Después
LA agente Oh va montada delante; desde atrás parece distinta. Se da la vuelta y me sonríe.
—Aquí está el centro —dice.
—¿Puedes bajar tú solo? —pregunta Mamá—. Ven, te llevaré en brazos —abre el coche y entra una corriente de aire frío. Me encojo. Mamá tira de mí, me pone de pie y me golpeo la oreja con el coche. Va caminando conmigo encajado en la cadera, agarrado a sus hombros. Está oscuro, pero de pronto se encienden unas luces rápidas, rápidas que parecen fuegos artificiales.
—Buitres —dice la agente Oh.
¿Dónde?
—Nada de fotos —grita el hombre policía.
¿Qué fotos? No veo ningún buitre, sólo veo caras de gente con máquinas que lanzan destellos y palos gordos negros. Están gritando, pero no entiendo lo que dicen. La agente Oh quiere taparme la cabeza con la manta, pero yo la aparto. Mamá está corriendo, se me sacude todo el cuerpo hasta que estamos dentro de un edificio mil por mil resplandeciente, y tengo que taparme los ojos con la mano.
El suelo se ve brillante y duro, no como el nuestro; las paredes son azules y hay muchas, los ruidos suenan demasiado fuertes. Por todas partes hay personas que no son mis amigas. Una cosa que parece una nave espacial toda iluminada por dentro está llena de cosas metidas en unos cuadraditos, como bolsas de patatas fritas y barras de chocolate. Me acerco a mirar e intento tocarlas, pero están encerradas detrás del cristal. Mamá me tira de la mano.
—Por aquí —dice la agente Oh—. No, pasad aquí dentro.
Nos lleva a una habitación sin tanto ruido. Un hombre inmenso dice:
—Les pido disculpas por la presencia de periodistas. Hemos implementado un sistema interurbano, pero tienen esos nuevos escáneres de localización… —tiene una mano estirada. Mamá me deja en el suelo, le da su mano y la mueve arriba y abajo como hacen en la Tele—. Y usted, hombrecito, tengo entendido que ha actuado con una valentía extraordinaria.
Me está mirando. Pero no me conoce, y ¿por qué dice que soy un hombre? Mamá se sienta en una silla que no es su silla y me pone en su regazo. Intento mecerme, pero no es la Mecedora. Todo está mal.
—Veamos —dice el hombre ancho—. Comprendo que es tarde, y que su hijo tiene algunas escoriaciones que requieren atención; además, ya hemos avisado para que los esperen en la clínica Cumberland, que es un centro muy acogedor.
—¿Qué clase de centro?
—Pues… psiquiátrico.
—Nosotros no…
El hombre interviene.
—Allí les podrán ofrecer los cuidados adecuados. Es un lugar muy agradable, con mucha privacidad. Sin embargo, ahora es prioritario tomarle declaración esta misma noche, con todo el grado de detalle de que sea capaz.
Mamá asiente.
—Veamos, algunas de las líneas del cuestionario tal vez puedan afligirla, ¿prefiere que la agente Oh esté presente durante la entrevista?
—Como quiera… No hace falta —dice Mamá, y luego bosteza.
—Su hijo ha vivido muchas cosas esta noche, quizá sería mejor que esperara fuera mientras tratamos, ejem…
Pero ya estamos fuera.
—No se preocupe —dice Mamá envolviéndome con la manta azul—. No la cierre —dice Mamá muy rápido.
—Descuide —dice la agente Oh al salir, y deja la puerta medio abierta.
Mamá está hablando con el hombre inmenso, que la llama por uno de sus otros nombres. Me pongo a mirar las paredes, que se han vuelto cremosas, como sin color. Hay marcos con montones de palabras dentro. Uno donde sale un águila dice: «El cielo no es el límite». Alguien pasa al lado de la puerta, doy un brinco sin querer. Ojalá estuviera cerrada, porque tengo muchas ganas de tomar un poquito.
Mamá se baja de nuevo la camiseta.
—Justamente ahora no —me susurra—, estoy hablando con el comisario.
—Y esto tuvo lugar…, ¿recuerda una fecha aproximada? —le pregunta.
Ella dice que no con la cabeza.
—Finales de enero. Hacía sólo un par de semanas que había empezado a estudiar…
Todavía tengo sed, le levanto la camiseta de nuevo y esta vez resopla y me deja, y me acurruca contra su pecho.
—Tal vez preferiría…, ejem… —dice el comisario.
—No, continuemos —dice Mamá. Es la derecha y no hay mucho, pero no quiero soltarme y cambiar de lado porque podría decirme que ya basta, y aún no basta.
Mamá habla de la Habitación y del Viejo Nick y de todo lo demás durante siglos, estoy demasiado cansado para escuchar. Una mujer entra y le dice algo al comisario.
—¿Hay algún problema? —dice Mamá.
—No, ninguno —dice el comisario.
—Entonces, ¿por qué nos mira así esta mujer? —me rodea con el brazo, con fuerza—. Estoy dándole el pecho a mi hijo, ¿pasa algo, señora?
A lo mejor es que en el Exterior no saben lo que es tomar, es un secreto.
Mamá y el comisario siguen aún mucho rato hablando. Me estoy durmiendo, pero hay tanta luz que no consigo estar a gustito.
—¿Qué pasa? —me pregunta.
—De verdad que tenemos que volver a la Habitación —le digo—, necesito ir al Váter.
—Tranquilo, aquí en el centro también hay cuartos de baño.
El comisario nos enseña el camino. Pasamos por delante de la máquina alucinante, pongo la mano en el cristal y casi toco las barritas de chocolate. Es verdad, los váteres en el Exterior tienen tapa encima de la cisterna, no veo cómo son por dentro. Mamá se pone de pie después de hacer pis y se oye un rugido tremendo, me echo a llorar.
—No pasa nada —me dice secándome la cara con la palma de las manos—, es una cadena automática. Mira, el váter ve con este ojito de aquí cuándo hemos terminado, y él solo echa el agua. ¿A que es inteligente?
No, no me gusta que un váter inteligente nos mire el culo.
Mamá me hace quitarme la ropa interior.
—Me hice un poco de caca sin querer cuando me llevaba el Viejo Nick.
—No te preocupes —dice, y entonces hace una cosa rara: tira mi calzoncillo a un cubo de basura.
—Pero…
—Ya no los necesitas, vamos a conseguirte otros nuevos.
—¿Para el Gusto del Domingo?
—No, el día que queramos.
Qué raro. Preferiría que fuera un domingo.
El grifo es como los que hay en la Habitación de verdad, aunque la forma está equivocada. Mamá lo abre, humedece papel y me limpia las piernas y el culo. Pone las manos debajo de una máquina que empieza a soltar aire, igual que nuestros conductos de ventilación pero más caliente. También hace mucho ruido.
—Es un secador de manos, mira, ¿quieres probarlo? —Mamá me sonríe, pero yo estoy demasiado cansado para sonreír—. Bueno, pues sécate las manos en la camiseta y ya está.
Entonces me envuelve en la manta azul y salimos. Quiero mirar la máquina en la que todas las latas, las bolsas y las barritas de chocolate parecen encerradas en una cárcel. Pero Mamá tira de mí hasta la habitación donde está el comisario, para seguir hablando.
Después de cientos de horas, Mamá me pone de pie, me tambaleo para todos lados. Dormir fuera de la Habitación me marea.
Vamos camino a una especie de hospital. ¿Eso no era el plan A? Enfermo, Camioneta, Hospital. Ahora Mamá también va tapada con una manta azul, creo que es la que yo tenía, pero todavía la tengo, así que la suya debe de ser otra. El coche patrulla parece el mismo coche aunque no lo sé seguro, en el Exterior las cosas engañan mucho. Tropiezo en la calle y por poco me caigo, pero Mamá me agarra.
Vamos conduciendo. Cada vez que veo que viene un coche aprieto los ojos.
—No te preocupes, van por el otro lado —dice Mamá.
—¿Qué otro lado?
—¿Ves esa línea que hay en el medio? Siempre tienen que quedarse de aquel lado de la línea, y nosotros de éste. Así no nos chocamos.
De repente estamos parados. El coche se abre y una persona que no tiene cara se asoma. Me pongo a gritar.
—Jack, Jack —dice Mamá.
—¡Es un zombi!
Escondo la cara en su barriga.
—Soy el doctor Clay, bienvenidos a Cumberland —dice la cara sin cara con la voz más profunda del mundo—. La mascarilla es sólo para protegeros. ¿Quieres ver lo que hay debajo? —estira un poco lo blanco hacia arriba y hay una persona hombre sonriendo, una cara supermarrón con un triángulo chiquitito de barbilla negra. Vuelve a ponerse la máscara, que en realidad se llama mascarilla, ¡chas! Las palabras traspasan lo blanco—. Aquí tengo una para cada uno de vosotros.
Mamá coge las mascarillas.
—¿Tenemos que ponérnoslas?
—Piense en todo lo que flota en el aire con lo que su hijo probablemente nunca ha estado en contacto.
—De acuerdo —se coloca una mascarilla y me pone a mí otra, con gomas alrededor de las orejas. No me gusta, me aprieta.
—Pues no veo nada flotando en el aire —le digo a Mamá en susurros.
—Microbios —dice ella.
Pensé que sólo estaban en la Habitación, no sabía que el mundo también estaba lleno de esos bichitos.
Caminamos por un edificio grande lleno de luces. Al principio creo que es el mismo centro, pero luego veo que no. Hay alguien llamado Coordinador de Admisiones que teclea en un… Lo sé, un ordenador, igual que los que salen en la Tele. Todos se parecen a las personas del planeta hospital, a cada momento tengo que recordarme que son de verdad.
Veo una cosa chulísima, un cristal inmenso con esquinas, pero en lugar de latas y chocolate dentro tiene peces vivos, que nadan y se esconden detrás de las rocas. Tiro de la mano de Mamá, pero ella no viene, sigue hablando con Coordinador de Admisiones, que también lleva un nombre escrito en una etiqueta, pone «Pilar».
—Escucha, Jack —dice el doctor Clay, y dobla las piernas hasta quedar como una rana gigante. ¿Por qué lo hará? Acerca la cabeza hasta casi tocar la mía; tiene el pelo lleno de rizos de menos de un centímetro de largo. Ya no tiene puesta la mascarilla, ahora sólo la llevamos Mamá y yo—. Tenemos que echarle un vistazo a tu Mamá en esa habitación al otro lado del vestíbulo, ¿de acuerdo?
Me está hablando a mí. ¿Y no ha visto ya a Mamá?
Mamá niega con la cabeza.
—Jack se queda conmigo.
—Me temo que la doctora Kendrick, nuestra generalista de guardia, va a tener que administrarle el protocolo inmediatamente. Sangre, orina, pelo, uñas, frotis orales, muestras vaginales y anales…
Mamá se queda mirando al doctor. Luego suelta el aire.
—Estaré ahí dentro —me dice señalando una puerta—, y podré oírte si me llamas, ¿vale?
—No vale.
—Vamos, por favor. Jack, mi príncipe, has sido supervaliente. Ahora te pido que lo seas sólo un poquito más, ¿de acuerdo?
Me agarro a ella.
—Bueno, tal vez podría entrar con usted y colocamos una pantalla, ¿qué le parece? —dice la doctora Kendrick. Su pelo es de color cremoso y lo lleva enredado en lo alto de la cabeza.
—¿Una Tele? —le susurro a Mamá—. Hay una ahí.
Es mucho más grande que la de la Habitación, salen bailes y los colores son mucho más brillantes.
—En realidad —dice Mamá—, tal vez lo mejor sea que se quede sentado aquí en la recepción, ¿es posible? Eso lo distraerá más que ninguna otra cosa.
La mujer Pilar está detrás de la mesa hablando por teléfono y me sonríe, aunque yo hago ver que no la veo. Hay un montón de sillas, Mamá escoge una para mí. La miro irse con los médicos. Tengo que agarrarme a la silla para no echar a correr detrás de ella.
El planeta ha cambiado a un partido de fútbol donde hay personas con hombros enormes y cascos. Me pregunto si está pasando de verdad o son imágenes nada más. Miro el cristal de los peces; está demasiado lejos y no los veo, pero seguro que están ahí, porque no saben caminar. La puerta por la que ha entrado Mamá está un poco apartada, me parece que oigo su voz. ¿Por qué le están sacando sangre y pis y uñas? Ella está ahí aunque no la vea, igual que estaba en la Habitación todo el rato mientras yo hacía nuestra Gran Evasión. El Viejo Nick se marchó a toda pastilla en su camioneta, ahora no está en la Habitación y no está en el Exterior; tampoco lo veo en la Tele. Tengo la cabeza agotada de tanto pensar.
Odio la mascarilla, me aprieta. Me la subo y me la pongo en la cabeza, tiene un trozo rígido, creo que lleva un alambre por dentro. Así me aparta el pelo de los ojos. Ahora hay tanques en una ciudad hecha pedazos, una persona vieja que llora. Mamá lleva mucho rato en la otra habitación, ¿le están haciendo daño? La mujer Pilar todavía sigue hablando por teléfono. Otro planeta con hombres en una habitación gigantorme hablando, todos con americanas, creo que están peleándose o algo así. Hablan durante horas.
De pronto cambia otra vez y aparece Mamá llevando a alguien en brazos… ¡Soy yo!
Doy un salto y me pongo delante de la pantalla. Me veo yo como en el Espejo, sólo que pequeñito. Por debajo resbalan palabras NOTICIAS LOCALES, MIENTRAS ESTÁN PASANDO. Una persona mujer está hablando, pero no la veo: «… un soltero huraño convirtió el cobertizo de su jardín en una inexpugnable mazmorra del siglo XXI. Las víctimas del déspota dan muestras de una palidez estremecedora y al parecer presentan un estado rayano en la catatonia tras la larga pesadilla de su encierro». Ahí es cuando la agente Oh intentó taparme la cabeza con la manta y no la dejé. La voz invisible dice: «Vean ahora cómo el niño, desnutrido e incapaz de andar por su propio pie, la emprende a golpes con uno de sus rescatadores».
—Mamá —grito.
No viene, pero me contesta.
—Dos minutos nada más.
—Somos nosotros. ¡Somos nosotros en la Tele!
Pero de pronto ya no se ve nada. Pilar está de pie apuntando a la Tele con un mando, mirándome. El doctor Clay sale y le dice cosas enfadado a Pilar.
—Enciéndela otra vez —digo—. Somos nosotros, quiero vernos.
—Lo lamento mucho, lo siento de verdad —dice Pilar.
—Jack, ¿quieres ir ya con tu Mamá? —el doctor Clay estira la mano, envuelta en un plástico blanco raro. No la toco—. Tienes que ponerte la mascarilla, ¿recuerdas? —me la pongo por encima de la nariz. Camino detrás de él, aunque no demasiado cerca.
Mamá está sentada en una cama alta con un vestido de papel abierto por la espalda. Las personas llevan cosas muy raras en el Exterior.
—Se han tenido que quedar con la ropa que llevaba —es su voz, aunque con la mascarilla no veo por dónde sale.
Me subo y me siento en su regazo, que está todo arrugado.
—Nos he visto en la Tele.
—Eso he oído. ¿Qué tal se nos veía?
—Pequeños.
Tiro de su vestido, pero no hay manera de entrar.
—Justo ahora no puede ser —me da un beso al lado del ojo, pero no es un beso lo que quiero—. Me decías…
No le decía nada.
—Sí, acerca de la muñeca —dice la doctora Kendrick—. Probablemente tendremos que volver a romperte el hueso en algún momento.
—¡No!
—Chss, tranquilo, no pasa nada —me dice Mamá.
—Cuando lo hagamos estará dormida —dice la doctora mirándome—. El cirujano le meterá un clavo metálico para que la articulación funcione mejor.
—¿Igual que un ciborg?
—¿Cómo?
—Sí, algo parecido a un ciborg —dice Mamá sonriéndome.
—Pero a corto plazo diría que la prioridad es odontológica —dice la doctora Kendrick—, así que voy a darte una tanda de antibióticos para que la empieces ya mismo, y también unos analgésicos más potentes.
Doy un bostezo enorme.
—Ya lo sé —dice Mamá—, hace horas que deberías estar durmiendo.
—¿Podría echarle una ojeada rápida a Jack? —dice la doctora Kendrick.
—Ya he dicho que no.
¿Qué es lo que quiere darme?
—¿Es un juguete? —le susurro a Mamá.
—Es innecesario —le dice ella a la doctora Kendrick—. Le doy mi palabra.
—Solamente aplicamos el protocolo que se sigue en casos como éste —dice el doctor Clay.
—Ah, supongo que aquí ven muchos casos como éste, ¿verdad? —Mamá está enfadada, lo oigo en su voz.
Él niega con la cabeza.
—Situaciones traumáticas sí, pero, para serte sincero, nada comparable a vuestro caso. Y precisamente por eso debemos ser meticulosos y daros el mejor tratamiento posible desde el principio.
—Jack no necesita tratamiento, necesita dormir —Mamá habla apretando los dientes—. No lo he perdido nunca de vista y no le ha ocurrido nada, por lo menos nada como lo que estáis insinuando.
Los médicos se miran.
—No pretendía… —dice la doctora Kendrick.
—Le he protegido todos estos años.
—Por lo que dices, lo has hecho —dice el doctor Clay.
—Sí, lo he hecho —a Mamá le resbalan lágrimas por la cara, y una gota oscura se le queda en el borde de la mascarilla. ¿Por qué la hacen llorar?—. Y esta noche Jack ha tenido que… Se está durmiendo de pie…
No me estoy durmiendo.
—Lo comprendo perfectamente —dice el doctor Clay—. Peso y altura, y ella le curará los cortes, ¿qué te parece eso?
Al cabo de un momento, Mamá asiente.
No quiero que la doctora Kendrick me toque, pero no me importa quedarme de pie en la máquina que indica lo que peso. Me apoyo sin querer en la pared, y Mamá me pone derecho. Entonces me estiro bien de espaldas a los números, igual que hacíamos al lado de la Puerta, aunque aquí hay más y las líneas son más rectas.
—Lo estás haciendo estupendamente —dice el doctor Clay.
La doctora Kendrick no para de escribir cosas. Con unas máquinas me apunta a los ojos, los oídos y la boca.
—Todo parece reluciente.
—Nos cepillamos cada vez que comemos.
—Ojalá todos mis pacientes se cuidaran tanto —dice la doctora Kendrick.
Mamá me ayuda a meter la cabeza por la camiseta. Se me cae la mascarilla y me la vuelvo a poner. La doctora Kendrick me pide que mueva todas las partes de mi cuerpo. Dice que tengo las caderas perfectas, pero en algún momento tal vez me mida la densidad ósea, que se hace con una especie de Rayos X. Hay marcas de arañazos en la parte de dentro de mis manos y mis piernas, son de cuando salté de la camioneta. La rodilla derecha está llena de sangre reseca. Doy un bote cuando la doctora Kendrick la toca.
—Perdona —dice.
Estoy acurrucado en la barriga de Mamá, el papel forma arrugas.
—Los microbios van a saltar dentro del agujero y me moriré.
—No te preocupes —dice la doctora Kendrick—, tengo una gasa especial que los elimina todos.
Pica. Me cura también el dedo mordido de la mano izquierda, de donde el perro se bebió mi sangre. Luego me pone algo en la rodilla, es como una cinta pegajosa con caras dibujadas. ¡Son Dora y Botas saludándome!
—Oh, oh…
—¿Te duele?
—Le has alegrado el día —le dice Mamá a la doctora Kendrick.
—¿Eres fan de Dora? —dice el doctor Clay—. Mi sobrina y mi sobrino también —sus dientes sonríen como la nieve.
La doctora Kendrick me pone a Dora y a Botas en el dedo, aunque me aprieta.
La Muela Mala sigue aún bien guardadita en el fondo de mi calcetín derecho. Cuando estoy otra vez con la camiseta puesta y envuelto en la manta, los médicos hablan bajito.
—¿Sabes lo que es una aguja, Jack? —me dice luego el doctor Clay.
Mamá suelta un gemido.
—Ay, no.
—De este modo el laboratorio podrá hacer una analítica completa a primera hora de la mañana. Indicadores de infección, deficiencias nutricionales… Todos esos datos constituyen pruebas y, lo que es más importante, nos ayudarán a saber desde ya las carencias que Jack pueda tener.
Mamá me mira.
—¿Puedes ser un superhéroe un minuto más y dejar que la doctora Kendrick te dé un pinchacito en el brazo?
—No —escondo los dos debajo de la manta.
—Por favor.
Que no. Ya se me ha gastado toda la valentía.
—Necesito nada más un poquito así —dice la doctora Kendrick, con un tubito en la mano.
Mucho más de lo que me chuparon el perro o el mosquito, no me va a quedar casi nada.
—Y después te daré…, ¿qué premio le gustaría? —le pregunta a Mamá.
—Me gustaría irme a la Cama.
—Se refiere a un capricho. Un premio —me dice Mamá—, como un pastel o algo así.
—Mmm, no creo que ahora mismo podamos conseguir pastel, las cocinas están cerradas —dice el doctor Clay—. ¿Qué tal una piruleta?
Pilar trae un tarro lleno de chupachús, eso es lo que son las piruletas.
—Vamos, elige una —dice Mamá.
Pero hay demasiadas, hay amarillas, verdes y rojas y azules y naranjas. Son planas, no como la que trajo el Viejo Nick, que era una bola y Mamá la tiró a la basura y yo me la comí igualmente. Mamá elige por mí, coge una roja, pero digo que no con la cabeza, porque la que él me dio era roja y creo que voy a echarme a llorar otra vez. Mamá elige una verde. Pilar le quita el plástico. El doctor Clay me clava la aguja dentro del codo y yo grito e intento soltarme, pero Mamá me aguanta, me pone la piruleta en la boca y yo la chupo, aunque el dolor no se va nada de nada.
—Casi estamos —me dice.
—No me gusta.
—Mira, la aguja ya está fuera.
—Buen trabajo —dice el doctor Clay.
—No, falta la piruleta.
—Ya tienes tu piruleta —dice Mamá.
—No me gusta, no quiero la verde.
—Pues no pasa nada, escúpela.
Pilar la recoge.
—Prueba una naranja, a ver. A mí las naranjas son las que más me gustan —dice.
No sabía que podía coger dos. Pilar me abre una de color naranja que está muy rica.
Primero el calorcito, luego el frío. El calor me gustaba, pero el frío es un frío húmedo. Mamá y yo estamos en la Cama, pero el Colchón se ha encogido y empieza a hacer fresquito en la sábana de debajo y en la de arriba también, y el Edredón ha perdido el blanco, ahora es todo azul.
Ésta no es la Habitación.
Pene Bobo está levantado.
—Estamos en el Exterior —le susurro. Y luego a Mamá—: Mamá.
Se levanta de un brinco, igual que si le pasara la corriente.
—Me he hecho pis.
—No pasa nada.
—No, es que está todo mojado. La camiseta también, por la parte de la barriga.
—Olvídalo.
Intento olvidarme. Miro por detrás de su cabeza. El suelo es como la Alfombra pero peludo, sin dibujos ni bordes, de una especie de gris, y cubre todo el suelo hasta las paredes; no sabía que las paredes eran verdes. Hay una fotografía de un monstruo, pero cuando miro bien veo que en realidad es una ola gigante del mar. En la pared hay una forma parecida a la Claraboya. Ya sé lo que es, es una ventana. La cruzan cientos de tiras de madera y por las rendijas entra la luz.
—Todavía me acuerdo —le digo a Mamá.
—Claro que te acuerdas —me busca la mejilla para darme un beso.
—No puedo olvidarme porque aún estoy mojado.
—Ah, eso… —dice con una voz distinta—. No quería decir que te olvidaras de que has mojado la cama, sólo que no te preocuparas —Mamá se levanta, lleva todavía el vestido de papel, arrugado como un acordeón—. Las enfermeras cambiarán las sábanas.
No veo a las enfermeras.
—Pero mis otras camisetas… —están en el último cajón de la Cajonera. Ahí estaban ayer, así que supongo que siguen en el mismo sitio. Supongo que la Habitación existe cuando yo no estoy dentro.
—Ya pensaremos algo —dice Mamá. Está al lado de la ventana, ha hecho que las tiras de madera se separen y entra mucha luz.
—¿Cómo lo has hecho? —voy corriendo hasta allí; la mesa me golpea la pierna, pum.
Mamá me hace un masaje para que se me cure.
—Con la cuerdecita, ¿ves? Es el cordón de la persiana.
—¿Por qué?
—Es una cuerda que sirve para abrir y cerrar la persiana —me explica—. La persiana es lo que no te deja ver.
—¿Por qué no me deja ver?
—Hablo en general, lo digo de ti como podría decirlo de cualquiera.
¿Por qué yo soy cualquiera?
—Impide que la gente desde fuera vea lo de dentro, o que desde dentro se vea lo que hay fuera —dice Mamá.
Ya. Pero estoy viendo el Exterior, es como la Tele. Hay césped, árboles, un trocito de un edificio blanco y tres coches, uno azul, uno marrón y uno plateado con unas partes a rayas.
—Mira ahí en el césped…
—¿Qué hay?
—¿Eso es un buitre?
—Creo que no es más que un cuervo.
—Otro más…
—Eso es… Ah, cómo se llama… Claro, paloma. ¡Alzheimer prematuro! Bueno, vamos a asearnos.
—No hemos desayunado —le digo.
—Podemos hacerlo después.
Digo que no con la cabeza.
—El desayuno va antes del baño.
—No tiene que ser así obligatoriamente, Jack.
—Pero…
—No tenemos que hacer las mismas cosas que hacíamos antes —dice Mamá—, podemos hacer lo que nos apetezca.
—Me apetece desayunar antes del baño.
Pero ha desaparecido detrás de una esquina y no la veo. Corro tras ella. La encuentro en otra habitación pequeña dentro de ésta, donde el suelo se ha convertido en una red de cuadrados blancos, fríos y brillantes. Las paredes también son blancas. Hay un váter que no es el Váter, y un lavabo que es el doble de grande que nuestro Lavabo, y una caja alta invisible que debe de ser una ducha como esas donde la gente chapotea en la Tele.
—¿Dónde se esconde la bañera?
—No hay bañera.
Mamá descorre la parte de delante de la caja y la abre. Se quita el vestido de papel y lo tira arrugado en un cesto que me parece que es un cubo de basura, aunque no tiene una tapa que se cierra con un clonc.
—Y vamos a deshacernos de esta indecencia —la camiseta me estira la cara hasta que por poco me la arranca. Mamá la hace una pelota y la tira a la basura.
—Pero…
—Es un harapo.
—No es verdad, es mi camiseta.
—Ya tendrás otra, un montón —apenas la oigo porque ha abierto el grifo de la ducha, y el agua cae con mucho ruido.
—Anda, entra.
—No sé cómo se hace.
—Es una maravilla, te lo prometo —Mamá espera—. Bueno, pues nada, no tardaré mucho —se mete y empieza a cerrar la puerta invisible.
—No.
—Hay que cerrarla, o el agua lo salpicará todo.
—No.
—Puedes verme a través del cristal, estoy aquí mismo —corre la puerta y ya no la veo; solamente hay una forma borrosa que no es como Mamá de verdad, sino que parece un fantasma que hace ruidos raros.
Doy un puñetazo, primero no sé cómo va pero luego sí, y la abro de golpe.
—Jack…
—No me gusta que tú estés dentro y yo fuera.
—Entonces ven aquí conmigo.
Estoy llorando.
Mamá me seca la cara con la mano y me esparce las lágrimas.
—Perdona —me dice—, perdona. Supongo que voy demasiado rápido —me da un abrazo y me moja todo—. Ahora ya no hay razón para llorar.
De bebé sólo lloraba cuando había motivo. Pero me parece un buen motivo que Mamá se meta en la ducha y me encierre del lado equivocado.
Esta vez sí que entro. Me aplasto contra el cristal, aunque el agua me salpica de todas formas. Mamá pone la cara debajo de la cascada ruidosa, y da un largo gemido.
—¿Te duele? —le grito.
—No, sólo intento disfrutar de la primera ducha que me doy en siete años.
Hay un paquete chiquitín en el que dice «Champú». Mamá lo abre con los dientes y lo gasta casi todo, hasta que apenas queda nada. Se riega el pelo durante siglos y se echa una cosa de otro paquetito en el que dice «Acondicionador», que sirve para dejarlo sedoso. Quiere que yo me ponga, pero es que yo no quiero estar sedoso y tampoco pienso poner la cara debajo de los chorritos. Mamá me frota con las manos, porque no hay ningún trapo. Me han salido unas manchas moradas en las piernas, de cuando salté de la camioneta marrón, hace siglos. Me duelen los cortes por todas partes, sobre todo el que tengo en la rodilla debajo de la tirita de Dora y Botas, que parece que se está ondulando. Mamá dice que eso significa que el corte va curándose. No entiendo por qué el dolor significa que te curas.
Hay una toalla blanca superesponjosa para cada uno, no tenemos que compartir la misma. A mí me gusta compartirla, pero mamá dice que es una tontería. Mamá se enrolla una tercera toalla a la cabeza, que le queda inmensa y terminada en punta igual que un cucurucho de helado, y nos echamos a reír.
Tengo sed.
—¿Ahora puedo tomar un poquito?
—Ah, dentro de un ratito —me da una cosa grande, con mangas y un cinturón, como si fuera un disfraz—. Ponte este albornoz de momento.
—Pero si es para un gigante.
—Servirá, ya verás —recoge las mangas hasta acortarlas, aunque quedan todas hinchadas. Mamá huele diferente, creo que es por el acondicionador. Me anuda el albornoz a la cintura. Tengo que levantarme los faldones para caminar, porque arrastran por el suelo—. Tachán —dice Mamá—, el rey Jack.
Saca otro albornoz igual del armario que no es nuestro Armario; a ella le llega por los tobillos.
—«Yo seré rey, dilly, dilly, reina has de ser» —canto.
Mamá está sonrosada y sonriente, tiene el pelo negro de mojado. El mío está recogido en una coleta, pero hecho una maraña porque no tenemos Peine, nos lo hemos dejado en la Habitación.
—Tendrías que haberlo traído —le digo.
—Sí, claro, pero iba con prisas por verte, ¿te acuerdas?
—Ya, pero lo necesitamos.
—¿Ese viejo peine de plástico medio desdentado? Maldita la falta que nos hace —dice Mamá.
Encuentro los calcetines al lado de la cama y empiezo a ponérmelos, pero Mamá me dice que los deje, porque están todos llenos de agujeros y de porquería de la calle, de cuando corrí como una liebre. Los tira también a la basura; lo está desperdiciando todo.
—Espera, que nos hemos olvidado de la Muela Mala —voy corriendo a sacar los calcetines del cubo y encuentro la Muela Mala en el segundo.
Mamá pone los ojos en blanco.
—Es mi amiga —le digo mientras me la guardo en el bolsillo del albornoz. Me paso la lengua por los dientes, porque los siento raros—. Ay, no, se me olvidó cepillarme después de la piruleta —para que no se me caigan los aprieto fuerte con todos los dedos, menos con el que está mordido.
Mamá sacude la cabeza.
—No era de verdad.
—Pues al chuparla parecía de verdad.
—No, quiero decir que era sin azúcar. Las hacen con una especie de azúcar de mentira que no es malo para los dientes.
Qué lío. Señalo la otra cama.
—¿Ahí quién duerme?
—Es para ti.
—Pero yo duermo contigo.
—Bueno, las enfermeras no lo sabían —Mamá mira por la ventana. Veo su sombra alargada cruzando el suelo gris; nunca la había visto así de larga—. ¿Es un gato eso del aparcamiento?
—A ver… —voy corriendo a mirar, pero mis ojos no lo encuentran.
—¿Iremos a explorar?
—¿Adónde?
—Afuera.
—Ya estamos fuera.
—Sí, pero si quieres salimos al aire libre a buscar al gato —dice Mamá.
—Qué guay.
Encuentra dos pares de zapatillas para nosotros, pero no me están bien y no paro de tropezarme, así que dice que de momento puedo andar descalzo. Al mirar otra vez por la ventana, veo que llega a toda velocidad otro vehículo y se para al lado de los demás coches; es una furgoneta donde pone «Clínica Cumberland».
—¿Y qué pasa si viene? —pregunto en un susurro.
—¿Quién?
—El Viejo Nick, ¿y si viene en su camioneta? —me estaba olvidando de él, ¿cómo he podido olvidarme?
—No podría, no sabe dónde estamos —dice Mamá.
—¿Somos otra vez un secreto?
—Algo parecido, pero ahora un secreto de los buenos.
Al lado de la cama hay un… Sé lo que es: un teléfono. Levanto la parte de arriba y digo «Hola», pero no habla nadie, sólo se oye una especie de zumbido.
—Mamá, aún no he tomado ni un poquito.
—Luego.
Hoy todo va al revés.
Mamá gira el picaporte y pone una mueca, debe de dolerle la muñeca averiada. Lo gira con la otra mano. Salimos a una habitación alargada que tiene las paredes amarillas. Hay ventanas en una pared y puertas en la otra. Cada pared es de un color diferente, ésa debe de ser la norma aquí. Nuestra puerta es donde pone «Siete» en letras doradas. Mamá dice que no podemos entrar en las otras puertas, porque son de otra gente.
—¿Qué otra gente?
—Gente a la que todavía no conocemos.
Entonces, ¿cómo lo sabe?
—¿Podemos mirar por las ventanas de los lados?
—Claro, todo el mundo puede mirar por ellas.
—¿Nosotros somos todo el mundo?
—Nosotros y todos los demás.
Todos los demás no están, así que estamos nosotros solos. Estas ventanas no tienen persianas que tapen la vista. Es un planeta diferente: salen otros coches, como por ejemplo uno verde, uno blanco y uno rojo, y se ve un sitio como de piedra por donde caminan cosas que son personas.
—Son pequeñas, parecen duendes.
—No, sólo es que están lejos —dice Mamá.
—¿Son de verdad?
—Tan reales como tú y como yo.
Intento creérmelo, pero no es tan fácil.
Hay una mujer que en realidad no es de verdad, lo sé porque es de color gris, es una estatua y va toda desnuda.
—Vamos —dice Mamá—, estoy hambrienta.
—Es que estaba…
Me tira de la mano. De repente no podemos continuar porque hay un montón de escaleras que bajan.
—Agárrate a la barandilla.
—¿La qué?
—Esto de aquí, el pasamanos.
Me agarro.
—Baja los escalones, de uno en uno.
Voy a caerme. Me siento.
—Bueno, así también se puede.
Bajo con el culo un escalón, luego otro, luego otro más, y el albornoz gigante se me afloja. Una persona grande sube corriendo los escalones, rápido, rápido, como si volara, pero no vuela, es una persona humana de verdad y va vestida toda de blanco. Escondo la cara en el albornoz de Mamá para que no me vea.
—Ay —dice la mujer—, deberíais haber picado… —¿como las abejas?—. Hay un timbre al lado mismo de la cama.
—Ya nos las hemos apañado —le dice Mamá.
—Soy Noreen, dejad que os dé un par de mascarillas nuevas.
—Sí, disculpa, se me había olvidado —dice Mamá.
—Descuida, ¿no quieres que os las suba a la habitación?
—Tranquila, ya bajamos.
—Estupendo. Jack, ¿quieres que le pida a un camillero que te baje por las escaleras?
No entiendo, aparto la cara otra vez para esconderme.
—Está bien —dice Mamá—, ya lo hace él a su manera.
Bajo con el culo los once escalones que quedan. Abajo, Mamá me ata de nuevo el albornoz y entonces somos todavía el rey y la reina como en la canción Lavender’s Blue. Noreen me da otra mascarilla que tengo que ponerme. Me explica que es enfermera, que es de otro lugar llamado Irlanda y que le gusta mi coleta. Entramos en un espacio grande todo lleno de mesas, nunca había visto tantas con platos y vasos y cuchillos. Una mesa se me clava en la barriga, por suerte no era un cuchillo. Los vasos son invisibles como los nuestros, pero los platos son azules y eso es asqueroso.
A nuestro alrededor todo es como en el planeta de la Tele, con personas que nos dicen «Buenos días» y «Bienvenidos a Cumberland» y «Enhorabuena», aunque eso no sé por qué. Algunos llevan albornoces iguales que los nuestros, otros van en pijama y otros en uniformes diferentes. La mayoría son enormes, pero no tienen el pelo largo como el nuestro; se mueven rápido y de repente están por todos lados, incluso detrás. Caminan muy cerca de nosotros y tienen muchos dientes, aunque huelen raro.
—Caramba, muchacho, eres todo un héroe, ¿eh? —dice un hombre con barba por toda la cara. Se refiere a mí, pero yo no miro—. ¿Te gusta lo que has visto del mundo por ahora? —no digo nada—. No está mal, ¿verdad?
Niego con la cabeza. Me agarro fuerte de la mano de Mamá, pero los dedos se me resbalan, están húmedos. Mamá se está tomando unas pastillas que le da Noreen.
Conozco una de las cabezas, tiene el pelo lleno de rizos cortos, es el doctor Clay, sin mascarilla. Le da la mano blanca de plástico a Mamá y pregunta si hemos dormido bien.
—Estaba demasiado tensa —dice Mamá.
Otras personas con uniforme se acercan, el doctor Clay dice nombres, pero yo no los entiendo. Una tiene el pelo todo gris y con ondas, se llama Directora de la Clínica, que quiere decir que es la jefa. Ella se ríe y dice que en realidad no; no sé dónde está el chiste.
Mamá me señala una silla para que me siente a su lado. En el plato hay una cosa de lo más increíble: es plateada y azul y roja, creo que es un huevo, no de verdad, sino de chocolate.
—Ah, sí, feliz Pascua —dice Mamá—. Se me había olvidado completamente.
Me pongo el huevo de mentira en la mano. No sabía que el Conejo entraba en los edificios.
Mamá se ha bajado la mascarilla hasta el cuello y está tomando un zumo de un color raro. Me coloca la mascarilla en lo alto de la cabeza para que pueda probar el zumo, pero tiene trocitos invisibles dentro que parecen microbios y me bajan por la garganta, así que toso y lo echo de nuevo en el vaso sin hacer nada de ruido. Todo el mundo está demasiado cerca comiendo cuadrados extraños con pequeños cuadraditos por encima y trozos rizados de beicon. ¿Cómo pueden dejar que la comida vaya en los platos azules y que se les pegue todo el color? Huele rico, pero demasiado, y otra vez las manos me resbalan; vuelvo a dejar el huevo de Pascua justo en el medio del plato. Me froto las manos en el albornoz, menos el dedo mordido. Los cuchillos y los tenedores también están mal, porque no tienen el mango blanco, son de metal, y creo que eso duele al cogerlos.
Los ojos de la gente son enormes, todos tienen caras de diferentes formas, algunas con bigotes, o joyas colgando, o algunas partes pintadas.
—No hay niños —le susurro a Mamá.
—¿Cómo?
—¿Dónde están los niños?
—No creo que haya ninguno.
—Dijiste que en el Exterior había millones.
—La clínica es sólo una pequeña parte del mundo —dice Mamá—. Tómate el zumo. Eh, mira, allí atrás hay un niño.
Miro hacia donde señala, pero el niño que dice es largo como un hombre y lleva clavos en la nariz, la barbilla y encima de los ojos. ¿Será un robot?
Mamá toma un líquido marrón que suelta humo, pero pone una mueca y lo deja.
—¿Qué quieres desayunar? —me pregunta.
La enfermera Noreen está justo a mi lado, doy un brinco.
—Hay un bufet —dice—, puedes tomar… Veamos: magdalenas, tortilla, tortitas…
—No —susurro.
—Se dice «no, gracias» —me explica Mamá—, hay que ser educado.
Hay personas que no son amigos míos observándome con rayos invisibles, y por eso me tapo la cara en Mamá.
—¿Qué te apetece, Jack? —pregunta Noreen—. ¿Salchichas, tostadas?
—No —y luego le digo a Mamá—: Están mirando.
—Todo el mundo quiere ser amable, nada más.
Quiero que paren.
El doctor Clay también está aquí, se inclina cerca de nosotros.
—Debe de ser algo abrumador para Jack, o para los dos, vaya. ¿No es un poco ambicioso para el día uno?
¿Qué es el Día Uno?
Mamá resopla.
—Queríamos ver el jardín.
No, eso era Alicia.
—No hay ninguna prisa —dice él.
—Come aunque sea unos bocaditos de algo —me dice Mamá—. Te sentirás mejor si por lo menos te bebes el zumo.
Sacudo la cabeza.
—¿Por qué no preparamos un par de platos y os los llevamos a la habitación? —dice Noreen.
Mamá se coloca con un chasquido la mascarilla encima de la nariz.
—Vamos, pues.
Está enfadada, creo. Me agarro a la silla.
—¿Y el huevo?
—¿Qué?
Lo señalo con el dedo.
El doctor Clay me quita el huevo de un manotazo y por poco grito.
—Ahí lo tienes —dice, y lo deja caer en el bolsillo de mi albornoz.
Las escaleras cuestan más de subir, así que Mamá me lleva en brazos.
—Ya lo hago yo, ¿me permites? —dice Noreen.
—Estamos bien —dice Mamá, casi gritando.
Cuando Noreen se va, Mamá cierra la puerta de la Habitación Número Siete. Podemos quitarnos las mascarillas cuando estamos nosotros solos, porque ella y yo tenemos los mismos microbios. Intenta abrir la ventana, le da un golpe, pero no hay manera.
—¿Ya puedo tomar un poquito?
—¿No quieres desayunar?
—Luego.
Así que nos tumbamos y tomo un poco de la izquierda, está riquísima.
Mamá dice que los platos no son un problema, que el azul no se pega a la comida; me deja que lo restriegue con el dedo para comprobarlo. También los tenedores y los cuchillos, el metal tiene un tacto raro sin mangos, pero en realidad no duele. Hay un sirope que se puede poner en las tortitas, aunque no me apetece que la mía se moje. Como un poco de todas las comidas y todas están buenas, menos la salsa de los huevos revueltos. El huevo de chocolate está derretido por dentro. Sabe el doble a chocolate que las chocolatinas que hubo para el Gusto del Domingo, es la cosa más rica que he comido en mi vida.
—¡Ay! Nos hemos olvidado de dar las gracias al Niño Jesús —le digo a Mamá.
—Pues se las damos ahora, a él no le importa que lo hagamos más tarde.
Me sale un eructo enorme.
Luego volvemos a dormirnos.
Suenan unos golpes en la puerta y Mamá deja pasar al doctor Clay. Luego se pone otra vez la mascarilla y me la pone también a mí. El doctor ya no me da tanto miedo.
—¿Qué tal, Jack?
—Bien.
—¿Me das esos cinco?
Su mano de plástico está levantada y mueve los dedos. Hago como que no lo veo. No voy a darle mis cinco dedos, los necesito para mí.
El doctor habla con Mamá de cosas como que ella no consigue dormir, de «taquicardia» y «reexperimentación».
—Prueba con éstas, una nada más antes de ir a la cama —le dice mientras escribe algo en su cuaderno—. Y así tal vez los antiinflamatorios te calmen más el dolor de muelas…
—Por favor, ¿podría administrarme yo mis medicinas en lugar de que me las repartan las enfermeras como si fuera una persona enferma?
—Ah, no debería ser ningún problema, siempre y cuando no las dejes a la vista en tu habitación.
—Jack sabe que no hay que acercarse a las pastillas.
—En realidad pensaba más bien en unos cuantos pacientes con antecedentes de abuso de sustancias. Y mira, para ti tengo un parche mágico.
—Jack, el doctor Clay te está hablando —dice Mamá.
El parche es para ponérmelo en el brazo y que se me duerma un trocito. Nos ha traído también unas gafas de sol muy chulas que usaremos cuando las ventanas estén demasiado resplandecientes. Las mías son rojas y las de Mamá negras.
—Como las estrellas del rap —le digo a Mamá. Se vuelven más oscuras si estamos fuera del exterior, y más claras si estamos dentro del Exterior. El doctor Clay dice que veo muy bien, pero que mis ojos aún no se han acostumbrado a ver de lejos, y tengo que estirarlos mirando por la ventana. No sabía que tuviera músculos dentro de los ojos; meto los dedos y aprieto, pero no los siento.
—¿Qué tal el parche, notas algo aún? —me lo quita de un tirón y me toca debajo; veo su dedo en mi brazo, pero no lo siento. Entonces llega lo malo: tiene agujas y dice que lo siente pero que necesito seis pinchazos para no coger enfermedades horribles, y que el parche sirve para eso, para que las agujas no duelan. Seis no puede ser, corro hasta la parte de la habitación donde está el baño.
—Podrían hacer que te murieras —dice Mamá tirando de mí hasta el doctor Clay.
—¡No!
—Los microbios, quiero decir, no las inyecciones.
Sigo diciendo que no.
El doctor Clay dice que soy un valiente, pero no es verdad, porque gasté toda mi valentía con el plan B. Me pongo a gritar. Mamá me sujeta encima de sus piernas mientras el doctor me clava las agujas una detrás de otra. Me duelen porque ya no llevo el parche, y lo pido a gritos y al final Mamá me lo pone otra vez.
—Por el momento hemos terminado, te lo prometo —el doctor Clay guarda las agujas en una caja colgada de la pared donde pone: OBJETOS PUNZANTES. Saca de un bolsillo una piruleta para mí, una naranja, pero estoy demasiado lleno. Dice que puedo guardármela para otro momento—. Parece un recién nacido en muchos sentidos, a pesar de su alfabetización y sus nociones de cálculo, extraordinariamente precoces —le dice el doctor a Mamá, y escucho con todas mis fuerzas porque sé que habla de mí—. Así como con las cuestiones de inmunidad, probablemente se planteen retos en las áreas de… Veamos… Adaptación social, obviamente; modulación sensorial, es decir, filtrar y descifrar todo el aluvión de estímulos; además de las dificultades de percepción espacial…
—¿Ésa es la razón de que se golpee constantemente con todo? —pregunta Mamá.
—Exacto. Es tal la familiaridad a la que llegó con el espacio de confinamiento donde se ha criado que hasta ahora no le ha hecho falta aprender a calibrar las distancias.
Mamá se aguanta la cabeza con las manos.
—Pensaba que estaba bien. Más o menos.
¿Y es que no estoy bien?
—Otra manera de enfocarlo…
Para de hablar porque hay un golpe en la puerta; cuando la abre, aparece Noreen con otra bandeja.
Echo un eructo. Todavía tengo la barriga atiborrada del desayuno.
—Lo ideal sería un terapeuta ocupacional en salud mental y cualificado en terapia lúdica y artística —sigue diciendo el doctor Clay—, pero en la reunión que hemos tenido esta mañana hemos acordado que la prioridad inmediata es contribuir a que se sienta seguro. A que los dos os sintáis seguros, mejor dicho. Es cuestión de ir ampliando, muy poco a poco, el círculo de confianza —veo que sus manos se mueven en el aire en arcos cada vez más grandes—. Tuve la suerte de ser el psiquiatra de guardia que os autorizó el ingreso anoche…
—¿Suerte? —dice Mamá.
—Bueno, no es la palabra más acertada —pone una especie de sonrisa—. Por el momento voy a trabajar con vosotros dos…
¿Qué trabajo? No sabía que los niños tuvieran que trabajar.
—Por supuesto, con la colaboración de mis colegas especialistas en psiquiatría infantil y adolescente, nuestro neurólogo, nuestros psicoterapeutas, y además vamos a contar con un nutricionista, un fisio…
Llaman a la puerta. Otra vez es Noreen, con un hombre policía, aunque no el del pelo amarillo de ayer por la noche.
Ahora hay tres personas además de nosotros dos en la habitación, o sea cinco, y todo está tan lleno de brazos, piernas y pechos que casi no cabe nada. Todos están hablando hasta que me hace daño seguir escuchando.
«Dejad de decir cosas todos a la vez», digo, pero sin voz. Me tapo los oídos con los dedos.
—¿Quieres una sorpresa?
Mamá me está hablando, no me había dado cuenta. Noreen se ha ido y el policía también. Sacudo la cabeza.
—No estoy seguro de que sea lo más aconsejable… —dice el doctor Clay.
—Jack, es la mejor noticia que nos podían dar.
Levanta unas fotos. Veo quién es sin tener ni que acercarme, es el Viejo Nick. La misma cara que cuando lo miré a escondidas en la Cama aquella noche, aunque ahora le cuelga un cartel del cuello y está apoyado contra unos números como las marcas que hacemos cuando es mi cumpleaños; llega casi al seis, pero no del todo. Hay una foto donde mira de lado y otra en la que me está mirando.
—La policía lo ha detenido esta madrugada y lo han metido en la cárcel, y ahí es donde se quedará —dice Mamá.
Me pregunto si la camioneta marrón también está en la cárcel.
—Al mirarlas ¿sientes alguno de los síntomas que hemos comentado antes? —le pregunta el doctor Clay.
Mamá pone los ojos en blanco.
—Después de siete años de auténtico calvario, ¿crees que me voy a venir abajo por una foto?
—¿Y tú qué dices, Jack? ¿Qué es lo que sientes?
No sé la respuesta.
—Voy a hacerte una pregunta —dice el doctor Clay—, pero no tienes que contestarme a menos que quieras. ¿De acuerdo?
Lo miro y luego miro otra vez las fotos. El Viejo Nick está pegado a los números y no puede salir de ahí.
—¿Este hombre te hizo alguna vez algo que no te gustara?
Asiento con la cabeza.
—¿Puedes decirme qué fue lo que hizo?
—Cortó la luz y las verduras se pusieron babosas.
—Bien. ¿Te hizo daño alguna vez?
—No… —dice Mamá.
El doctor Clay levanta la mano.
—Nadie pone en duda tu palabra —le dice—. Sin embargo, piensa en todas las noches en que estabas dormida. No estaría cumpliendo con mi obligación si no se lo preguntara al propio Jack, ¿no crees?
Mamá deja escapar todo el aire de su cuerpo, muy despacio.
—No pasa nada —me dice—. Puedes contestar. ¿El Viejo Nick te hizo daño alguna vez?
—Sí —digo—, dos veces.
Los dos me están mirando fijamente.
—Cuando estaba haciendo la Gran Evasión me tiró en la camioneta, y luego también en la calle, la segunda vez fue la que más daño me hizo.
—Muy bien —dice el doctor Clay. Sonríe, no entiendo por qué—. Voy directamente al laboratorio para ver si necesitan otra muestra de los dos para el ADN —le dice a Mamá.
—¿El ADN? —pone otra vez su voz enfadada—. ¿Acaso creen que tuve otras visitas?
—No, no. Pero creo que es así como funcionan los juzgados, y hay que cumplimentar todas las casillas.
Mamá aprieta tanto los labios que no se le ven.
—Cada día hay monstruos que quedan absueltos por tecnicismos parecidos —el doctor habla, parece furioso—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Cuando se marcha me arranco la mascarilla.
—¿Está enfadado con nosotros? —le pregunto a Mamá.
Ella dice que no con la cabeza.
—Está enfadado con el Viejo Nick.
Ni siquiera sabía que el doctor Clay lo conociera, pensaba que nosotros éramos los únicos.
Miro la bandeja que ha traído Noreen. No tengo hambre, pero le pregunto a Mamá y me dice que es más de la una. Es demasiado tarde hasta para comer, la comida tiene que ser a las doce y pico, aunque todavía no me queda sitio libre en la barriga.
—Tranquilo —me dice Mamá—. Aquí todo es diferente, ¿a que sí?
—Pero ¿cuál es la norma?
—No hay una norma. Podemos comer a las diez o a la una o a las tres o en mitad de la noche.
—Yo no quiero comer en mitad de la noche.
Mamá resopla.
—Vamos a hacer una norma. Comeremos… a cualquier hora entre las doce y las dos de la tarde. Y si no tenemos hambre, nos saltaremos el almuerzo.
—¿Cómo vamos a saltarlo?
—Sin comer nada. Cero.
—Vale —no me importa comer cero—. Pero ¿qué va a hacer Noreen con toda la comida?
—Tirarla.
—Qué desperdicio.
—Sí, pero va a parar a la basura porque es… Es como si estuviera sucia.
Miro la comida multicolor de los platos azules.
—Pues a mí no me parece sucia.
—Porque en realidad no lo está, pero aquí nadie más la querrá si ya ha estado en nuestros platos —me explica Mamá—. No te preocupes por eso.
No para de decírmelo, pero no sé cómo dejar de preocuparme.
Doy un bostezo tan grande que casi me caigo al suelo. Aún me duele el brazo de cuando no lo tenía dormido. Le pregunto si podemos ir a la cama otra vez y Mamá dice que claro que sí, pero que ella va a leer el periódico. No sé por qué quiere leer el periódico en vez de venirse a dormir conmigo.
Cuando me despierto, la luz viene del sitio equivocado.
—No pasa nada —dice Mamá, y acerca su cara hasta tocar la mía—. Chsss, no pasa nada.
Me pongo mis gafas chulas para mirar la cara amarilla de Dios en nuestra ventana y la luz que resbala por la moqueta gris peluda.
Noreen entra con unas bolsas.
—Podrías llamar a la puerta —le dice Mamá casi a gritos; me pone la mascarilla y luego se pone la suya.
—Perdón —dice Noreen—. He llamado, pero me aseguraré de hacerlo más fuerte la próxima vez.
—No, lo siento, no quería… Estaba hablando con Jack. A lo mejor lo he oído, pero no sabía que era la puerta.
—No te preocupes —dice Noreen.
—Hay ruidos de…, de las otras habitaciones, oigo cosas y no sé si…, no sé de dónde vienen o qué son.
—Todo debe de resultar un poco extraño.
Mamá se ríe, no sé por qué.
—Y en cuanto a este jovencito… —los ojos de Noreen brillan—. ¿Te gustaría ver tu ropa nueva?
No es nuestra ropa, es otra distinta metida en unas bolsas. Si no nos queda bien o no nos gusta, Noreen la volverá a llevar a la tienda y traerá otras cosas. Parece el disfraz de un niño de la Tele. Hay zapatos que se abrochan con una tela que rasca que se llama Velcro. Me gusta pegar y despegar las tiras haciendo rrrrrras, rrrrrras, pero me cuesta caminar, me pesan y me parece que me van a hacer andar mal. Prefiero llevarlos cuando estoy tumbado en la cama, porque así levanto las piernas y los zapatos se pelean y luego vuelven a hacerse amigos.
Mamá se pone unos vaqueros que le aprietan.
—Es así como se llevan hoy en día —dice Noreen—, y Dios sabe que tienes una figura ideal.
—¿Quiénes los llevan?
—Las jovencitas.
Mamá sonríe, no sé por qué. Se pone una camiseta que también le queda demasiado estrecha.
—Ésta no es tu ropa de verdad —le susurro.
—Ahora sí.
La puerta hace toc, toc, y entra otra enfermera con el mismo uniforme pero distinta cara. Dice que debemos ponernos otra vez las mascarillas porque tenemos visita. No he tenido nunca una visita, no sé cómo es.
Una persona entra y corre hasta Mamá; me levanto de un salto con los puños en alto pero Mamá ríe y llora al mismo tiempo. Creo que está contentriste.
—Ay, mamá —es Mamá quien lo dice—, mamá…
—Mi pequeña…
—He vuelto.
—Sí, por fin —dice la persona—. Cuando me llamaron estaba convencida de que era otra patraña…
—¿Me has echado de menos? —Mamá se echa a reír, con una risa rara.
La mujer también está llorando, debajo de los ojos tiene churretes negros, no sé por qué las lágrimas le salen de ese color. La boca es toda del color de la sangre, igual que las mujeres de la Tele. Tiene el pelo amarillo y corto, pero no corto del todo, y unos pomos dorados clavados en las orejas por debajo del agujero. Todavía apretuja a Mamá con los brazos, es tres veces más redonda que ella. Nunca había visto a Mamá abrazada a nadie más.
—Deja que te vea sin este absurdo chisme un momento.
Mamá se baja la mascarilla, sonríe sin parar.
Ahora la mujer me está mirando.
—No puedo creerlo, todavía no puedo creer nada de todo esto.
—Jack —dice Mamá—, ésta es tu abuela.
—Qué tesoro —la mujer abre los brazos como si fuera a levantarlos y saludar, pero luego no lo hace. Se acerca a mí. Me pongo detrás de la silla.
—Es muy cariñoso —dice Mamá—, lo que pasa es que no está acostumbrado a nadie más que a mí.
—Claro, claro —la Abuela se acerca un poco más—. Ah, Jack, has sido el chavalito más valiente del mundo, y me has traído a mi niña.
¿Qué niña?
—Anda, levántate la mascarilla un momento —me pide Mamá.
La levanto y me la bajo enseguida.
—Tiene tu mismo corte de cara —dice la Abuela.
—¿Tú crees?
—Desde luego, siempre te chiflaron los críos, si hacías de canguro gratis…
Hablan y hablan. Miro debajo de mi tirita para ver si aún se me va a caer el dedo. Hay puntitos que ahora parecen escamas.
Entra aire. Una cara se asoma por la puerta, una cara con barba por todas partes, las mejillas y la barbilla y debajo de la nariz, pero nada de pelo en la cabeza.
—Le he pedido a la enfermera que no nos molestaran —dice Mamá.
—Mira, éste es Leo —dice la Abuela.
—Qué tal —dice el hombre moviendo los dedos.
—¿Y quién es Leo? —pregunta Mamá, sin sonreír.
—Se supone que iba a quedarse en el pasillo.
—No problem —dice Leo, y de pronto ya no está.
—¿Dónde está papá? —pregunta Mamá.
—Ahora mismo en Canberra, pero viene de camino —dice la Abuela—. Han cambiado muchas cosas, cariño.
—¿Canberra?
—Ay, cielo, creo que es demasiado para asimilarlo así de pronto…
Resulta que Leo, el peludo, no es mi abuelo de verdad; el de verdad se volvió a vivir a Australia después de creer que Mamá estaba muerta y hacer un funeral por ella; la Abuela se enfadó, porque ella nunca perdió la esperanza. Siempre se dijo que su preciosa hijita debió de tener sus razones para desaparecer y que un buen día volvería a ponerse en contacto con ellos.
Mamá se queda mirándola.
—¿Un buen día?
—Bueno, ¿acaso hoy no lo es? —la Abuela hace señas hacia la ventana.
—¿Qué clase de razones iba a tener…?
—Ay, nos estrujamos el cerebro, nos atormentamos dándole vueltas. Una trabajadora social nos dijo que a veces hay chicos de tu edad que desaparecen de repente sin más. Drogas, a lo mejor… Puse tu habitación patas arriba, buscando…
—Sacaba unas notas increíbles en la escuela.
—Sí, así es, y eras nuestro orgullo y nuestra alegría.
—Me raptaron en plena calle.
—Bueno, eso lo sé ahora. Pegamos carteles por toda la ciudad, Paul montó una página web. La policía habló con todos tus conocidos de la universidad y también del instituto, para averiguar con quién podías andar que no conociéramos. Siempre creía verte en cualquier parte, era una tortura —dice la Abuela—. Frenaba con el coche junto a una acera y pitaba a una chica, nunca eras tú. Para tu cumpleaños siempre preparaba tu pastel favorito, sólo por si aparecías. ¿Te acuerdas de mi tarta de chocolate y plátano?
Mamá asiente. Le caen lágrimas por la cara.
—No era capaz de dormir sin pastillas. No saber me estaba corroyendo, y desde luego no era justo para tu hermano. ¿Sabes que…? Cómo vas a saberlo. Paul tiene una hijita de casi tres años, ya no usa pañales. Su pareja es un encanto, es radióloga.
Hablan mucho más, se me cansan las orejas de escuchar. Entonces entra Noreen con pastillas para nosotros y un vaso de zumo que no es de naranja, sino de manzana, el mejor que he probado en mi vida.
La Abuela se va a su casa. Me pregunto si duerme en la hamaca.
—¿Qué te parece si…? Leo podría entrar un momento, a saludar nada más —dice cuando está en la puerta.
Al principio Mamá no dice nada.
—A lo mejor la próxima vez —contesta luego.
—Como quieras. Los médicos dicen que todo con calma.
—Con calma, ¿el qué?
—Todo —la Abuela se vuelve hacia mí—. Bueno, Jack. ¿Sabes la palabra adiós?
—Me sé todas las palabras —le digo.
Eso la hace reír sin parar.
Se da un beso en la mano y me lo sopla.
—A ver si lo atrapas.
Creo que quiere que haga como que atrapo el beso, así que lo hago y se pone contenta, y le salen más lágrimas.
—¿Por qué se ha reído de que sepa todas las palabras, si yo no lo decía en broma? —le pregunto luego a Mamá.
—Ah, qué más da, siempre es bueno hacer reír a la gente.
A las 06.12 Noreen trae otra bandeja con la cena, no hay nada repetido. Podemos cenar a las cinco y pico, o a las seis y pico, o hasta a las siete y pico, dice Mamá. Hay una cosa verde crujiente que se llama rúcula y tiene un gusto demasiado amargo; me gustan las patatas con los bordes quemaditos y la carne toda veteada. El pan tiene trocitos dentro que me rascan la garganta, intento quitarlos pero entonces quedan agujeros, así que Mamá me da permiso para que lo deje. Hay fresas, Mamá dice que le saben al séptimo cielo. ¿Ha probado alguna vez a qué sabe el Cielo? No nos lo podemos acabar todo. Mamá dice que aunque la mayoría de la gente come a reventar, hay que comer lo que a uno le apetece y dejar el resto.
Mi parte preferida del Exterior es la ventana. Siempre veo algo distinto. Un pájaro pasa justo por delante, zas, no sé qué era. Las sombras se han puesto otra vez alargadas, la mía saluda con la mano en la pared verde después de cruzar toda la habitación. Miro la cara de Dios caer despacio, muy despacio, cada vez más anaranjada y rodeada de nubes de todos los colores. Cuando al final se esconde, quedan unas rayas y la oscuridad va subiendo tan poquito a poco que no la veo hasta que ya está aquí, envolviéndolo todo.
Mamá y yo nos pasamos la noche dándonos golpes. La tercera vez que me despierto me dan ganas de ver el Jeep y el Mando, pero no están.
Ahora en la Habitación no hay nadie, solamente las cosas. Todo se ha quedado quieto, nada más se mueve el polvo que cae, porque Mamá y yo estamos en la clínica y el Viejo Nick está en la cárcel. Se tiene que quedar ahí encerrado para siempre.
Me acuerdo de que llevo el pijama de los astronautas. Me toco la pierna a través de la ropa, la siento como si no fuera mía. Todas nuestras cosas de antes están encerradas en la Habitación, menos mi camiseta, que Mamá tiró aquí a la basura y que ahora ya no está. Lo miré antes de irme a la cama, seguro que una limpiadora se la ha llevado. Pensaba que quería decir que esa persona era más limpia que el resto de las personas, pero Mamá dice que es alguien que limpia lo de los demás. Creo que son invisibles, como los elfos. Ojalá que la limpiadora me devolviera mi camiseta vieja, pero entonces Mamá se pondría otra vez de mal humor.
Tenemos que estar en el mundo, no vamos a volver a la Habitación nunca más; Mamá dice que eso no tiene vuelta de hoja y que debería estar contento. No sé por qué no podemos volver, a dormir aunque sea. Tampoco sé si tendremos que quedarnos siempre en el trozo de la clínica o podremos ir a otros sitios, como la casa de la hamaca, aunque el Abuelo de verdad está en Australia, y eso está demasiado lejos.
—¿Mamá?
Ella da un gruñido.
—Jack, ahora que por fin me estaba quedando dormida…
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
—Sólo llevamos veinticuatro horas, lo que pasa es que parece más.
—No, pero… ¿cuánto tiempo vamos a estar aquí después de ahora? ¿Cuántos días y cuántas noches?
—En realidad no lo sé.
Pero si Mamá siempre sabe las cosas.
—Dímelo.
—Chssss.
—Pero ¿cuánto?
—Sólo por un tiempo —dice—. Ahora silencio, recuerda que tenemos gente al lado, y los estás molestando.
No veo a la gente, pero está ahí. Son las personas del comedor. En la Habitación nunca molestaba a nadie, solamente a Mamá a veces si la Muela era mala de verdad. Mamá dice que las personas vienen a Cumberland porque están un poco enfermas de la cabeza, aunque no mucho. A lo mejor están preocupados y no pueden dormir, o no comen, o se lavan las manos demasiado, aunque yo no sabía que lavarse tanto fuera malo. Algunos se han dado un golpe en la cabeza y no saben quiénes son, y algunos están tristes todo el rato o se arañan los brazos hasta con cuchillos, no sé por qué. Los médicos, las enfermeras, Pilar y los limpiadores invisibles no están enfermos, vienen aquí a ayudar. Mamá y yo tampoco estamos enfermos, nos han traído aquí sólo para descansar, y además porque no queremos que nos den la lata los paparazzi, que son los buitres que llevan cámaras y micrófonos, porque ahora somos famosos, como las estrellas de rap, aunque nosotros no lo hicimos aposta. Mamá dice que básicamente necesitamos un poco de ayuda mientras aclaramos las cosas. No sé a qué cosas se refiere.
Meto la mano debajo de la almohada para ver si la Muela Mala se ha convertido en dinero, pero no. Creo que el Ratoncito no sabe dónde está la clínica.
—¿Mamá?
—¿Qué?
—¿Nos tienen aquí encerrados?
—No —dice casi ladrando—. Claro que no. ¿Por qué, es que no te gusta estar aquí?
—Es que quiero saber si tenemos que quedarnos.
—No, no. Somos libres como los pájaros.
Creía que todas las cosas raras habían pasado ayer, pero hoy hay muchas más.
Al hacer caca tengo que hacer fuerza, porque mi barriga no está acostumbrada a tanta comida.
No tenemos que lavar las sábanas en la ducha, porque los limpiadores invisibles se encargan también de eso.
Mamá escribe en un cuaderno que el doctor Clay le dio para que hiciera los deberes. Pensaba que sólo los niños que van a la escuela hacen deberes, que son tareas para hacer en casa, pero Mamá dice que la clínica en realidad no es la casa de nadie, al final todo el mundo se va.
Odio la mascarilla, no puedo respirar cuando la llevo puesta, aunque Mamá dice que claro que puedo.
Desayunamos en el comedor, que es el lugar donde se come. En el mundo a las personas les gusta ir a habitaciones diferentes para hacer cada cosa. Me acuerdo de ser educado, que es cuando la gente tiene miedo de que los otros se enfaden.
—Por favor, ¿puedes hacerme más tortitas? —digo.
—Es un amor —dice la mujer del delantal.
No soy un amor, pero Mamá me susurra que eso quiere decir que le he gustado mucho a la señora, así que no debe importarme que me llame así.
Pruebo el sirope, es superultradulce, y me bebo toda una tarrina pequeña antes de que Mamá me diga basta ya. Dice que es sólo para ponerlo en las tortitas, pero así me parece asqueroso.
No deja de acercarse gente con jarras de café, y Mamá dice que no quiere. Como tanto beicon que pierdo la cuenta. Cuando digo «Gracias, Niño Jesús» todo el mundo se queda mirando, supongo que porque aquí en el Exterior no saben quién es.
Mamá dice que cuando alguien se comporta raro como aquel chico larguirucho con la cara llena de trozos de metal que se llama Hugo y siempre va tarareando, o la señora Garber, que se rasca el cuello sin parar, no nos reímos, solamente por dentro, por detrás de la cara si no nos podemos aguantar.
No sé nunca cuándo van a pasar los ruidos y me van a hacer dar un salto. Montones de veces no veo de dónde salen; algunos son chiquitines, como el zumbido de los bichitos, pero otros me duelen dentro de la cabeza. Aunque todo es siempre tan fuerte, Mamá no para de decirme que no grite para no molestar a los demás. Y cuando hablo casi nunca me oyen.
—¿Dónde has dejado los zapatos?
Volvemos y los encontramos en el comedor, debajo de la mesa; hay un trozo de beicon encima de uno de ellos y me lo como.
—Microbios —dice Mamá.
Llevo los zapatos cogidos de las tiras de Velcro. Mamá me dice que me los ponga.
—Me hacen daño en los pies.
—¿No te quedan bien?
—Pesan demasiado.
—Ya sé que no estás acostumbrado a usarlos, pero no puedes ir por ahí en calcetines, porque podrías pincharte.
—No, no, te lo prometo.
Espera hasta que me los pongo. Estamos en un pasillo, pero no en el que hay al subir las escaleras. La clínica tiene muchas partes diferentes. Me parece que no hemos estado aquí antes, ¿nos hemos perdido?
Mamá se pone a mirar por una ventana nueva.
—A lo mejor hoy podríamos salir afuera a ver los árboles y las flores.
—No.
—Jack…
—Quiero decir no, gracias.
—¡Aire fresco!
Me gusta el aire de la Habitación Número Siete; Noreen nos acompaña hasta allí. Por nuestra ventana vemos coches que aparcan y desaparcan y palomas, y a veces el gato aquel.
Después vamos a jugar con el doctor Clay en otra habitación nueva que tiene una alfombra de pelo largo, no como nuestra Alfombra, que es plana con el dibujo de zigzag. Me pregunto si la Alfombra nos echa de menos, ¿estará todavía en la cárcel en la parte descubierta de la camioneta?
Mamá le enseña al doctor Clay los deberes que ha hecho, y hablan de cosas no muy interesantes, como «despersonalización» o «jamais vu». Luego ayudo al doctor Clay a sacar las cosas de su baúl de juguetes, es lo más guay de todo. Habla por un teléfono móvil de mentira.
—Me alegro de tener noticias tuyas, Jack. Ahora mismo estoy en la clínica. Y tú ¿dónde estás?
Hay un plátano de plástico.
—Yo también —digo hablando por el plátano.
—Qué coincidencia. ¿Estás disfrutando de tu estancia aquí?
—Estoy disfrutando con el beicon.
Se ríe, no me he dado cuenta de que otra vez he hecho una broma sin querer.
—Yo también disfruto con el beicon. Demasiado.
¿Cómo se puede disfrutar demasiado?
En el fondo del baúl encuentro títeres pequeñitos: un perro con manchas, un pirata, una luna y un niño que saca la lengua. Mi favorito es el perro.
—Jack, te está haciendo una pregunta.
Miro a Mamá, pestañeando.
—Entonces, ¿qué es lo que no te gusta tanto de aquí? —dice el doctor Clay.
—Que la gente mira.
—¿Mmm?
Muchas veces el doctor dice eso en vez de palabras.
—Y tampoco las cosas que pasan de repente.
—Ah, ¿sí? ¿Qué cosas?
—Las que pasan de repente —le digo—, las que llegan rápido sin avisar.
—Ah, sí. «El mundo es más súbito de lo que lo imaginamos».
—¿Eh?
—Perdona, es sólo un verso de un poema —el doctor Clay le sonríe a Mamá—. Jack, ¿serías capaz de describir el lugar donde estabais antes de llegar a la clínica?
Como nunca ha estado en la Habitación le cuento todo lo que hay allí, lo que hacíamos todos los días y un montón de cosas más, aunque si se me olvida algo Mamá lo explica. El doctor ha traído una pasta de muchos colores que sale por la Tele, y mientras hablamos hace con ella bolitas y gusanos. Hundo el dedo en un trozo amarillo, pero se me queda un poco metido en la uña y no me gusta que sea amarilla.
—¿Nunca jugaste con plastilina en alguno de los Gustos del Domingo? —pregunta.
—Se seca —dice Mamá antes de que yo pueda contestar—. ¿A que nunca se te había ocurrido? Aunque la guardes de nuevo en el bote religiosamente, al cabo de un tiempo empieza a endurecerse.
—Supongo que sí —dice el doctor Clay.
—Por eso pedía lápices y colores en lugar de rotuladores, y pañales de tela… Todo lo que durara, para no tener que pedirlo de nuevo a la semana siguiente.
El doctor asiente todo el rato.
—Hacíamos pasta de harina, pero claro, siempre era blanca —Mamá habla con voz de enfadada—. ¿Crees que no le habría dado a Jack plastilinas de colores distintos todos los días, si hubiera podido?
El doctor Clay dice el otro nombre de Mamá.
—Nadie está poniendo en tela de juicio tus decisiones ni tus estrategias.
—Noreen dice que funciona mejor si añades la misma cantidad de sal que de harina, ¿lo sabías? Yo no, ¿cómo iba a saberlo? Ni siquiera se me ocurrió nunca pedir colorante alimenticio. Si hubiera tenido la más remota idea…
Mamá no deja de repetir que está bien, pero no parece que esté tan bien. Sigue hablando con el doctor Clay de «distorsiones cognitivas», hacen un ejercicio de respiración, mientras yo juego con los títeres. Entonces se nos acaba el tiempo porque el doctor tiene que ir a jugar con Hugo.
—¿Él también estaba encerrado en un cobertizo? —le pregunto.
El doctor Clay niega con la cabeza.
—¿Qué le ha pasado?
—Cada cual tiene su historia.
Cuando volvemos a nuestra habitación nos metemos en la cama y tomo un montón. Todavía no me gusta cómo huele Mamá. Es por el acondicionador, demasiado sedoso.
Aunque he dormido una siesta, todavía estoy cansado. La nariz no deja de gotearme y me lloran los ojos, como si se me derritieran por dentro. Mamá dice que he cogido mi primer resfriado, eso es todo.
—Pero si llevaba la mascarilla.
—Aun así los microbios se cuelan. Verás como mañana lo he pillado yo, porque me lo vas a pegar tú.
Me echo a llorar.
—No hemos jugado…
—¿Qué? —Mamá me abraza.
—Aún no quiero irme al Cielo.
—Cariño… —Mamá nunca me había llamado así—. No pasa nada. Si nos ponemos enfermos, los médicos nos curarán.
—Quiero.
—¿Quieres qué?
—Quiero que el doctor Clay me cure ahora.
—Bueno, la verdad es que no puede curar un resfriado —Mamá se muerde los labios—. Pero en unos días se te pasará, te lo prometo. Oye, ¿quieres aprender a sonarte la nariz?
Sólo me hacen falta cuatro intentos, y cuando saco todo el moco de golpe en el pañuelo, Mamá aplaude.
Noreen trae la comida, que son sopas y kebabs y un arroz que no es de verdad y que se llama quinoa. De postre hay macedonia de frutas, las adivino todas: manzana y naranja, y las que no conozco, que son piña, mango, arándano, kiwi y sandía. He acertado dos y cinco no, o sea que me da menos tres. No lleva plátano.
Quiero ver los peces otra vez, así que bajamos a la parte que se llama Recepción. Son a rayas.
—¿Están malitos?
—A mí me parecen tan campantes —dice Mamá—. Sobre todo ése con pinta de mandón que está en el alga.
—No, de la cabeza, quiero decir. ¿Son peces locos?
Se echa a reír.
—No lo creo.
—¿Solamente están descansando aquí un tiempo porque son famosos?
—En realidad nacieron aquí, en esta misma pecera —es la mujer Pilar.
Doy un salto, no la había visto salir de su escritorio.
—¿Por qué?
Me mira, sonriendo todavía.
—Mmm…
—¿Por qué están aquí?
—Para que nosotros los miremos, supongo. ¿Verdad que son preciosos?
—Vamos, Jack —dice Mamá—. Seguro que esta señora tiene trabajo que hacer.
En el Mundo Exterior el tiempo es un lío. Mamá no deja de decir «Más despacio, Jack» y «Espera» y «Acaba de una vez» y «Date prisa, Jack», dice «Jack» un montón de veces para que sepa que me habla a mí y no a otras personas. Me cuesta mucho adivinar qué hora es, porque aquí los relojes tienen manitas acabadas en punta y no sé el secreto, y como no está el Reloj con sus números tengo que preguntarle a Mamá todo el rato y ella se cansa.
—¿Sabes qué hora es? Hora de salir ahí afuera.
Yo no quiero, pero ella no deja de decirme «Vamos a intentarlo, lo probamos nada más». Ahora mismo, ¿por qué no?
Primero tengo que ponerme otra vez los zapatos. También tenemos que llevar chaquetas y gorros y untarnos la cara por debajo de la mascarilla y las manos con una crema pegajosa, porque como hemos vivido siempre en la Habitación, el sol podría achicharrarnos la piel. El doctor Clay y Noreen nos acompañan, aunque ellos no llevan gafas chulas ni nada.
El camino para ir afuera no es una puerta, sino una especie de burbuja de aire encima de una nave espacial. Mamá dice que no le sale la palabra, y el doctor Clay dice que es una puerta giratoria.
—Ah, sí —digo—, las he visto por la Tele.
Me gusta el momento de girar, pero de pronto estamos fuera y la luz me hace doler las gafas, que se ponen completamente oscuras. El viento me da una bofetada en la cara y tengo que volver adentro.
—No pasa nada —repite Mamá todo el rato.
—No me gusta —la puerta que gira está encallada, no gira, me está estrujando para echarme afuera.
—Dame la mano.
—El viento nos va a arrancar de cuajo.
—Nada más es brisa —dice Mamá.
La luz no se parece nada a la que entra por una ventana, me cae de todas partes y se me mete por los lados de las gafas chulas, no es como cuando hicimos la Gran Evasión. El resplandor es horrible y el aire está demasiado frío.
—Se me está quemando la piel.
—Lo haces estupendamente —dice Noreen—. Respira bien hondo, despacio. Así me gusta, muchacho.
¿Por qué dice que le gusta? Si aquí no se puede respirar… Veo manchas en las gafas, el pecho me hace pum, pum, pum y el viento suena tan fuerte que no oigo nada.
Noreen hace una cosa rara: me quita la máscara y me pone un papel distinto en la cara. Lo aparto con las manos pegajosas.
—No estoy seguro de que sea una buena… —dice el doctor Clay.
—Respira en la bolsa —me dice Noreen.
Al respirar en la bolsa siento el aire caliente; lo único que hago es aspirarlo y aspirarlo.
Mamá me sujeta por los hombros.
—Volvamos adentro —dice.
De vuelta a la Habitación Número Siete, Mamá me da un poco en la cama, con los zapatos aún puestos y todo pegajoso.
Luego viene la Abuela, esta vez ya conozco su cara. Ha traído libros de la casa de la hamaca, tres para Mamá sin dibujos, que la ponen muy contenta, y cinco con dibujos para mí, aunque la Abuela no sabía que el cinco es mi número favorito. Dice que eran de Mamá y de mi Tío Paul cuando eran pequeños. Supongo que no miente, pero me cuesta creer que Mamá haya sido una niña alguna vez.
—¿Quieres sentarte en mi regazo para que te lea uno?
—No, gracias.
Está La oruguita glotona, El árbol generoso, ¡Corre, perro, corre!, El Lórax y El cuento de Perico, el conejo travieso. Miro todos los dibujos.
—De verdad, hasta el último detalle —le está diciendo la Abuela a Mamá en voz muy bajita—, podré encajarlo.
—Lo dudo.
—Estoy preparada.
Mamá no deja de sacudir la cabeza.
—¿De qué serviría, Mamá? Ahora ya ha pasado, estoy fuera, en el otro lado.
—Pero, cariño…
—Creo que prefiero no saber qué estás pensando sobre toda esa historia cada vez que me miras, ¿de acuerdo?
A la Abuela le caen más lágrimas por la cara.
—Cielo —dice—, lo único que pienso cuando te miro es «Aleluya».
Cuando se va, Mamá me lee el del conejo: se llama Perico, que es lo mismo que Pedro, pero no es el santo. Lleva ropa pasada de moda y lo atrapa un jardinero; no sé por qué, pero Perico roba verduras. Robar es malo, pero si yo fuera un ladrón, robaría cosas buenas, no sé, coches o chocolatinas, por ejemplo. El libro no me parece alucinante, pero es alucinante tener tantos nuevos de golpe. En la Habitación tenía cinco, más los cinco de ahora ya son diez. En realidad ahora no tengo los cinco libros viejos, así que imagino que nada más tengo que contar los cinco nuevos. Los de la Habitación a lo mejor ya no son de nadie.
La Abuela sólo se queda un ratito porque ahora tenemos otra visita, que es nuestro abogado Morris. No sabía que tuviéramos abogado, como en el planeta de los juicios, donde la gente grita y el juez da golpes con el martillo. Nos encontramos con él en una habitación de la planta baja, que no es una planta de verdad, sólo quiere decir que no hay que subir las escaleras. Hay una mesa y un olor un poco dulce. Tiene el pelo superrizado. Mientras Mamá y él hablan yo practico sonándome la nariz.
—En el caso de este periódico que ha publicado esa fotografía tuya de cuando ibas a quinto curso, por ejemplo —le dice—, tenemos un caso claro de violación de la ley de protección de datos personales.
Cuando dice «tuya» se refiere a que es de Mamá; cada vez soy mejor en distinguir esas cosas.
—¿Te refieres a que podría demandarlos? Eso es lo último que se me pasaría por la cabeza —le dice ella. Le enseño el pañuelo con los mocos pegados, y ella levanta el pulgar.
Morris asiente mucho con la cabeza.
—Tan sólo digo que debes pensar en el futuro, tanto en el tuyo como en el del niño —el niño sí que soy yo—. Claro, por el momento Cumberland corre con los gastos a corto plazo, y he creado un fondo para recaudar las donaciones de vuestros fans, pero debo decirte que tarde o temprano habrá que hacer frente a facturas que ahora ni te imaginas. Rehabilitación, terapias con toda clase de pijadas, alojamiento, costes educativos para los dos… —Mamá se frota los ojos—. No quiero que tomes decisiones precipitadas.
—¿Has dicho «fans»?
—Claro —dice Morris—. La gente se ha volcado, llega un saco cada día.
—¿Un saco de qué?
—De todo lo que se te ocurra. He cogido unas cuantas cosas al azar… —levanta una bolsa grande de plástico de detrás de la silla y saca los paquetes.
—Están abiertos —dice Mamá mirando lo que hay en los sobres.
—Créeme, estas cosas tienen que pasar un filtro previo antes de llegar a ti. HabíaH-E-C-E-S, y eso sólo para empezar.
—¿Por qué alguien mandó caca? —le pregunto a Mamá.
Morris se queda mirando con los ojos muy abiertos.
—Es muy bueno deletreando —le dice Mamá.
—Caramba. ¿Y has preguntado por qué, Jack? Pues porque ahí fuera hay mucho loco suelto —pensaba que los locos estaban aquí, en la clínica, para que los ayudasen—. Pero la mayoría de las cosas que se reciben son de gente que os desea que os recuperéis pronto —dice Morris—. Bombones, juguetes, cosas por el estilo.
¡Bombones!
—Creí que lo mejor era traerte las flores primero, porque a mi asistente personal le provocan migraña —levanta montones de flores envueltas en plástico invisible. De ahí venía el olor.
—¿Qué juguetes son los juguetes?
—Mira, aquí hay uno —dice Mamá sacándolo de un sobre. Es un trenecito de madera—. No hace falta arrancármelo de la mano, Jack.
—Perdona.
Paseo el tren por toda la mesa, chu-chu, baja por la pata hasta el suelo, y luego sube por la pared, que en esta habitación es azul.
—Ciertas redes están dando muestra de un enorme interés —dice Morris—, podrías contemplar la posibilidad de escribir un libro, un poco más adelante…
La boca de Mamá no parece muy simpática.
—Me propones que nosotros mismos nos vendamos antes de que lo hagan otros.
—Yo no lo plantearía en esos términos. Imagino que tienes mucho que enseñarle al mundo. Toda la cuestión de vivir con menos no podría ir más acorde con el espíritu de los tiempos.
Mamá se echa a reír. Morris pone las manos arriba.
—Aunque eso es cosa vuestra, por supuesto. Ya lo irás viendo con el día a día.
Mamá lee algunas de las cartas.
—«Pequeño Jack, eres un niño maravilloso. Disfruta de cada momento porque lo mereces, porque has conocido el infierno mismo ¡y has vuelto!».
—¿Eso quién lo ha dicho? —pregunto.
Mamá da la vuelta a la página.
—No la conocemos.
—¿Por qué ha dicho que soy maravilloso?
—Ha oído hablar de ti en la tele.
Miro en los sobres más gordos por si hay más trenes.
—Mira, qué buena pinta tienen —dice Mamá con una cajita de bombones en la mano.
—Hay más —he encontrado una caja grande de verdad.
—No, ahí hay demasiados, te pondrás malito.
Como ya estoy malito con el resfriado, no me importa.
—Ésos se los daremos a alguien —dice Mamá.
—¿A quién?
—No sé, a las enfermeras, quizá.
—Puedo encargarme de que los juguetes y esas cosas lleguen a algún hospital infantil —dice Morris.
—Una idea estupenda. Elige algunos que quieras quedarte —me dice Mamá.
—¿Cuántos?
—Todos los que quieras —se pone a leer otra carta—: «Que Dios os bendiga a ti y a tu dulce angelito, rezo para que descubráis todas las cosas bellas que este mundo puede ofreceros, para que se cumplan vuestros sueños y que vuestro camino en la vida sea próspero y lleno de felicidad» —la deja encima de la mesa—. ¿De dónde voy a sacar el tiempo para contestar a todas?
Morris sacude la cabeza.
—Ese cab… Digamos mejor que el acusado ya te robó los siete mejores años de tu vida. Si yo fuera tú, no desperdiciaría ni un segundo más.
—¿Cómo sabes que ésos hubieran sido los mejores años de mi vida?
Levanta los hombros.
—Sólo digo que… Tenías diecinueve años, ¿verdad?
Hay cosas superchulas, un coche con ruedas que hace brrrrrrrrrrum, y también un silbato en forma de cerdo…, lo soplo.
—¡Uf! Qué ruido —dice Morris.
—Demasiado fuerte —dice Mamá.
Soplo una vez más.
—Jack…
Vuelvo a dejarlo donde estaba. Encuentro un cocodrilo de terciopelo largo como mi pierna, un sonajero con una campanita dentro, una cara de payaso que hace ja ja ja ja cuando le toco la nariz.
—Ése tampoco, me da escalofríos —dice Mamá.
Le susurro adiós al payaso y lo vuelvo a guardar en su sobre. Hay un cuadrado de plástico, no de papel, que sirve para dibujar, con una especie de bolígrafo atado, y una caja de monos con brazos y colas que se enroscan para construir cadenas de monos. Hay un camión de bomberos, y un oso de peluche con una gorra que no se le puede quitar, y eso que estiro fuerte. En la etiqueta hay un dibujo con la cara de un bebé tachada con una línea y debajo pone 0 - 3. ¿Será porque el oso mata a los bebés en tres segundos?
—Ah, vamos, Jack —dice Mamá—. No necesitas tantos.
—¿Cuántos necesito?
—No sé…
—Si eres tan amable de firmar aquí, ahí y ahí —le pide Morris.
Me estoy mordiendo el dedo por debajo de la mascarilla. Mamá ya no me dice que no lo haga.
—¿Cuántos me hacen falta?
Ella levanta la mirada de los papeles en los que está escribiendo.
—Elige… Mmm, elige cinco.
Cuento: el coche y los monos, el cuadrado para escribir, el tren de madera, el sonajero y el cocodrilo. Son seis, no cinco, pero Mamá y Morris no dejan de hablar. Encuentro un sobre grande vacío y guardo los seis dentro.
—Muy bien —dice Mamá metiendo el resto de los paquetes en la bolsa enorme.
—Espera —le digo—. En la bolsa puedo escribir y poner: «Regalos de parte de Jack para los niños malitos».
—Deja que Morris se encargue de eso.
—Pero…
Mamá resopla.
—Hay mucho por hacer, y debemos dejar que la gente haga parte por nosotros, porque si no, la cabeza me va a explotar —¿por qué le va a explotar la cabeza si escribo en la bolsa?
Saco el tren otra vez y lo hago trepar por mi camisa, es mi bebé y se asoma y le doy besos por todas partes.
—En enero, tal vez, aunque como muy pronto el juicio empezará en octubre —está diciendo Morris.
Igual que en el juicio por el robo de las tartas, cuando el Lagarto Bill tiene que escribir con el dedo y Alicia derriba la tribuna del jurado y pone al Lagarto boca abajo sin darse cuenta, ja, ja.
—Ya, pero ¿cuánto tiempo estará en prisión? —pregunta Mamá.
Se refiere a él, al Viejo Nick.
—Bueno, la fiscal del distrito me dice que espera que sea una pena de entre veinticinco años y cadena perpetua.
Y para los delitos cometidos en suelo nacional no hay libertad condicional —dice Morris—. Tenemos secuestro con fines sexuales, privación ilegal de la libertad, violaciones múltiples, agresión con lesiones… —cuenta con los dedos, no con la cabeza.
Mamá asiente.
—¿Y lo del bebé?
—¿Jack?
—El primero. ¿No puede interpretarse como una especie de asesinato?
Esta historia no la he oído nunca. Morris tuerce la boca.
—No, si el feto no nació vivo, no.
—La niña.
No sé quién es la niña.
—La niña, disculpa —dice él—. Como mucho podríamos conseguir que se considerara negligencia criminal, puede que incluso temeraria…
Quieren prohibirle la entrada a Alicia en el tribunal de justicia por medir más de una milla de alto. Hay un poema que no entiendo bien.
Si ella o yo tal vez nos vemos
mezclados en este lío,
él espera que tú los libres
y sean como al principio.
De repente Noreen está ahí, ni la he visto llegar. Pregunta si queremos cenar solos o en el comedor.
Me llevo todos los juguetes nuevos en el sobre grande. Mamá no sabe que hay seis, no cinco. Algunas personas saludan con la mano cuando entramos, así que los saludo también, como la chica que lleva todo el cuello tatuado y no tiene pelo. Las personas no me molestan mucho si no me tocan.
La mujer del delantal dice que ha oído que he salido afuera, aunque no sé cómo me habrá oído.
—¿Te ha gustado?
—No —le digo—. Quiero decir no, gracias.
Estoy aprendiendo mucho a ser educado. Cuando algo tiene un sabor asqueroso se dice que es interesante, como el arroz salvaje, que sabe como si no estuviera cocinado. Cuando me sueno la nariz doblo el pañuelo para que nadie vea los mocos, son un secreto. Si quiero que Mamá me escuche a mí y no a otra persona, digo «perdón», aunque a veces tengo que decir «perdón, perdón» durante siglos y cuando me pregunta qué quiero ya no me acuerdo.
En la cama, mientras tomo un poco ya en pijama y sin la mascarilla, de pronto me acuerdo.
—¿Quién es el primer bebé? —pregunto.
Mamá me mira fijamente.
—Le dijiste a Morris que había una niña que hizo un asesinato.
Ella niega con la cabeza.
—Quería decir que la mataron…, por decirlo de alguna manera —aparta la cara de mí.
—¿Fui yo?
—¡No! Tú no hiciste nada malo. Eso pasó un año antes de que nacieras —dice Mamá—. ¿Te acuerdas de que a veces te decía que cuando llegaste la primera vez, encima de la cama, eras una niña?
—Sí.
—Bueno, pues estaba hablando de ella.
Aún entiendo menos, qué lío.
—Creo que ella intentaba ser tú. El cordón… —Mamá esconde la cara entre las manos.
—¿El cordón de la persiana? —lo miro; por las rendijas sólo entra la oscuridad.
—No, no. ¿Te acuerdas del cordón que iba hasta el ombligo?
—Lo cortaste con las tijeras y entonces quedé libre.
Mamá asiente.
—Pero a la bebé se le enredó cuando estaba naciendo, y no la dejaba respirar.
—Esta historia no me gusta.
Se aprieta las cejas.
—Deja que la termine.
—Es que no…
—Él estaba ahí quieto, mirando —Mamá habla, pero casi a gritos—. No tenía ni la más remota idea de cómo nacen los bebés, ni se había molestado en mirarlo en Google. Toqué la coronilla del bebé, estaba toda resbaladiza, empujé y empujé, y gritaba: «Ayuda, no puedo, ayúdame…». Y él simplemente se quedó de pie, sin hacer nada.
Espero, pero no dice nada más.
—¿Y la bebé se quedó dentro de tu barriga?
Mamá sigue callada un momento.
—Salió morada —¿morada?—. No llegó ni a abrir los ojos.
—Deberías haberle pedido al Viejo Nick una medicina para ella, para el Gusto del Domingo.
Mamá sacude la cabeza.
—Tenía todo el cordón enrollado en el cuello.
—¿Aún estaba atada a ti?
—Hasta que él lo cortó.
—Y entonces, ¿quedó libre?
Caen las lágrimas en la manta. Mamá asiente y llora, pero sin voz.
—¿Ya está? ¿Se ha terminado la historia?
—Casi —tiene los ojos cerrados, pero el agua sigue corriéndole por la cara—. El Viejo Nick se la llevó y la enterró debajo de un arbusto, en el patio trasero. Es decir, enterró sólo su cuerpo.
Era morada.
—La parte de niña que había en ella subió de nuevo directamente al Cielo.
—¿Para reciclarse?
Mamá casi sonríe.
—Me gusta pensar que eso fue lo que pasó.
—¿Por qué te gusta pensar eso?
—A lo mejor en realidad eras tú, y un año después volviste a intentarlo y bajaste en el cuerpo de un niño.
—Esa vez sí era yo de verdad. No me di la vuelta.
—Nanay de la China —las lágrimas caen de nuevo, y Mamá se las restriega con la mano—. Esa vez no le dejé entrar en la habitación.
—¿Por qué no?
—Oí la puerta, el pitido, y rugí: «Fuera».
Seguro que lo hizo enfadar muchísimo.
—Me sentía preparada, esta vez quería que estuviéramos solos tú y yo.
—¿De qué color salí?
—Rosa intenso.
—¿Y abrí los ojos?
—Naciste con los ojos abiertos.
Doy el bostezo más enorme del mundo.
—Ahora ¿ya podemos ir a dormir?
—Claro que sí —dice Mamá.
Por la noche, pumba, me caigo al suelo. La nariz me gotea, pero no sé sonarme a oscuras.
—Esta cama es demasiado pequeña para dos —dice Mamá por la mañana—. Estarás más cómodo en la otra.
—No.
—¿Y si quitamos el colchón y lo colocamos justo aquí, al lado de mi cama, para que podamos cogernos de la mano?
Sacudo la cabeza.
—Ayúdame a encontrar una solución, Jack.
—Nos quedamos los dos en una, pero dormimos sin despegar los codos del cuerpo.
Mamá se suena la nariz con mucho ruido; creo que el resfriado ha saltado de mí a ella, pero yo todavía lo tengo.
Hacemos un trato: me meto en la ducha con ella, pero dejo la cabeza fuera. La tirita del dedo se me ha caído y no la encuentro. Mamá me cepilla el pelo, los enredos me hacen daño. Tenemos un peine y dos cepillos de dientes, y toda nuestra ropa nueva, el trenecito de madera y los otros juguetes; Mamá aún no los ha contado, así que no sabe que cogí seis en vez de cinco. No sé dónde van las cosas, porque algunas se guardan en los cajones, otras en la mesa de al lado de la cama, otras en el armario. Tengo que estar todo el rato preguntándole a Mamá dónde las ha puesto.
Está leyendo uno de sus libros sin dibujos, pero yo cojo los otros y se los llevo. La oruguita glotona desperdicia un montón de comida, porque sólo se come un agujerito de las fresas, los salamis y de todo lo demás, y el resto lo deja. Puedo meter mi dedo de verdad por los agujeritos; pensaba que alguien había roto el libro, pero Mamá dice que lo hicieron así a propósito para que fuera superdivertido. Me gusta ¡Corre, perro, corre!, sobre todo cuando luchan con las raquetas de tenis.
Noreen llama a la puerta con unas cosas muy chulas. Lo primero son unos zapatos que son de cuero pero blanditos y elásticos. Lo segundo es un reloj sólo de números para que pueda leerlo como leía el Reloj.
—La hora es las 9.57 —digo.
Es demasiado pequeño para Mamá, por eso es sólo para mí, y Noreen me enseña a abrocharme la correa en la muñeca.
—Cada día regalos, va a acabar siendo un consentido —dice Mamá levantándose la mascarilla para sonarse otra vez la nariz.
—El doctor Clay dijo que todo lo que le dé al chico un poco de sensación de control es positivo —dice Noreen. Cuando sonríe se le fruncen los ojos—. Probablemente tenga un poco de nostalgia de su casita, ¿verdad?
—¿Nostalgia? —Mamá la mira fijamente.
—Perdona, no quería…
—Aquello no era un hogar, era una celda insonorizada.
—Lo siento, he sido poco oportuna —dice Noreen.
Se va enseguida. Mamá no dice nada, solamente escribe en su cuaderno.
Si la Habitación no era nuestra casa, no sé si tenemos otra en alguna parte.
Esta mañana le choco los cinco, al doctor Clay con el brazo en alto, y se pone contentísimo.
—Parece un poco ridículo seguir llevando estas mascarillas cuando hemos pillado ya un resfriado morrocotudo —dice Mamá.
—Bueno —le contesta él—, ahí fuera hay cosas peores.
—Ya, pero de todos modos tenemos que bajárnoslas todo el rato para sonarnos la nariz…
El doctor se encoge de hombros.
—En última instancia, la decisión es tuya.
—Fuera mascarillas, Jack —me dice Mamá.
—Yupi.
Las tiramos a la basura.
Los colores del doctor Clay viven en una caja especial que dice 120 en la tapa, y eso quiere decir cuántos hay. Todos son distintos. Llevan nombres alucinantes escritos en pequeñito por los lados, como «Mandarina Atómica» o «Fuzzy Wuzzy» o «Procesionaria» y «Espacio Exterior», aunque yo no sabía que fuera el nombre de un color. Hay otros como «Majestuosidad Púrpura de la Montaña», «Jaleo», «Amarillo Chillón» o «Más Allá Azul Salvaje». Algunos están mal escritos a propósito para hacer gracia, como el «Malvarilloso», aunque no me parece muy divertido. El doctor Clay dice que puedo usar cualquiera, pero elijo solamente los cinco con los que sé pintar, los mismos que había en la Habitación: un azul, un verde, un naranja, un rojo y un marrón. Me pregunta si puedo dibujar la Habitación, pero lo que pasa es que ya estoy haciendo un cohete espacial con el marrón. Hay hasta un lápiz blanco, pero… ¿no es invisible?
—¿Y si el papel fuera negro —dice el doctor Clay—, o rojo?
Me busca una página negra para que pruebe y tiene razón, veo el blanco pintado.
—¿Qué es este cuadrado alrededor del cohete?
—Las paredes —le explico. Está mi yo niña bebé diciendo adiós con la mano y el Niño Jesús y Juan el Bautista; no llevan nada de ropa porque todo está soleado con la cara amarilla de Dios.
—¿Tu mamá aparece en el dibujo?
—Está ahí abajo, echando una siestecita.
Mi Mamá de verdad se ríe un poco y se suena la nariz. Eso me recuerda que tengo que hacer lo mismo, porque me gotea.
—Y el hombre al que llamas Viejo Nick ¿está en alguna parte?
—Bueno, puedo ponerlo en esta esquina dentro de su jaula —lo pinto y hago los barrotes muy gordos; los está mordiendo. Hay diez barrotes, que es el número más fuerte, y ni un ángel con soplete podría abrirlos. Además, dice Mamá que de todos modos un ángel no encendería su soplete por un tipo malo. Le enseño al doctor Clay que puedo contar hasta un millón veintinueve, y aún más si quiero.
—Un niño que conozco cuenta siempre las mismas cosas, una y otra vez, cuando se pone nervioso, y no puede parar.
—¿Qué cosas? —le pregunto.
—Las líneas de la acera, botones, cosas por el estilo.
Creo que ese niño debería contarse los dientes. Más fácil, porque si no se te caen, siempre están en el mismo sitio.
—Siempre mencionas la ansiedad de la separación —le dice Mamá al doctor Clay—, pero Jack y yo no vamos a separarnos.
—Aun así, habéis dejado de ser sólo vosotros dos, ¿verdad?
Ella se muerde el labio. Hablan de «reinserción social» y «autoculparse».
—Lo mejor que has hecho fue sacarlo pronto de ahí —dice el doctor Clay—. A los cinco años todavía son de goma.
Yo no soy de goma, soy un niño de verdad.
—Probablemente sea una edad con la que acabe olvidándolo todo —sigue diciendo el doctor—, lo cual en este caso sería una bendición, a fortiori.
Me parece que así es como se dice fortaleza en español.
Quiero seguir jugando con el títere del niño que saca la lengua, pero el tiempo se ha acabado. El doctor Clay tiene que irse a jugar con la señora Garber. Dice que puedo quedarme con el títere hasta mañana, pero todavía es del doctor Clay.
—¿Por qué?
—Bueno, en este mundo todo tiene dueño.
Como mis seis juguetes nuevos, mis cinco libros nuevos y la Muela, que creo que también es mía, porque Mamá ya no la quería.
—Excepto las cosas que compartimos todos —dice el doctor Clay—, como los ríos y las montañas.
—¿Y la calle?
—Exacto, la calle es para el uso de todos.
—Yo corrí por la calle.
—Cuando escapabas, es cierto.
—Porque él no era nuestro dueño, no le pertenecíamos.
—Exactamente —el doctor Clay sonríe—. ¿Sabes quién es tu dueño, Jack?
—Sí.
—Tú mismo.
Se equivoca, porque en realidad soy de Mamá.
No paran de aparecer sitios nuevos en la clínica. Por ejemplo, hay una habitación con una tele gigantorme, y me pongo a dar saltos porque a lo mejor sale Dora o Bob Esponja, hace siglos que no los veo. Pero las tres personas mayores que no sé cómo se llaman sólo están viendo golf.
En el pasillo me acuerdo.
—¿Para qué sirve una bendición?
—¿Cómo?
—El doctor Clay ha dicho que yo era de goma y que me olvidaría.
—Ah —dice Mamá—. Cree que pronto ya ni te acordarás de la habitación.
—Sí que me acordaré —la miro sin pestañear—. ¿Es que debería olvidarme?
—No lo sé.
Ahora siempre dice eso. Ya va delante de mí, ha llegado a las escaleras, tengo que correr para alcanzarla.
Después de la comida, Mamá dice que es hora de ir al Exterior otra vez.
—Si nos quedamos encerrados aquí dentro todo el tiempo, es como si nunca hubiéramos hecho nuestra Gran Evasión —suena enfurruñada; se está atando los cordones de los zapatos.
Después de ponerme el gorro y las gafas de sol y los zapatos y la crema pegajosa, estoy cansado.
Noreen nos está esperando al lado de la pecera.
Mamá me deja dar cinco vueltas en la puerta giratoria. Luego empuja y de repente estamos fuera.
Hay tanta luz que creo que voy a gritar. Entonces las gafas se vuelven más oscuras y no veo. Tengo la nariz irritada y siento el olor raro del aire por dentro. Además, siento el cuello muy rígido.
—Haz como si vieras todo esto por la tele —me dice Noreen al oído.
—¿Eh?
—Vamos, inténtalo —entonces pone una voz especial—: Aquí va un niño que se llama Jack de paseo con su mamá y su amiga Noreen.
Lo estoy viendo.
—¿Qué es eso que lleva Jack en la cara? —pregunta.
—Unas gafas de sol rojas muy chulas.
—Ajá, eso parece. Mira, van todos caminando por el aparcamiento un día primaveral del mes de abril.
Hay cuatro coches, uno rojo, uno verde, uno negro y uno de un marrón dorado. Siena Quemado, así se llama el color en el estuche. Por dentro de las ventanas parecen un poco casitas con asientos. Un osito de peluche cuelga del espejo del rojo. Acaricio la nariz del coche, que es toda brillante y tan fría como un cubito de hielo.
—Cuidado —dice Mamá—, podría dispararse la alarma.
No lo sabía. Guardo otra vez las manos debajo de los codos.
—Vamos al césped —me empuja un poquito en esa dirección.
Aplasto las espigas verdes con las suelas de los zapatos. Me agacho y paso los dedos por la hierba, no me los corta. El que Rajá intentó comerse ya casi se me ha cerrado. Miro otra vez la hierba, hay una ramita y una hoja que es marrón y algo que es amarillo.
Oigo un zumbido y miro hacia arriba. El cielo es tan grande que por poco me aplasta.
—Mamá. ¡Otro avión!
—La estela de condensación —dice señalándolo—. Me acabo de acordar, así es como se llama la cola de vapor.
Sin querer piso una flor. Hay cientos, no en un ramo como los que los locos nos mandan por correo, sino que crecen ahí mismo, en el suelo, igual que a mí me crece el pelo en la cabeza.
—Narcisos —dice Mamá señalando—. Magnolia, tulipanes, lilas… ¿Eso es un manzano en flor? —todo lo huele, me pone la nariz en una flor, pero me parece demasiado dulce, me marea. Escoge una lila y me la da.
De cerca los árboles son gigantes gigantescos. Están cubiertos de una especie de piel, al acariciarla se nota llena de nudos. Encuentro una cosa triangular grande como mi nariz, y Noreen dice que es una piedra.
—Tiene millones de años —dice Mamá. ¿Cómo lo sabe? Miro por debajo, no tiene ninguna etiqueta—. Eh, mira… —Mamá se agacha.
Hay una cosa arrastrándose en el suelo. Una hormiga.
—¡No! —grito, y hago una armadura con las dos manos para protegerla.
—¿Qué pasa? —pregunta Noreen.
—Por favor, por favor, por favor —le digo a Mamá—. A ésta déjala.
—Tranquilo, claro que no voy a aplastarla.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Cuando aparto las manos, la hormiga se ha ido y lloro más aún, pero entonces Noreen encuentra otra, y otra más, y hay dos que llevan juntas algo diez veces más grande que ellas.
Otra cosa viene dando vueltas por el aire y aterriza delante de mí, y me hace saltar para atrás.
—Eh, mira, la hélice de un arce —dice Mamá.
—¿Por qué?
—Es la semilla de este árbol, que va dentro de… algo así como un par de alas, que la ayudan a llegar lejos.
Tan fina es, que puedo ver a través de las pequeñas líneas secas; por el medio el marrón se vuelve más fuerte. Hay un agujero chiquitín. Mamá la lanza al aire y vuelve a bajar dando vueltas.
Le enseño otra que tiene algo roto.
—Está sin pareja, ha perdido la otra alita.
Cuando la tiro hacia lo alto vuela igual de bien, así que me la guardo en el bolsillo.
Pero lo más guay de todo es que de repente se oye un ruido tremendo de motor, y al mirar al cielo veo que es un helicóptero, mucho más grande que el avión…
—Mejor que volváis adentro —dice Noreen.
Mamá me coge de la mano y tira de mí.
—Espera… —digo, pero me quedo sin respiración. Me estiran entre las dos, me gotea la nariz.
Cuando entramos de un salto por la puerta giratoria siento que la cabeza me da vueltas. Ese helicóptero estaba lleno de paparazzi que intentaban robar fotos de Mamá y mías.
Después de la siesta el resfriado aún no se me ha curado. Me pongo a jugar con mis tesoros: mi piedra, mi hélice de arce herida y mi lila, que se ha puesto toda mustia. La Abuela llama a la puerta y la acompañan más visitas, pero ella espera fuera para que no seamos demasiados. Las personas son dos, se llaman Tío Paul, que tiene el pelo caído hasta las orejas, y Deana, que es mi Tía y lleva gafas rectangulares y un millón de trencitas negras que parecen serpientes.
—Tenemos una niña que se llama Bronwyn y que se va a volver loca cuando te conozca —me dice la Tía—. Ni sabía que tuviera un primo… Bueno, ninguno de nosotros sabía de ti hasta hace dos días, cuando tu abuela nos llamó con la noticia.
—Nos habríamos montado de un salto en el coche ahí mismo, pero los médicos dijeron… —Paul deja de hablar, se lleva un puño a los ojos.
—No pasa nada, cariño —dice Deana, y le acaricia la pierna.
Paul se aclara la garganta, hace mucho ruido.
—Es que aún sigue golpeándome.
No veo que nada lo golpee.
Mamá le rodea los hombros con el brazo.
—Es que todos estos años pensaba que su hermana pequeña podía estar muerta —me explica.
—¿Quién, Bronwyn? —digo sin voz, pero ella lo oye.
—No, yo. Paul es mi hermano, ¿te acuerdas?
—Ah, sí.
—No puedo expresar lo que… —la voz de Paul se corta de nuevo, se suena la nariz. Hace un ruido mucho más fuerte que el mío, como el de los elefantes.
—Pero ¿dónde está Bronwyn? —pregunta Mamá.
—Bueno —dice Deana—, pensamos que… —mira a Paul.
—Jack y tú podéis conocerla otro día, pronto. Va a las Ranitas Saltarinas.
—¿Y eso qué es? —pregunto.
—Un edificio adonde los padres mandan a los niños cuando tienen otras cosas que hacer —dice Mamá.
—¿Y por qué los niños tienen otras cosas que hacer?
—No, los padres.
—La verdad es que a Bronwyn le encanta —dice Deana.
—Está aprendiendo a poner su nombre, y a bailar hip hop —dice Paul.
El Tío quiere hacer algunas fotos para mandárselas por correo electrónico a Australia al Abuelo, que mañana va a coger el avión.
—No te preocupes, en cuanto lo vea no habrá problema —le dice Paul a Mamá. No sé de quién hablan. Tampoco sé cómo salir en las fotos, pero Mamá me dice que solamente tengo que mirar a la cámara como si fuera una amiga y sonreír. Luego Paul me enseña cómo he quedado en la pantallita, y me pregunta cuál creo que es la mejor, la primera, la segunda o la tercera. Son todas iguales.
Tengo las orejas cansadas de tanto hablar.
Cuando se van pensaba que ya sólo estábamos nosotros dos, pero la Abuela entra y le da un abrazo largo a Mamá y a mí me sopla otro beso desde muy cerca, así que noto el aire.
—¿Cómo está mi nieto favorito?
—Ése eres tú —me dice Mamá—. ¿Qué se dice cuando alguien te pregunta cómo estás?
Otra vez la buena educación.
—Gracias.
Las dos se echan a reír, he dicho otra broma sin darme cuenta.
—«Muy bien» y luego «Gracias» —dice la Abuela.
—Muy bien y luego gracias.
—A menos que no estés bien, claro, y entonces puedes decir: «Pues hoy no me siento al cien por cien» —se vuelve a Mamá—. Ah, por cierto, Sharon, Michael Keelor, Joyce como se llame… han estado llamando.
Mamá asiente.
—Todos se mueren por darte la bienvenida.
—Estoy… Los médicos dicen que aún no me convienen visitas —dice Mamá.
—Claro, desde luego.
El hombre que se llama Leo está en la puerta.
—¿Puede entrar un minuto nada más? —pregunta la Abuela.
—Me da igual —dice Mamá.
Es mi Abuelastro, así que la Abuela dice que a lo mejor podría llamarlo Astro; no sabía que a ella también le gustaran las ensaladas de palabras. El Astro huele raro, como a humo, tiene los dientes todos torcidos y los pelos de las cejas van en todas direcciones.
—¿Por qué tiene todo el pelo en la cara y nada en la cabeza?
Se ríe, aunque yo estaba preguntándoselo bajito a Mamá.
—A mí que me registren —dice él.
—Nos conocimos durante un fin de semana de masaje capilar indio —dice la Abuela—, y lo elegí a él porque era la superficie de trabajo más lisa que había por ahí —los dos se ríen; Mamá no.
—¿Puedo tomar un poquito? —pregunto.
—Dentro de un minuto —dice Mamá—, cuando se hayan ido.
—¿Qué quiere? —pregunta la Abuela.
—Nada, nada.
—Puedo llamar a la enfermera.
Mamá niega con la cabeza.
—Quiere tomar el pecho.
La Abuela se queda mirándola.
—No querrás decir que todavía le das…
—No había ninguna razón para dejar de hacerlo.
—Bueno, supongo que encerrada en aquel sitio todo era… Pero aun así, cinco años…
—No tienes ni la menor idea.
La Abuela aprieta la boca y se le pone triste.
—No es por falta de ganas.
—Mamá…
El Astro se levanta.
—Deberíamos dejar descansar a los chicos.
—Sí, supongo que sí —dice la Abuela—. Adiós, entonces, hasta mañana…
Mamá me lee otra vez El árbol generoso y El Lórax, pero en voz baja, porque le duele la garganta y la cabeza también. Hoy en vez de cenar, sólo tomo su lechecita. Mamá se queda dormida a la mitad. Me gusta mirarle la cara cuando ella no se da cuenta de que lo hago.
Encuentro un periódico doblado, supongo que lo han traído las visitas. Por delante hay una foto de un puente partido por la mitad, no sé si es de verdad. En la página siguiente hay una foto mía y de Mamá y la policía cuando me metió en brazos al centro. ESPERANZA PARA EL NIÑO BONSÁI, dice. Tardo un rato en entender todas las palabras.
Para el personal de la exclusiva clínica Cumberland, que ya se ha rendido ante este héroe en miniatura, es «Jack, el pequeño milagro», el niño que el pasado sábado por la noche despertó a un mundo completamente nuevo. El encantador Principito de pelo largo es el fruto del abuso que su bella y joven madre padeció a manos del Monstruo del Cobertizo (capturado por los agentes estatales en un dramático callejón sin salida el domingo a las dos de la madrugada). Jack dice que todo es «bonito» y adora los huevos de Pascua, aunque todavía sube y baja las escaleras a gatas, como un mono. Tras pasar enclaustrado la totalidad de sus cinco años de vida en una mazmorra putrefacta con las paredes forradas de corcho, los expertos no son capaces de predecir aún qué clase o grado de retraso en el desarrollo padecerá a largo plazo…
Mamá se ha levantado y me arranca el periódico de las manos.
—¿Qué hay de tu libro de El cuento de Perico, el conejo travieso?
—Pero soy yo, el niño bonsái.
—¿El niño qué? —Mamá vuelve a mirar el periódico y se aparta el pelo de la cara; suelta una especie de gruñido.
—¿Qué quiere decir bonsái?
—Un árbol muy chiquitito. Se cultivan en macetas, en interior, y se los poda todos los días para que los troncos crezcan retorcidos.
Me acuerdo de la Planta. Nunca la podamos, la dejamos crecer todo lo que quiso, pero en cambio se murió.
—Yo no soy un árbol, soy un niño.
—Sólo lo dicen en sentido figurado —arruga el periódico y lo tira a la basura.
—Dice que soy encantador, pero ésos son los que hipnotizan a las serpientes.
—La gente de la prensa entiende muchas cosas del revés.
Eso de la gente de la prensa me recuerda a esos que salen en Alicia y que están superprensados porque en realidad son naipes.
—Dicen que eres bella.
Mamá se echa a reír, pero es la verdad. Ahora ya he visto las caras de muchas personas reales y la suya es la más bellísima.
Tengo que sonarme otra vez la nariz; la piel se me ha puesto roja y me escuece. Mamá se toma los matadolores, pero no creo que le borren el dolor de cabeza. Pensaba que en el Exterior ya no le duelería. Le acaricio el pelo a oscuras, aunque nunca está oscuro del todo en la Habitación Número Siete. Por la ventana se ve la cara plateada de Dios. Mamá tenía razón, no tiene forma de círculo, sino que acaba en punta por los dos extremos.
Por la noche hay microbios vampiros flotando en el aire. Llevan mascarillas para que no les podamos ver la cara, y hay un ataúd vacío que se convierte en un váter inmenso por el que desaparece el mundo entero al tirar de la cadena.
—Chsss, tranquilo, sólo ha sido un sueño —me está hablando Mamá.
Luego aparece Ajeet, está como loco poniendo la caca de Rajá en un paquete para enviárnoslo porque me quedé seis juguetes; alguien me está rompiendo los huesos y clavándoles chinchetas.
Me despierto llorando y Mamá me deja tomar hasta que me canso. Aunque es la derecha, sabe bastante cremosa.
—Me quedé con seis juguetes en vez de cinco —le cuento.
—¿Qué?
—De los que nos enviaron los fans locos. Me quedé con seis.
—No importa —me dice.
—Sí que importa, me quedé con el sexto y no se lo mandé a los niños malitos.
—Eran para ti, eran regalos tuyos.
—Entonces, ¿por qué sólo pude quedarme con cinco?
—Puedes quedarte con todos los que quieras. Anda, vuelve a dormirte.
No puedo.
—Alguien me ha cerrado la nariz.
—Es porque los mocos están más espesos, y eso significa que pronto vas a estar mejor.
—Pero cómo voy a estar mejor si no puedo respirar.
—Por eso Dios te dio una boca, para que respiraras por ella. Plan B —dice Mamá.
Cuando empieza a haber luz contamos los amigos que tenemos en el mundo. Noreen y el doctor Clay, la doctora Kendrick, Pilar y la mujer del delantal que no sé cómo se llama, y también Ajeet y Naisha.
—¿Quiénes son?
—El hombre y la bebé y el perro que llamaron a la policía —le explico.
—Ah, claro.
—Aunque creo que Rajá es un enemigo, porque me mordió el dedo. Oh, y la agente Oh y el hombre policía que no sé cómo se llama y el comisario. Son diez, y un enemigo.
—Y la abuela, y Paul y Deana —dice Mamá.
—Y la prima Bronwyn, sólo que aún no la he visto. Y Leo, el Astro.
—Tiene casi setenta años y apesta a hachís —dice Mamá—. Tuvo que liarse con él por despecho.
—¿Qué es el despecho?
—¿Cuántos llevamos? —me pregunta en lugar de contestar.
—Quince, y un enemigo.
—El perro estaba asustado, ¿sabes? Tuvo una buena razón para hacer lo que hizo.
Los bichos muerden sin que haya una razón. «Buenas noches, dulces sueños, que los bichos no piquen a mi pequeño», Mamá ya no se acuerda de decirlo.
—Vale —digo—, pues dieciséis. Y además, están la señora Garber y la chica de los tatuajes y Hugo, aunque casi no hablamos con ellos, ¿eso también cuenta?
—Por supuesto.
—Pues entonces son diecinueve —tengo que coger otro pañuelo; aunque son más suaves que el papel higiénico, a veces se rompen cuando están mojados. Luego ya estoy levantado y nos vestimos echando una carrera. Gano yo, sólo que se me olvidan los zapatos.
Ahora ya bajo las escaleras a toda pastilla con el culo, pum, pum, pum, y los dientes me chocan. No creo que las baje como un mono como dice la gente de la prensa, pero no lo sé, porque los que salen en el planeta salvaje no tienen escaleras.
Para desayunar me como cuatro torrijas.
—¿Estoy creciendo?
Mamá me mira de arriba abajo.
—Con cada minuto que pasa.
Cuando voy a ver al doctor Clay, Mamá me pide que le cuente mis sueños.
El doctor cree que probablemente mi cerebro está haciendo borrón y cuenta nueva. Me quedo mirándolo fijamente.
—Ahora que estás sano y salvo, tu cerebro está reuniendo todas las cosas que te asustan y que ya no necesitas, y las expulsa en forma de pesadillas —sus manos hacen el gesto de expulsar.
No lo digo por ser educado, pero en realidad lo ha entendido todo al revés. En la Habitación estaba a salvo, y es el Exterior lo que me asusta.
El doctor Clay habla con Mamá de por qué ella quiere ahora darle una bofetada a la Abuela.
—Eso no se puede hacer —le digo.
Me mira, pestañeando.
—No es que quiera hacerlo de verdad. Sólo en algunos momentos.
—¿Quisiste abofetearla alguna vez antes del secuestro? —pregunta el doctor Clay.
—Claro que sí —Mamá lo mira, y luego se ríe con una especie de gruñido—. Estupendo, he recuperado mi vida.
Encontramos otra habitación con dos aparatos; sé lo que son, son ordenadores.
—Genial, voy a mandar un correo electrónico a un par de amigos.
—¿A cuáles de los diecinueve?
—Ah, son viejos amigos míos. Todavía no los conoces.
Se sienta y se pone a teclear encima de las letras un rato, yo la miro. Arruga el ceño mirando la pantalla.
—No recuerdo mi contraseña.
—¿Qué?
—Seré… —se tapa la boca. Respira y el aire suena como si le raspara la nariz—. Bueno, da igual. Eh, Jack, vamos a buscar algo entretenido para ti, ¿te apetece?
—¿Dónde?
Mueve el ratón un poquito y de repente ahí está una imagen de Dora. Me acerco a mirar, y Mamá me enseña dónde tengo que hacer clic con la flechita para poder jugar solo. Junto todas las piezas del platito mágico y Dora y Botas aplauden y cantan una canción de gracias. Creo que es casi más chulo que en la Tele.
Mamá está en el otro ordenador mirando un libro de caras, dice que es un invento nuevo. Ella escribe los nombres y las caras salen en la pantalla sonriendo.
—¿Son viejos de verdad? —le pregunto.
—La mayoría tienen veintiséis años, igual que yo.
—Pero dijiste que eran viejos amigos.
—Eso sólo significa que los conocí hace mucho tiempo. Están tan cambiados… —acerca los ojos a las fotografías, y murmura cosas como «Corea del Sur» o «Ya divorciado, no puede ser…».
Hay otra página web nueva en la que encuentra vídeos de canciones y cosas así, y me enseña a dos gatos bailando con zapatillas de bailarina que hacen mucha gracia. Luego va a otras páginas donde hay sólo palabras como «reclusión» y «tráfico», y me pide si puedo dejarla leer un rato, así que vuelvo al juego de Dora y esta vez me toca una estrella.
Hay alguien de pie en la puerta, doy un brinco. Es Hugo, no sonríe.
—A las dos me conecto a Skype.
—¿Cómo? —dice Mamá.
—Que a las dos me conecto a Skype.
—Perdona, no tengo ni idea de…
—Hablo con mi madre por Skype todos los días a las dos, así que me debe de estar esperando desde hace dos minutos. Está apuntado en esta lista de la puerta.
Al volver a nuestra habitación, encima de la cama encontramos una maquinita con una nota de Paul. Mamá dice que es igual que la que iba escuchando cuando el Viejo Nick la raptó, sólo que ésta tiene imágenes que puedes mover con los dedos y no mil canciones, sino millones. Se ha metido una especie de judías en las orejas, y asiente con la cabeza mientras escucha una música que no oigo y canta un poco en voz bajita algo de ser un millón de personas distintas de un día a otro.
—¿Me dejas?
—Se llama «Bitter Sweet Symphony», cuando tenía trece años me pasaba el día entero escuchándola —me pone una judía en la oreja.
—Demasiado alto —digo arrancándomela de un tirón.
—Ten cuidado, Jack, es el regalo que me ha hecho el tío Paul.
No sabía que fuera suyo y mío no. En la Habitación todo era nuestro.
—Espera, están los Beatles, hay un clásico que a lo mejor te gusta, una canción que debe de tener ya cincuenta años —me dice—, se llama «All You Need Is Love».
No entiendo.
—Pero ¿las personas no necesitan comida y cosas de ésas, además de amor?
—Sí, pero todo eso no sirve de nada si no tienes también alguien a quien quieres —dice Mamá; habla demasiado alto, todavía va pasando los nombres con el dedo—. Como aquel experimento que se hizo con crías de mono. Un científico las apartó de sus madres y las mantuvo encerradas en una jaula, solas. Y ¿sabes qué ocurrió?, pues que no crecían como es debido.
—¿Por qué no crecían?
—Bueno, crecieron en tamaño, pero eran raras, por no haber recibido abrazos.
—Raras ¿en qué?
Mamá aprieta una tecla y apaga el aparatito.
—Perdona, Jack. En realidad no sé por qué he sacado ese tema.
—Raras ¿en qué?
Mamá se muerde el labio.
—Enfermas de la cabeza.
—¿Locas, o algo así?
Asiente.
—Los monitos se mordían a sí mismos y cosas por el estilo.
Hugo se hace cortes en los brazos, pero no creo que se muerda.
—¿Por qué?
Mamá echa el aire con un soplido.
—Mira, si sus madres hubieran estado, ellas habrían abrazado a sus crías, pero como la leche salía de unos tubitos… se demostró que necesitaban el cariño tanto como la leche.
—Es una historia fea.
—Perdona. Lo siento mucho, no debería habértela contado.
—No, sí que debías… —le digo.
—Pero…
—No quiero que existan historias feas y no saberlas.
Mamá me abraza con fuerza.
—Jack —me dice—, estoy un poco rara esta semana, ¿verdad?
No lo sé, porque todo es raro.
—No dejo de meter la pata. Sé que me necesitas como mamá, pero al mismo tiempo estoy recordando cómo ser yo misma, y es…
Yo pensaba que ella y Mamá eran la misma persona.
Quiero salir al Exterior otra vez, pero Mamá está demasiado cansada.
—¿Qué día es esta mañana?
—Jueves —dice Mamá.
—¿Cuándo es domingo?
—Viernes, sábado, domingo.
—¿Faltan tres, igual que en la Habitación?
—Claro, una semana tiene siete días en todas partes.
—¿Qué pediremos para el Gusto del Domingo?
Mamá niega con la cabeza.
Por la tarde vamos en la furgoneta donde pone «Clínica Cumberland», y salimos de verdad por las grandes rejas al resto del mundo. No tengo ganas, pero debemos ir a enseñarle al dentista los dientes de Mamá que todavía le duelen.
—¿Habrá gente que no sean amigos nuestros?
—Sólo estarán el dentista y una ayudante —dice Mamá—. Han hecho salir a todas las demás personas, es una visita especial sólo para nosotros.
Llevamos puestos los gorros y las gafas chulas, pero el protector para el sol no porque los rayos malos rebotan en el cristal. Me estoy acostumbrando a dejarme los zapatos blanditos puestos. En la furgoneta hay un conductor con gorra, creo que no tiene voz. Hay un elevador especial encima del asiento para hacerme más alto y que así el cinturón no me machaque la garganta si frenamos de golpe. No me gusta cómo me aprieta el cinturón. Miro por la ventana y me sueno la nariz; hoy sale más verde.
Montones de hombres y mujeres caminan por las aceras, no había visto nunca tanta gente, me pregunto si todos son de verdad verdadera, o nada más algunos.
—Hay mujeres que se dejan también el pelo largo como nosotros —le digo a Mamá—, pero los hombres no.
—Algunos sí lo llevan largo, las estrellas del rock, por ejemplo. No es una regla, sino una convención.
—¿Y qué es eso?
—Un hábito tonto que todo el mundo sigue. ¿Te gustaría cortarte el pelo? —pregunta Mamá.
—No.
—Tranquilo, no duele. Yo antes llevaba el pelo corto… cuando tenía diecinueve años.
Sacudo la cabeza.
—No quiero perder mi forzudez.
—¿Tu qué?
—Mis músculos, como le pasa a Sansón en aquel cuento.
Eso la hace reír.
—Mira, Mamá, ¡un hombre se prende fuego!
—Sólo está encendiéndose un cigarrillo —dice—. Antes yo también fumaba.
Me quedo mirándola.
—¿Por qué?
—Pues no me acuerdo.
—Mira, mira.
—No grites.
Señalo a una fila de pequeñines que caminan por la calle.
—Niños atados a una cuerda.
—No van atados. Vaya, no lo creo —Mamá acerca la cara a la ventana—. No, solamente se agarran de la cuerda, para no perderse. Y mira, los pequeños de verdad van en esos vagoncitos con ruedas, seis en cada uno. Deben de ser de una guardería, como a la que va Bronwyn.
—Quiero ver a Bronwyn. ¿Podemos ir al sitio donde van los niños, por favor, adonde van mi prima Bronwyn y los demás? —le pido al conductor.
No me oye.
—El dentista ya nos está esperando —me dice Mamá.
La dentista se llama doctora López, y cuando se levanta un momentito la mascarilla veo que lleva pintalabios morado. Va a mirarme a mí primero porque yo también tengo dientes. Me estiro en un sillón grande que se mueve. Miro para arriba abriendo mucho la boca, y ella me pide que cuente lo que veo en el techo. Hay tres gatos y un perro y dos loros y…
Escupo la cosa metálica.
—Es sólo un espejito, Jack, ¿lo ves? Voy a contarte los dientes.
—Tengo veinte —le digo.
—Muy bien —la doctora López sonríe—. No había conocido nunca a un niño de cinco años que supiera contarse los dientes —mete el espejito otra vez—. Mmm, están muy bien espaciados, eso es lo que me gusta ver.
—¿Por qué te gusta ver eso?
—Porque quiere decir que… hay mucho lugar para maniobrar.
Mamá va a estar mucho rato en la silla mientras la fresa, que no es una fruta sino un taladro pequeñito, le quita la capa asquerosa que tiene pegada en los dientes. No quiero esperarla en la sala.
—Ven, vas a ver qué juguetes tan chulos tenemos —me dice Yang, el ayudante.
Me enseña un tiburón pegado a un palo que hace clonc, clonc, y hay un taburete para sentarse encima que también tiene forma de diente, no de diente humano, sino gigantesco, todo blanco y sin nada de caries. Miro un libro de Transformers y otro sin tapas que es de tortugas mutantes que dicen no a las drogas. Entonces oigo un ruido extraño.
Yang está de pie en la puerta y no me deja pasar.
—Creo que tal vez tu madre preferiría…
Me escabullo por debajo de su brazo y veo a la doctora López metiendo en la boca de Mamá una máquina que chirría.
—¡Déjala!
—No pasa nada —dice Mamá, pero habla como si tuviera la boca rota. ¿Qué le ha hecho la dentista?
—Si va a estar más tranquilo, deja que entre —dice la doctora López.
Yang trae el taburete-muela y lo pone en el rincón para que yo mire; es horrible, pero es mejor que no ver. Una vez Mamá se remueve en la silla y suelta un gemido y me levanto de un salto.
—¿La dormimos un poco más? —le dice la doctora López, y saca una aguja y Mamá se queda callada de nuevo. Dura cientos de horas. Tengo que sonarme la nariz, pero como la piel se me está pelando solamente me aprieto el pañuelo en la cara.
Cuando Mamá y yo volvemos al aparcamiento la luz me golpea en la cabeza. El conductor está ahí otra vez leyendo un periódico, pero sale y nos abre la puerta.
—Asias —dice Mamá. No sé si ahora va a hablar así de mal siempre. Yo preferiría que me dolieran los dientes a hablar así.
Volviendo a la clínica no dejo de mirar la calle que pasa por mi lado a toda velocidad, y canto la canción de la cinta de carretera y la ruta de vuelo interminable.
La Muela Mala todavía está debajo de nuestra almohada, le doy un beso. Tendría que habérmela llevado para que la doctora López la arreglara también.
Cenamos en una bandeja una comida que se llama buey Stroganoff, hecha con trocitos de carne y otros trocitos que parecen carne pero son setas, todos esparcidos en un arroz esponjoso. Mamá aún no puede comer carne, sólo sorbe montañitas del arroz, pero ya habla casi bien otra vez. Noreen llama a la puerta para decirnos que tiene una sorpresa para nosotros, el papá de Australia de Mamá.
Mamá da un grito, se levanta de un salto.
—¿Puedo comerme el Stroganoff?
—Mira, ¿por qué no bajo a Jack dentro de unos minutos, cuando haya terminado? —pregunta Noreen.
Mamá ni contesta, se va corriendo.
—Hizo un funeral por nosotros —le explico a Noreen—, pero no estábamos en el ataúd.
—Ah, cómo me alegro.
Cazo los arrocitos.
—Supongo que ésta es la semana más agotadora de tu vida —dice sentándose a mi lado.
La miro, pestañeando.
—¿Por qué?
—Bueno, todo es nuevo… Eres como un visitante de otro planeta, ¿no te parece?
Digo que no con la cabeza.
—No somos visitantes, Mamá dice que tenemos que quedarnos para siempre, hasta que nos muramos.
—Ya… Quiero decir que acabas de llegar y todo es nuevo para ti.
Cuando me lo he acabado todo, Noreen encuentra la habitación donde Mamá está sentada y cogida de las manos de una persona con una gorra. El hombre se levanta de un salto.
—Le dije a tu madre que no quería… —le dice a Mamá.
—Papá, éste es Jack —ella lo interrumpe.
El hombre dice que no con la cabeza, pero sí soy Jack, de verdad, ¿es que esperaba a otro?
Se queda mirando la mesa, tiene toda la cara sudada.
—No te lo tomes a mal.
—¿Qué quieres decir con que no me lo tome a mal? —Mamá habla casi a gritos.
—No puedo estar en la misma habitación, me dan escalofríos.
—Es un niño. Tiene cinco años —grita Mamá.
—No, no me he expresado bien, estoy… Es por el jet lag. Ya te llamaré más tarde, desde el hotel, ¿de acuerdo? —el abuelo de Australia pasa por mi lado sin mirar, ya casi está en la puerta.
Se oye un golpe, Mamá ha aporreado la mesa con la mano.
—Pues no, no estoy de acuerdo.
—Vale, vale.
—Siéntate, papá.
El hombre no se mueve.
—Para mí, él es lo más importante del mundo —dice Mamá.
¿Su papá? No, creo que lo dice por mí.
—Por supuesto, es natural —el hombre Abuelo se seca la piel de debajo de los ojos—. Pero no puedo quitarme de la cabeza a esa bestia y lo que te…
—Ah, ¿preferirías creer que estoy muerta y enterrada?
Él niega otra vez con la cabeza.
—Pues entonces tienes que vivir con ello —dice Mamá—. He vuelto…
—Es un milagro —dice él.
—He vuelto, y con Jack. Son dos milagros.
El hombre pone la mano en el pomo de la puerta.
—Es que en este momento no puedo…
—Última oportunidad —dice Mamá—. Siéntate.
Nadie hace nada.
Entonces el Abuelo vuelve a la mesa y se sienta. Mamá señala la silla que hay a su lado, así que me siento aunque no tengo ganas de estar aquí. Me miro los zapatos, que están todos llenos de arrugas por los bordes.
El Abuelo se quita la gorra, me mira.
—Encantado de conocerte, Jack.
—De nada —digo, porque sé que es de buena educación.
Más tarde estoy con Mamá en la cama, tomando a oscuras.
—¿Por qué no quería verme? ¿Ha sido otra equivocación, como lo del ataúd?
—Algo así —Mamá suelta el aire—. Cree…, creía que yo estaría mejor sin ti.
—¿En otra parte?
—No, si tú no hubieras nacido. Imagínate.
Lo intento, pero no puedo.
—Entonces, ¿tú seguirías siendo la misma Mamá?
—Bueno, no, no sería mamá. Así que figúrate qué idea tan tonta.
—¿El Abuelo de verdad es él?
—Eso me temo.
—¿Por qué lo temes?
—Quiero decir que sí, que lo es.
—¿Tu papá de cuando eras una niña pequeña en la hamaca?
—Desde que yo era un bebé de seis semanas —dice—. Fue entonces cuando me llevaron a casa del hospital.
—¿Y por qué la mamá que te llevaba en la barriga te dejó allí? ¿Por equivocación?
—Creo que estaba cansada —dice Mamá—. Era joven —se incorpora para sonarse la nariz, con mucho ruido—. Dentro de un tiempo mi papá se comportará como Dios manda, seguro —dice.
—¿Y cómo manda Dios?
Se ríe, más o menos.
—Quiero decir que se portará mejor. Más como un verdadero abuelo.
Como el Astro, aunque él no es de verdad.
Me quedo dormido enseguida, pero me despierto llorando.
—No pasa nada, no pasa nada —es Mamá, dándome besos en la cabeza.
—¿Por qué no abrazan a los monitos?
—¿Quiénes?
—Los científicos, ¿por qué no abrazan a los monitos bebés?
—Ah —al cabo de un segundo dice—: A lo mejor sí lo hacen. A lo mejor a los monos bebés acaban por gustarles los abrazos de los humanos.
—No, pero dijiste que eran raros y que se mordían.
Mamá no dice nada.
—¿Por qué los científicos no traen de nuevo a las mamás mono y piden perdón?
—No sé por qué te conté esa historia, pasó hace siglos, antes de que yo naciera.
Me pongo a toser y no hay nada para sonarme la nariz.
—No pienses más en los monitos bebés, ¿de acuerdo? Ahora están bien.
—Pues yo no creo que estén bien.
Mamá me abraza tan fuerte que me duele el cuello.
—Ay.
Se mueve.
—Jack, en el mundo hay muchísimas cosas.
—¿Trillones?
—Trillones y trillones. Si intentas metértelas todas en la cabeza, simplemente te explotará.
—Pero ¿y los monitos bebés?
Oigo que respira raro.
—Algunas de esas cosas son malas.
—Como lo de los monos.
—Y mucho peores —dice Mamá.
—¿Qué hay peor? —intento imaginar qué puede ser.
—No, esta noche no.
—¿Cuando tenga seis años, a lo mejor?
—A lo mejor.
Me abraza en cucharita.
Oigo sus respiraciones, las cuento hasta diez, y luego diez mías.
—¿Mamá?
—Sí.
—¿Tú piensas en las cosas peores?
—A veces —dice—. A veces tengo que hacerlo.
—Yo también.
—Pero luego las saco de mi cabeza y me voy a dormir.
Cuento de nuevo sus respiraciones. Pruebo a morderme; me muerdo el hombro, y duele. En vez de pensar en los monos pienso en todos los niños del mundo, en que son de verdad, no sólo salen en la Tele: comen y duermen, y hacen pis y caca igual que yo. Si tuviera algo afilado y los pinchara, sangrarían; si les hiciera cosquillas, se reirían. Me gustaría verlos, pero me mareo de pensar que ellos son tantos y yo soy sólo uno.
—Entonces, ¿lo tienes? —pregunta Mamá.
Estoy tumbado en nuestra cama de la Habitación Número Siete. Ella sólo está sentada en el borde.
—Yo echando la siesta, tú en la tele.
—En realidad estaré abajo, en el despacho del doctor Clay, hablando con la gente de la televisión —dice—. Sólo mi imagen se quedará grabada en la cámara de vídeo, y luego esta noche saldrá por la tele.
—¿Por qué quieres hablar con los buitres?
—Créeme, no quiero —me dice—. Sólo que tengo que responder a sus preguntas de una vez por todas, para que dejen de preguntar. Habré vuelto antes de que te des cuenta, ¿de acuerdo? Para cuando te despiertes, casi seguro que ya estaré aquí.
—Vale.
—Y acuérdate de que mañana nos espera una aventura. ¿Te acuerdas de adónde van a llevarnos Paul, Deana y Bronwyn?
—Al Museo de Historia Natural a ver a los dinosaurios.
—Exacto —se pone de pie.
—Una canción.
Mamá se sienta y canta Swing Low, Sweet Chariot, pero va demasiado rápido y aún está ronca por el resfriado que cogimos. Me tira de la muñeca para ver el reloj de números que llevo.
—Otra más.
—Me estarán esperando…
—Yo también quiero ir —me incorporo y me enrosco en Mamá.
—No, no quiero que te vean —dice dejándome de nuevo encima de la almohada—. Venga, ahora a dormir.
—Si me quedo solo, no tengo sueño.
—Si no duermes un poco, luego estarás agotado. Suéltame, por favor —Mamá se quita las manos. La agarro más fuerte para que no pueda—. ¡Jack!
—Quédate.
La rodeo también con las piernas.
—Suéltame. Ya llego tarde —me empuja los hombros con las manos, pero me agarro aún más—. No eres un bebé. He dicho que me sueltes…
Mamá me empuja tan fuerte que de repente me suelto, y el empujón me golpea la cabeza con la mesita… ¡pumba!
Mamá se tapa la boca con la mano.
Me pongo a gritar.
—Ay —dice—, ay, Jack, Jack, perdo…
—¿Cómo va? —la cabeza del doctor Clay, en la puerta—. Todo el equipo está ya listo para cuando llegues.
Grito y lloro más fuerte que nunca, me aguanto la cabeza rota.
—No creo que vaya a salir bien —dice Mamá acariciándome la cara mojada.
—Aún puedes echarte atrás —dice el doctor Clay acercándose.
—No, no puedo, el dinero será para cuando Jack vaya a la universidad.
El doctor hace una mueca.
—Ya hemos hablado de si eso es razón suficiente…
—Yo no quiero ir a la universidad —digo—, quiero ir a la tele contigo.
Mamá suelta todo el aire de un soplido.
—Cambio de planes. Puedes bajar a mirar nada más si te quedas completamente callado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Ni una palabra.
—¿De verdad crees que es una buena idea? —le dice el doctor Clay a Mamá.
Aunque yo ya me estoy poniendo los zapatos blanditos rápido, rápido, la cabeza todavía se me bambolea.
El despacho del doctor parece un lugar distinto: está lleno de personas y luces y máquinas por todas partes. Mamá me pone en una silla en el rincón, me da un beso en el coscorrón de la cabeza y me dice muy bajito algo que no puedo oír. Ella va a una silla más grande, donde un hombre le engancha un bichito negro en la chaqueta. Una mujer se acerca con una caja de colores y empieza a pintarle la cara a Mamá.
Reconozco a nuestro abogado Morris, que está leyendo unos folios.
—Queremos ver tanto el montaje final como las primeras tomas en bruto —está diciéndole a alguien. De pronto me mira y mueve los dedos—. Eh, gente —lo dice más fuerte—. ¿Me disculpáis? El chico está en la sala, pero no debe salir por cámara: ni planos estáticos ni fotos para uso personal, nada de nada, ¿queda claro?
Entonces todo el mundo me mira y cierro los ojos.
Cuando los abro hay otra persona que le da a Mamá la mano. ¡Ostras, es la mujer del sofá rojo con el pelo hinchado! Aunque el sofá no lo veo por ninguna parte. No había visto nunca a una persona de verdad de la Tele. Ojalá fuera Dora.
—La introducción será la primicia de las secuencias aéreas del cobertizo, sí —está diciéndole un hombre—, entonces fundimos hasta un primer plano de ella, y después pasamos al plano-contraplano —la mujer del pelo hinchado me enseña una sonrisa grandiosa. Todo el mundo está hablando y yendo de un lado a otro, así que cierro de nuevo los ojos y me aprieto fuerte los agujeros de los oídos, como me ha dicho el doctor Clay que haga cuando vea que es demasiado. Alguien está contando.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno…
¿Va a despegar un cohete?
La mujer del pelo hinchado pone una voz especial y junta las manos para rezar.
—Permítame antes de nada expresar mi gratitud, y la gratitud de todos nuestros telespectadores, por acceder a hablar con nosotros apenas seis días después de su liberación. Por negarse a guardar silencio por más tiempo.
Mamá pone una sonrisa chiquitita.
—¿Podría empezar contándonos qué ha sido lo que más ha echado de menos en estos siete largos años de cautiverio? Aparte de a su familia, por supuesto.
—Las visitas al dentista, en realidad —la voz de Mamá sale aguda y rápida—. Lo cual no deja de ser irónico, porque antes detestaba incluso lavarme los dientes.
—Ha salido usted a un mundo nuevo. En medio de una crisis económica y medioambiental, con nuevo presidente…
—Vimos la investidura por la tele —dice Mamá.
—¡Magnífico! Pero debe de parecerle que muchas cosas han cambiado.
Mamá se encoge de hombros.
—Nada parece drásticamente distinto, aunque lo cierto es que aún no he salido a la calle, salvo para ir al dentista —la mujer sonríe como si fuera una broma—. No, quiero decir que todo lo percibo diferente, pero se debe a que soy yo la que ha cambiado.
—¿Siente que este durísimo golpe la ha hecho más fuerte ante la adversidad?
Me froto la cabeza, que todavía sigue rota por el golpe que me he dado con la mesa. Mamá hace una mueca.
—Antes… yo era una persona muy corriente. Ni siquiera fui vegetariana, jamás pasé por una fase gótica…
—Y ahora es usted una joven extraordinaria con una extraordinaria historia que contar, y nos sentimos muy honrados por ser nosotros… —la mujer aparta la mirada para hablarle a una de las personas que llevan las máquinas—. Vamos a probar otra vez —vuelve a mirar a Mamá y pone de nuevo la voz especial—. Y nos honra enormemente que haya elegido este espacio para contarla. Ahora, y sin necesidad de expresarlo en términos de síndrome de Estocolmo, por así decir, muchos de nuestros telespectadores tendrán curiosidad, o más bien les interesará saber si llegó usted en algún sentido a… depender emocionalmente de su captor.
Mamá niega con la cabeza.
—Lo odiaba.
La mujer asiente.
—Le daba patadas y gritaba. Una vez lo golpeé en la cabeza con la tapa de la cisterna del inodoro. No me lavé durante mucho tiempo; no le hablaba.
—¿Eso fue antes o después del trágico parto en que la criatura nació muerta?
Mamá se tapa la boca con la mano.
—Cláusula…, no desea hablar de esa cuestión —dice Morris rápidamente, pasando las páginas que tiene en la mano.
—Oh, no vamos a entrar en detalles —dice la mujer del pelo hinchado—, pero parece fundamental establecer la secuencia…
—No, en realidad lo fundamental es atenerse al contrato —le dice él.
A Mamá le tiemblan mucho las manos y se las guarda debajo de las piernas. No mira hacia mi rincón, ¿se habrá olvidado de que estoy aquí? Le hablo dentro de mi cabeza, pero no me está oyendo.
—Créame —le dice la mujer a Mamá—, únicamente procuramos ayudarla a que cuente su historia al mundo —baja la mirada al papel que tiene en el regazo—. Así pues, de pronto estaba embarazada por segunda vez, en el infernal agujero donde llevaba ya malviviendo dos años de su preciosa juventud. ¿Había días en que sentía que estaba… mmm, obligada a gestar el fruto de ese hombre…?
Mamá la interrumpe.
—En realidad fue mi salvación.
—Su salvación. Eso es hermoso.
Mamá tuerce la boca.
—No puedo hablar por nadie más. Al igual que me sometí a un aborto cuando tenía dieciocho años y jamás lo he lamentado.
A la mujer del pelo hinchado se le queda la boca un poco abierta. Entonces vuelve a mirar el papel y después otra vez a Mamá.
—Aquel frío día de marzo, hace cinco años, dio a luz sola, en condiciones medievales, a un bebé sano. ¿Fue la cosa más dura que ha hecho en su vida?
Mamá niega con la cabeza.
—La mejor.
—Bueno, también la mejor, por supuesto. Toda madre dice…
—Sí, pero entienda que en mi caso, para mí, Jack lo fue todo. Volví a la vida, de repente yo importaba. Así que después de dar a luz empecé a ser correcta.
—¿Correcta? Se refiere a su relación con…
—Se trataba únicamente de mantener a Jack a salvo.
—Imagino que ser correcta se convirtió para usted en una agonía, algo sumamente difícil.
Mamá dice que no con la cabeza.
—Ponía el piloto automático, como una de las mujeres perfectas de Stepford, ¿me entiende?
La mujer del pelo hinchado asiente todo el rato.
—Sin embargo, ingeniárselas para poder criar al niño usted sola, sin libros, ni expertos, ni siquiera parientes, tuvo que ser terriblemente difícil.
Mamá se encoge de hombros.
—Creo que lo que los bebés necesitan básicamente es estar cerca de sus madres. No, lo único que temía era que Jack se pusiera enfermo… O enfermar yo, porque él necesitaba que yo estuviera bien. Así que sólo precisé las nociones que recordaba de educación sanitaria, como lavar a mano, cocinar muy bien los alimentos…
La mujer asiente.
—Le daba el pecho. De hecho, puede que a algunos de nuestros telespectadores les asombre saberlo, por lo que sé, todavía se lo da, ¿verdad?
Mamá se echa a reír. La mujer la mira fijamente.
—De toda esta historia, ¿ése es el detalle asombroso?
La mujer baja la mirada otra vez al papel.
—Allí estaban los dos, usted y su bebé, condenados a la soledad de su confinamiento…
Mamá niega con la cabeza.
—Ninguno de los dos estuvo ni un minuto solo.
—Bueno, sí, pero para criar a un niño hace falta todo un pueblo, como dicen en África…
—Si tienes un pueblo. Pero si no lo tienes, puede que sólo hagan falta dos personas.
—¿Dos? ¿Se refiere a usted y a su…?
A Mamá se le congela la cara.
—Me refiero a Jack y a mí.
—Ah.
—Lo hicimos juntos.
—Es estupendo. Permítame preguntarle… Sé que enseñó a su hijo a rezarle a Jesús. ¿La fe fue muy importante para usted?
—Fue… parte de lo que yo podía transmitirle.
—Además, imagino que la televisión ayudaba a sobrellevar el aburrimiento y a que los días transcurrieran un poquito más rápido.
—Con Jack no me aburría nunca —dice Mamá—. Ni él conmigo, o por lo menos no lo creo.
—Maravilloso. Veamos, usted llegó luego a una decisión que algunos expertos están calificando de extraña: le enseñó a Jack que el mundo medía tres metros y medio por tres metros y medio, y que todo lo demás, todo lo que veía por la tele, o las historias que le contaba de los pocos libros de que disponían, no era más que fantasía. ¿Le pesaba engañarle?
Mamá la mira con cara de pocos amigos.
—¿Qué se supone que debía decirle?: «Eh, ahí fuera hay todo un mundo lleno de diversión y tú no puedes disfrutar de nada de todo eso»…
La mujer se humedece los labios.
—Bueno, no me cabe duda de que nuestros telespectadores conocen ya los apasionantes detalles de su rescate…
—Evasión —dice Mamá. Y me mira y me sonríe.
Me pilla por sorpresa. Le devuelvo la sonrisa, pero ya no me mira.
—Evasión, exacto, y la detención del…, del presunto secuestrador. Veamos, ¿tuvo usted en algún momento la impresión, con el paso de los años, de que a este hombre le preocupaba… a un nivel humano básico, aunque fuera de un modo retorcido…, el hijo que él había engendrado?
Los ojos de Mamá se han convertido en rendijas.
—Jack no es de nadie más que mío.
—Eso es indiscutible, y además en un sentido muy verdadero —dice la mujer—. Simplemente me preguntaba si, desde su punto de vista, la relación genética, biológica…
—No existió ninguna relación —las palabras de Mamá le salen de entre los dientes.
—Y al mirar a Jack, ¿nunca le ha ocurrido que le recordara dolorosamente sus orígenes?
Mamá aprieta aún más los ojos.
—No me recuerda a nada salvo a sí mismo.
—Ajá —dice la mujer de la tele—. Cuando ahora piensa en su captor, ¿el odio la carcome? —espera—. Una vez que se enfrente cara a cara con él en el juicio, ¿cree que alguna vez podrá perdonarle?
La boca de Mamá se tuerce.
—Digamos que eso no es una prioridad para mí —contesta—. Procuro pensar en él lo menos posible.
—¿Se da cuenta del modelo en el que usted se ha convertido?
—Un mo… Perdone, ¿a qué se refiere?
—En un modelo de esperanza —dice la mujer sonriendo—. En cuanto anunciamos que íbamos a hacer esta entrevista, nuestros telespectadores empezaron a llamar por teléfono, a enviar correos electrónicos, SMS, donde insisten en que usted es un ángel, un talismán de bondad…
Mamá pone mala cara.
—Mi único mérito fue sobrevivir. Y claro, admito que no lo hice nada mal criando a Jack. De eso estoy bastante satisfecha.
—Veo que es usted muy modesta.
—No, pero admito que todo esto me resulta irritante —la mujer del pelo hinchado pestañea dos veces—. Tanta reverencia…, no soy una santa —la voz de Mamá vuelve a subir de volumen—. Me gustaría que la gente dejara de tratarnos como si fuéramos los únicos que han pasado por una experiencia terrible. Estoy encontrando cosas en Internet que le parecerían increíbles.
—¿Otros casos como el suyo?
—Sí, pero no sólo eso… Claro que cuando me despertaba en aquel cobertizo pensaba que nadie lo había pasado nunca tan mal como yo. Pero la cuestión es que la esclavitud no es nada nuevo. Y en cuanto a vivir incomunicada…, ¿sabe que en Estados Unidos hay más de veinticinco mil prisioneros en celdas de aislamiento? Algunos llevan más de veinte años ahí metidos —señala con la mano a la mujer del pelo hinchado—. Y si hablamos de los niños… Hay lugares donde los bebés viven en orfanatos, cinco por cuna, con el chupete pegado a la boca con esparadrapo, hay críos a los que su padre viola todas las noches; hay niños en cárceles, o como quiera llamársele, tejiendo alfombras hasta quedarse ciegos…
Todo queda en silencio durante unos momentos.
—Las vivencias por las que ha pasado han hecho que… —dice la mujer—, que empatice enormemente con los niños que sufren en el mundo.
—No sólo niños —dice Mamá—. Hay gente encerrada contra su voluntad de mil maneras distintas.
La mujer carraspea y vuelve a mirar el papel del regazo.
—Antes ha dicho que «no lo hizo nada mal» criando a Jack, aunque por supuesto es una tarea que dista mucho de haber concluido. Sin embargo, ahora cuenta usted con la gran ayuda de su familia, así como la de muchos profesionales que se dedican a ello.
—En realidad, ahora es más difícil —Mamá baja la vista—. Cuando nuestro pequeño mundo medía tres metros y medio cuadrados todo era más fácil de controlar. Ahora mismo hay muchas cosas que trastocan a Jack. Sin embargo, odio que los medios hablen de él como un «curioso fenómeno» o un «sabio idiota» o, esa expresión, «pequeño salvaje»…
—Bueno, es un niño muy especial.
Mamá se encoge de hombros.
—Simplemente ha pasado sus primeros cinco años de vida en un lugar raro, eso es todo.
—Así pues, ¿usted no cree que el suplicio por el que ha pasado vaya a marcarlo, a dejar secuelas?
—Para Jack no fue un suplicio, las cosas eran como eran, punto. Y sí, tal vez, pero a todos nos marca algo.
—Desde luego, al parecer está dando pasos de gigante hacia su recuperación —dice la mujer del pelo hinchado—. Veamos, acaba de decir que Jack era «más fácil de controlar» cuando ambos estaban en cautiverio…
—No, las cosas eran más fáciles de controlar.
—Debe de sentir una necesidad casi patológica, y por otra parte comprensible, de custodiar la relación de su hijo con el mundo.
—Sí, a eso se le llama ser madre —dice Mamá, casi con un gruñido.
—¿Existe algún sentido en el que eche de menos estar al otro lado de una puerta cerrada?
Mamá se vuelve hacia Morris.
—¿Se le permite hacerme preguntas tan estúpidas?
La mujer del pelo hinchado tiende la mano y otra persona le da una botella de agua; toma un sorbo.
El doctor Clay levanta la mano.
—Si me permiten… Creo que todos percibimos que mi paciente está al límite… o para ser exactos, que ya lo ha pasado.
—Si necesita una pausa, podemos seguir grabando después.
Mamá niega con la cabeza.
—Terminemos de una vez.
—Muy bien, de acuerdo —dice la mujer, con otra de sus sonrisas enormes de mentira, como la de un robot—. Hay algo a lo que desearía volver, si me lo permite. Cuando Jack nació… Algunos de nuestros telespectadores se han preguntado si en algún momento se le ocurrió…
—¿Qué, ponerle una almohada encima de la cabeza?
¿Mamá habla de mí? Pero las almohadas se ponen debajo de la cabeza.
La mujer agita la mano de un lado a otro.
—Dios no lo quiera, no. En cambio, ¿se planteó alguna vez pedirle a su captor que se llevara a Jack?
—Que se lo llevara ¿adónde?
—Que lo dejara a las puertas de un hospital, por ejemplo, y pudieran adoptarlo. Igual que la adoptaron a usted, muy felizmente por lo que sé.
Veo que Mamá traga saliva.
—¿Por qué habría tenido que hacer eso?
—Bueno, para que él fuera libre.
—Libre, ¿lejos de mí?
—Habría sido un sacrificio, por supuesto, el sacrificio supremo, pero ¿y si así Jack hubiera tenido una infancia normal, feliz, junto a una familia que lo quisiera?
—Me tenía a mí —dice Mamá, palabra por palabra—. Conmigo tuvo una infancia, la considere usted normal o no.
—Pero usted sabía lo que se estaba perdiendo —dice la mujer—. Cada día necesitaba conocer un mundo más vasto, y lo único que usted podía ofrecerle cada vez se reducía más. Sin duda debía de torturarla el recuerdo de todo aquello que Jack ni siquiera sabía que necesitaba. Amigos, escuela, naturaleza, nadar, parques de atracciones…
—¿Por qué todo el mundo acaba hablando de los parques de atracciones? —la voz de Mamá suena áspera—. De niña, yo los odiaba.
La mujer suelta una risita.
A Mamá le caen lágrimas por la cara, levanta las manos para cogerlas. Me levanto de la silla y corro hacia ella; algo se cae, pumba, llego a Mamá y la abrazo con todas mis fuerzas.
—No pueden aparecer imágenes del niño… —grita Morris.
Cuando me despierto por la mañana, Mamá está ida.
No sabía que en el mundo también pudiera tener días así. Le muevo el brazo, pero ella sólo deja escapar un pequeño gemido y mete la cara debajo de la almohada. Tengo mucha sed, me retuerzo a su lado e intento tomar un poco, pero no se da la vuelta, no me deja. Me quedo acurrucado a su lado cientos de horas.
No sé lo que hacer. Cuando Mamá estaba ida en la Habitación, yo podía levantarme solo y preparar el desayuno y ver la Tele.
Respiro por la nariz y noto que ya no la tengo tapada, creo que el resfriado se me ha perdido.
Me levanto y tiro de la cuerda para abrir un poco la persiana. Todo resplandece, la luz rebota en la ventana de un coche. Pasa un cuervo, me da un susto. No creo que a Mamá le guste la luz, así que vuelvo a tirar de la cuerda. La barriga me ruge, grrrrrrrrrrr.
Entonces me acuerdo del timbre que hay al lado de la cama. Lo aprieto y primero no pasa nada, pero al cabo de un minuto llaman a la puerta, toc, toc.
La abro solamente un poquito, es Noreen.
—Hola, encanto, ¿qué tal estás hoy?
—Tengo hambre. Mamá está ida —digo muy bajito.
—Bueno, pues vamos a buscarla, ¿de acuerdo? Seguro que ha salido un momento.
—No, está aquí, pero en realidad no está.
Noreen parece hecha un lío.
—Mira —señalo a la cama—. Es uno de esos días en que no se levanta.
Noreen llama a Mamá por su otro nombre y le pregunta si se encuentra bien.
—No, no le hables —le susurro.
Vuelve a decírselo a Mamá, más fuerte aún:
—¿Quieres que te traiga alguna cosa?
—Déjame dormir —nunca antes había oído a Mamá decir nada cuando estaba ida. Parece la voz de un monstruo.
Noreen se acerca a los cajones y saca ropa para mí. Vestirse casi a oscuras no es fácil, y al principio meto las dos piernas en una pata del pantalón y tengo que apoyarme en ella. No es tan malo tocar a la gente queriendo, es peor cuando ellos me tocan a mí, siento algo así como descargas eléctricas.
—Zapatos —susurra Noreen. Los encuentro y meto los pies a presión y cierro el Velcro; no son los blanditos que me gustan—. Buen chico.
Noreen está en la puerta, me hace señas con la mano para que vaya con ella. Me aprieto la coleta, que se estaba soltando. Encuentro la Muela Mala y mi piedra y mi hélice de arce y me las guardo en el bolsillo.
—Tu mamá debió de quedarse agotada después de la entrevista —dice Noreen en el pasillo—. Hace ya media hora que tu tío está en la recepción esperando a que os levantéis.
¡Claro, la aventura! Pero no puede ser, porque Mamá está ida.
El doctor Clay está en las escaleras, habla con Noreen. Me agarro con todas mis fuerzas a la barandilla con las dos manos, bajo un pie, luego el otro, dejo resbalar las manos y no me caigo; sólo hay un momento en que parece que me voy a caer, pero enseguida apoyo el pie otra vez.
—Noreen.
—Un segundito.
—Es que estoy bajando las escaleras.
Me mira sonriente.
—Pero ¡caramba!
—Anda, choca esos cinco —dice el doctor Clay.
Me suelto de una mano para chocársela.
—¿Aún quieres ir a ver los dinosaurios?
—¿Sin Mamá?
El doctor Clay asiente.
—Pero estarás con tu tío y tu tía en todo momento, no has de temer nada. ¿O prefieres dejarlo para otro día?
Sí pero no, porque otro día a lo mejor los dinosaurios no están.
—Hoy, por favor.
—Buen chico —dice Noreen—, así tu Mamá puede echarse una buena siesta y cuando vuelvas podrás explicarle todo lo de los dinosaurios.
—Qué tal, amiguete —es Paul, mi Tío, no sabía que lo dejaran entrar en el comedor. Creo que «amiguete» es como los hombres dicen «cielo».
Desayuno con Paul sentado a mi lado, qué raro. Habla por un teléfono pequeño, dice que al otro lado está Deana. El otro lado es el que no se ve. Hoy hay zumo sin trocitos. Está riquísimo, Noreen dice que lo han pedido especialmente para mí.
—¿Listo para tu primera excursión al exterior? —me pregunta Paul.
—Ya llevo seis días en el Exterior —le explico—. Al aire libre he estado tres veces, y he visto hormigas, helicópteros y dentistas.
—Jo.
Después de la magdalena me pongo la chaqueta, el gorro y el protector y las gafas de sol chulas. Noreen me da una bolsa de papel marrón por si me cuesta respirar.
—De todos modos —dice Paul cuando salimos por la puerta giratoria—, seguramente lo mejor es que tu mamá no venga hoy con nosotros, porque después de salir en ese programa de televisión anoche, todo el mundo la reconocería.
—¿Todas las personas del mundo entero?
—O casi —dice Paul.
En el aparcamiento levanta un poco el brazo, como si quisiera que le diera la mano. Luego se le cae otra vez.
Algo me roza la cara y doy un grito.
—Una gotita de lluvia, nada más —dice Paul.
Miro el cielo, está gris.
—¿Va a caernos toda encima?
—No pasa nada, Jack.
Quiero volver a la Habitación Número Siete con Mamá, aunque esté ida.
—Bueno, ya estamos…
Hay una furgoneta verde, y Deana está en el asiento del volante. Mueve los dedos para saludarme desde el otro lado de la ventana. En el medio veo una cara más pequeña. La furgoneta no se abre hacia fuera, sino que tiene una parte que se desliza y subo escalando.
—Por fin —dice Deana—. Bronwyn, cielo, ¿vas a decirle hola a tu primo Jack?
Es una niña casi tan grande como yo. Tiene la cabeza llena de trencitas igual que Deana, pero con bolitas relucientes en las puntas y un elefante de peluche y cereales en una tarrina con una tapa en forma de rana.
—Hola, Jack —me dice con voz chillona.
Hay un elevador para mí al lado de Bronwyn. Paul me enseña a encajar la hebilla, quiero probarlo. A la tercera lo hago todo yo solo, Deana aplaude y Bronwyn también. Luego Paul empuja la puerta corredera y la cierra de golpe, ¡zas! Doy un brinco, quiero ir con Mamá, creo que voy a echarme a llorar, pero no lo hago.
Bronwyn no deja de decir «Hola, Jack. Hola, Jack». Aún no sabe hablar bien, dice cosas como «Papi canta» y «Guau bonito», y «Mami, quiero más pesesitos», que son galletitas saladas con forma de pez. Papi quiere decir Paul y Mami quiere decir Deana, pero así sólo los llama Bronwyn, igual que a Mamá nadie la llama Mamá más que yo.
Estoy asustiente, aunque un poco más valiente que asustado, porque esto no es una cosa fea como hacerme pasar por muerto dentro de la Alfombra. Cada vez que se nos acerca un coche de frente digo sin voz que tiene que quedarse en su lado, porque si no la agente Oh lo meterá en la cárcel con la camioneta marrón. Por la ventana se ve parecido a la Tele pero más borroso. Veo coches aparcados, una hormigonera, una moto y un remolque con uno, dos, tres, cuatro, cinco coches montados encima, justo el número que más me gusta. En un jardín delante de una casa veo a un niño que empuja una carretilla con un niño más chiquitín dentro, parece divertido. Un perro cruza una calle arrastrando a un humano de una cuerda; creo que éste sí que va atado, no como aquellos niños de la guardería que solamente se agarraban. Los semáforos se ponen en verde y hay una mujer con muletas dando saltitos y un pájaro enorme en un cubo de basura; Deana dice que es una gaviota, se comen cualquier cosa de lo que sea.
—Son omnívoras —le digo.
—Ostras, sabes palabras importantes.
Giramos en un sitio donde hay árboles.
—¿Ya hemos vuelto a la clínica? —pregunto.
—No, no, sólo vamos a hacer una parada estratégica en el centro comercial para comprar un regalo, porque Bronwyn tiene una fiesta de cumpleaños esta tarde.
El centro comercial son las tiendas, como en las que el Viejo Nick nos compra la comida; bueno, nos compraba, supongo que ya no.
Paul va a ir solo al centro comercial, aunque como dice que no sabe qué escoger, al final va Deana. Pero entonces Bronwyn se pone a chillar.
—Yo con mami, yo con mami —así que va a ir Deana empujando a Bronwyn en el carrito rojo, y Paul y yo esperaremos en la furgoneta.
Me quedo mirando el carrito rojo.
—¿Puedo probar?
—Luego, en el museo —me dice Deana.
—Oye, como de todos modos tengo que ir al baño —dice Paul—, será más rápido si entramos todos en una carrera.
—No sé…
—Entre semana no tendría por qué haber una locura de gente.
Deana me mira, sin sonreír.
—Jack, ¿te gustaría entrar al centro comercial en el carrito, un par de minutos nada más?
—Sí, claro.
Me monto detrás y vigilo que Bronwyn no se caiga, porque soy el primo mayor.
—Como Juan el Bautista —le digo a Bronwyn, aunque no me está escuchando.
Cuando llegamos, las puertas hacen un ruidito y se abren solas por la mitad; por poco me caigo del carro, pero Paul me dice que son sólo ordenadores diminutos que se mandan señales unos a otros, que no me preocupe por eso.
Todo es superresplandeciente y gigantorme, no sabía que por dentro las cosas pudieran ser tan grandes como por fuera, ¡si hasta hay árboles! Oigo música, pero no veo a los que tocan los instrumentos. Y, ¡alucinante!, ¡una mochila de Dora! Me agacho a tocarle la cara, me sonríe y baila delante de mí.
—Dora —le susurro.
—Ah, sí —dice Paul—, Bronwyn también estaba enloquecida con ella. Ahora le ha dado por Hannah Montana.
—Hannah Montana —canta Bronwyn—. Hannah Montana.
La mochila de Dora tiene tiras, es como su Mochila, pero en ésta se ve a Dora en lugar de la cara de su Mochila. También tiene un asa, y al cogerla se sale. Creo que la he roto, pero resulta que es una maleta de ruedecitas y mochila al mismo tiempo, magia potagia.
—¿Te gusta? —Deana me lo está preguntando a mí—. ¿Quieres guardar tus cosas aquí?
—Quizá mejor una que no sea rosa —le dice Paul—. ¿Qué te parece ésta, Jack, a que es guay? —sostiene en alto una bolsa de Spiderman.
Le doy a Dora un abrazo enorme. Me parece oír que susurra: «Hola, Jack».
Deana intenta coger la bolsa de Dora, pero no pienso dejar que se la lleve.
—Tranquilo, sólo tengo que pagársela a la señora, y en dos segundos te la devuelvo…
No son dos segundos, son treinta y siete.
—Ahí hay un baño —dice Paul, y se va corriendo.
La señora está envolviendo la bolsa en papel y por eso ya no puedo ver a Dora; la mete en un cartón grande, y entonces Deana me la da, balanceándola de unos cordeles. Saco a Dora y meto los brazos por las tiras, y de pronto la llevo puesta, llevo a Dora colgada a la espalda, de verdad verdadera.
—¿Qué se dice? —pregunta Deana.
Pues no sé.
—Mira, bolsito bonito para Bronwyn —dice Bronwyn, y me enseña una bolsa de lentejuelas con corazones colgando de unos cordones.
—Sí, cielo, pero tienes montones de bolsitos bonitos en casa —le quita la bolsa brillante, y Bronwyn chilla y uno de los corazones se cae al suelo.
—A ver si alguna vez podemos avanzar más de cinco metros antes del primer berrinche, ¿no? —dice Paul, que ya ha vuelto.
—Si hubieras estado aquí, podrías haberla distraído —le contesta Deana.
—¡Bolsito bonito para Bronwyn!
Deana la levanta y la sienta de nuevo en el carrito.
—Anda, vamos.
Recojo el corazón y me lo guardo en el bolsillo con los demás tesoros, y echo a caminar al lado del carrito.
Luego cambio de idea y meto todos los tesoros en mi mochila de Dora, donde está la cremallera de delante. Me duelen los zapatos, así que me los quito.
—¡Jack! —es Paul, me está llamando.
—Deja de gritar su nombre a los cuatro vientos, ¿hace falta que te lo recuerde? —dice Deana.
—Ah, sí, vale.
Veo una manzana gigantesca hecha de madera.
—Eso me gusta.
—Qué locura, ¿eh? —dice Paul—. ¿Qué te parece este tambor para Shirelle? —le pregunta a Deana.
Ella pone los ojos en blanco.
—Riesgo de conmoción cerebral. Ni lo intentes.
—¿Puedo quedarme con la manzana, gracias? —pregunto.
—No creo que cupiera en tu mochila —dice Paul sonriendo.
Luego encuentro una cosa plateada y azul que parece un cohete.
—Quiero esto, gracias.
—Es una cafetera —dice Deana colocándola de nuevo en la estantería—. Ya te hemos comprado una mochila, por hoy está bien, ¿de acuerdo? Ahora sólo estamos buscando un regalo para la amiga de Bronwyn, y así nos podremos ir.
—Perdone, ¿son de su hija mayor? —quien habla es una mujer vieja que lleva mis zapatos en la mano.
Deana se queda mirándola.
—Jack, amiguete, me parece que algo no cuadra —dice Paul señalando mis calcetines.
—Ay, muchas gracias —dice Deana cogiendo los zapatos que le da la mujer y arrodillándose a mi lado. Me aprieta el pie para que entre en el derecho, y luego en el izquierdo—. No paras de pregonar su nombre —le dice a Paul apretando los dientes.
No sé qué tiene de malo mi nombre.
—Perdón, perdón —dice Paul.
—¿Por qué ha dicho que era tu hija mayor? —pregunto.
—Ah, es porque llevas el pelo largo y la mochila de Dora —dice Deana.
La mujer vieja ha desaparecido.
—¿Era una señora mala?
—No, no.
—Pero si se diera cuenta de que tú eres el Jack que eres —dice Paul—, podría hacerte una foto con el móvil o algo así, y tu madre nos mataría.
Empiezo a sentir golpes dentro del pecho.
—¿Por qué Mamá os…?
—Perdona, quiero decir…
—Se enfadaría mucho, eso es lo que quiere decir —me explica Deana.
Me pongo a pensar en Mamá, tumbada en la oscuridad, ida.
—No quiero que se enfade.
—No, claro que no.
—¿Podéis volverme ya a la clínica, por favor?
—Muy pronto.
—Ahora.
—¿No quieres visitar el museo? Vamos para allá en un minuto. Webkinz —le dice Deana a Paul—, una de esas mascotas de peluche siempre es un éxito. Creo que hay una juguetería pasando la zona de los restaurantes…
Voy tirando todo el rato de mi mochila rodante; el Velcro de los zapatos me aprieta demasiado. Bronwyn tiene hambre, así que comemos palomitas, que es la cosa más crujiente que he comido en mi vida, aunque se me quedan pegadas en la garganta y me pongo a toser. Paul coge unos cafés con leche de la cafetería para Deana y para él. Cuando se me caen trocitos de palomitas de la bolsa, Deana dice que los deje, porque tenemos muchas y nunca se sabe lo que puede haber en el suelo. Qué sucio lo he puesto todo, Mamá se enfadará. Deana me da una toallita húmeda para quitarme el pegajoso de los dedos, y luego me la guardo en mi mochila de Dora. Aquí dentro hay demasiada luz y creo que nos hemos perdido. Ojalá estuviera en la Habitación Número Siete.
Tengo pis, Paul me lleva a un cuarto de baño donde hay unos lavabos torcidos muy raros colgados de la pared. Paul los señala.
—Adelante.
—¿Dónde está el váter?
—Éstos son unos especiales, sólo para chicos.
Sacudo la cabeza y vuelvo a salir.
Deana dice que vaya con ella y con Bronwyn, y me deja escoger el cubículo.
—Magnífico, Jack, sin salpicar ni una gota.
¿Por qué iba a salpicar?
Cuando le baja a Bronwyn la ropa interior no es como el Pene o la vagina de Mamá, sino una parte carnosa del cuerpo con una rajita en medio y sin pelos. Pongo el dedo encima y aprieto, es blandito.
Deana me aparta la mano con un golpe.
No puedo dejar de gritar.
—Cálmate, Jack. ¿Te he…, te duele la mano?
Me sale un montón de sangre de la muñeca.
—Lo siento —dice Deana—, lo siento de verdad, debe de haber sido con el anillo —se mira el anillo, lleno de trocitos dorados—. Pero escucha, es que no nos tocamos las partes íntimas unos a otros, eso no está bien. ¿De acuerdo?
No sé cuáles son las partes íntimas.
—¿Estás, Bronwyn? Deja que mamá te limpie.
Se pone a frotarle a Bronwyn lo mismo que yo le he tocado, pero luego no se da ningún cachete.
Cuando me lavo las manos, la sangre me duele más. Deana no deja de hurgar en el bolso buscando una tirita. Al final dobla una toallita de papel marrón y me dice que me apriete en la herida.
—¿Todo guay del Paraguay? —dice Paul al salir.
—No preguntes —dice Deana—. ¿Podemos salir de aquí?
—¿Y qué pasa con el regalo para Shirelle?
—Podemos envolver alguna cosa de Bronwyn que parezca nueva.
—Una cosa mía no —grita Bronwyn.
Se ponen a discutir. Quiero estar en la cama a oscuras con Mamá, que es tan blandita, sin nada de música invisible y personas anchas con la cara colorada que pasan por mi lado y chicas riéndose con los brazos hechos un nudo y trocitos del cuerpo que se ven a través de la ropa. Aprieto el corte para que deje de salir sangre, cierro los ojos al andar, me choco con una maceta. No es una planta de verdad, como la Planta hasta que se murió, es de plástico.
De pronto veo que alguien me sonríe…, ¡es Dylan! Voy corriendo y le doy un abrazo enorme.
—Un libro —dice Deana—, perfecto, dadme dos segundos.
—Es Dylan la Excavadora, es mi amigo de la Habitación —le explico a Paul—. «¡Aaaaaquí está Dylan, la robusta excavadora! Remueve la tierra con su pala mordedora. Mira cómo hunde su largo brazo en la tierra…».
—Genial, amiguete. Ahora, ¿puedes dejarlo donde estaba?
Acaricio la frente de Dylan, que de repente se ha vuelto suave y reluciente…, ¿cómo habrá llegado hasta el centro comercial?
—Cuidado, no vayas a mancharlo de sangre —Paul me enrolla un pañuelo en la mano. Creo que el papel marrón se me ha caído—. ¿Por qué no escoges un libro distinto que no hayas leído nunca?
—Mami, mami —Bronwyn intenta arrancar una joya de la tapa de un libro.
—Ve a pagar —dice Deana poniéndole a Paul un libro en la mano, y luego va corriendo hasta Bronwyn.
Abro mi mochila de Dora, meto a Dylan y cierro la cremallera para que esté en lugar seguro.
Cuando Deana y Bronwyn vuelven, nos acercamos a la fuente para oír el ruido del agua, pero sin que nos salpique.
—Ninero, ninero —está diciendo Bronwyn, y entonces Deana le da una moneda y Bronwyn la tira al agua.
—¿Quieres una? —Deana me lo dice a mí.
Debe de ser un cubo de basura especial para el dinero que esté demasiado sucio. Cojo la moneda y la tiro adentro, y saco la toallita húmeda para limpiarme los dedos.
—¿Has pedido un deseo?
Nunca antes había pedido un deseo con basura.
—¿Para qué?
—Para que se cumpla la cosa que más te gustaría del mundo —dice Deana.
Estar en la Habitación es lo que más me gustaría, pero creo que no está en el mundo.
Hay un hombre hablando con Paul y señalando a mi Dora.
Paul viene y abre la cremallera y saca a Dylan.
—¡Hala…, amiguete!
—Lo siento —dice Deana.
—En casa tiene un ejemplar, ¿sabe? —dice Paul—, y ha pensado que éste era el suyo —le entrega Dylan al hombre.
Voy corriendo y se lo quito de un tirón.
—«¡Aaaaaquí está Dylan, la robusta excavadora! Remueve la tierra con su pala mordedora…».
—No se da cuenta de lo que hace —dice Paul.
—«Mira cómo hunde su largo brazo en la tierra…».
—Jack, cariño, éste es de la tienda —Deana quiere arrancarme el libro de la mano. Yo lo agarro aún más fuerte otra vez y me lo escondo debajo de la camiseta.
—Soy de un planeta de otro planeta —le digo al hombre—. El Viejo Nick nos tuvo a mí y a Mamá encerrados, ahora está en la cárcel con su camioneta, pero el ángel no lo va a liberar porque es malo. Somos famosos y si nos haces una foto, te mataremos.
El hombre me mira y pestañea.
—Ejem…, ¿cuánto vale el libro? —dice Paul.
—Pues tendría que pasarlo por el lector… —dice el hombre.
Paul alarga la mano, y yo me acurruco en el suelo tapando a Dylan.
—Traeré otro ejemplar para que lo pase por el lector, ¿le parece bien? —dice Paul, y vuelve corriendo adentro de la tienda.
Deana mira por todas partes gritando:
—¿Bronwyn? ¿Cielo? —corre hasta la fuente y mira dentro y por todo alrededor—. ¿Bronwyn?
En realidad, Bronwyn está detrás de una ventana llena de vestidos, sacando la lengua delante del cristal.
—¿Bronwyn? —Deana está gritando.
Yo también saco la lengua, y Bronwyn se ríe al otro lado del cristal.
Por poco me quedo dormido en la furgoneta verde, pero no.
Noreen dice que mi mochila de Dora es chulísima y el corazón brillante también, y que Dylan la Excavadora tiene toda la pinta de ser una lectura fantástica.
—¿Qué te han parecido los dinosaurios?
—No nos ha dado tiempo a verlos.
—Ay, qué pena —Noreen me trae una tirita para la muñeca, pero sin dibujos—. Tu mamá ha estado descansando todo el día, se pondrá muy contenta de verte —llama y abre la Puerta Número Siete.
Me quito los zapatos, la ropa no, y por fin me meto en la cama con Mamá. Está calentita y blandita, me acurruco a su lado, pero con cuidado. La almohada huele mal.
—Bueno, chicos, os veo a la hora de la cena —susurra Noreen, y cierra la puerta.
Huele a vómito, me acuerdo de cuando hicimos la Gran Evasión.
—Despierta —le digo a Mamá—, has devuelto en la almohada —no se despierta, ni se queja ni se da la vuelta, no se mueve cuando tiro de ella. Nunca había visto a Mamá tan ida—. Mamá, Mamá, Mamá.
Se ha convertido en una zombi, me parece.
—¿Noreen? —grito, corro hacia la puerta. No se debe molestar a las personas, pero…—. ¡Noreen! —está al final del pasillo, da media vuelta—. Mamá ha echado un vómito.
—No te preocupes, lo limpiamos en dos segundos. Deja que vaya a por el carro…
—No, ven ahora mismo.
—Vale, vale.
Cuando enciende la luz y mira a Mamá, no dice vale.
—Código azul, habitación siete, código azul… —grita después de descolgar el teléfono.
No sé qué es… Entonces veo los frascos de las pastillas de Mamá abiertos en la mesa, parecen casi vacíos. Nunca más de dos es la norma, ¿cómo van a estar casi vacíos? ¿Adónde se han ido las pastillas? Noreen está apretando un lado del cuello de Mamá y llamándola por su otro nombre.
—¿Me oyes? ¿Me oyes?
No creo que Mamá la oiga, no creo que pueda verla. Me pongo a gritar.
—Mala idea, mala idea, mala idea.
Entra gente corriendo, una persona me arrastra hasta el pasillo. Estoy gritando «Mamá» con todas mis fuerzas, pero no basta para despertarla.