvarla otra vez. Me tumbo en las colchonetas azules porque siento las piernas cansadas. Levanto los pesos libres, aunque de libres no sé qué tienen. Me pongo uno encima de la barriga. Me gusta cómo me sujeta, no me deja caer de este mundo que no para de dar vueltas.
Ding, dong. La Abuela grita porque tengo visita: el doctor Clay ha venido a verme.
Nos sentamos en la tarima; me avisará si se acerca alguna abeja. Las personas y las abejas deberían saludarse nada más, sin tocarse. No se acaricia a un perro a no ser que su humano diga que se puede, no se cruza la calle corriendo, no se tocan las partes íntimas menos las mías en privado. Aunque hay casos especiales, como que la policía puede disparar, pero sólo a los tipos malos. Hay demasiadas normas que debo meterme en la cabeza, así que hacemos una lista con el bolígrafo de oro superpesado del doctor Clay. Luego otra lista de todas las cosas nuevas, como los pesos libres, las patatas fritas y los pájaros.
—Es emocionante ver las cosas de verdad y no sólo por la tele, ¿verdad? —me pregunta.
—Sí. Aunque las cosas de la Tele nunca me habían picado.
—Tienes razón —dice el doctor Clay asintiendo—. «La condición humana no es capaz de resistir un exceso de realidad».
—¿Es un poema otra vez?
—¿Cómo lo has adivinado?
—Porque pones una voz rara —le digo—. ¿Qué es la condición humana?
—La raza humana, todos nosotros.
—O sea que ¿yo también?
—Ah, desde luego, tú eres uno de los nuestros.
—Y de Mamá.
El doctor Clay asiente.
—Ella también lo es, claro.
Pero en realidad me refería a que, aunque a lo mejor soy humano, también soy como somos solamente Mamá y yo. No sé cómo llamarnos. ¿Habitantes?
—¿Va a venir pronto a buscarme?
—En cuanto le sea posible —dice—. ¿Estarías más a gusto en la clínica, en lugar de seguir aquí en casa de tu abuela?
—¿Con Mamá, en la Habitación Número Siete?
Niega con la cabeza.
—Ella está en otra ala del centro, necesita pasar un poco más de tiempo sola.
Creo que se equivoca, porque si yo estuviera malito, necesitaría a Mamá aún más.
—Pero está trabajando durísimo para ponerse mejor —me dice.
Pensaba que la gente está enferma o curada, pero no sabía que era un trabajo.
Al despedirnos, el doctor Clay y yo chocamos los cinco en alto, abajo y de espaldas.
Cuando estoy en el váter lo oigo hablando en el porche con la Abuela. La voz de ella es el doble de aguda que la del doctor.
—Por el amor de Dios, si sólo hablamos de una leve quemadura del sol y una picadura de abeja —le dice la Abuela—. Crié a dos niños, no me venga con eso del «nivel de cuidados aceptable».
Por la noche hay un millón de ordenadores chiquitines hablando de mí todos a la vez. Mamá ha trepado por la mata de habichuelas y ha desaparecido, y yo estoy abajo, en la tierra, sacudiéndola y sacudiéndola para que se caiga…
No. Sólo era un sueño.
—Se me ha encendido la bombilla —me dice la Abuela al oído. Está asomada en su cama, con la parte de abajo del cuerpo todavía debajo de las sábanas—. Vamos a ir en coche al parque antes de desayunar, y así no habrá otros niños.
Nuestras sombras se ven muy largas y elásticas en el suelo. Saludo con mis puños gigantes. La Abuela está a punto de sentarse en un banco pero está mojado, así que al final se queda apoyada en la valla. Todo está un poco húmedo, la Abuela dice que es por el rocío. Se parece a la lluvia, aunque no cae del cielo, es una especie de sudor que aparece por la noche. Dibujo una cara en la rampa del tobogán.
—No importa si se te moja la ropa, despreocúpate.
—No estoy preocupado, más bien tengo frío.
Hay un trocito con arena dentro; la Abuela dice que puedo ir a sentarme ahí a jugar.
—¿A qué?
—¿Cómo? —dice.
—Jugar ¿a qué?
—Qué sé yo, a hacer agujeros, o excavar o lo que quieras.
La toco, pero es rasposa y no quiero embadurnarme.
—¿Y la pared para escalar, o los columpios? —dice la Abuela.
—¿Tú vienes?
Suelta una risita, dice que lo más probable es que rompiera alguna cosa.
—¿Por qué?
—Ah, no a propósito, sino porque peso mucho.
Subo algunos travesaños, de pie como un niño y no como un mono. Son de metal, y tienen trocitos anaranjados y ásperos que se llaman óxido y las barras para sujetarse me dejan las manos heladas. Al final hay una casa chiquitita como las de los duendes. Me siento a la mesa y el techo me queda justo por encima de la cabeza; es rojo, y la mesa azul.
—Yuuujuuu.
Doy un brinco. Es la Abuela, que me saluda desde el otro lado de la ventana. Entonces da la vuelta hasta el otro lado y me saluda de nuevo. También la saludo, y veo que se pone contenta.
En la esquina de la mesa veo algo que se mueve: es una arañita. Me pregunto si la Araña vive todavía en la Habitación, si la tela que teje se hace cada vez más grande. Tamborileo canciones con los dedos, como cuando tarareo pero sólo dando golpecitos, y Mamá tiene que adivinarlas dentro de mi cabeza. Las acierta casi todas. Cuando las hago en el suelo con el zapato suena distinto, porque es de metal. La pared dice algo que no consigo leer, son garabatos y hay un dibujo que me parece que es un pene, pero grande como la persona.
—Prueba el tobogán, Jack, parece divertido.
Es la Abuela, que me llama. Salgo de la casita y miro hacia abajo; el tobogán es plateado, con algunas piedrecitas encima.
—¡Yupi! Vamos, te recojo abajo.
—No, gracias.
Hay una escalera de cuerdas que se parece a la hamaca, pero cuelga hasta el suelo; creo que me rasparía los dedos. Hay un montón de barras de las que podría colgarme si tuviera unos brazos más fuertes o fuera un mono de verdad. Hay una parte que le enseño a la Abuela donde los ladrones han debido de llevarse los travesaños.
—No, mira, hay que deslizarse por la barra de bomberos —me dice.
—Ah, sí, eso lo vi por la Tele. Pero ¿por qué viven aquí arriba?
—¿Quiénes?
—Los bomberos.
—Ah, en realidad no es una barra de las suyas, sino de juguete.
Cuando tenía cuatro años pensaba que todo lo de la Tele era sólo Tele. Luego cumplí cinco y Mamá me desmintió y me contó que un montón de cosas son imágenes de cosas de verdad, y que el Exterior era de verdad verdadera. Y ahora que estoy en el Exterior resulta que muchas de esas cosas no son de verdad para nada.
Vuelvo a la casa de los duendes. La araña se ha ido a alguna parte. Me quito los zapatos debajo de la mesa y estiro los pies.
La Abuela está en los columpios. Dos de ellos son una tabla plana, pero el tercero tiene un cubo de goma con agujeros para las piernas.
—De éste no puedes caerte —me dice—. ¿Quieres probar?
Tiene que alzarme, y es raro sentir sus manos apretándome las axilas. Me empuja desde la parte de atrás del cubo, pero no me gusta y no paro de darme la vuelta para ver, así que luego me empuja desde delante. Me columpio cada vez más y más rápido, muy alto, muy alto, es la cosa más rara que he hecho en mi vida.
—Echa la cabeza hacia atrás.
—¿Por qué?
—Confía en mí.
Echo la cabeza hacia atrás y todo se pone del revés, el cielo y los árboles y las casas y la Abuela y todo, es increíble.
En el otro columpio hay una niña, no la había visto llegar. Se está columpiando pero no al mismo tiempo, porque cuando yo voy hacia delante ella va hacia atrás.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
Hago ver que no la oigo.
—Se llama Ja… Jason —dice la Abuela.
¿Por qué me llama así?
—Yo me llamo Cora y tengo cuatro años y medio —dice la niña, y me mira y pregunta—: ¿Es un bebé?
—En realidad es un niño, y tiene cinco años —contesta la Abuela.
—Entonces, ¿por qué se monta en el columpio de los bebés?
Quiero salir, pero las piernas se me han quedado trabadas en la goma; empiezo a dar patadas, tiro de las cadenas.
—Tranquilo, con calma —dice la Abuela.
—¿Le ha dado una rabieta? —pregunta la niña Cora.
Mi pie le da una patada a la Abuela sin querer.
—Basta ya.
—Al hermanito de mi amiga le dan rabietas.
La Abuela tira de mí por debajo de los brazos. Se me retuerce el pie, pero al final consigo salir. Se para en la puerta.
—Los zapatos, Jack.
Pienso con todas mis fuerzas y me acuerdo.
—Están en la casita.
—Pues ve pitando a cogerlos —espera—. La nena no te molestará.
Pero no puedo volver a trepar ahí si a lo mejor me está mirando, así que lo hace la Abuela, y el culo se le queda atascado en la casita de los duendes y se enfada. Me aprieta demasiado el zapato izquierdo, así que me lo vuelvo a quitar, y el otro también. Camino en calcetines hasta el coche blanco. La Abuela dice que voy a clavarme un cristal en el pie, pero no me lo clavo.
Se me han mojado los pantalones de rocío, y los calcetines también. El Astro está en su butaca reclinable con una taza enorme.
—¿Cómo ha ido? —pregunta.
—Poco a poco —dice la Abuela subiendo las escaleras.
El Astro me deja probar su café; está tan malo que me dan escalofríos.
—¿Por qué los lugares para comer se llaman cafeterías? —le pregunto.
—Bueno, el café es lo que más se pide en esos sitios, porque la mayoría lo necesitamos para funcionar, como la gasolina de un coche.
Mamá sólo bebe agua, leche y zumo, igual que yo. Me pregunto qué es lo que la hace funcionar.
—¿Y los niños qué toman?
—Mira, donde se ponga un buen plato de judías…
Las judías blancas me hacen funcionar sin problema, pero las judías verdes son mi comida más enemiga. La Abuela las preparó para cenar hace unos días e hice como que no las veía en el plato. Ahora que estoy en el mundo no voy a comer judías verdes nunca más.
Estoy sentado en las escaleras, escuchando a las señoras.
—Ajá. Sabe más de matemáticas que yo, pero no es capaz de tirarse por un tobogán —dice la Abuela.
Creo que habla de mí.
Son sus amigas del grupo de lectura, pero no entiendo por qué, si no leen ningún libro. Olvidó cancelar la cita, así que a las 03.30 llegaron todas con platos de pasteles y otras cosas. Me he puesto tres pastelitos en un plato de postre, pero tengo que mantenerme fuera del paso. Además, la Abuela me ha dado cinco llaves metidas en un llavero donde dice CASA DE PIZZAS POZZO’S. Me pregunto cómo será una casa de pizza, ¿no se derrumba? En realidad no son llaves de ningún sitio, pero tintinean, y me las he ganado después de prometerle que no volveré a sacar la llave del mueble bar. El primer pastel se llama coco, es asqueroso. El segundo es de limón y el tercero no sé de qué es, pero es el que más me gusta.
—Debes de estar molida —dice una de las señoras con la voz más aguda de todas.
—Qué proeza —dice otra.
También me han prestado la cámara; no la megaguay del Astro que tiene el redondel gigante, sino la que hay escondida en el ojo del móvil de la Abuela, aunque si suena tengo que llamarla, no contestar. Llevo ya diez fotos: una, mis zapatos blanditos; dos, la luz del techo del gimnasio; tres, la oscuridad del sótano (sólo que la foto salió demasiado resplandeciente); cuatro, las líneas de mi mano por dentro; cinco, un agujero al lado de la nevera que ojalá que sea una ratonera; seis, mi rodilla con pantalones; siete, la alfombra de la sala de estar vista de cerca; ocho, en realidad es Dora cuando salió esta mañana por la tele, pero ha quedado toda en zigzag; nueve, el Astro sin sonreír; diez, desde la ventana del dormitorio cuando pasaba una gaviota, sólo que la gaviota no aparece en la foto. Iba a hacer una de mí en el espejo, pero entonces sería un paparazzi.
—Bueno, en las fotos parece un angelito —oigo que dice una de las señoras.
¿Cómo ha visto mis diez fotos? Y además, es que no me parezco en nada a un ángel, porque los ángeles son enormes y tienen alas.
—¿Hablas de aquellas secuencias borrosas a la puerta de la comisaría? —pregunta la Abuela.
—No, a los primeros planos, de cuando le hicieron la entrevista a…
—A mi hija, sí. Pero ¿primeros planos de Jack? —por la voz, parece furiosa.
—Ay, cariño, están colgados en Internet —dice otra voz.
Entonces se ponen a hablar muchas a la vez.
—¿No lo sabías?
—Hoy en día todo se filtra.
—El mundo es como una gran ostra.
—Terrible.
—Se ven cosas tan horribles todos los días en las noticias, que a veces me dan ganas de quedarme en la cama con las cortinas echadas.
—Todavía me cuesta creerlo —dice la voz grave—. Recuerdo haberle dicho a Bill hace siete años: «¿Cómo ha podido pasarle esto a una chica que nosotros conocemos?».
—Todos pensábamos que estaba muerta. Claro que nunca quisimos decirlo…
—Y tú tenías tanta fe.
—Quién iba a imaginarlo.
—¿Alguien quiere más té? —ésa es la Abuela.
—Bueno, no sé. Una vez pasé una semana en un monasterio, en Escocia —dice otra voz—, y había una paz increíble.
Me he terminado los pastelitos, menos el de coco. Dejo el plato en el escalón y subo al dormitorio a ver mis tesoros. Me meto la Muela Mala en la boca para chuparla un ratito. No sabe a Mamá.
La Abuela ha encontrado una caja grande de LEGO en el sótano, era de Paul y de Mamá.
—¿Qué te gustaría construir? —me pregunta—. ¿Una casa? ¿Un rascacielos? ¿Un pueblo, quizá?
—A lo mejor le apetece apuntar un poco más bajo —dice el Astro detrás del periódico.
Hay tantas piezas chiquititas de todos los colores que parece una sopa.
—Bueno —dice la Abuela—, desmelénate. Yo tengo mucha plancha.
Miro el LEGO pero no lo toco, me da miedo romperlo.
Al cabo de un minuto el Astro deja caer el periódico.
—Llevo demasiado tiempo sin hacer esto —empieza a coger piezas al tuntún, y las aprieta hasta que encajan unas con otras.
—¿Y por qué?
—Buena pregunta, Jack.
—¿Jugabas al LEGO con tus hijos?
—Yo no tengo hijos.
—¿Y eso?
El Astro se encoge de hombros.
—Mira, sencillamente nunca se dio.
Observo sus manos, llenas de bultos pero mañosas.
—¿Existe una palabra para los adultos que no son padres?
Se echa a reír.
—No sé, ¿gente con otras cosas que hacer?
—¿Cosas como cuáles?
—Sus trabajos, supongo. Los amigos. Viajes. Aficiones.
—¿Qué son las aficiones?
—Formas de pasar el fin de semana. Yo, por ejemplo, coleccionaba monedas antiguas de todo el mundo y las guardaba en estuches de terciopelo.
—¿Por qué?
Se ríe otra vez.
—Bueno, eran más fáciles que los niños, y no había que cambiar pañales.
Me da risa eso que ha dicho.
Me enseña sus piecitas de LEGO, que por arte de magia se han convertido en un coche. Tiene una, dos, tres, cuatro ruedas que giran, y techo y conductor y todo.
—¿Cómo lo has hecho?
—Pieza a pieza. Vamos, ahora coge tú una —me dice.
—¿Cuál?
—Cualquiera.
Elijo un cuadrado grande rojo.
El Astro me da una piecita pequeña con una rueda.
—Encájale ésta.
Coloco la parte que sobresale debajo del agujero de la otra parte que sobresale y aprieto fuerte.
Me da otra pieza con rueda y la encajo también.
—Qué moto tan chula. ¡Brum!
Hace un ruido tan fuerte que se me cae el LEGO al suelo y se le sale una rueda.
—Perdona.
—No te disculpes. Deja que te enseñe algo —pone su coche en el suelo y lo pisa: crec. Se deshace en piezas—. ¿Ves? —dice el Astro—. No hay problema. Empecemos de nuevo.
La Abuela dice que huelo mal.
—Me lavo con el trapo.
—Ya, pero la suciedad se esconde en los pliegues. Así que voy a preparar un baño y tú vas a hacer una inmersión.
Deja correr el agua caliente hasta muy arriba y echa gel de burbujas para que salgan montes brillantes. El verde de la bañera casi desaparece, pero sé que todavía está ahí.
—Fuera ropa, corazón —se queda de pie con los brazos en jarras—. ¿No quieres que te vea? ¿Preferirías que me quedara fuera?
—¡No!
—¿Qué pasa? —espera—. ¿Crees que sin Mamá en la bañera vas a ahogarte o algo así?
No sabía que la gente pudiera ahogarse en una bañera.
—Me quedaré aquí sentada todo el rato —dice dando unas palmaditas en la tapa del váter.
Digo que no con la cabeza.
—Ven a la bañera tú también.
—¿Yo? Jack, me ducho todas las mañanas. ¿Y si me quedo aquí sentada en el borde de la bañera, así?
—Dentro.
La Abuela me mira. Luego gruñe.
—De acuerdo. Si hay que llegar a estos extremos, y sólo por esta vez… Pero me pondré el bañador de natación.
—Yo no sé nadar.
—No, no vamos a nadar de verdad, es sólo… —dice— que prefiero no estar desnuda, si a ti no te molesta.
—¿Te da miedo?
—No —dice—, sólo que… lo prefiero, si no te importa.
—Y yo ¿puedo estar desnudo?
—Claro, tú eres un niño.
En la Habitación a veces íbamos desnudos y a veces vestidos, nos daba lo mismo.
—Jack, ¿podemos darnos ese baño antes de que el agua se enfríe?
No está ni pizca de fría, aún sube el vapor flotando. Empiezo a quitarme la ropa. La Abuela dice que vuelve en un segundo.
Las estatuas pueden ir desnudas aunque sean personas adultas, o a lo mejor es que tienen que ir así. El Astro dice que es porque intentan parecer estatuas antiguas, que siempre iban desnudas porque los romanos pensaban que los cuerpos son la cosa más bella del mundo. Me apoyo en la bañera, pero la parte dura de fuera me da frío en la barriga. Me acuerdo de ese trocito que sale en Alicia:
Si ella o yo tal vez nos vemos
mezclados en este lío,
él espera que tú los libres
y sean como al principio.
Mis dedos son submarinistas. La pastilla de jabón se cae al agua y juego a que es un tiburón. La Abuela entra con una especie de funda con muchos tirantes que parecen las bragas y la camiseta unidas con cuentas, y también lleva una bolsa de plástico en la cabeza que dice que se llama gorro de ducha, aunque nosotros vamos a bañarnos. No me río de ella, sólo un poco por dentro.
Cuando se mete en la bañera, el agua sube, y cuando me meto yo llega casi al borde. Ella se apoya en la pared lisa; Mamá se sentaba siempre en la pared del grifo. Voy con cuidado para no tocar las piernas de la Abuela con mis piernas. Me doy un coscorrón con un grifo.
—Cuidado.
¿Por qué las personas dicen eso sólo cuando ya te has hecho daño?
La Abuela no se acuerda de juegos de bañera más que de Row Row Row Your Boat; cuando intentamos remar juntos salpicamos todo el suelo.
Tampoco tiene ningún juguete. Juego a que el cepillo de las uñas es un submarino que barre el fondo del mar y encuentra la pastilla de jabón, que es una medusa pegajosa.
Cuando nos secamos, me rasco la nariz y un poquito se me queda pegado en la uña. En el espejo veo que tengo toda la piel llena de circulitos, se me están pelando como escamas.
El Astro entra a buscar sus zapatillas.
—Huy, esto me encantaba… —me toca el hombro y de repente me arranca una tira fina y blanca, aunque no he sentido nada—. Me chifla.
—Vamos, basta ya —dice la Abuela.
Froto la tira blanquecina y se hace un rollito, una bolita reseca de mi cuerpo.
—Otra vez —digo.
—Espera, deja que te encuentre una tira larga en la espalda…
—¡Hombres! —dice la Abuela con una mueca.
Esta mañana no hay nadie en la cocina. Saco las tijeras del cajón y me corto la coleta, ras.
La Abuela entra y se queda mirándome.
—Bueno, pues si me dejas te lo arreglo un poco —dice—, y después puedes ir a buscar la escoba y el recogedor. Tenemos que guardar un mechón, porque es tu primer corte de pelo.
La mayor parte acaba en la basura, pero la Abuela coge tres trozos largos y hace con ellos una trenza, que va a ser una pulsera para mí, atada con un hilo verde en la punta.
Me dice que vaya a mirarme al espejo, pero primero me aseguro de que mis músculos siguen en su sitio. La forzudez no se me ha ido.
En la parte de arriba del periódico pone SÁBADO 17 DE ABRIL, y eso significa que llevo una semana entera en la casa de la Abuela y el Astro. Antes de eso había estado una semana en la clínica, y si las sumo hace ya dos semanas que estoy en el mundo. No dejo de repasar las cuentas porque parece que hiciera ya un millón de años, y Mamá sigue sin venir a buscarme.
La Abuela dice que tenemos que salir de casa. Nadie me reconocerá ahora que llevo el pelo corto y se me hacen ricitos. Me dice que me quite las gafas, porque los ojos tienen que acostumbrarse al aire libre a partir de ahora, y además, las gafas sólo sirven para llamar la atención.
Cruzamos un montón de calles cogidos de la mano y sin dejar que los coches nos aplasten. No me gusta ir de la mano, pero imagino que la Abuela va de la mano con otro niño. Entonces a la Abuela se le ocurre una buena idea: si quiero, puedo agarrarme a la cadena de su bolso.
En el mundo hay miles de cosas de la misma clase, pero todas cuestan dinero, incluso las que son para tirar, como cuando el hombre que va delante de nosotros en la cola de la tienda se compra algo que va en una caja y la tira a la basura enseguida. Las cartulinas pequeñas llenas de números se llaman lotería, y la compran los tontos que esperan hacerse millonarios por arte de magia.
En la oficina de correos compramos sellos para mandarle a Mamá una foto que hice de mí y Dora en un cohete espacial.
Entramos en un rascacielos que es la oficina de Paul. Nos dice que está liadísimo pero me fotocopia las manos y me compra una barrita de golosina de una máquina expendedora. Al bajar en el ascensor apretando los botones, juego a que estoy dentro de una de esas máquinas.
Entramos en una pequeña parte del gobierno para que la Abuela se haga una nueva tarjeta de la Seguridad Social porque ha perdido la antigua y estamos siglos esperando. Después me lleva a una cafetería donde no hay judías verdes, y me pido una galleta que es más grande que mi cara.
Hay un bebé tomando lechita, eso nunca lo había visto.
—A mí me gusta la izquierda —le digo señalando—. ¿A ti también te gusta más la izquierda? —creo que el bebé no me está escuchando.
La Abuela me aparta de allí.
—Disculpa.
La mujer se tapa con un pañuelo, así que ya no veo la cara del bebé.
—Esa señora quería estar sola —susurra la Abuela.
No sabía que las personas pudieran estar solas fuera, en el mundo.
Entramos en una lavandería, sólo para mirar. Quiero meterme en una máquina que da muchas vueltas, pero la Abuela dice que me moriría.
Caminamos hasta el parque para dar de comer a los patos con Deana y Bronwyn. Bronwyn tira todos sus panes al agua a la vez, y también la bolsa de plástico, y la Abuela tiene que sacarla con un palo. Bronwyn quiere mis panes, y la Abuela dice que debo darle la mitad porque ella es pequeñita. Deana dice que lamenta lo de los dinosaurios, que seguro que iremos al Museo de Historia Natural uno de estos días.
Hay una tienda en la que desde fuera sólo se ven zapatos. La Abuela me deja probarme un par de unos de colores vivos que parecen de esponja con agujeros por todas partes. Elijo unos amarillos. No llevan cordones ni Velcro ni nada, se mete el pie y ya está. Pesan tan poco que es como si no los llevara puestos. Entramos y la Abuela paga los zapatos con un papel de cinco dólares, que es lo mismo que veinte de veinticinco centavos, y le digo que me encantan.
Al salir hay una mujer sentada en el suelo con el gorro en la mano. La Abuela me da dos monedas de veinticinco centavos y señala el gorro.
Meto una dentro y echo a correr detrás de la Abuela.
—¿Qué tienes en la mano? —me pregunta cuando me está poniendo el cinturón de seguridad.
Le enseño la segunda moneda.
—Es de Nebraska, la voy a guardar con mis tesoros.
Chasquea la lengua y la coge.
—Deberías habérsela dado a la señora de la calle, como te he dicho.
—Vale, se la…
—Ahora ya es tarde.
Pone el coche en marcha. Nada más veo la parte de atrás de su pelo.
—¿Por qué es una señora de la calle?
—Pues porque ahí es donde vive, en la calle. No tiene ni cama donde dormir.
Ahora siento no haberle dado la segunda moneda de veinticinco centavos.
La Abuela dice que a eso se le llama tener conciencia.
En el escaparate de una tienda veo unos cuadrados que son planchas de corcho como las que había en la Habitación, y la Abuela me deja entrar a acariciar una y olerla, pero no me la compra.
Vamos a un túnel de lavado de coches. Los cepillos pasan susurrando a nuestro alrededor, pero el agua no entra porque las ventanillas están bien cerradas. Es superdivertido.
Veo que en el mundo las personas van siempre con prisas y no tienen tiempo de nada. Incluso la Abuela lo dice a menudo, aunque ella y el Astro no tienen que ir a trabajar, así que no sé cómo se las arregla la gente con trabajo para trabajar y luego hacer todo lo demás. En la Habitación, a Mamá y a mí nos daba tiempo a todo. Supongo que al extender el tiempo por todo el mundo, por las calles, las casas, los parques y las tiendas, queda untado en una capa muy fina, como de mantequilla, y por eso al final hay sólo un poquito en cada lugar y todo el mundo tiene que ir corriendo hasta el siguiente.
Veo niños por todas partes y los miro. A la mayoría de los adultos no parecen gustarles mucho, ni siquiera a los padres. Les dicen cosas como «preciosa» o «qué guapo», hacen a los niños repetir lo que acaban de hacer para sacarles una foto, pero en realidad no quieren jugar con ellos. Prefieren tomar café mientras hablan con otros adultos. A veces hay un crío pequeño llorando y la madre ni lo oye.
En la biblioteca viven millones de libros que podemos llevarnos sin pagar ningunos dineros. Del techo cuelgan insectos gigantes, pero de papel, no de verdad. La Abuela busca Alicia debajo de la C y ahí está: aunque la forma del libro está equivocada, aparecen las mismas palabras y los mismos dibujos, qué raro. Le enseño a la Abuela el dibujo que me da más miedo, donde sale la Duquesa. Nos sentamos en el banco porque va a leerme El flautista de Hamelín. No sabía que además de un cuento fuera un libro. Mi parte favorita es cuando los padres oyen las risas dentro de la roca. Gritan para que los niños vuelvan, pero los niños están en un país maravilloso. Creo que puede ser el Cielo. La montaña no se abre nunca más para dejar entrar a los padres.
Hay un niño grande jugando a Harry Potter en el ordenador. La Abuela me dice que no me quede ahí de pie tan cerca, no es mi turno.
Encima de una mesa hay un mundo en pequeño con vías de tren y edificios, y un niño está jugando con un camión verde. Me subo y cojo una máquina roja. La acerco al camión del niño un poquito, y el niño se ríe. Lo hago más rápido y el camión se cae del camino, y el niño se ríe más.
—Así me gusta, Walker, a compartir —habla un hombre desde un sillón mientras mira una cosa que se parece a la BlackBerry del Tío Paul.
Creo que Walker debe de ser el niño.
—Otra vez —me pide.
Esta vez pongo en equilibrio mi máquina encima del camioncito, y luego cojo un autobús naranja y lo choco contra los dos.
—Despacito —dice la Abuela, pero Walker se pone a dar saltos y me pide que lo haga otra vez.
Otro hombre entra y le da un beso al primero y luego otro a Walker.
—Dile adiós a tu amigo —le dicen.
¿Se refiere a mí?
—Adiós —Walker mueve la mano como si aleteara.
Creo que voy a darle un abrazo. Voy demasiado rápido y lo tiro al suelo, y el niño se golpea con la mesa del tren y se echa a llorar.
—Cuánto lo siento —repite la Abuela—. Mi nieto no sabe…, está aprendiendo los límites…
—No ha sido nada —dice el primer hombre. Se marchan luego con el chiquitín columpiándose entre los dos a la de una, a la de dos y a la de tres, ¡yupi! Ya ha dejado de llorar. La Abuela los mira, parece confundida.
—Recuerda —me dice de camino al coche blanco—, no se abraza a los desconocidos. Ni siquiera a los que nos caen simpáticos.
—¿Por qué no?
—Pues porque eso no se hace. Los abrazos se guardan para las personas a las que queremos.
—Yo quiero a ese niño Walker.
—Jack, si no lo habías visto en tu vida.
Esta mañana me unté un poco de sirope en una tortita. La verdad es que las dos cosas juntas están ricas.
La Abuela me dibuja tumbado en el suelo. Dice que no pasa nada por pintar en la tarima del patio, porque la próxima vez que llueva se limpiará la tiza. Miro las nubes: si empiezan a llover correré adentro con mi velocidad supersónica antes de que me caiga una sola gota.
—A mí no me pintes —le digo.
—Anda, no seas tan tiquismiquis.
Me ayuda a levantarme y a ponerme de pie, y veo en el suelo la silueta de un niño: soy yo. Tengo una cabeza enorme, sin cara, sin tripas, y manos como si llevara guantes muy gruesos.
—Un paquete para ti, Jack —me grita el Astro. ¿Qué quiere decir?
Cuando entro en la casa está cortando una caja grande. Saca algo inmenso.
—Bueno, para empezar esto puede irse a la basura.
La Abuela lo desenrolla.
—¡La Alfombra! —digo dándole un abrazo enorme—. Es nuestra Alfombra, de Mamá y mía.
—Como quieras —dice el Astro poniendo las manos en alto.
La cara de la Abuela se tuerce.
—A lo mejor si la sacas fuera y le das una buena sacudida, Leo…
—¡No! —grito.
—Bueno, usaré la aspiradora, pero no quiero ni pensar lo que hay aquí… —frota la Alfombra entre los dedos.
Tengo que guardar la Alfombra encima de mi hinchable en el dormitorio, no puedo ir arrastrándola por toda la casa. Así que me siento y me tapo la cabeza con ella como si fuera una tienda de campaña. El olor es justo como lo recordaba, y el tacto. Debajo he guardado también otras cosas que ha traído la policía. Los besos más grandes se los doy al Jeep y al Mando, y también a la Cuchara Derretida. Me gustaría que el Mando no estuviera roto para que el Jeep funcionara. La Pelota Palabrera está más aplastada de lo que la recordaba, y el Globo Rojo casi ni existe. Han traído la Nave Espacial, aunque le falta el cohete propulsor y no tiene muy buen aspecto. De la Fortaleza y del Laberinto nada de nada; a lo mejor eran demasiado grandes para caber en las cajas. He recuperado mis cinco libros, el de Dylan también. Saco el otro Dylan, el que cogí en el centro comercial porque pensaba que era mío, pero el nuevo es mucho más brillante. La Abuela dice que en el mundo hay miles de ejemplares de cada libro, para que miles de personas puedan leer lo mismo en el mismo momento. Me mareo de pensarlo. Dylan el Nuevo dice: «Hola, Dylan, encantado de conocerte».
—Yo soy el Dylan de Jack —dice Dylan el Viejo.
—Yo también soy de Jack —dice el Nuevo.
—Sí, pero en realidad yo lo fui primero.
Entonces el Viejo y el Nuevo se dan porrazos el uno al otro con los cantos, hasta que una página del Nuevo se rasga y entonces paro, porque he roto un libro y Mamá se va a enfadar. Ahora no está aquí para enfadarse, ni siquiera lo sabe. Me echo a llorar, guardo los libros en mi mochila de Dora y cierro la cremallera para no mojarlos de lágrimas. Los dos Dylan se acurrucan juntos dentro y piden perdón.
Encuentro la Muela Mala debajo del hinchable y la chupo hasta que la siento como si fuera una de las mías.
En las ventanas se oyen unos ruidos raros: son las gotas de lluvia. Me acerco, porque si hay un cristal en medio no me da tanto miedo. Apoyo la nariz en el cristal empañado por la lluvia, y las gotas se funden unas con otras y se convierten en ríos largos que caen, caen, caen por la ventana.
La Abuela, el Astro y yo nos montamos los tres juntos en el coche blanco para hacer un viaje sorpresa.
—Pero ¿cómo sabes por qué camino hay que ir? —le pregunto a la Abuela, que va conduciendo.
Me guiña el ojo por el retrovisor.
—Sólo para ti es una sorpresa.
Por la ventana voy mirando cosas nuevas. Una chica va en una silla de ruedas con la cabeza echada hacia atrás entre dos almohadillas. Un perro huele el culo de otro perro, qué gracioso. Hay una caja de metal para echar el correo. Una bolsa de plástico va volando por el aire.
Creo que me he dormido un poco, aunque no estoy seguro.
Nos hemos parado en un aparcamiento que tiene una especie de polvo encima de las rayas del suelo.
—¿Adivinas? —pregunta el Astro señalándolo.
—¿Azúcar?
—No, arena —dice—. ¿Caliente, caliente?
—No, tengo frío.
—Quiere decir que si tienes idea de dónde estamos. Un lugar adonde tu abuelo y yo traíamos a tu mamá y a Paul cuando eran pequeños, ¿se te ocurre qué puede ser?
Miro a lo lejos.
—¿Montañas?
—Dunas. Y en medio de aquellas dos, ¿ves aquello azul?
—El Cielo.
—Sí, pero más abajo. De un azul más oscuro.
Hasta con gafas de sol me duelen los ojos.
—¡El mar! —dice la Abuela.
Voy tras ellos por el sendero de madera, con el cubo en la mano. No es como lo había imaginado, el viento no deja de meterme piedrecitas minúsculas en los ojos. La Abuela despliega una gran alfombra de flores. Se va a llenar toda de arena, pero la Abuela dice que no pasa nada, que es una manta de picnic.
—¿Dónde está el picnic?
—En esta época del año todavía es un poco pronto para eso.
El Astro dice que por qué no nos acercamos al agua.
Me ha entrado arena en los zapatos, y uno se me sale.
—Buena idea —dice el Astro. Se quita los zapatos y mete los calcetines dentro. Luego los lleva colgando de los cordones.
Yo también me quito los calcetines y los guardo dentro de los zapatos. La arena está muy húmeda, la siento rara en los pies, hay cositas que pinchan. Mamá no me contó nunca que la playa fuera así.
—Vamos —dice el Astro, y echa a correr hacia el mar.
Me quedo atrás, lejos, porque hay unas cosas enormes que crecen, les sale una cresta blanca en lo alto, rugen y se estrellan. El mar no deja de bramar y es demasiado grande, no deberíamos estar aquí.
Vuelvo a la manta de picnic con la Abuela, que mueve los pies descalzos, llenos de arrugas.
Intentamos construir un castillo de arena, pero la arena no es del tamaño apropiado y se derrumba todo el rato.
El Astro vuelve con los pantalones remangados y chorreando.
—¿Qué, no te apetecía chapotear?
—Hay caca en todas partes.
—¿Dónde?
—En el mar. Nuestras cacas bajan por las tuberías hasta el mar, yo no quiero meter los pies ahí.
El Astro se echa a reír.
—Tu madre no sabe mucho de fontanería, ¿verdad?
Me dan ganas de darle un puñetazo.
—Mamá lo sabe todo.
—Hay una especie de fábrica muy grande en la que desembocan las tuberías de todos los váteres —se ha sentado en la manta, con los pies rebozados de arena—. Allí los tipos sacan toda la caca y lavan bien cada gota de agua hasta que la hacen buena para beber. Entonces la devuelven a las tuberías, y vuelve a salir por nuestros grifos.
—¿Y cuándo va al mar?
Sacude la cabeza.
—Creo que el mar es sólo agua de lluvia y sal.
—¿Alguna vez has probado una lágrima? —pregunta la Abuela.
—Sí.
—Bueno, pues el mar es lo mismo.
Aunque tampoco tengo ganas de meter los pies si está hecho de lágrimas, voy otra vez cerca del agua a buscar tesoros con el Astro. Encontramos una concha blanca que parece un caracol. Meto el dedo en forma de gancho por el agujero, pero el bichito se ha ido.
—Guárdatela —dice el Astro.
—¿Y si vuelve a casa más tarde?
—Bueno —dice el Astro—, no creo que hubiera dejado la concha en cualquier parte si aún la necesitara.
A lo mejor se lo comió un pájaro. O un león. Me guardo la concha en el bolsillo, y también una de color rosa, una negra, y una larga afilada que se llama navaja. Me dejan llevármelas a casa porque el que se fue a Sevilla perdió su silla.
Comemos en un área de servicio, que son sitios donde se puede comer a cualquier hora. Yo pido un bocata caliente de lechuga y tomate con trozos de beicon escondidos dentro.
Volviendo a casa en el coche veo el parque, pero lo han movido, porque los columpios están al otro lado.
—Jack, es que éste es otro —dice la Abuela—. En todos los pueblos hay parques.
Muchas cosas en el mundo parecen repetidas.
—Noreen me ha dicho que te has cortado el pelo —la voz de Mamá suena chiquitita por teléfono.
—Sí, pero no he perdido mi forzudez —estoy sentado con el teléfono debajo de la Alfombra, completamente a oscuras, para imaginar que Mamá está conmigo, a mi lado—. Ahora me baño yo solo —le cuento—. He estado en los columpios y he aprendido el dinero y el fuego y las personas de la calle, y tengo dos Dylan la Excavadora, y conciencia, y zapatos de esponja.
—Caramba.
—Ah, y he visto el mar. Dentro no hay caca, me estabas engañando.
—Hacías tantas preguntas… —dice Mamá—. Y yo no tenía todas las respuestas, así que algunas me las tenía que inventar.
Oigo su respiración llorosa.
—Mamá, ¿no puedes venir a buscarme esta noche?
—Todavía no.
—¿Por qué no?
—Aún me están ajustando la dosis de la medicación, intentando entender qué es lo que me hace falta.
Yo soy lo que le hace falta, ¿es que no puede entender eso ella sola?
Quiero comerme mi pad thai con la Cuchara Derretida, pero la Abuela dice que es antihigiénico.
Luego, cuando estoy en la sala de estar zapeando, que quiere decir pasando todos los planetas a toda pastilla, de pronto oigo mi nombre. No de verdad, sino en la Tele.
—… tenemos que escuchar a Jack.
—Todos somos Jack, en cierto sentido —dice otro hombre. Están sentados alrededor de una mesa grande.
—Desde luego —dice otro.
¿Ellos también se llaman Jack, serán algunos del millón?
—El niño interior, orwellianamente atrapados en nuestra particular habitación 101 —dice otro de los hombres, asintiendo.
Creo que yo no he estado nunca en esa habitación.
—Pero entonces se da la perversidad de que, una vez liberados, nos hallamos solos en la multitud…
—Aturdidos por la sobrecarga sensorial de la modernidad —dice el primero.
—Posmodernidad, más bien.
También hay una mujer.
—Sin embargo, en mi opinión, en un plano simbólico Jack es el sacrificio del niño —dice ahora— que subyace en los cimientos mismos a fin de aplacar a los espíritus.
¿Qué?
—Yo habría creído que el arquetipo más relevante en este caso era Perseo: nacido de una virgen cautiva, abandonado a la deriva en una caja de madera, la víctima que vuelve convertida en héroe —dice uno de los hombres.
—No olvidemos la célebre afirmación de Kaspar Hauser, cuando aseguró haber sido feliz en su mazmorra, aunque tal vez en realidad quiso decir que la sociedad alemana del siglo XIX era tan sólo una mazmorra mayor.
—Por lo menos Jack tenía la televisión.
Otro hombre se ríe.
—La cultura como una sombra proyectada en el muro de la caverna de Platón.
La Abuela entra y la apaga inmediatamente, frunciendo el ceño.
—Era sobre mí —le digo.
—Esos tipos pasaron demasiado tiempo en la universidad.
—Mamá dice que yo tengo que ir a la universidad.
La Abuela pone los ojos en blanco.
—Todo a su debido tiempo. Ahora el traje de noche y los dientes.
Me lee El conejito andarín, pero esta noche no me gusta. No dejo de pensar qué pasaría si fuera la mamá conejo quien huyera y se escondiera, y el bebé conejo nunca pudiera encontrarla.
La Abuela va a comprarme una pelota de fútbol, qué guay. Me acerco a mirar a un hombre de plástico que lleva un traje negro de goma y zapatillas, y entonces veo un montón de maletas de todos los colores: rosa, verde, azul… Más allá hay una escalera mecánica. Me subo sólo un segundo pero no puedo volver atrás, me arrastra rapidísimo hacia abajo, hacia abajo, y es una sensación chulísima y de miedo a la vez. Miedichula, es un sándwich de palabras que a Mamá le gustaría, seguro. Al final tengo que bajarme de un salto, pero no sé cómo volver arriba con la Abuela. Me cuento los dientes cinco veces, una vez me salen diecinueve en vez de veinte. Por todas partes hay carteles que dicen lo mismo: SÓLO FALTAN TRES SEMANAS PARA EL DÍA DE LA MADRE, ¿NO SE MERECE ELLA LO MEJOR? Miro los platos, las cocinas, las sillas, y entonces me siento cansado y me tumbo en una cama.
Una mujer dice que no está permitido sentarse ahí.
—¿Dónde está tu mamá, jovencito?
—Está en la clínica porque intentó irse al Cielo antes de tiempo —la mujer me mira con los ojos muy abiertos—. Yo soy un bonsái.
—¿Que eres qué?
—Estábamos encerrados en un cobertizo, y ahora somos estrellas de rap.
—Dios m…, ¡eres ese chico! El de… Lorana —grita—, ven un momento. No te lo vas a creer. Es el niño que sale por la tele, Jack, el del cobertizo.
Se acerca otra persona y niega con la cabeza.
—El del cobertizo era más pequeño y tenía el pelo largo recogido en una coleta. Además, iba así como encorvado.
—Que es él —dice—, te juro que es él.
—Nanay —dice la otra.
—De la China —digo.
Ella se echa a reír, no para.
—Esto es surrealista. ¿Me das un autógrafo?
—Lorana, cómo va a saber escribir su nombre…
—Sí que sé —digo—, puedo escribir cualquier cosa.
—Eres lo máximo —me dice—. ¿Verdad que es lo máximo? —le dice a la otra.
El único papel que tienen es el de las etiquetas viejas de la ropa, y me pongo a escribir JACK en un montón porque las mujeres se las quieren regalar a sus amigas, hasta que de pronto la Abuela viene corriendo con una pelota debajo del brazo. Nunca la he visto así de enfadada. Les grita a las mujeres que vaya manera de ayudar a un niño extraviado, rompe en trocitos los autógrafos que he hecho. Tira de mí de la mano. Cuando salimos corriendo de la tienda, la puerta empieza a aullar y la Abuela tira la pelota de fútbol en la moqueta.
En el coche ni me mira por el espejo.
—¿Por qué has tirado mi pelota? —le pregunto.
—Se ha disparado la alarma —dice la Abuela—, porque no la había pagado.
—¿Estabas robando?
—No, Jack —grita—, iba dando vueltas como una loca buscándote —luego, más calmada, dice—: Podría haber pasado cualquier cosa.
—¿Como un terremoto, por ejemplo?
La Abuela me mira muy seria por el espejito.
—Te podría haber raptado un desconocido, Jack, de eso estoy hablando.
Un desconocido no es un amigo; pero las mujeres eran amigas que acababa de conocer.
—¿Por qué?
—Pues porque podría querer a un niño para quedárselo, ¿entiendes?
No suena muy bonito.
—O incluso hacerte daño.
—¿Te refieres a él? —al Viejo Nick; no puedo decir su nombre.
—No, él no puede salir de la cárcel, pero a alguien como él —dice la Abuela.
No sabía que en el mundo hubiera alguien como él.
—¿Puedes volver ahora a recoger mi pelota? —le pregunto.
Pone el motor en marcha y sale del aparcamiento tan rápido que las ruedas rechinan. En el coche cada vez me siento más enfadado, estoy rabioso.
Cuando llegamos a la casa guardo todas mis cosas en la mochila de Dora, menos los zapatos, que no caben y los tiro a la basura. Luego enrollo la Alfombra y la bajo a rastras por las escaleras.
La Abuela entra en el recibidor.
—¿Te has lavado las manos?
—Vuelvo a la clínica —le grito—, y no puedes impedírmelo porque eres…, eres una desconocida.
—Jack —me dice—, pon esa alfombra apestosa donde estaba.
—Tú sí que eres apestosa —le contesto con un rugido.
Se aprieta el pecho.
—Leo —dice hablando por encima del hombro—, te juro que ya he hecho todo lo que…
El Astro sube las escaleras y me levanta en vilo.
La Alfombra se me cae al suelo. El Astro quita de en medio mi mochila de Dora de una patada. Me lleva en brazos, yo grito y le doy golpes porque está permitido, es un caso especial, incluso podría matarlo. Lo mato una vez, y otra…
—Leo —gimotea la Abuela desde abajo—, Leo…
¡Diantre! Va a hacerme pedazos, va a envolverme en la Alfombra y a enterrarme mientras los gusanos rastreros reptan por el suelo…
El Astro me tira encima del hinchable, pero no me hago daño.
Se sienta en el borde, y el colchón se levanta igual que una ola. Aún estoy llorando y temblando, y lleno la sábana de mocos.
Dejo de llorar. A tientas, busco la Muela Mala debajo del colchón, me la meto en la boca y la chupo con todas mis fuerzas. Ya no tiene sabor a nada.
La mano del Astro está encima de la sábana, justo a mi lado. Tiene pelos en los dedos.
Sus ojos están esperando a que los míos lo miren.
—Bueno, ¿amigos? ¿Agua pasada?
Muevo la Muela Mala hacia la encía.
—¿Qué?
—¿Quieres que veamos el partido en el sofá con un trozo de tarta?
—Vale.
Recojo las ramas caídas de los árboles, incluso algunas enormes que pesan mucho. La Abuela y yo las atamos en haces con una cuerda para que se las lleve el municipio.
—¿Y cómo se las lleva el municipio?
—Los trabajadores del municipio, me refiero, la gente a quien corresponde ese trabajo.
Cuando sea mayor, mi trabajo consistirá en hacer de gigante. No de los comilones, sino de los que salvan a los niños que están a punto de caerse al mar, por ejemplo, y los ponen de nuevo en tierra.
—Alerta, diente de león —grito. Y entonces la Abuela lo arranca con su palita para que pueda crecer el césped, porque no hay sitio para todo.
Cuando estamos cansados nos tumbamos en la hamaca. La Abuela también.
—Solía sentarme así con tu mamá cuando ella era una cría.
—¿Le dabas?
—Si le daba ¿qué?
—Lechita.
La Abuela niega con la cabeza.
—Me cogía los dedos y me los retorcía mientras se tomaba el biberón.
—¿Dónde está su mamá de la barriga?
—La ma… Ah, así que te ha hablado de eso… Me temo que no tengo ni idea.
—¿Luego tuvo otro bebé?
Al principio la Abuela no contesta.
—Es una idea bonita —dice al final.
Estoy pintando en la mesa de la cocina con el delantal viejo de la Abuela, el que tiene un cocodrilo y debajo pone COMÍ CAIMÁN EN EL CANAL. No hago dibujos de verdad, sólo manchas, rayas y espirales. Utilizo todos los colores, e incluso los mezclo en pequeños charquitos. Me gusta mojar un trozo y luego doblar el papel, como la Abuela me enseñó, y cuando vuelvo a abrirlo hay una mariposa.
Mamá está en la ventana.
El color rojo se vierte. Intento limpiarlo, pero se me ha caído en el pie y por el suelo. La cara de Mamá ya no está, voy corriendo a la ventana, pero ha desaparecido. ¿Habrán sido imaginaciones mías? He untado de rojo la ventana, el fregadero y la encimera.
—¿Abuela? —grito—. ¿Abuela?
De pronto Mamá aparece justo detrás de mí.
Corro hasta llegar muy cerca de ella. Va a abrazarme, pero le digo:
—No, que estoy pintoso.
Se echa a reír, me desata el delantal y lo deja encima de la mesa. Me aprieta con fuerza todo el cuerpo, aunque los brazos y los pies los mantengo apartados.
—No te hubiera reconocido —me dice soplándome las palabras en el pelo.
—¿Por qué?
—No sé, supongo que por el corte de pelo.
—Mira, tengo un mechón largo en una pulsera, pero no para de engancharse por todas partes.
—¿Me lo regalas?
—Claro.
La pulsera se mancha un poco de pintura al sacármela por la muñeca. Mamá se la pone. La veo diferente, pero no sé en qué.
—Perdona, te he dejado rojo en el brazo.
—No te preocupes, se quita con agua —dice la Abuela entrando a la cocina.
—¿No le habías dicho que venía? —pregunta Mamá dándole un beso.
—Creí que era mejor no hacerlo, por si surgía alguna complicación.
—No hay complicaciones.
—Me alegra saberlo —la Abuela se seca los ojos y empieza a limpiar la pintura—. Bueno, pues Jack ha estado durmiendo en un colchón inflable en nuestra habitación, pero puedo prepararte una cama en el sofá…
—En realidad, será mejor que vayamos tirando.
La Abuela se queda inmóvil unos momentos.
—Al menos os quedaréis a cenar algo, ¿o no?
—Claro —dice Mamá.
El Astro prepara costillas de cerdo con risotto. Los trozos con hueso no me gustan, pero me como todo el arroz y rebaño la salsa con el tenedor. El Astro me quita un poco de carne del plato.
—Swiper, no robes.
—¡Jolín! —gruñe él.
La Abuela me enseña un libro que pesa mucho donde salen unos niños que eran Mamá y Paul de pequeños. Quiero creer a la Abuela con todas mis fuerzas. De repente veo una foto de la niña en una playa, la misma a la que me llevaron la Abuela y el Astro, con la misma cara de Mamá. Se la enseño.
—Sí, soy yo —dice. Al pasar la página hay una de Paul saludando con la mano desde la ventana de un plátano gigante, que en realidad es una estatua. También hay una donde salen los dos juntos comiendo helados de cucurucho con el Abuelo, aunque él parece diferente y la Abuela también, en la foto tiene el pelo oscuro.
—¿Dónde hay una de la hamaca?
—Como siempre estábamos ahí tumbados, lo más probable es que a nadie se le ocurriera nunca sacar una foto —dice Mamá.
—Debe de ser terrible no tener ninguna —le dice la Abuela.
—Ninguna ¿qué? —dice Mamá.
—Fotografías de cuando Jack era bebé, o de chiquitín —dice—. Para recordar cómo era, me refiero.
La cara de Mamá se queda en blanco.
—No olvido ni un solo día —mira su reloj. No sabía que tuviera uno; es de los de manitas de punta.
—¿A qué hora os esperan en la clínica? —pregunta el Astro.
Mamá dice que no con la cabeza.
—Ya he pasado página —Mamá saca algo del bolsillo y lo sacude: es una llave metida en un aro—. ¿Sabes qué, Jack? Ahora tú y yo tenemos nuestro propio apartamento.
La Abuela la llama por su otro nombre.
—¿Crees que es una buena idea?
—Ha sido idea mía. No te preocupes, Mamá. Hay servicio de orientación psicológica las veinticuatro horas.
—Pero si tú nunca has vivido fuera de casa…
Mamá se queda mirando a la Abuela, y el Astro también. A él se le escapa una carcajada.
—No tiene ninguna gracia —dice la Abuela dándole un mamporro en el pecho—. Ella ya sabe lo que quiero decir.
Mamá me lleva arriba a recoger mis cosas.
—Cierra los ojos —le digo—, que hay sorpresas —la llevo hasta el dormitorio—. Tachán —espero a ver qué dice—. Mira, la Alfombra y muchas de nuestras cosas. La policía nos las devolvió.
—Ya veo —dice Mamá.
—Mira, el Jeep y el Mando…
—No carguemos con chismes rotos —dice—, coge solamente lo que de verdad te haga falta, y lo metes todo en tu nueva mochila de Dora.
—Todo esto lo necesito.
Mamá resopla.
—Pues bueno, salte con la tuya.
¿Y cuál es la mía?
—Aún están las cajas donde nos trajeron las cosas.
—He dicho que sí, ¿de acuerdo?
El Astro mete nuestras cosas en el maletero del coche blanco.
—Tengo que renovar mi permiso de conducir —dice Mamá mientras la Abuela va conduciendo.
—Tal vez al principio te sientas un poco oxidada.
—Oh, oxidada estoy en todo —dice Mamá.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Igual que el Hombre de Hojalata —me explica por encima del hombro. Levanta el codo y hace un chirrido con la boca—. Eh, Jack, ¿te gustaría que algún día nos compráramos un coche?
—Sí, vale. O mejor un helicóptero. Un superbólido helicóptero-tren-coche-submarino.
—Huy, eso suena a que el viaje va a ser de los buenos.
Hace horas que estamos en el coche.
—¿Por qué tardamos tanto? —le pregunto.
—Porque hay que atravesar toda la ciudad —dice la Abuela—, prácticamente está en otro estado.
—Mamá…
El cielo empieza a oscurecerse.
La Abuela aparca donde Mamá le dice. Hay un cartel enorme que dice COMPLEJO RESIDENCIAL ASISTIDO DE VIVIENDAS INDEPENDIENTES. La Abuela nos ayuda a llevar todas nuestras cajas y mochilas hasta el edificio de ladrillos marrones, menos mi mochila de Dora, que la llevo yo sobre las rueditas. Entramos por una puerta grande donde hay un hombre que se llama Portero y que sonríe.
—¿Nos va a encerrar aquí dentro? —le susurro a Mamá.
—No, sólo está para que no entre otra gente.
Hay tres mujeres y un hombre que son Personal de Apoyo. Somos muy bienvenidos y podemos llamarlos por el interfono siempre que necesitemos ayuda de cualquier clase. Llamar por el interfono es como llamar por teléfono. Hay un montón de pisos, y en cada uno hay varios apartamentos. El nuestro está en el sexto. Le tiro a Mamá de la manga.
—Cinco —le digo bajito.
—¿Cómo?
—¿No podemos estar en el quinto, mejor?
—Lo siento, pero no nos han dado a escoger —dice Mamá.
Cuando el ascensor se cierra de un portazo, a Mamá le da un escalofrío.
—¿Estás bien? —pregunta la Abuela.
—Sólo es una cosa más a la que tendré que acostumbrarme.
Mamá debe marcar el código secreto para que el ascensor se ponga en marcha con una sacudida. Cuando sube, la barriga me hace cosquillas. Entonces las puertas se abren y estamos ya en el sexto. Hemos volado sin darnos cuenta. Hay una ranura pequeña donde pone INCINERADOR, y cuando ponemos ahí la basura cae, cae, cae y luego sube otra vez convertida en humo. En las puertas no hay números, sino letras. La nuestra es la B, y eso quiere decir que vivimos en el Sexto B. El seis no es un número malo como el nueve; al contrario, es el nueve del revés. Mamá mete la llave en la cerradura, y al girarla pone una mueca porque le duele la muñeca. Todavía no está curada del todo.
—Bueno, estamos en casa —dice abriendo la puerta de par en par.
¿Cómo va a ser nuestra casa, si nunca he estado aquí? Un apartamento es como una casa, pero aplastada. Hay cinco habitaciones, qué suerte. Una es el cuarto de baño con bañera y todo, para poder hacer inmersiones y no sólo ducharnos.
—¿Podemos darnos un baño ahora?
—Antes vamos a instalarnos —dice Mamá.
La cocina es de llama, igual que la de la Abuela. Al lado de la cocina está la sala de estar, que tiene un sofá y una mesita baja con una tele supergrande dentro.
La Abuela está en la cocina sacando cosas de una caja.
—Leche, roscas… No sé si ya has vuelto a tomar café. A Jack le gustan estos cereales con las letras del abecedario, el otro día formó la palabra volcán.
Mamá sujeta a la Abuela de los hombros para que se quede un momento quieta.
—Gracias.
—¿Quieres que me escape a por alguna otra cosa?
—No, creo que has pensado en todo. Buenas noches, Mamá.
La Abuela tuerce la cara.
—Sabes…
—¿Qué? —pregunta Mamá—. ¿Qué ocurre?
—Tampoco ni un solo día he dejado de pensar en ti.
Como no se dicen nada más, voy a las camas a probar cuál bota mejor. Mientras hago volteretas las oigo hablar sin parar. Recorro el apartamento abriendo y cerrándolo todo.
Cuando la Abuela se ha ido ya a su casa, Mamá me enseña a echar el cerrojo, que es una llave que solamente nosotros podemos abrir o cerrar desde dentro.
En la cama me acuerdo y le levanto la camiseta.
—Ah —dice—, no creo que haya nada.
—Sí, tiene que haber.
—Bueno, lo que sucede con los pechos es que si no se toma, piensan: «Vale, nadie necesita ya nuestra leche, así que ya no fabricamos más».
—Qué tarugos. Seguro que encontraré algo…
—No —dice Mamá poniendo la mano en medio—, lo siento. Eso se ha terminado. Anda, ven aquí.
Nos acurrucamos muy fuerte. Su corazón hace pum, pum, pum en mi oído.
Le levanto la camiseta.
—Jack…
Doy un beso en la derecha.
—Adiós —le digo.
A la izquierda le doy dos besos, porque siempre era la más cremosa. Mamá me abraza la cabeza superfuerte.
—No puedo respirar —le digo. Y me suelta.
La cara de Dios, de un rojo pálido, se me cuela por los ojos. Pestañeo para abrir y cerrar la puerta a la luz. Espero a que empiece la respiración de Mamá.
—¿Hasta cuándo nos quedamos aquí, en la Vivienda Independiente?
Bosteza.
—Hasta cuando queramos.
—Me gustaría quedarme una semana.
Estira todo el cuerpo, desperezándose.
—Nos quedaremos una semana, y entonces veremos.
Le enrosco el pelo como si fuera una cuerda.
—Podría cortártelo a ti también, y así lo tendríamos igual de nuevo.
Mamá niega con la cabeza.
—Creo que yo me lo dejo largo.
Al deshacer el equipaje hay un gran problema, porque no encuentro la Muela Mala. Revuelvo todas mis cosas y después busco en todas partes por si se me ha caído por la noche sin darme cuenta. Intento recordar cuándo la tuve en la mano o en la boca por última vez. Anoche no, pero la noche antes en casa de la Abuela creo que la estuve chupando. Se me ocurre una idea terrible: a lo mejor me la tragué sin querer mientras dormía.
—¿Qué pasa si nos comemos algo que no es comida?
Mamá está guardando los calcetines en su cajón.
—¿Como qué?
No puedo decirle que creo que he perdido un trocito de su cuerpo.
—Como una piedrecita o algo así.
—Ah, en ese caso simplemente se desliza y sale por el otro lado.
Hoy no bajamos en el ascensor, ni siquiera nos vestimos. Nos quedamos en nuestra Vivienda Independiente y nos aprendemos todos los recovecos.
—Podríamos dormir en esta habitación —dice Mamá—, pero para jugar podrías ir a la otra, que tiene más luz.
—Contigo.
—Bueno, sí, pero a veces yo estaré haciendo otras cosas, así que a lo mejor durante el día el cuarto de dormir podría ser mi habitación.
¿Qué otras cosas?
Mamá sirve cereales para los dos, sin contarlos ni nada. Doy las gracias al Niño Jesús.
—Leí un libro en la universidad que decía que todo el mundo debería tener una habitación propia —me dice.
—¿Por qué?
—Para poder pensar a sus anchas.
—Yo puedo pensar en una habitación contigo —espero—. ¿Por qué no puedes pensar en una habitación conmigo?
Mamá tuerce la cara.
—La mayor parte del tiempo sí puedo, pero sería agradable disponer de algún lugar adonde ir de vez en cuando que sea sólo para mí.
—Pues yo no lo creo.
Resopla.
—Vamos a probarlo por hoy. Podríamos hacer placas con nuestros nombres y colgarlas en las puertas…
—Qué guay.
En unos folios blancos dibujamos las letras, cada una de un color distinto, y ponemos: HABITACIÓN DE JACK y HABITACIÓN DE MAMÁ. Luego las pegamos con celo. Podemos usar todo el que queramos.
Voy a hacer caca. Al terminar miro, pero no veo la Muela Mala.
Estamos sentados en el sofá, mirando el jarrón que hay encima de la mesa: es de vidrio, pero no invisible sino de muchos tonos azules y verdes.
—No me gustan las paredes —le digo a Mamá.
—¿Qué tienen de malo?
—Son demasiado blancas. Eh, ¿sabes qué? Podríamos comprar planchas de corcho en la tienda para taparlas.
—Nanay de la China —se calla unos momentos y dice—: Empezamos de cero, ¿te acuerdas?
Me pide que me acuerde, y en cambio ella no quiere recordar nada de la Habitación.
Eso me hace pensar en la Alfombra, y voy corriendo a sacarla de la caja. La traigo a rastras.
—¿Dónde ponemos la Alfombra, al lado del sofá o al lado de nuestra cama? —Mamá niega con la cabeza.
—Pero…
—Jack, es una jarapa deshilachada y manchada tras siete años de… Desde aquí la huelo, imagínate. No tuve más remedio que verte aprender a gatear en esa alfombra, a caminar, siempre te hacía tropezar. Una vez te hiciste caca encima, otra vez se cayó la sopa… Nunca conseguí limpiarla de verdad —le brillan mucho los ojos y se los veo más grandes de lo normal.
—Sí, y nací ahí encima, y también estuve muerto enrollado en ella.
—Exacto. Así que lo que de verdad me gustaría es tirarla al incinerador.
—¡No!
—Si por una vez en tu vida pensaras en mí en lugar de…
—Lo hago —le digo a gritos—. Pensaba en ti siempre cuando no estabas.
Mamá cierra los ojos, un segundo nada más.
—Te diré qué vamos a hacer. Puedes guardarla en tu cuarto, pero enrollada en el armario. ¿Te parece bien? No quiero verla.
Sale y se va a la cocina. Oigo el ruido del agua en el fregadero. Levanto el jarrón de la mesa, lo tiro contra la pared y se hace un millón de añicos.
—Jack… —Mamá está ahí, de pie.
—¡Yo no quiero ser tu pequeño conejito! —aúllo.
Me meto corriendo en la HABITACIÓN DE JACK arrastrando la Alfombra. Se queda enganchada en la puerta, tiro de ella y la llevo hasta el armario. Me meto dentro envuelto en ella. Me quedo ahí sentado durante horas, y Mamá no viene.
Siento la cara tirante por las lágrimas. El Astro dice que así es como fabrican la sal: atrapan olas en unos pequeños estanques y luego el sol las seca.
Oigo un ruido que me da miedo, zzz, zzz, y luego a Mamá hablar.
—Sí, supongo que es tan buen momento como cualquier otro.
Al cabo de un instante la oigo fuera del armario.
—Tenemos visita —dice.
Son el doctor Clay y Noreen. Han traído comida «para llevar», que son fideos, arroz y unas cosas amarillas y resbaladizas que están riquísimas.
Ni rastro del jarrón hecho añicos. Creo que Mamá lo ha desaparecido por el incinerador.
Nos han traído un ordenador. Es para nosotros, el doctor Clay lo está instalando para que podamos jugar y mandar correos electrónicos. Noreen me enseña a hacer dibujos en la pantalla, convirtiendo la flechita en un pincel. Hago uno donde salimos Mamá y yo en la Vivienda Independiente.
—¿Qué son todos esos garabatos blancos? —pregunta Noreen.
—Es el espacio.
—¿El espacio exterior?
—No, todo el espacio de dentro, el aire.
El doctor Clay está hablando con Mamá.
—Bueno, la fama es un trauma secundario —oigo que le dice—. ¿Has vuelto a pensar en un posible cambio de identidad?
Mamá niega con la cabeza.
—No logro imaginar… Yo soy yo, y Jack es Jack, ¿no? ¿Cómo voy a empezar a llamarlo Michael, o Zane, o lo que sea?
¿Por qué iba a llamarme Michael o Zane?
—Bien. ¿Y por qué no un apellido nuevo, por lo menos? —dice el doctor Clay—. Para que llame menos la atención cuando empiece la escuela.
—¿Cuándo empiezo la escuela?
—No vas a ir hasta que estés preparado —dice Mamá—, no te preocupes.
No creo que vaya a estar preparado nunca jamás.
Por la noche nos damos un baño y apoyo la cabeza en la barriga de Mamá. Por poco me quedo dormido.
Practicamos estar en dos cuartos distintos y hablar de uno a otro, aunque no demasiado fuerte, porque en las Viviendas Independientes vive más gente que no está en el Sexto B. Cuando estoy en la HABITACIÓN DE JACK y Mamá está en la HABITACIÓN DE MAMÁ, no está tan mal. Lo único que no me gusta es cuando está en alguna de las otras habitaciones y no sé en cuál.
—No pasa nada —me dice—, siempre voy a oírte.
Volvemos a calentar la comida «para llevar» en nuestro microondas, que es el horno pequeñito que funciona a toda máquina con rayos mortales invisibles.
—No encuentro la Muela Mala —le cuento a Mamá.
—¿Mi muela?
—Sí, aquella mala que me guardé cuando se te cayó. Estuvo conmigo todo el tiempo que no estabas, pero ahora creo que se me ha perdido. A no ser que me la haya tragado, aunque todavía no me ha salido con la caca.
—No te preocupes por eso —dice Mamá.
—Pero…
—Las personas se mueven tanto por el mundo que constantemente se pierden cosas.
—La Muela Mala no es una cosa cualquiera, tengo que tenerla conmigo.
—Hazme caso, no la necesitas para nada.
—Pero…
Me coge de los hombros.
—Adiós, vieja muela cariada. Y fin de la historia.
Ella se echa a reír, pero a mí no me hace ninguna gracia.
Creo que a lo mejor me la he tragado sin querer. A lo mejor no va a salirme por el otro lado con la caca, a lo mejor se me va a quedar escondida en un rincón dentro de mi cuerpo para siempre.
Por la noche no me puedo dormir.
—Estoy despierto —susurro.
—Lo sé —dice Mamá—. Yo también.
Nuestro cuarto es la HABITACIÓN DE MAMÁ, que está en las Viviendas Independientes, que está en América del Norte, que está pegada en el mundo, que es una bola azul y verde que mide millones de kilómetros de punta a punta y no deja nunca de girar. Fuera del mundo está el Espacio Exterior. No sé por qué no nos caemos. Mamá dice que por la gravedad, que es una fuerza invisible que nos mantiene unidos al suelo, aunque yo no noto nada.
La cara amarilla de Dios se levanta y la miramos por la ventana.
—¿Te das cuenta —dice Mamá— de que cada mañana sale un poco más temprano?
En nuestra Vivienda Independiente hay seis ventanas. Desde cada una se ve una imagen diferente, pero algunas de las mismas cosas. Mi favorita es la del baño, porque da a una obra en construcción y veo las grúas y las excavadoras desde arriba. A todas les digo las palabras de Dylan y se ponen contentas.
Me estoy atando el Velcro en la sala de estar porque vamos a salir. Veo el hueco donde estaba el jarrón hasta que lo tiré.
—Podríamos pedir otro para el Gusto del Domingo —le digo a Mamá, pero luego me acuerdo.
Ella se está atando los zapatos, que son de cordones. Me mira, sin cara de enfado.
—¿Sabes? Ya no vas a tener que verlo nunca más.
—¿Al Viejo Nick? —digo su nombre para ver si al oírlo me da miedo. Un poco sí que da, pero no mucho.
—Yo sí tendré que verlo, pero sólo una vez más —dice Mamá—, cuando se celebre el juicio. Aunque para eso faltan un montón de meses.
—¿Por qué tendrás que verlo?
—Morris dice que podría hacerlo por videoconferencia, pero quiero mirarle a los ojos. Esos ojillos perversos suyos.
Intento recordar cómo eran.
—A lo mejor es él quien nos pide un Gusto del Domingo, eso sí que tendría gracia.
Mamá se ríe, pero sin ganas. Se está mirando al espejo, pintándose unas líneas negras alrededor de los ojos y la boca de morado.
—Pareces un payaso.
—Sólo es maquillaje —me explica—, para estar más guapa.
—Siempre estás más guapa —le digo.
Me sonríe desde el espejo. Me pongo de puntillas para verme y le hago burla.
Nos damos la mano, pero hoy hace un día de calor de verdad y enseguida se nos ponen pegajosas. Miramos las ventanas de las tiendas, pero no entramos, simplemente vamos paseando. Mamá no para de decir que las cosas son carísimas, o si no, que son baratijas de porquería.
—Ahí venden hombres, mujeres y niños —le digo.
—¿Qué? —da media vuelta—. Ah, no, mira, es una tienda de ropa, así que cuando dice «hombres, mujeres, niños» significa que tienen ropa para todos ellos.
Cuando hay que cruzar la calle apretamos el botón y esperamos a que salga el hombrecillo verde, que se encarga de que no nos pase nada. Hay un lugar que parece una superficie de cemento, pero en realidad se llama parque de agua y hay niños chillando y saltando para mojarse con los chorritos que caen de todas partes. Nos quedamos mirando un rato, no demasiado, porque Mamá dice que entonces vamos a parecer bichos raros.
Jugamos a Veo Veo. Compramos helado, que es la cosa más rica del mundo: el mío de vainilla y el de Mamá de fresa. La próxima vez podemos cambiar de sabor, hay cientos. Me trago un pedazo grande y siento que el frío me baja hasta la barriga y que me duele la cara. Mamá me enseña a taparme la boca y la nariz con la mano y aspirar el aire caliente para que no me pase eso. Hace tres semanas y media que estoy en el mundo y todavía nunca sé lo que va a hacerme daño.
Tengo unas monedas que me dio el Astro y le compro a Mamá una horquilla para el pelo con una mariquita de mentira.
Me da las gracias una y otra vez.
—Te la puedes quedar para siempre, y cuando estés muerta también —le digo—. ¿Tú te morirás antes que yo?
—Sí, ése es el plan.
—¿Por qué ése es el plan?
—Bueno, cuando tú tengas cien años yo tendré ciento veintiuno, y supongo que mi cuerpo para entonces estará ya bastante hecho polvo —sonríe—. Así que estaré en el Cielo preparando tu habitación.
—Nuestra habitación —la corrijo.
—Vale, nuestra habitación.
Entonces veo una cabina telefónica y entro a jugar a que soy Superman cambiándome el traje, y saludo a Mamá desde el otro lado del cristal. Hay tarjetitas con fotos sonrientes que dicen «Rubia tetona 18 años» y «Transexual filipina». Me las quedo, porque el que va a Sevilla perdió su silla, pero cuando se las enseño a Mamá dice que son guarrerías y me hace tirarlas a la basura.
Nos perdemos durante un rato, pero luego ella ve el nombre de la calle de las Viviendas Independientes, así que en realidad no nos habíamos perdido. Siento los pies cansados. Creo que la gente en el mundo debe de estar todo el tiempo cansada.
Cuando entro en las Viviendas camino descalzo, jamás voy a acostumbrarme a los zapatos.
Las personas del Sexto C son una mujer y dos niñas grandes; o sea, más grandes que yo, pero no grandes hasta el techo. La mujer va siempre con gafas de sol, hasta en el ascensor, camina a la pata coja apoyándose en una muleta; las niñas creo que no hablan, pero a una la saludé con los dedos y sonrió.
Hay cosas nuevas todos los días.
La Abuela me compró un juego de acuarelas, diez óvalos de colores en un estuche con una tapa invisible. Aclaro el pincelito después de usar cada color, para que no se mezclen, y cuando el agua se pone sucia la cambio y ya está. La primera vez que levanté la pintura para enseñársela a Mamá chorreó por todas partes, así desde entonces las dejo secar encima de la mesa.
Vamos a la casa de la hamaca y hago LEGOS alucinantes con el Astro de un castillo y un bolidomóvil.
La Abuela puede venir a vernos sólo por las tardes, porque ahora por la mañana trabaja en una tienda donde la gente compra pelo nuevo y pechos nuevos cuando los suyos se les caen. Mamá y yo vamos a esperarla a la puerta de la tienda y la espiamos: la Abuela no parece la Abuela. Mamá dice que todo el mundo tiene varios yos.
Paul viene a nuestra Vivienda Independiente con una sorpresa para mí: una pelota de fútbol, la que la Abuela tiró al suelo en la tienda. Bajo con él al parque, Mamá no, porque va a una cafetería a encontrarse con una de sus viejas amigas.
—Genial —me dice Paul—. Otra vez.
—No, tú —le digo.
Paul da una patada tremenda, y la pelota vuela más allá del edificio y cae en unos arbustos, lejos.
—Ve a por ella —me grita.
Cuando chuto, la pelota se cae al estanque y me echo a llorar.
Paul la saca con una rama. La chuta lejos, lejos.
—¿Quieres enseñarme lo rápido que corres?
—Hacíamos la Pista alrededor de la Cama —le explico—. Sé correr superrápido, hice un ida y vuelta en dieciséis pasos.
—Caramba. Seguro que ahora puedes ir aún más rápido.
Digo que no con la cabeza.
—Me caeré.
—No lo creo —dice Paul.
—Estos días me caigo siempre, el mundo está lleno de tropezones.
—Sí, pero este césped es mullido como una alfombra, así que aunque te caigas no te haces daño.
Vienen Bronwyn y Deana, las veo a lo lejos con mis ojos de lince.
Cada día hace un poco más de calor, Mamá dice que para ser abril es increíble.
Luego llueve. Mamá dice que sería divertido comprar dos paraguas y salir a pasear mientras la lluvia rebota en la tela impermeable y no nos moja ni un pelo, pero no me lo creo.
Al día siguiente ya no llueve, así que salimos. Hay charcos, pero no me dan miedo. Llevo mis zapatos esponjosos y se me mojan los pies por los agujeros, no pasa nada.
Mamá y yo hemos hecho un trato: vamos a probarlo todo una vez para saber lo que nos gusta y lo que no.
Ir al parque con mi pelota de fútbol y dar de comer a los patos es una cosa que ya sé que me gusta. Me encanta el parque, menos cuando aquel niño bajó por el tobogán pegado a mí y me dio una patada en la espalda. Me gusta el Museo de Historia Natural, aunque sólo hay dinosaurios muertos que están en los huesos.
Cuando voy al cuarto de baño oigo a gente hablando en español, aunque Mamá cree que es un idioma que en realidad se llama chino. Hay cientos de maneras extranjeras de hablar, me mareo sólo de pensarlo.
Vamos a otro museo a ver cuadros. Se parecen un poco a las obras maestras de las cajas de copos de avena pero en grande, y además aquí se nota lo pringosa que es la pintura. Me lo paso bien recorriendo toda la sala llena de cuadros, pero resulta que hay muchas más salas y tengo que tumbarme en el banco a descansar. Cuando el hombre del uniforme viene con cara de pocos amigos, echo a correr.
El Astro viene a las Viviendas y me trae una cosa súper, una bicicleta que estaban guardando para Bronwyn, pero que primero va a ser para mí porque soy más grande. Tiene caras brillantes en los radios de las ruedas. Para ir al parque en bici tengo que ponerme casco, rodilleras y muñequeras por si me caigo, pero no me caigo porque tengo equilibrio. El Astro dice que eso es innato. La tercera vez, Mamá me da permiso para que vaya sin todas esas rodilleras y muñequeras, y en un par de semanas me va a quitar las ruedecitas pequeñas porque ya no me harán falta.
Mamá se entera de que hay un concierto en un parque, no el que está al lado de las Viviendas, sino uno al que hay que ir en autobús. Me encanta ir en autobús, nos sentamos y desde arriba miramos las cabezas peludas de la gente que va por la calle. En el concierto, la norma es que los músicos son los que hacen todo el ruido, mientras que nosotros no podemos decir ni pío, sólo aplaudir al final.
La Abuela dice que por qué Mamá no me lleva al zoo, pero Mamá dice que no podría soportar todas esas jaulas.
Vamos a dos iglesias distintas. A mí me gusta la de las ventanas de colores, aunque el órgano suena demasiado fuerte.
También vamos a ver una obra de teatro, que es cuando los adultos se disfrazan y actúan como niños y todo el mundo mira. Se llama Sueño de una noche de verano y la hacen también en un parque. Me siento en la hierba con los dedos pegados a los labios para acordarme de que no puedo abrir la boca. Hay unas cuantas hadas peleándose por un chico, no paran de hablar, y todos se apretujan unos a otros. A veces las hadas desaparecen y personas vestidas todas de negro mueven los muebles de un lado a otro.
—Igual que nosotros en la Habitación —le susurro a Mamá, y por poco se echa a reír.
Entonces, las personas sentadas cerca de nosotros de repente empiezan a gritar: «¿Qué hay, Espíritu?» y «Salve, Titania», y yo me enfado y digo chsss, y luego les grito de verdad para que se callen. Mamá me lleva de la mano hasta una zona de árboles y me explica que justo entonces era el momento en que el público participa porque está permitido, es un caso especial. Cuando volvemos a casa y estamos ya en la Vivienda ponemos por escrito todo lo que ya hemos probado. La lista es cada vez más larga. Apuntamos también las cosas que podríamos probar cuando seamos más valientes.
- Subir a un avión
- Invitar a algunos de los viejos amigos de Mamá a cenar
- Conducir un coche
- Ir al Polo Norte
- Ir a la escuela (yo) y a la universidad (Mamá)
- Buscar un apartamento que sea nuestro de verdad, no una Vivienda Independiente
- Inventar algo
- Hacer nuevos amigos
- Vivir en otro país que no sea Estados Unidos
- Quedar a jugar en casa de otro niño, igual que el Niño Jesús con Juan el Bautista
- Ir a natación
- Que Mamá salga a bailar por la noche y yo me quede en el hinchable de casa del Astro y de la Abuela
- Tener trabajos
- Ir a la Luna
La más importante es «conseguir un perro que se llame Lucky». Estoy preparado todos los días, pero Mamá dice que por el momento ya tiene que bregar con demasiadas cosas, a lo mejor cuando cumpla seis años.
—¿Y tendré un pastel con velas?
—Seis velas —dice—. Lo juro.
Por la noche, cuando estamos en nuestra cama que no es la Cama, acaricio nuestro edredón, que está mucho más inflado que el Edredón. Cuando tenía cuatro años no sabía nada del mundo, o pensaba que eran sólo historias. Entonces Mamá me dijo la verdad y creí que ya lo sabía todo. Y ahora que estoy siempre en el mundo, me doy cuenta de que no sé tantas cosas y me hago un lío todo el rato.
—¿Mamá?
—¿Sí?
Todavía huele como siempre, aunque los pechos no huelen igual. Ahora sólo a pechos, sin más.
—¿Alguna vez te gustaría no habernos escapado?
No oigo nada. Luego contesta.
—No, eso no lo deseo nunca.
—Es perverso, todos estos años me moría por tener compañía, y en cambio ahora me da la sensación de haber perdido el interés —le está explicando Mamá al doctor Clay.
Él asiente. Dan sorbos de sus cafés humeantes, porque Mamá ahora también lo toma como los adultos, para funcionar. Yo aún tomo leche, aunque a veces es leche con cacao, que sabe a chocolate, porque ahora me dejan.
Estoy en el suelo haciendo un puzle con Noreen. Es superdifícil, un tren de veinticuatro piezas.
—La mayor parte de los días… con Jack me basta.
—«El alma elige su propia compañía, y luego cierra la puerta» —ha puesto su voz de poema.
Mamá asiente.
—Sí, pero no es así como me recuerdo a mí misma.
—Tuviste que cambiar para sobrevivir.
Noreen levanta la vista.
—No olvides que habrías cambiado de todos modos. Dejar atrás la adolescencia, tener un hijo… No seguirías siendo la misma.
Mamá no dice nada, sólo se toma el café.
Un día se me ocurre comprobar si las ventanas se pueden abrir. Pruebo con la del baño. Descubro cómo funciona el cierre y empujo el cristal. Al principio el aire me da miedo, pero aunque estoy asustiente me asomo y saco las manos. Estoy mitad dentro, mitad fuera, es la cosa más alucinante que…
—¡Jack! —Mamá me estira hacia dentro por la parte de atrás de la camiseta.
—Ay.
—Hay seis pisos de altura, si te llegas a caer, te rompes la crisma.
—No me estaba cayendo —le digo—, sólo probaba estar dentro y fuera a la vez.
—Estabas haciendo una locura y una tontería a la vez —me dice, aunque se le escapa una sonrisa.
La sigo hasta la cocina. Está batiendo huevos en un cuenco para preparar torrijas. Las cáscaras están rotas, las tiramos directamente a la basura y adiós muy buenas. Me pregunto si alguna vez se reconvierten en huevos.
—¿Volvemos después de ir al Cielo? —creo que no me ha oído—. ¿Crecemos de nuevo en las barrigas?
—Eso se llama reencarnación —está cortando el pan en rodajas—. Hay gente que cree que podemos volver al mundo en forma de burros, o caracoles.
—No, me refiero a si volvemos a ser humanos dentro de las mismas barrigas. Si vuelvo a crecer otra vez dentro de ti…
Mamá enciende el fuego.
—¿Qué es lo que quieres preguntarme?
—¿Volverías a llamarme Jack?
Me mira.
—De acuerdo.
—¿Me lo prometes?
—Siempre te llamaré Jack.
Mañana es el Primero de Mayo, y eso significa que ya llega el verano y que va a haber un desfile. Podríamos ir a echar un vistazo.
—¿Solamente es Primero de Mayo en el mundo? —pregunto.
Estamos tomando unos cuencos de leche con cereales de avena en el sofá, sin derramar nada.
—¿Qué quieres decir?
—¿En la Habitación también es primero de mayo?
—Supongo —dice Mamá—, pero allí no hay nadie para celebrarlo.
—Podríamos ir allí.
Repica con la cuchara en su cuenco.
—Jack.
—¿Podemos?
—¿De verdad? ¿De verdad es eso lo que quieres?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé —le digo.
—¿Es que no te gusta estar fuera?
—Sí. Bueno, no todo.
—Ya, bueno, pero en general, ¿te gusta más que la Habitación?
—En general —me como el resto de los cereales, y rebaño un poquito que Mamá ha dejado en su cuenco—. ¿Podríamos volver alguna vez?
—A vivir no, desde luego.
Niego con la cabeza.
—Nada más pasar un momento, de visita.
Mamá apoya la boca en la mano.
—No me veo capaz.
—Claro que eres capaz —espero a ver si dice algo—. ¿Es peligroso?
—No, pero sólo pensarlo me hace sentir…
No dice cómo la hace sentir.
—Yo te daré la mano.
Mamá me mira fijamente.
—¿Y si fueras tú solo?
—No.
—Con alguien que te acompañara, quiero decir. ¿Con Noreen?
—No.
—O la Abuela.
—Contigo.
—No puedo…
—Voy a elegir yo por los dos —le digo.
Se levanta, creo que está enfadada. Se lleva el teléfono a la HABITACIÓN DE MAMÁ y habla con alguien.
Por la mañana, más tarde, el Portero nos llama y dice que ha venido a buscarnos un coche de policía.
—¿Sigues siendo la agente Oh?
—Desde luego que lo soy —dice la agente Oh—. Cuánto tiempo sin verte.
Hay puntitos minúsculos en el cristal del coche de policía, creo que es lluvia. Mamá se está mordiendo el dedo gordo.
—Mala idea —le digo apartándole la mano.
—Sí —se acerca el dedo de nuevo a la boca y empieza a mordisquearlo de nuevo—. Desearía que estuviera muerto.
Sé a quién se refiere.
—Pero no en el Cielo.
—No, que allí no pusiera ni un pie.
—Que llamara todo el rato a la puerta pero no le dejaran entrar.
—Exacto.
—Ja, ja.
Pasan dos camiones de bomberos con las sirenas encendidas.
—La Abuela dice que hay más como él.
—Más ¿qué?
—Más personas como él, en el mundo.
—Ah —dice Mamá.
—¿Es verdad?
—Sí, pero el asunto delicado de verdad es que hay mucha más gente en el medio.
—¿Dónde?
Mamá mira fijamente por la ventana, aunque no sé qué.
—En algún punto entre el bien y el mal —dice—. Un poquito de cada juntos en la misma persona.
Los puntitos de la ventana se unen y forman ríos chiquititos.
Nos paramos.
—Ya estamos —dice la agente Oh, y entonces sé que hemos llegado.
No me acuerdo de qué casa salió Mamá la noche de nuestra Gran Evasión, todas las casas tienen garajes. Por fuera ninguna parece un secreto.
—Debería haber traído paraguas —dice la agente Oh.
—Sólo chispea —dice Mamá. Sale del coche y me tiende la mano.
No me quito el cinturón de seguridad.
—Nos caerá la lluvia encima…
—Vamos a zanjar esto, Jack, porque no pienso volver aquí otra vez.
Me lo desabrocho, clic. Agacho la cabeza y entrecierro los ojos. Mamá va a mi lado, guiándome. Me cae la lluvia encima, se me está mojando la cara, la chaqueta, un poco las manos. No hace daño, sólo es raro.
Cuando nos acercamos a la puerta, sé que es la casa del Viejo Nick porque hay una cinta amarilla que en letras negras dice: ESCENA DEL CRIMEN. NO PASAR. Una pegatina grande con la cara de un lobo temible que dice CUIDADO CON EL PERRO. Se la señalo a Mamá.
—Es de mentira, tranquilo —me dice.
Ah, sí, el perro falso al que le había dado el ataque aquel día, cuando Mamá tenía diecinueve años.
Un hombre policía que no conozco abre la puerta desde dentro. Mamá y la agente Oh tienen que agacharse para pasar por debajo de la cinta amarilla, yo sólo he de ladearme un poco.
La casa tiene muchas habitaciones con toda clase de cosas, como sillas gordas o la tele más enorme que he visto en la vida, pero pasamos de largo hasta que llegamos a otra puerta en la parte de atrás. Después hay césped. Sigue cayendo la lluvia, pero ahora mis ojos se quedan bien abiertos.
—Setos de tres metros de altura en todo el perímetro —le está diciendo la agente Oh a Mamá—, los vecinos no sospechaban nada. Un hombre tiene derecho a su intimidad, etcétera.
Hay arbustos y un agujero también rodeado de cinta amarilla. De pronto me acuerdo de algo.
—Mamá, ¿es ahí donde…?
Ella se queda quieta, mirando.
—Creo que no voy a poder seguir con esto.
Me acerco al agujero. Hay cosas marrones en el barro.
—¿Son gusanos? —le pregunto a la agente Oh. El pecho me hace pum, pum, pum.
—Sólo son las raíces de los árboles.
—¿Dónde está el bebé?
Mamá está a mi lado, deja escapar un gemido.
—La hemos desenterrado —dice la agente Oh.
—No quería que siguiera aquí por más tiempo —dice Mamá, con la voz rasposa. Se aclara la garganta y le pregunta a la agente Oh—: ¿Cómo han encontrado el lugar?
—Disponemos de sondas sensibles al tipo de sustrato.
—La pondremos en un lugar mejor —me dice Mamá.
—¿En el jardín de la Abuela?
—¿Sabes qué? Podríamos…, podríamos convertir sus huesos en cenizas y esparcirlas debajo de la hamaca.
—¿Y crecerá de nuevo para ser mi hermana?
Mamá dice que no con la cabeza. Veo que tiene la cara mojada, con surcos de agua.
A mí también me llueve. No es como una ducha, es más suave.
Mamá se ha dado la vuelta y está mirando una caseta gris que hay en un rincón del jardín.
—Ahí la tienes —dice.
—¿El qué?
—La habitación.
—¡Bah!
—Sí, Jack. Lo que sucede es que nunca la habías visto desde fuera.
Seguimos a la agente Oh. Pasamos por encima de otra cinta amarilla.
—Date cuenta de que el climatizador de aire está oculto entre esos arbustos —le explica a Mamá—. Y la entrada está en la parte de atrás, fuera del alcance de la vista desde cualquier punto.
Veo el metal plateado: es la Puerta, creo, pero del lado que nunca había visto. Ya está medio abierta.
—¿Queréis que entre con vosotros? —dice la agente Oh.
—¡No! —grito.
—De acuerdo.
—Sólo Mamá y yo.
Pero Mamá me ha soltado la mano y está encorvada, hace unos ruidos raros. En el césped hay algo que le cae de la boca, huele a vómito. ¿Se ha envenenado otra vez?
—Mamá, Mamá…
—Estoy bien —se limpia la boca con un pañuelo que le ha dado la agente Oh.
—Quizá prefieras… —dice la agente Oh.
—No —dice Mamá, y me da otra vez la mano—. Vamos.
Entramos por la Puerta y nada es como debe ser. Es más pequeño que la Habitación, está más vacío y huele raro. No hay nada en el Suelo porque falta la Alfombra, la tengo guardada en el armario de nuestra Vivienda. Me había olvidado de que no podría estar aquí al mismo tiempo. La Cama sí está, pero sin las sábanas ni el Edredón puestos. Veo también la Mecedora, la Mesa, el Lavabo y la Bañera. También la Alacena, aunque no hay platos ni cubiertos encima, y la Cajonera, y la Tele, y el Conejo Orejón con la cinta lila, y la Estantería, que ya no aguanta nada, y nuestras sillas plegadas. Pero todos parecen diferentes. No me dicen nada.
—Creo que aquí no es —le susurro a Mamá.
—Sí, es aquí.
Ni nuestras voces suenan a que nosotros seamos nosotros.
—¿Se ha encogido?
—No, siempre ha sido así.
El móvil de espaguetis ya no está, ni mi dibujo del pulpo, ni las obras maestras, ni todos los juguetes, ni la Fortaleza, ni el Laberinto. Miro debajo de la Mesa y no encuentro ninguna telaraña.
—Está más oscuro.
—Bueno, hoy es un día de lluvia. Podrías encender la luz —Mamá señala la Lámpara, pero no quiero tocar nada. Miro más de cerca, tratando de ver cómo era todo, y encuentro algunas cosas que recuerdo. Los números que marcábamos al lado de la Puerta el día de mi cumpleaños; me pego a la pared bien erguido, pongo la mano plana por encima de la cabeza y veo que soy más alto que el número 5 de color negro. Una capa fina lo oscurece todo.
—¿Es el polvo de nuestra piel? —pregunto.
—Es revelador de huellas dactilares —dice la agente Oh.
Me agacho a mirar debajo de la Cama y veo a la Serpiente de Huevos enroscada, como si estuviera durmiendo. No le veo la lengua, tanteo con cuidado hasta que siento el pinchazo de la aguja. Me levanto del Suelo.
—¿Dónde vivía la Planta?
—¿Ya no te acuerdas? Aquí encima —dice Mamá dando unas palmaditas en el centro de la Cajonera, y veo un redondel de color más fuerte.
Se ve también la marca de la Pista alrededor de la Cama. El agujerito del Suelo donde rozábamos con los pies debajo de la Mesa. Supongo que una vez esto fue la Habitación.
—Pero ya no lo es —le digo a Mamá.
—¿Qué?
—Ahora ya no es la Habitación.
—¿No te lo parece? —olisquea a su alrededor—. El aire estaba aún más viciado. Claro que ahora la puerta está abierta.
A lo mejor es por eso.
—A lo mejor no es la misma Habitación si está la Puerta abierta.
A Mamá le asoma una sonrisa.
—¿Quieres…? —carraspea—. ¿Te gustaría cerrar la puerta un momento?
—No.
—Vale. Ahora necesito irme de aquí.
Me acerco a la Pared de la Cama y la toco con un dedo. El tacto del corcho no me parece nada especial.
—¿Se dan las buenas noches de día?
—¿Cómo?
—¿Podemos decir «buenas noches» cuando no es de noche?
—Creo que más bien habría que decir adiós.
—Adiós, Pared —luego se lo digo a las otras tres paredes. Luego digo: «Adiós, Suelo». Doy unas palmaditas a la Cama: «Adiós, Cama». Me agacho para decir: «Adiós, Serpiente de Huevos». Meto la cabeza en el Armario y susurro: «Adiós, Armario». En la oscuridad está el retrato que Mamá hizo para mi cumpleaños, parezco muy pequeño. Le hago una seña y se lo muestro.
Le doy un beso en las lágrimas que le mojan la cara. Así sabe el mar.
Descuelgo mi retrato, me lo meto dentro de la chaqueta y cierro la cremallera. Mamá está al lado de la Puerta, voy hasta ella.
—¿Me aúpas?
—Jack…
—Por favor.
Mamá me sienta en su cadera. Estiro los brazos hacia arriba.
—Más alto.
Me sujeta por las costillas y me sube, arriba, arriba, arriba, hasta que toco el lugar donde empieza el Techo.
—Adiós, Techo —me despido.
Mamá me baja otra vez.
—Adiós, Habitación —saludo a la Claraboya—. Di adiós —le pido a Mamá—. ¡Adiós, Habitación!
Mamá lo dice, pero sin voz.
Miro atrás una vez más. Parece un cráter, un agujero que queda donde ha pasado algo. Luego cruzamos la puerta y salimos.