Desmentir

POR la mañana, mientras desayunamos las gachas de avena, le veo marcas.

—Tienes suciedad en el cuello.

Mamá no dice nada, sólo bebe un poco de agua. La piel se le mueve al tragar.

Creo que en realidad no es suciedad.

Tomo un poco de avena, pero está demasiado caliente y la escupo otra vez en la cuchara. Creo que ya sé lo que es. El Viejo Nick le hizo esas marcas en el cuello, aunque no sé cómo. Intento decirlo pero no sale. Lo intento otra vez.

—Perdón por hacer caer el Jeep anoche.

Bajo de mi silla y Mamá me deja acurrucarme en su regazo.

—¿Qué intentabas hacer? —me pregunta, con la voz todavía ronca.

—Enseñarle.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quería, quería, quería…

—Tranquilo, Jack. Cálmate.

—Pero el Mando se rompió y todos os enfadáis conmigo.

—Escúchame bien —dice Mamá—. El jeep me importa un pimiento.

La miro, pestañeando.

—Era mi regalo.

—Me he enfadado contigo porque lo despertaste —dice, con la voz cada vez más fuerte y rasposa.

—¿Al Jeep?

—Al Viejo Nick.

Doy un brinco, ¡ha dicho su nombre en voz alta!

—Se asustó.

—¿Se asustó de mí?

—No sabía que eras tú —dice Mamá—. Pensó que yo lo estaba atacando, que lo golpeaba con algo en la cabeza.

Me tapo la boca y la nariz, pero se me escapan las risas como si fueran burbujas.

—No me hace ninguna gracia. De divertido no tiene nada, todo lo contrario.

Le miro de nuevo el cuello, veo las marcas que le ha hecho y ya no me río.

Las gachas queman todavía, así que volvemos a la Cama para darnos un abrazo.

Hoy por la mañana está Dora, ¡yupi! Va en un bote que por poco se choca con un barco, tenemos que levantar los brazos y gritar: «Cuidado», aunque Mamá no lo hace. Los barcos son sólo Tele, y el mar también, menos cuando llegan nuestras cacas y las cartas. ¿O será que dejan de existir en el momento en que llegan allí? Alicia dice que si está en el mar puede irse a casa por ferrocarril, que es como antes se llamaban los trenes. En la Tele hay bosques, y también selvas y desiertos, calles y rascacielos y coches. Los animales viven en la Tele, menos las hormigas y la Araña y el Ratón, aunque ahora él ya ha vuelto. Los microbios son de verdad, y la sangre. Los niños son Tele, aunque son bastante parecidos a mí; mi yo del Espejo tampoco es de verdad, es sólo una imagen. A veces me gusta soltarme la coleta y echarme todo el pelo por la cara y asomar la lengua como un gusano, y luego aparezco mi cara y hago: «Buuuu».

Como es miércoles nos lavamos el pelo, hacemos turbantes con la espuma del Lavavajillas. Miro todo el cuerpo de Mamá, menos la parte del cuello.

Me pone un bigote de burbujas, pero me hace demasiadas cosquillas y me froto para quitármelo.

—¿Qué tal una barba, entonces?

Me pone todas las burbujas en la barbilla.

—Jo, jo, jo. ¿Papá Noel es un gigante?

—Eh… Bueno, supongo que es bastante grandullón —dice Mamá.

Creo que Papá Noel tiene que ser de verdad, porque nos trajo el millón de chocolatinas en la caja de la cinta lila.

—Yo era Jack el Gigante Matagigantes, que era un gigante bueno y encontraba a todos los que eran malos y les arrancaba la cabeza de un puñetazo, ¡zas!

Hacemos tambores distintos llenando más los tarros de cristal o vaciándolos un poco en cascadas. Yo convierto uno en un transformermarino jumbo megatrón con disparador antigravedad, que en realidad es la Cuchara de Madera.

Giro todo el cuello para ver Impresión: sol naciente. Se ve una barca negra con dos personas diminutas y más arriba la cara amarilla de Dios, y encima del agua una luz naranja borrosa, y cosas azules, que creo que son los otros botes; es difícil saberlo seguro porque es arte.

Para Gimnasia, Mamá quiere que hagamos Islas, que es cuando yo me pongo de pie en la Cama y Mamá coloca las almohadas, la Mecedora, las sillas plegadas y la Alfombra dobladita, la Mesa y el Cubo de la Basura en lugares sorpresa. Tengo que visitar cada isla sin pasar dos veces por la misma. La Mecedora es la más difícil, siempre intenta catapultarme hacia abajo. Mamá nada a mi alrededor porque es el Monstruo del Lago Ness que me quiere comer los pies.

Cuando me toca a mí elijo Lucha de Almohadas, pero Mamá dice que se está empezando a salir la espuma de una de las almohadas, así que mejor hacemos Karate. Siempre nos saludamos en señal de respeto por nuestro rival. Hacemos «hu», y «hi-ya» con mucha furia. Una vez golpeo con la mano demasiado fuerte y le hago daño a Mamá en la muñeca que le duele, pero sin querer.

Como está cansada, elige que juguemos a Ojos Elásticos, que consiste en tumbarnos uno al lado del otro en la Alfombra, con los brazos a los lados para caber los dos. Miramos cosas que están lejos, como la Claraboya, y luego cosas que están cerca, como las narices, tenemos que mirar entre las dos rápido, rapidísimo.

Mientras Mamá calienta la comida, conduzco el Jeep por todas partes, porque ahora ya no puede ir solito. El Mando sirve ahora para parar las cosas: por ejemplo congela a Mamá como si fuera un robot.

—Ahora te enciendo —le digo.

Se pone de nuevo a remover la olla.

—El rancho está listo —dice.

Sopa de verdura, puaj. Le soplo burbujas para hacerla más divertida.

No tengo ganas de echar la siesta, así que me bajo algunos libros. Mamá pone la voz.

—«¡Aquí está Dylan!» —entonces deja de cantar—. No soporto a Dylan.

Me quedo mirándola.

—Dylan es mi amigo.

—Ay, Jack, es que no soporto este libro, ¿entiendes? No es que Dylan me caiga mal.

—¿Por qué no soportas el libro de Dylan?

—Lo he leído demasiadas veces.

A mí, en cambio, cuando algo me gusta, me gusta siempre; como me pasa con las chocolatinas, que nunca me canso de comerlas.

—Podrías leerlo solo —dice.

Qué tontería, podría leerlos todos yo solo, hasta Alicia, lleno de todas esas palabras antiguas.

—Prefiero que me los leas tú.

Me mira con ojos duros y brillantes. Entonces abre el libro otra vez.

—«¡Aquí está Dylan!».

Como está de mal humor le dejo que lea El conejito andarín, y luego un poco de Alicia. La canción que más me gusta es Sopa de tortuga, apuesto a que no lleva verdura. Alicia está en un salón lleno de puertas, hay una muy chiquitita y cuando la abre con la llave de oro ve un jardín con flores de todos los colores y fuentes de agua fresca, pero el tamaño de Alicia no acaba de ser el correcto. Cuando al final consigue entrar en el jardín, resulta que las rosas no son de verdad sino que están pintadas, y tiene que jugar al croquet con los flamencos y los puercoespines.

Nos tumbamos encima del Edredón. Tomo un montón. Creo que si nos quedamos bien calladitos a lo mejor el Ratón vuelve. Aunque no, seguro que Mamá ha tapado bien todos los agujeros. Ella no es mala, pero a veces hace maldades.

Cuando nos levantamos damos el Alarido, y entrechoco las tapas de las sartenes como si fueran platillos. El Alarido dura siglos, porque cada vez que voy a parar, Mamá aúlla otra vez, hasta que se queda casi sin voz. Las marcas del cuello se parecen a cuando pinto con jugo de remolacha. Creo que las marcas son las huellas de los dedos del Viejo Nick.

Después juego al Teléfono con rollos de papel higiénico, me gusta cómo resuenan las palabras cuando hablo por uno gordo. Mamá es la que normalmente hace todas las voces, pero esta tarde necesita tumbarse a leer. Es El código Da Vinci, los ojos de una mujer miran hacia fuera desde la tapa. Se parece a la Mamá del Niño Jesús.

Llamo a Botas, a Patricio y al Niño Jesús y les cuento que tengo nuevos poderes porque ya tengo cinco años.

—Puedo hacerme invisible —susurro por mi teléfono—. Puedo poner la lengua del revés y volar como un cohete por el Espacio Exterior.

Mamá tiene los ojos cerrados, ¿cómo puede leer así?

Juego al Teclado, que es cuando me pongo de pie en la silla al lado de la Puerta y Mamá me canta los números, aunque hoy me los invento yo. Los marco en el Teclado superrápido, sin equivocarme. Los números no hacen pitar la Puerta, pero me gusta el ruidito que se oye cuando los aprieto.

A los Disfraces se juega en silencio. Me pongo la corona de rey, que está hecha de algunos trocitos de papel dorado y otros trocitos de papel de plata que tapan el cartón de la leche. Me invento una pulsera para Mamá con dos calcetines atados, uno blanco y uno verde.

Bajo la Caja de los Juegos de la Estantería. Mido con la regla: cada ficha de dominó tiene un poco menos de tres centímetros, y los cuadros del tablero casi dos. Hago Pedro y Pablo con los dedos: se saludan con una reverencia antes de echar a volar, primero uno y luego el otro.

Los ojos de Mamá se han abierto otra vez. Le llevo la pulsera de calcetines que le he hecho. Dice que es muy bonita y se la pone.

—¿Jugamos a Fastidia a tu Vecino?

—Dame un minuto —dice. Va al Lavabo a lavarse la cara; no sé por qué, porque no la tenía sucia. Ah, a lo mejor es que había microbios.

Yo la fastidio dos veces y ella me fastidia una. Odio perder. Luego jugamos a la Canasta y a Péscalo, le gano casi todas las partidas. Luego jugamos con las cartas solamente, bailando y haciendo peleas y otras cosas. La Jota de Diamantes es mi preferida, y también sus amigas, las otras Jotas, porque es la letra con la que empieza mi nombre.

—Mira —digo señalando el Reloj—, las 05.01. Ya podemos cenar.

Hay un perrito caliente para cada uno, ñam.

Para ver la Tele me acurruco en la Mecedora; Mamá se sienta en la Cama con el Costurero, tiene que coger el dobladillo de su vestido marrón con trocitos rosas. Vemos el planeta hospital, donde los médicos y las enfermeras hacen agujeros en las personas para sacarles los microbios. Las personas están dormidas, no muertas. Los médicos no muerden el hilo para cortarlo como hace Mamá, sino que usan puñales superafilados y después cosen otra vez a las personas, igual que le pasó a Frankenstein.

Cuando vienen los anuncios, Mamá me pide que quite la voz. Hay un hombre con un casco amarillo taladrando un agujero en la calle, se aguanta la frente y pone una mueca.

—¿Le duele? —pregunto.

Mamá levanta la mirada de la costura.

—Le debe de doler la cabeza por el ruido del taladro.

El ruido no lo oímos, porque la Tele está sin voz. El hombre de la Tele está delante de un lavabo tomándose una pastilla de un frasco, y después sale sonriendo y lanzándole una pelota a un niño.

—Mamá, Mamá.

—¿Qué? —está haciendo un nudo.

—Es nuestro frasco. ¿Estabas mirando? ¿Estabas mirando al hombre al que le dolía la cabeza?

—Pues no, la verdad.

—El frasco de donde sacó la pastilla era igualito que el nuestro, el de los matadolores.

Mamá se queda mirando la pantalla, pero ahora sale un coche corriendo por una montaña.

—No, antes —digo—. De verdad, tenía nuestro frasco de matadolores.

—Bueno, a lo mejor era de la misma clase, pero no era el nuestro.

—¡Que sí!

—No, hay muchos iguales.

—¿Dónde?

Mamá me mira, luego mira otra vez el vestido y estira el dobladillo.

—Bueno, nuestro frasco está ahí, en la estantería, y los demás están… —no dice nada más.

—¿Dentro de la Tele? —pregunto.

Mamá está mirando los hilos y enrollándolos en los cartoncitos para que quepan bien en el Costurero.

—¿Sabes qué? —estoy dando botes—. ¿Sabes qué quiere decir eso? Pues que seguro que él se mete en la Tele —vuelve el planeta hospital, pero no le hago ni caso—. El Viejo Nick —le digo, para que no crea que hablo del hombre del casco amarillo—. Cuando no está aquí, por el día, ¿sabes qué? Pues se va a la Tele. Ahí es donde consiguió nuestros matadolores, en una tienda, y luego nos los trajo aquí.

—Se llaman calmantes —dice Mamá mientras se pone de pie—. Bueno, venga, que ya es hora de dormir —empieza a cantar Indicate the Way to My Abode, pero yo no la sigo.

Me parece que no se da cuenta de lo alucinante que es mi descubrimiento. No paro de darle vueltas mientras me pongo la camiseta de dormir y me lavo los dientes, y hasta tomo un poquito en la Cama. Aparto la boca.

—¿Cómo es que en la Tele nunca lo vemos? —digo.

Mamá bosteza y se incorpora.

—Siempre que la vemos, él nunca sale, ¿cómo puede ser?

—Porque no está ahí.

—Pero el frasco ¿de dónde lo ha sacado?

—No lo sé.

Por cómo lo dice me suena raro. Creo que está disimulando.

—Seguro que lo sabes. Tú lo sabes todo.

—Mira, da igual, la verdad es que importa poco.

—Pues sí que importa, y a mí no me da igual —le digo casi gritando.

—Jack…

¿Jack qué? ¿Qué quiere decir con «Jack»?

Mamá se recuesta en las almohadas.

—Es muy difícil de explicar.

Creo que sí puede explicármelo, lo que pasa es que no quiere.

—Puedes explicármelo, porque ya tengo cinco años.

Vuelve la cara hacia la Puerta.

—Antes, nuestras pastillas estaban en una tienda, ¿de acuerdo? Ahí fue donde las consiguió, y luego nos las trajo para el Gusto del Domingo.

—¿Una tienda que hay en la Tele? —miro la Estantería para comprobar que el frasco está ahí—. Pero las pastillas son de verdad…

—Es que la tienda también es de verdad —Mamá se frota un ojo.

—¿Cómo…?

—¡Bueno, vale, vale!

¿Por qué grita?

—Mira. Lo que vemos en la tele son…, son imágenes de cosas de verdad.

Eso es lo más increíble que he oído en toda mi vida.

Mamá se ha tapado la boca con la mano.

—Entonces, ¿Dora es de verdad verdadera?

Se quita la mano de la boca.

—No, perdón. Muchas cosas de la tele son imágenes de mentira. Dora, por ejemplo, sólo es un dibujo. Pero el resto de la gente, los que tienen caras como tú y como yo, es gente de verdad.

—¿Seres humanos reales?

Asiente con la cabeza.

—Y los lugares, como las granjas, los bosques, los aviones o las ciudades, también son de verdad…

—Bah —¿por qué quiere engañarme?—. ¿Dónde caberían?

Cabrían, no caberían. Pues ahí fuera —dice Mamá—. En el exterior —y luego echa atrás la cabeza.

—¿Fuera de la Pared de la Cama? —digo, y me quedo mirándola.

—Fuera de esta habitación —señala ahora hacia el otro lado, hacia la Pared de la Cocina, y luego su dedo dibuja un círculo.

—¿Las tiendas y los bosques van dando vueltas por el Espacio Exterior?

—No. Olvídalo, Jack, no debía haber…

—Sí que debías —la agarro fuerte por la rodilla—. Cuéntamelo.

—Esta noche no, no doy con las palabras adecuadas para explicártelo.

Alicia dice que no sabe explicarse porque siente que no es ella misma; por la mañana sabía quién era, pero desde entonces ha cambiado varias veces.

De pronto Mamá se levanta y coge los matadolores de la Estantería, creo que está comprobando si son los mismos que los de la Tele, pero veo que abre el frasco y se toma uno y después otro. Nunca más de dos, ésa es la norma.

—¿Mañana encontrarás las palabras?

—Son las ocho y cuarenta y nueve, Jack, ¿puedes irte ya a dormir? —ata la bolsa de la basura y la pone al lado de la Puerta.

Me tumbo en el Armario, pero tengo cero sueño.

Hoy es uno de los días en que Mamá está ida.

No consigue despertarse de verdad. Está aquí, pero no del todo. Se queda en la Cama con las almohadas tapándole la cabeza.

Pene Bobo está levantado, lo aplasto para que baje.

Me como mis cien copos de cereales y me subo en mi silla para fregar el cuenco y la Cuchara Derretida. Cuando cierro el grifo todo se queda muy silencioso. No sé si el Viejo Nick ha venido esta noche. No creo, porque la bolsa de la basura está todavía al lado de la Puerta… ¿o a lo mejor ha venido y no se la ha llevado? A lo mejor es que Mamá no está ida, sino que le apretó el cuello aún más fuerte y ahora está…

Me acerco mucho y me quedo escuchando hasta que oigo su respiración. Estoy casi pegado a Mamá; mi pelo le roza la nariz, y ella se tapa la cara con una mano. Me aparto.

Yo solo no me baño, me visto y nada más.

Tengo por delante horas y horas, cientos.

Mamá se levanta a hacer pis con la cara como en blanco, no dice nada. Ya le he puesto un vaso de agua al lado de la Cama, pero ella se mete debajo del Edredón otra vez y ya está.

Odio que esté ida, lo único que me gusta es que me paso todo el día viendo la Tele. Al principio la pongo muy bajito, y cada vez subo un poco el volumen. Demasiada Tele podría convertirme en un zombi, pero Mamá está hoy como un zombi y ni la mira. Dan Bob y sus amigos y Las mascotas maravilla y Barney. Me levanto para saludarlos a todos y darles una caricia. Barney y sus amigos se dan muchos abrazos, y yo voy corriendo para meterme en medio, aunque a veces llego demasiado tarde. Hoy es de un ratoncito mágico que entra por las noches y convierte en dinero los dientes que se les caen a los niños. Quiero que venga Dora, pero nada.

El jueves es el día de lavar la ropa, pero yo solo no puedo hacerlo; además, Mamá sigue tumbada sobre las sábanas.

Cuando tengo hambre otra vez miro el Reloj, pero sólo son las 09.47. Los dibujos se han terminado, así que veo fútbol y el planeta donde la gente gana premios. La mujer del pelo inflado está en su sofá rojo hablando con un hombre que antes era una estrella del golf. Hay otro planeta donde las mujeres levantan unos collares y presumen de lo divinos que son. «Imbéciles», dice Mamá siempre que ve ese planeta. Hoy no dice nada, pero es que no se da cuenta de que estoy todo el rato delante de la Tele y que mi cerebro empieza a apestar.

¿Cómo van a ser de verdad las imágenes de la Tele?

Pienso en todas esas cosas flotando en círculos en el Espacio Exterior, fuera de las paredes: el sofá, los collares, el pan y los matadolores y los aviones, y todos esos señores y señoras, los boxeadores y el hombre con una sola pierna y la mujer del pelo hinchado, todos flotando por encima de la Claraboya. Los saludo con la mano, pero también hay rascacielos y vacas y barcos y camiones apiñados ahí fuera, y me pongo a contar todas las cosas que podrían caerse y chocar con la Habitación. Me cuesta respirar, así que me cuento los dientes: de izquierda a derecha los de arriba, luego de derecha a izquierda los de abajo, luego hacia atrás; todas las veces me salen veinte, pero sigo pensando que estoy contando mal.

Cuando son las 12.04 ya puede ser la hora de comer, así que con cuidado abro la tapa de una lata de judías blancas cocidas. Si me corto en la mano y grito pidiendo ayuda, ¿Mamá se levantaría? Nunca había comido judías blancas frías. Me como nueve, y luego ya no tengo más hambre. Pongo las demás en una tarrina para no desperdiciar nada. Algunas se quedan pegadas en el fondo de la lata y les pongo agua. A lo mejor Mamá se levanta luego y las despega. A lo mejor tiene hambre y dice: «Oh, Jack, estás en todo, qué bien que me hayas guardado una tarrina de judías».

Mido más cosas con la regla, pero a mí solo me cuesta sumar los números. La pongo a dar vueltas de campana y se convierte en una acróbata de circo. Juego con el Mando, apunto a Mamá y susurro: «Despiértate». Pero nada. El Globo está muy blando, y va a dar una vuelta montado en la Botella de Zumo de Ciruelas Pasas y pasa cerca de la Claraboya. La luz se llena de destellos marrones. El Mando les da miedo porque tiene una punta afilada, así que lo guardo en el Armario y cierro bien las puertas. A todas las cosas les digo que no pasa nada, que mañana Mamá ya habrá vuelto. Leo yo solito los cinco libros, de Alicia sólo algunos trozos. Me paso casi todo el rato sentado sin hacer nada más.

Hoy no doy el Alarido para no molestar a Mamá. Supongo que no pasa nada porque un día nos lo saltemos.

Luego pongo otra vez la Tele y muevo el Conejo Orejón, y hace que los planetas se vean menos borrosos, pero sólo un poco. Echan carreras de coches; me gusta porque corren superrápido, aunque cuando han dado cien veces la vuelta al óvalo ya no es muy interesante. Me entran ganas de despertar a Mamá y preguntarle por el Exterior, donde los humanos y las cosas de verdad giran sin parar, pero sé que se enfadaría. O a lo mejor si la zarandeo, no se despierta, así que mejor no lo hago. Me acerco mucho, le veo la mitad de la cara y el cuello. Las marcas ahora son moradas.

Voy a darle patadas al Viejo Nick hasta romperle el culo. Abriré la Puerta con mi Mando y me iré zumbando por el Espacio Exterior y compraré de todo en las tiendas de verdad para traérselo a Mamá.

Lloro un poco, pero sin ruido.

Veo un programa del tiempo y otro donde unos enemigos han rodeado un castillo y los buenos construyen una barricada para que la puerta no se abra. Me muerdo el dedo, Mamá no puede decirme que pare. Me pregunto qué trozo del cerebro se me habrá puesto ya pegajoso y cuál estará todavía bien. Creo que a lo mejor vomitaré, como cuando tenía tres años y tuve también diarrea. Y si vomitara encima de la Alfombra, ¿cómo la lavaría yo solo?

Miro la mancha que hice al nacer. Me agacho a acariciarla y noto una especie de calorcito. Es rasposa igual que el resto de la Alfombra, en nada distinta.

Mamá nunca ha estado ida más de un día. No sé qué voy a hacer si mañana me levanto y aún no ha vuelto.

Como tengo hambre, me como un plátano aunque esté un poco verde.

Dora es un dibujo de la Tele pero es mi amiga de verdad, y eso no lo entiendo bien. El Jeep sí es de verdad, porque puedo tocarlo con los dedos. Superman es sólo Tele. Los árboles son Tele, en cambio la Planta es de verdad. Ay, se me ha olvidado regarla. La llevo desde la Cajonera al Lavabo y lo hago enseguida. No sé si se habrá comido el trocito de pescado que le dio Mamá.

Los monopatines son Tele, y las niñas y los niños también, pero Mamá dice que son reales… ¿Cómo van a ser de verdad, tan planos? Mamá y yo podríamos hacer una barricada, podríamos empujar la Cama contra la Puerta para que no pueda abrirla, ¡anda que no se llevaría un buen susto el Viejo Nick, ja ja! «Dejadme entrar —gritaría— o soplaré y soplaré y vuestra casa derribaré». La hierba es Tele; el fuego también, pero podría entrar de verdad en la Habitación si caliento las judías blancas y el rojo vivo me salta a la manga y me quema. Creo que sería bonito verlo, pero sin que pasara en serio. El aire es de verdad, y el agua de la Bañera y el Lavabo también; la otra no, porque los ríos y los lagos están en la Tele. La del mar no sé, porque si estuviera dando vueltas en el Exterior creo que lo mojaría todo. La Habitación es de verdad verdadera; a lo mejor el Espacio Exterior también, sólo que lleva una capa invisible como el príncipe JackerJack del cuento, ¿no? El Niño Jesús es Tele, menos en el cuadro donde sale con su Mamá y su primo y su abuela. En cambio Dios es de verdad, porque mira por la Claraboya con su cara amarilla. Hoy no, hoy nada más hay gris.

Me gustaría meterme en la Cama con Mamá, pero me siento en la Alfombra y apoyo la mano en el bulto de su pie debajo del Edredón. Cuando el brazo se me cansa, lo dejo caer un rato y luego lo pongo otra vez. Enrollo el borde de la Alfombra y después dejo que se desenrolle de nuevo y caiga, plof. Hago lo mismo cientos de veces.

Cuando se hace oscuro intento comer algunas judías blancas más, pero son repugnantes. Mejor un poco de pan con mantequilla de cacahuete. Abro el Congelador y meto la cara; la dejo al lado de las bolsas de guisantes, espinacas y las horribles judías verdes hasta que se me duerme todo, incluso los párpados. Entonces bajo de un salto y cierro la puerta y me froto las mejillas para que se me calienten. Las toco con las manos, pero no siento que las mejillas sientan mis manos frotándolas, es raro.

La Claraboya ya está oscura, espero que hoy salga la cara plateada de Dios.

Me pongo la camiseta de dormir. Me olfateo, porque como no me he bañado no sé si estoy sucio. En el Armario me tapo con la Manta, pero tengo frío. Se me ha olvidado encender el Termostato, es por eso. Acabo de acordarme, pero ahora ya es de noche y no se puede.

No he tomado ni una gota en todo el día, me muero de ganas. Tomaría hasta de la derecha, aunque la izquierda es la que me gusta más. Podría dormir con Mamá y tomar un poco, pero a lo mejor me echaría y entonces sería peor.

¿Y qué pasa si estoy en la Cama con Mamá y viene el Viejo Nick? No sé si ya son las nueve, está demasiado oscuro para ver el Reloj.

Me meto debajo del Edredón sin hacer ruido, superdespacito para que Mamá no se dé cuenta. Solamente me quedaré tumbado cerca de ella, y si oigo el piii, piii puedo volver de un salto al Armario, rápido, rápido.

Y si viene y Mamá no se despierta, ¿se pondrá aún más enfadado? ¿Le dejará marcas aún más feas?

Me quedaré despierto y así lo oiré cuando venga.

No viene, pero me quedo despierto.

La bolsa de la basura está todavía al lado de la Puerta. Mamá se ha levantado antes que yo esta mañana y la ha desatado para echar las judías blancas que ha rascado de la lata. Supongo que significa que si la bolsa está todavía aquí, él no ha venido. Ya van dos noches, ¡yupi!

El viernes es el día del Colchón. Lo ponemos de pie, y luego también de lado, para que no le salgan bultos. Pesa tanto que tengo que usar todos mis músculos, y cuando se desploma en el Suelo me tira encima de la Alfombra. Veo en el Colchón la marca marrón de cuando salí de la barriga de Mamá. Después hacemos una carrera limpiando el polvo, que son trocitos diminutos invisibles de nuestra piel que ya no necesitamos porque nos crece piel nueva, como a las serpientes. Mamá se pone a estornudar y le sale un achís superagudo, igual que a una estrella de ópera que escuchamos una vez por la Tele.

Hacemos la lista de los alimentos, y nos cuesta decidirnos con el Gusto del Domingo.

—Pedimos chucherías, venga… —digo—. Chocolate no, ¿eh? Alguna chuchería que no hayamos probado nunca.

—Sí, claro, una bien pegajosa, para que acabes con los dientes igual que yo, ¿no?

No me gusta cuando Mamá hace sarcasmo.

A veces leemos frases sueltas de los libros sin dibujos; hoy cogemos La cabaña, donde hay una casa que da mucho miedo, toda rodeada de nieve blanca.

—«Desde entonces —leo—, él y yo hemos estado por ahí, como dicen los críos hoy en día, tomando un café juntos, o un té chai para mí, muy caliente y con leche de soga».

—De maravilla —dice Mamá—, salvo porque soja se pronunciaría como hoja, por ejemplo.

Las personas que salen en los libros y la Tele siempre tienen sed: toman cerveza y zumo y champán, y cafés con leche, y toda clase de líquidos. A veces hacen chinchín con los vasos cuando están contentos, pero no para romperlos. Leo la línea de nuevo y aún no me queda claro.

—¿Quién es él y yo, son los críos?

—Mmm —dice Mamá mientras lee por encima de mi hombro—, creo que con los críos se refiere a los niños en general.

—¿Qué quiere decir en general?

—A muchos, muchos niños.

Me concentro y los veo, a muchos, muchos niños, jugando todos juntos.

—¿Niños humanos de verdad?

Al principio no contesta.

—Sí —dice luego, muy bajito.

Así que todo lo que dijo era verdad.

Las marcas del cuello aún se ven, me pregunto si algún día se borrarán.

Por la noche me despierto en la Cama y veo a Mamá haciendo destellos. Lámpara encendida, cuento cinco. Lámpara apagada, cuento uno. Lámpara encendida, cuento dos. Lámpara apagada, cuento dos. Gimoteo.

—Sólo un poquito más. Sigue mirando hacia la claraboya, que está oscura.

No hay ninguna bolsa de la basura al lado de la Puerta, eso quiere decir que él ha estado aquí mientras yo dormía.

—Mamá, por favor…

—Un momento nada más.

—Me duelen los ojos.

Se inclina sobre la Cama y me da un beso al lado de la boca, y luego me tapa la cara con el Edredón. La luz sigue haciendo destellos, pero más oscuros.

Al cabo de un rato vuelve a la Cama y me da un poquito para que vuelva a dormirme.

El sábado Mamá me hace tres trenzas, para cambiar. Es una sensación rara. Sacudo la cabeza y me dan golpes en la cara.

Esta mañana no veo el planeta de los dibujos animados, sino un poco del de jardinería, uno de fitness y uno de noticias.

—Mamá, ¿eso es de verdad? —pregunto de todo lo que veo.

Y ella dice sí a todo, menos en un momento de una película donde salen hombres lobo y una mujer explota como un globo, porque eso son efectos especiales, que es como decir dibujos por ordenador.

Para comer abrimos una lata de curry de garbanzos acompañados de arroz.

Me gustaría dar un alarido inmenso, pero los fines de semana no se puede.

Pasamos casi toda la tarde jugando a las Cunitas: sabemos hacer las Velas, los Diamantes, el Pesebre y las Agujas de Tejer, pero con el Escorpión seguimos practicando, porque a Mamá los dedos al final siempre se le quedan pegados.

Para cenar hay minipizzas, una entera para cada uno y otra para compartir. Luego vemos el planeta en el que la gente lleva la ropa llena de volantes y pelucas blancas inmensas. Mamá dice que son de verdad, pero que fingen ser personas que murieron hace cientos de años. Algo así como un juego, aunque no parece muy divertido.

Apaga la Tele y olfatea el aire.

—Aún huele al curry de mediodía.

—Sí, yo también lo huelo.

—Estaba rico, pero es horrible cómo se queda el olor.

—El mío también estaba rico —le digo.

Se ríe. Las marcas del cuello ya no se le ven tanto; ahora son verdosas y amarillentas.

—¿Me cuentas un cuento?

—¿Cuál?

—Uno que no me hayas contado nunca.

Mamá me sonríe.

—Creo que a estas alturas ya sabes todo lo que yo sé. ¿El conde de Montecristo?

—Lo he escuchado millones de veces.

—¿GulliJack en Lilliput?

—Billones.

—¿Nelson en Robben Island?

—El de ese hombre que sale al cabo de veintisiete años y llega al gobierno.

—¿Ricitos de oro?

—Ése es de miedo.

—Bah, si los osos solamente le gruñen —dice Mamá.

—Me da igual.

—¿La princesa Diana?

—Tendría que haber llevado el cinturón de seguridad.

—Ves, te los sabes todos —Mamá da un bufido—. Espera, hay uno de una sirena…

La sirenita.

—No, otro. Esta sirena está sentada una noche en las rocas, peinándose la melena, cuando de repente un pescador se acerca sigilosamente y la atrapa en su red.

—¿Quiere freírla para la cena?

—No, no, se la lleva a su casa, que está en el campo, y ella no tiene más remedio que casarse con él —dice Mamá—. El pescador le quita su peine mágico, para que no pueda volver nunca más al mar. Así que un tiempo después la sirena tiene un bebé…

—Que se llama JackerJack —le digo.

—Exactamente. Pero cuando el pescador se va de pesca, ella busca por los alrededores de la casita, y un día encuentra el lugar donde está escondido su peine.

—Ajá.

—Y se va corriendo hacia las rocas, y vuelve al mar.

—No…

Mamá me mira de cerca.

—Qué, ¿no te gusta el cuento?

—No debería haberse ido.

—No pasa nada —me seca la lágrima del ojo con el dedo—. Me he olvidado de decirte que se lleva al bebé, a JackerJack, enrollado en su melena. Y cuando el pescador regresa no hay nadie en la casa, y nunca más vuelve a verlos.

—¿Y se ahoga?

—¿Quién, el pescador?

—No, JackerJack, debajo del agua.

—Ah, no te preocupes —dice Mamá—, porque él es medio tritón, ¿no te acordabas? Puede respirar en el aire y en el agua, sin problemas —va a mirar qué dice el Reloj: las 08.27.

Estoy siglos tumbado en el Armario, pero no me entra el sueño. Cantamos y recitamos oraciones.

—Sólo una poesía y ya está, ¿vale? —escojo «La casa que Jack construyó», que es la más larga.

Mamá tiene voz de sueño.

—«Aquí está el hombre harapiento y sucio de lodo…».

—«Que besó a la damisela olvidada por todos…».

—«Que ordeñaba la vaca del cuerno roto…».

Le robo unos cuantos versos de carrerilla:

—«Que con el cencerro sacudió al perro que molestó un buen rato al gato que con la pata mató la rata…».

Piiii, piiii.

Cierro la boca y la aprieto con todas mis fuerzas.

No oigo lo que dice el Viejo Nick nada más entrar.

—Ah, perdona —dice Mamá—, hemos comido curry. De hecho me preguntaba si hay alguna posibilidad de… —habla con una voz muy aguda—. Si sería posible colocar alguna vez un extractor o algo así, no sé.

Él no dice nada. Creo que se han sentado en la Cama.

—Tal vez uno pequeñito —dice Mamá.

—Vaya, menuda idea —dice el Viejo Nick—. Así conseguiremos que todos los vecinos empiecen a preguntarse por qué demonios estoy preparando un buen plato picante en mi taller.

Creo que eso es sarcasmo otra vez.

—Ah, perdona —dice Mamá—, no pensé que…

—Claro, ¿y por qué no clavo una flecha de neón fosforescente en el techo, ya que estamos?

Me pregunto cómo es una flecha de neón.

—Lo siento, de verdad —dice Mamá—. No había pensado que el olor, que…, que un extractor sería…

—No creo que sepas valorar lo bien montado que lo tienes aquí —dice el Viejo Nick—, ¿a que no?

Mamá no dice nada.

—Por encima del nivel del suelo, con luz natural, bomba de calor… Estás mejor que en muchos sitios, créeme. Fruta fresca, artículos de perfumería… Necesitas algo, chasqueas los dedos y ahí lo tienes. Muchas chicas darían las gracias al cielo por un tinglado como éste, más seguro imposible. Sobre todo con el crío…

¿El crío soy yo?

—No hay que preocuparse por los conductores borrachos —dice el Viejo Nick—, camellos, pervertidos.

Mamá lo interrumpe muy rápido.

—No debería haber pedido un extractor, ha sido una estupidez por mi parte, todo está perfecto.

—Vale, no hay problema.

Durante un ratito nadie dice nada.

Me cuento los dientes, pero me equivoco todo el rato; primero diecinueve, luego veinte, luego otra vez diecinueve. Me muerdo la lengua hasta que me duele.

—Claro que hay rozaduras y rasgones, eso es normal —su voz se ha movido, creo que ahora está cerca de la Bañera—. Esta junta se está cayendo, tendré que lijarla y sellarla de nuevo. Y mira aquí, asoma el aislante del suelo.

—Procuramos ir con cuidado —dice Mamá muy bajito.

—Pues no con el cuidado suficiente. El corcho no aguanta muchos trajines, yo había pensado en un uso más sedentario.

—¿Vienes a la cama? —pregunta Mamá con esa voz rara, aguda.

—Deja que me quite los zapatos —hay una especie de gruñido, oigo que algo se cae al Suelo—. Eres tú la que empieza a liarme con reformas cuando no llevo aquí ni dos minutos…

La Lámpara se apaga.

El Viejo Nick hace chirriar la Cama. Cuando voy por noventa y siete, de repente creo que me he saltado uno, así que pierdo la cuenta.

Me quedo despierto, escuchando, incluso cuando ya no hay nada que oír.

El domingo pasa una cosa mientras nos comemos las roscas de la cena. Como parecen de goma las untamos con sirope y mantequilla de cacahuete; de pronto Mamá se saca la rosca de la boca y veo que hay algo clavado.

—Por fin —dice.

Recojo una cosa puntiaguda y amarillenta, con unas manchitas marrón oscuro.

—¿Es la Muela Mala?

Mamá dice que sí con la cabeza, tocándose el fondo de la boca.

Qué cosa tan rara.

—Podríamos pegarla de nuevo, a lo mejor con engrudo.

Ella sonríe y niega con la cabeza.

—Estoy contenta de que se me haya caído, a partir de ahora no me dolerá.

Hace un minuto formaba parte de su cuerpo, y de repente ya no. Es una cosa, nada más.

—Eh, ¿sabes qué? Si la ponemos debajo de una almohada, por la noche vendrá un ratón invisible y la convertirá en dinero.

—No, cariño. Aquí dentro no va así, lo siento —dice Mamá.

—¿Por qué no?

—El Ratoncito Pérez no sabe que esta habitación existe —sus ojos miran a través de las paredes.

En el Exterior está todo. Ahora, siempre que pienso en algo, por ejemplo en los esquís o los fuegos artificiales, o las islas, o los ascensores, o los yoyós, tengo que acordarme de que son de verdad, de que esas cosas realmente existen en el Exterior, todas juntas. Al final se me cansa la cabeza. Y las personas también son de verdad: bomberos, maestros, ladrones, bebés, santos, jugadores de fútbol y de todas clases están realmente en el Exterior. En cambio yo no estoy allí, ni yo ni Mamá, somos los únicos que no estamos allí. Pero nosotros también somos de verdad, ¿no?

Después de cenar, Mamá me cuenta Hansel y Gretel, Cómo cayó el Muro de Berlín y Rumpelstiltskin. Me gusta cuando la reina tiene que adivinar el nombre del hombrecillo, o si no, él le quitará el bebé.

—¿Los cuentos son de verdad?

—¿Cuáles?

La madre sirena, Hansel y Gretel, y todos los demás.

—Bueno —dice Mamá—, no al pie de la letra.

—¿Qué…?

—Son cuentos de magia, no son historias de la gente de verdad que va por el mundo hoy en día.

—Entonces, ¿son de mentira?

—No, no… Los cuentos son una clase de verdad distinta.

Se me queda toda la cara arrugada por el esfuerzo de entender.

—¿El Muro de Berlín es de verdad?

—Bueno, había un muro, pero ahora ya no existe.

Estoy tan cansado que voy a romperme en dos, como al final le pasó a Rumpelstiltskin.

—Buenas noches —dice Mamá cerrando las puertas del Armario—, dulces sueños, que los bichos no piquen a mi pequeño.

Me parece que aún no me había apagado, pero de pronto el Viejo Nick empieza a chillar.

—Pero las vitaminas… —dice Mamá.

—Un robo a mano armada.

—¿Quieres que nos pongamos enfermos?

—Son una estafa monumental —dice el Viejo Nick—. Vi una vez un reportaje, acaban todas en el váter.

¿Quién acaba en el Váter?

—Es sólo eso, si tuviéramos una dieta más sana…

—Ya estamos otra vez, siempre lloriqueando… —puedo verlo a través de los listones, está sentado en el borde de la Bañera.

La voz de Mamá se vuelve furiosa.

—Si te salimos más baratos que un perro. Ni siquiera necesitamos zapatos.

—No tienes ni idea de cómo está el mundo hoy en día. Vaya, ¿de dónde crees que va a seguir viniendo el dinero?

Nadie dice nada. Entonces habla Mamá.

—¿Qué quieres decir? ¿El dinero en general o…?

—Seis meses —tiene los brazos cruzados, unos brazos enormes—. Hace seis meses que me despidieron, ¿y acaso ha tenido que preocuparse por algo tu preciosa cabecita?

También veo a Mamá por las rendijas de los listones, casi a su lado.

—¿Qué pasó?

—Bah, qué más da.

—¿Estás buscando otro trabajo?

Se miran.

—¿Tienes deudas? —pregunta Mamá—. ¿Cómo vas a…?

—Cierra la boca.

No quiero hacerlo, pero me da tanto miedo que le haga daño otra vez que el ruido se me escapa de la cabeza.

El Viejo Nick me está mirando; da un paso, y otro, y otro, y golpea en los listones. Veo la sombra de su mano.

—Eh, ¿quién hay ahí dentro?

Me lo dice a mí. El pecho me hace pum, pum, pum. Me abrazo las rodillas y aprieto mucho los dientes. Quiero arroparme con la Manta, pero no puedo, no puedo hacer nada de nada…

—Está dormido —eso lo ha dicho Mamá.

—¿Te tiene en el armario todo el día, además de toda la noche?

Me lo dice a mí. Espero a que Mamá diga que no, pero no dice nada.

—No me parece muy natural —le veo los ojos, son muy pálidos. ¿Me ve él a mí? ¿Me estaré convirtiendo en piedra? ¿Y si abre la puerta? Creo que me…—. Supongo que debe de tener algún defecto —le dice a Mamá—, porque desde que nació no me has dejado que lo vea como está mandado. ¿Qué pasa, que es un pobre monstruito de feria con dos cabezas o algo así?

¿Por qué ha dicho eso? Por poco me dan ganas de sacar la cabeza del Armario, sólo para enseñársela.

Mamá está ahí, enfrente de los listones, distingo el bulto de sus omoplatos a través de la camiseta.

—Es tímido, nada más.

—Pues no hay razón para que sea tímido conmigo —dice el Viejo Nick—. Jamás le he puesto la mano encima.

¿Por qué iba a ponerme la mano encima?

—Le compré un jeep de primera, ¿o no? Conozco a los niños, yo también fui niño una vez. Vamos, Jack.

Ha dicho mi nombre.

—Ven aquí fuera, que te doy un chupachús.

¡Un chupachús!

—Anda, vamos a la cama —Mamá habla con una voz extraña.

El Viejo Nick suelta una especie de carcajada.

—Ya sé yo lo que te hace falta, nena.

¿Qué le hace falta a Mamá? ¿Será alguna cosa de la lista?

—Venga, ven —le dice de nuevo.

—¿Es que tu madre no te enseñó nunca modales?

La Lámpara se apaga.

Pero Mamá no tiene madre.

La Cama chirría mucho cuando él se mete.

Me tapo la cabeza con la Manta y me aprieto las orejas para no oír. No quiero contar los chirridos, pero lo hago.

Cuando me despierto aún estoy en el Armario y está completamente oscuro.

No sé si el Viejo Nick estará todavía aquí. ¿Y el chupachús?

La norma es quedarme en el Armario hasta que Mamá venga a buscarme.

Me pregunto de qué color es el chupachús. ¿En la oscuridad se ven los colores?

Intento dormirme de nuevo, pero parece que ya me he despertado del todo.

Podría asomar la cabeza sólo para…

Empujo las puertas despacito de verdad, sin nada de ruido. Lo único que oigo es el zumbido de la Nevera. Me pongo de pie, avanzo un paso, dos pasos, tres. Me golpeo el dedo del pie con algo, auuuuuu. Me agacho a cogerlo, es un zapato, un zapato gigante. Miro hacia la Cama y ahí está el Viejo Nick; su cara parece hecha de roca. Estiro un dedo, no para tocarlo, sólo me acerco un poco.

Los ojos se abren de repente, blancos completamente. Doy un salto hacia atrás, dejo caer el zapato. Creo que a lo mejor se pone a gritar, pero sonríe enseñando unos dientes enormes y brillantes.

—Eh, hijito —dice.

No sé qué quiere…

De pronto Mamá grita como nunca la he oído gritar, ni siquiera cuando damos el Alarido.

—¡Vete, vete, aléjate de él!

Vuelvo corriendo al Armario, me doy un golpe en la cabeza, ¡huyyyyy! Ella no deja de aullar: «Aléjate de él».

—Cállate —dice el Viejo Nick—, cállate —le grita palabras que no consigo oír a través de los aullidos. Entonces la voz de Mamá se rompe—. No hagas ese ruido —le dice él—, sabes que odio ese ruido.

Mamá hace «mmmmmmm» en lugar de hablar con palabras. Me aguanto la cabeza donde me he dado el coscorrón, me la envuelvo con las dos manos.

—Eres un caso perdido, ¿lo sabes?

Se oye un golpe.

—Puedo estar callada —dice Mamá, ahora casi susurrando; oigo que la respiración se le ha puesto rasposa—. Ya sabes lo callada que puedo estar. Siempre que dejes al niño en paz. Es lo único que te pido.

El Viejo Nick resopla.

—Cada vez que abro la puerta me pides algo.

—Todo es para Jack.

—Sí, claro. Pues bueno, no olvides de dónde vino.

Escucho con todas mis fuerzas, pero Mamá no dice nada más.

Ruidos. ¿Está recogiendo su ropa? Los zapatos, creo que se está poniendo los zapatos.

Cuando se va ya no me vuelvo a dormir. Paso toda la noche despierto en el Armario. Espero cientos de horas, pero Mamá no viene a buscarme.

Estoy mirando el Techo cuando de repente se levanta y el cielo se precipita dentro, y los cohetes y las vacas y los árboles empiezan a estrellarse contra mi cabeza…

No, estoy en la Cama. Por la Claraboya empieza a gotear la claridad, debe de ser por la mañana.

—Sólo ha sido un mal sueño —dice Mamá acariciándome la mejilla.

Tomo un poco de la izquierda, que es la más rica, pero no mucho.

Entonces me acuerdo y me retuerzo en la Cama para ver si tiene marcas nuevas en el cuerpo; no veo ninguna.

—Siento haber salido del Armario en plena noche.

—Ya lo sé —dice.

¿Eso es lo mismo que perdonar? Me voy acordando de más cosas.

—¿Qué es un monstruito de feria?

—Ay, Jack.

—¿Por qué preguntó si tenía algún defecto?

Mamá gimotea.

—No tienes ningún defecto, estás estupendo de pies a cabeza.

Me da un beso en la nariz.

—Pero ¿por qué lo dijo?

—Sólo intenta volverme loca.

—¿Por qué?

—¿A que a ti te gusta jugar con coches y globos y todo eso? Bueno, pues a él le gusta jugar con mi cabeza —se da unos golpecitos con la mano.

Yo no sé jugar con las cabezas.

—¿Despedido es cuando dices adiós a alguien?

—No, quiere decir que ha perdido su empleo. Y eso no es una buena noticia —dice Mamá bajito.

Pensaba que sólo podían perderse las cosas, como una de las seis chinchetas que teníamos. Todo debe de ser distinto en el Exterior.

—¿Por qué dijo que no olvides de dónde vine?

—Anda, olvídate de eso un minuto, ¿de acuerdo?

Cuento sin voz: un hipopótamo, dos hipopótamos, y durante los sesenta segundos las preguntas no paran de dar saltos en mi cabeza.

Mamá se está sirviendo un vaso de leche; no sirve uno para mí. Mira dentro de la Nevera, la luz no se enciende, qué raro. Cierra la puerta otra vez.

Ya ha pasado el minuto.

—¿Por qué dijo que no olvides de dónde vine? ¿Es que no vine del Cielo?

Mamá le da al interruptor de la Lámpara, pero la luz tampoco se enciende.

—Se refería a… a quién perteneces.

—A ti.

Me regala una sonrisa chiquitita.

—¿La bombilla de la Lámpara está fundida?

—No creo que sea eso —le da un escalofrío; se acerca al Termostato.

—¿Por qué dijo que no lo olvidaras?

—Bueno, porque lo que pasa es que entiende todo al revés, cree que tú eres suyo.

¡Ja!

—Es un tarugo.

Mamá mira el Termostato.

—La luz está cortada.

—¿Y eso qué es?

—Que ahora mismo nada tiene electricidad.

—Hoy parece un día un poco raro, ¿no?

Tomamos los cereales y nos cepillamos los dientes, nos vestimos y regamos la Planta. Intentamos llenar la Bañera, pero después del principio el agua sale heladísima, así que nada más nos frotamos un poco con los trapos. La luz que entra hoy por la Claraboya es un poco más brillante, aunque no mucho. La Tele tampoco funciona, echo de menos a mis amigos. Me invento que aparecen en la pantalla, los toco con los dedos. Mamá dice que nos pongamos otra camisa y otros pantalones para estar más calentitos, y hasta dos calcetines en cada pie. Corremos por la Pista durante kilómetros y kilómetros y kilómetros para entrar en calor, y luego Mamá deja que me quite los calcetines de fuera, porque tengo los dedos de los pies apretujados.

—Me duelen los oídos —le digo. Se le arquean las cejas—. Hay demasiado silencio dentro.

—Ah, eso es porque no oyes todos los ruiditos a los que estamos acostumbrados, como el del aire caliente de la bomba o el zumbido de la nevera.

Juego con la Muela Mala, la escondo en sitios diferentes, como debajo de la Cajonera, o en el arroz, o detrás del Lavavajillas. Intento olvidarme de dónde está, y así me da sorpresas. Mamá está cortando todas las judías verdes que hay en el Congelador, ¿por qué corta tantas?

Entonces me acuerdo de la parte buena de anoche.

—Eh, Mamá, ¿y el chupachús?

—Está en la basura —dice sin dejar de cortar.

¿Por qué lo puso ahí el Viejo Nick? Voy corriendo, piso el pedal y la tapa se levanta, poing, pero el chupachús no lo veo. Empiezo a buscar a tientas entre las cáscaras de naranja, el arroz, el estofado y el plástico.

Mamá me coge de los hombros.

—Déjalo.

—Es mi chuche del Gusto del Domingo —le digo.

—Es una porquería.

—No, no lo es.

—No le habrá costado más de cincuenta centavos. Se está riendo de ti.

—Nunca he comido un chupachús —me libero de sus manos.

No se puede calentar nada en la Cocina porque la luz está cortada, así que la comida son judías verdes medio congeladas y resbalosas, que saben aún más repugnantes que las judías verdes cocidas. Tenemos que comérnoslas, porque si no, se derretirán y se pudrirán. A mí no me importaría, pero no hay que desperdiciar la comida.

—¿Te apetece El conejito andarín? —me pregunta Mamá cuando acabamos de lavar los platos con todo el frío.

Digo que no con la cabeza.

—¿Cuándo va a volver la luz?

—No lo sé, lo siento.

Nos metemos en la Cama para calentarnos. Mamá se levanta toda la ropa y tomo un montón, de la izquierda y luego de la derecha.

—¿Y si la Habitación se va quedando cada vez más fría?

—Bah, eso no va a suceder. Dentro de tres días ya estaremos en abril —dice Mamá, y me abraza en cucharita—. Fuera no puede hacer tanto frío.

Dormitamos, aunque yo casi nada. Espero a que Mamá respire profundo y entonces me escabullo y voy a rebuscar otra vez en la basura.

Encuentro el chupachús casi en el fondo, es una bola roja. Me lavo las manos y también lavo el chupachús, porque está pegajoso de los restos asquerosos del estofado. Quito el plástico y chupo, chupo, chupo. Es lo más dulce que he probado en toda mi vida. Me pregunto si todo sabe así en el Exterior.

Si me fuera corriendo, me convertiría en una silla y Mamá no sabría en cuál. O me haría invisible y me pegaría a la Claraboya, y ella vería a través de mi cuerpo. O me convertiría en una mota diminuta de polvo que subiría por su nariz y saldría en un estornudo.

Mamá tiene los ojos abiertos.

Me saco el chupachús de la boca y lo escondo detrás de la espalda.

Mamá vuelve a cerrarlos.

Paso horas chupando, creo que me mareo un poco. Al final sólo queda el palo y lo tiro a la basura.

Cuando Mamá se levanta no dice nada del chupachús; a lo mejor no lo ha visto, a lo mejor estaba aún dormida con los ojos abiertos. Intenta otra vez encender la Lámpara, pero otra vez se queda apagada. Mamá dice que la dejará conectada, para que nos demos cuenta en cuanto vuelva la luz.

—¿Y si vuelve en mitad de la noche y nos despierta?

—No creo que vaya a ser en mitad de la noche.

Jugamos a los Bolos con la Pelota Saltarina y la Pelota Palabrera, derribando los frascos de vitaminas a los que les pusimos cabezas diferentes cuando tenía cuatro años: una de dragón, otra de extraterrestre, otra de princesa y otra de cocodrilo. Gano casi todas las veces. Practico mis sumas y restas, y también hago secuencias, multiplicaciones y divisiones, y además escribo los números más largos que existen. Mamá me cose dos nuevas marionetas con calcetines pequeños de cuando era bebé; las bocas las hace de puntadas y los ojos de botones todos distintos. Sé coser, pero no me parece muy divertido. Ojalá me acordara de cuando era bebé.

Le escribo una carta a Bob Esponja y por detrás le pongo un dibujo donde salimos Mamá y yo bailando para no tener frío. Jugamos a Burro, a Memoria y a Péscalo; Mamá quiere jugar al Ajedrez, pero a mí me ablanda el cerebro, así que me dice «Bueno, pues entonces a las Damas».

Los dedos se me quedan tan tiesos que me los meto en la boca para calentármelos. Mamá dice que así se propagan los microbios y me hace ir a lavármelos otra vez con agua congelada.

Hacemos un montón de bolitas de pasta de harina para un collar, pero no podemos pasarlas por el hilo hasta que todas estén secas y duras. Hacemos naves espaciales con cajas y tarrinas, aunque ya casi no queda celo.

—Ah, por qué no —dice Mamá, y gasta el último trozo.

La Claraboya se está quedando oscura.

Para cenar hay un queso cubierto de gotitas que parecen de sudor y un brócoli derretido. Mamá dice que tengo que comer o aún tendré más frío.

Se toma dos matadolores con un trago grande de agua, para que bajen.

—¿Por qué aún te duele, si la Muela Mala ya está fuera?

—Supongo que ahora siento más las otras.

Nos ponemos las camisetas de dormir, pero enseguida nos ponemos la ropa encima otra vez. Mamá empieza a cantar una canción.

—«El otro lado de la montaña…».

—«El otro lado de la montaña…» —canto yo también.

—«El otro lado de la montaña…».

—«Era todo lo que podía ver».

Luego canto la de los noventa y nueve elefantes que se balanceaban, y llego hasta setenta sin parar.

Mamá se tapa las orejas con las manos y me pregunta si podemos acabarla mañana.

—Seguramente para entonces ya habrá vuelto la luz.

—¡Yupi! —digo.

—Y aunque no vuelva, él no puede impedir que salga el sol.

¿El Viejo Nick?

—¿Por qué iba a impedir que salga el sol?

—He dicho que no puede —Mamá me abraza fuerte y dice—: Lo siento.

—¿Por qué lo sientes?

Mamá resopla.

—Es culpa mía, le hice enfadar.

La miro a la cara, aunque apenas la veo.

—No soporta que me ponga a gritar, hacía años que no me pasaba. Ahora quiere castigarnos.

Siento que el pecho me martillea superfuerte.

—¿Y cómo va a castigarnos?

—No, quiero decir que ya lo está haciendo. Cortando la luz.

—Ah, pero eso no es malo.

Mamá se echa a reír.

—¿Cómo que no? Nos estamos helando, estamos comiendo verduras babosas…

—Sí, pero pensaba que nos iba a castigar también a nosotros —trato de imaginar cómo—. Si por ejemplo hubiera dos Habitaciones, y me pusiera a mí en una y a ti en la otra.

—Jack, eres maravilloso.

—¿Por qué soy maravilloso?

—No sé —dice Mamá—, porque se te ocurren cosas como ésa.

Nos abrazamos en cucharita más fuerte aún.

—No me gusta la oscuridad —le digo.

—Bueno, ahora es hora de dormir, así que iba a oscurecer de todos modos.

—Supongo.

—Nosotros nos conocemos sin vernos, ¿a que sí?

—Sí.

—Buenas noches, dulces sueños, que los bichos no piquen a mi pequeño.

—¿No tengo que irme al Armario?

—Esta noche no —dice Mamá.

Nos despertamos y el aire está aún más helador. El Reloj dice que son las 07.09; va con una pila, que es una electricidad pequeñita dentro de su barriga.

Mamá no para de bostezar, porque ha pasado la noche despierta.

Me duele la barriga, Mamá dice que a lo mejor es por las verduras crudas. Quiero un matadolores del bote, pero sólo me da medio. Aunque espero mucho rato, no noto nada diferente en la barriga.

La Claraboya brilla cada vez más.

—Qué bien que anoche no vino —le digo a Mamá—. Creo que ya no va a venir nunca más. Sería superguay.

—Jack —arruga un poco la frente—. Piénsalo bien.

—Ya lo he pensado.

—Quiero decir que pienses en lo que pasaría. ¿De dónde viene nuestra comida?

Ésta me la sé.

—Del Niño Jesús, que está en los campos, en el Exterior.

—Ya, pero ¿quién nos la trae?

Ah.

Mamá se levanta, dice que es buena señal que los grifos sigan funcionando.

—Podría haber cortado también el agua, y no lo ha hecho.

No sé de qué es una buena señal.

Para desayunar hay una rosca, pero fría, parece de goma.

—¿Qué pasa si no vuelve a darle a la luz?

—Seguro que lo hará. A lo mejor hoy mismo, más tarde.

A cada rato pruebo a encender la Tele. Sólo una caja gris y muda en la que veo el reflejo de mi cara, aunque no tan bien como en el Espejo.

Hacemos todos los ejercicios de Gimnasia que se nos ocurren para entrar en calor. Karate, Islas, Simón Dice y el Trampolín. Jugamos a la Rayuela, donde tenemos que saltar de una plancha de corcho a otra sin pisar nunca las rayas ni caernos. Mamá escoge luego la Gallinita Ciega, se venda los ojos con mis pantalones de camuflaje. Me escondo debajo de la Cama al lado de la Serpiente de Huevos y ni siquiera respiro, pegado al Suelo como la página de un libro, y tarda cientos de horas en encontrarme. Después me toca a mí y escojo Rappel: Mamá me agarra de las manos y yo le trepo por las piernas hasta que tengo más altos los pies que la cabeza, y entonces me quedo colgando boca abajo, las trenzas se me meten en la cara y me da risa. Doy una voltereta para ponerme otra vez de pie. Quiero hacerlo muchas, muchas veces, pero a Mamá le duele la muñeca.

Luego estamos cansados.

Hacemos un móvil con un espagueti largo atándole cosas con hilos: unos dibujos pequeñitos donde salgo yo todo de color naranja y Mamá toda verde, papel de plata retorcido, flecos de papel higiénico. Mamá cuelga el hilo del Techo con la última chincheta del Costurero, y cuando soplamos con fuerza desde abajo el espagueti se balancea con todos los colgantes.

Tengo hambre, así que Mamá dice que podemos comernos la última manzana.

¿Y si el Viejo Nick no trae más manzanas?

—¿Por qué sigue castigándonos? —pregunto.

Mamá tuerce la boca.

—Cree que porque la habitación le pertenece, nosotros también le pertenecemos.

—¿Y eso?

—Bueno, porque fue él quien la construyó.

Qué raro, yo pensaba que la Habitación existía y ya está.

—¿No fue Dios quien hizo todas las cosas?

Mamá no dice nada durante un momento, y luego me acaricia el cuello.

—Al menos él hizo todas las cosas buenas.

Jugamos al Arca de Noé encima de la Mesa. Hay que poner en fila todas las cosas: el Peine, el Platito, la Espátula, los libros, el Jeep, y luego tenemos que meterlo todo rápido en la Caja, antes de que llegue el diluvio gigante. Veo que Mamá ha dejado de jugar, ha puesto la cara entre las manos, como si le pesara.

Doy un mordisco a la manzana.

—¿Te duelen las otras muelas?

Me mira a través de los dedos, los ojos parecen más enormes.

—¿Cuáles?

Mamá se pone de pie tan de repente que por poco me doy un susto. Se sienta en la Mecedora y estira los brazos.

—Ven aquí. Tengo que contarte una historia.

—¿Una nueva?

—Sí.

—Súper.

Espera hasta que me tiene bien envuelto en sus brazos. Mordisqueo la segunda cara de la manzana, para que me dure.

—¿Te acuerdas de que Alicia no siempre había estado en el País de las Maravillas?

Jo, qué trampa, ésta ya me la sé.

—Sí, se mete en la casa del Conejo Blanco y se hace tan grande que tiene que sacar un brazo por la ventana y un pie por la chimenea, y hace caer al Lagarto Bill, ¡catapum! Ese trozo es divertido.

—Ya, pero antes, ¿te acuerdas de que estaba tumbada en la hierba?

—Y entonces se cayó por el agujero y resbaló cuatro mil millas, pero no se hizo daño.

—Bueno, pues yo soy como Alicia —dice Mamá.

Me da la risa.

—Qué va. Ella es una niña pequeña con una cabeza enorme, más grande incluso que la de Dora.

Mamá se muerde el labio hasta que se le pone morado.

—Sí, pero yo también soy de otro lugar, igual que ella. Hace mucho tiempo, yo estaba…

—Arriba, en el Cielo.

Me pone un dedo en la boca para hacerme callar.

—Bajé del cielo y era una niña como tú, que vivía con mi madre y con mi padre.

Meneo la cabeza.

—Tú eres la madre.

—Sí, pero yo también tenía una madre, y también la llamaba Mamá —dice—. Todavía la tengo.

¿Por qué dice estas cosas? ¿Será de broma, un juego que no conozco?

—Ella es… Supongo que podrías llamarla «abuela».

Como la Grandma de Dora. Santa Ana en el cuadro en el que la Virgen María está sentada en su regazo. Me estoy comiendo el corazón, ya casi no queda nada. Lo dejo encima de la Mesa.

—¿Tú creciste en su barriga?

—Bueno…, en realidad no, fui adoptada. Ella y mi papá, a quien tú llamarías «abuelo», y también tenía…, tengo un hermano mayor, que se llama Paul.

Sacudo la cabeza.

—¿Como el de los Beatles?

—No, ése es otro.

¿Cómo va a haber dos?

—Tendrías que llamarlo tío Paul.

Cuántos nombres, tengo la cabeza llena. En cambio la barriga sigue aún vacía, como si la manzana no estuviera ahí.

—¿Qué hay de comer?

Mamá no sonríe.

—Te estoy hablando de tu familia.

Digo que no con la cabeza.

—Sólo porque nunca los hayas visto no significa que no existan. En la Tierra hay muchas más cosas de las que puedas imaginar.

—¿Queda algo de queso que no esté sudado?

—Jack, esto es importante. Yo vivía en una casa con mi mamá, mi papá y Paul.

Tendré que seguirle el juego para que no se enfade.

—¿Una casa en la Tele?

—No, fuera.

Qué tontería, Mamá nunca ha estado fuera, en el Exterior.

—Pero sí, se parecía a esas casas que salen en la tele. Una casa en las afueras de una ciudad, con un patio trasero y una hamaca.

—¿Qué es una hamaca?

Mamá coge el Lápiz de la Estantería y dibuja dos árboles, y luego cuerdas anudadas entre uno y otro, y una persona tumbada en las cuerdas.

—¿Es un pirata?

—Soy yo, meciéndome en la hamaca —mueve el papel de un lado a otro, está muy emocionada—. Y yo iba al parque con Paul, nos montábamos en los columpios y tomábamos helados. Tu abuela y tu abuelo nos llevaban en coche de excursión, al zoo y a la playa. Yo era su chiquitina.

—Anda ya.

Mamá arruga el dibujo y lo hace una bola. La Mesa está mojada; el tablero blanco parece brillante.

—No llores —digo.

—No puedo evitarlo —se restriega las lágrimas por la cara.

—¿Por qué no puedes evitarlo?

—Ojalá pudiera describir mejor cómo era todo. Lo echo de menos.

—¿Echas de menos la hamaca?

—Todo. Estar fuera.

La cojo de la mano. Quiere que me lo crea y por eso lo intento, pero me duele la cabeza.

—¿De verdad viviste en la Tele?

—Ya te lo he dicho, no es la tele, es el mundo real. No te imaginas lo grande que es.

Despliega los brazos, señala todas las paredes.

—Esta habitación es sólo una parte apestosa y diminuta del mundo.

—La Habitación no es apestosa —le digo casi gritando—. Sólo apesta a veces, cuando te tiras un pedo.

Mamá se seca otra vez los ojos.

—Tus pedos son mucho más apestosos que los míos. Sólo intentas engañarme y quiero que pares ahora mismo.

—De acuerdo —dice, y todo el aire sale de ella como de un globo—. Vamos a prepararnos un sándwich.

—¿Por qué?

—Has dicho que tenías hambre.

—Pues no tengo.

Vuelve a poner cara de enfadada.

—Voy a preparar un sándwich —dice— y te lo vas a comer. ¿De acuerdo?

Sólo lleva mantequilla de cacahuete, porque el queso está pegajoso. Mientras me lo como, Mamá se queda sentada a mi lado, sin comer.

—Ya sé que todo esto es difícil de digerir —dice al cabo de un rato.

¿El sándwich?

De postre nos comemos una tarrina de mandarinas entre los dos; yo cojo los trozos grandes, porque ella prefiere los pequeños.

—No te mentiría con una cosa así —dice Mamá mientras chuperreteo el zumo—. No te lo he podido explicar antes porque eras demasiado pequeño para entenderlo, así que supongo que era una especie de mentira. Pero ahora tienes cinco años y creo que puedes entenderlo.

Niego con la cabeza.

—Lo que estoy haciendo ahora es lo contrario de mentir. Algo así como desmentir.

Echamos una siesta larga.

Mamá ya está despierta, me mira a menos de un palmo de distancia. Me escurro hacia abajo para tomar un poco de la izquierda.

—¿Por qué no te gusta estar aquí? —le pregunto.

Se sienta y se baja la camiseta.

—Todavía no había terminado.

—Sí habías terminado —dice—, estabas hablando.

Yo también me siento.

—¿Por qué no te gusta estar en la Habitación conmigo?

Mamá me abraza fuerte.

—Siempre me gusta estar contigo.

—Pero has dicho que era enana y apestosa.

—Ay, Jack… —se queda callada un momento—. Sí, preferiría estar fuera. Pero contigo.

—A mí me gusta estar aquí, los dos juntos.

—Vale.

—¿Cómo la construyó?

Sabe a quién me refiero. Primero creo que no va a contármelo, pero luego dice:

—En realidad, al principio era una caseta de esas donde se guardan las herramientas del jardín. Sólo un esqueleto de acero de tres y medio por tres y medio revestido de vinilo, pero le añadió una claraboya insonorizada y mucha espuma aislante en el interior de las paredes, además de una chapa de plomo, porque el plomo mata cualquier sonido. Ah, y una puerta que se abre y se cierra con una contraseña. A veces presume del trabajo tan ingenioso que hizo.

La tarde pasa muy despacio.

Leemos todos los libros con dibujos que tenemos bajo el resplandor de la luz helada. Hoy hay algo distinto en la Claraboya. Tiene un puntito negro que parece un ojo.

—Mira, Mamá.

Ella levanta la cabeza y sonríe.

—Es una hoja.

—¿Por qué?

—El viento debe de haberla arrancado de un árbol y la ha traído hasta el cristal.

—¿Un árbol de verdad, del Exterior?

—Sí. ¿Lo ves, Jack? Es una prueba de que el mundo entero está ahí fuera.

—Vamos a jugar a la Mata de Habichuelas —le digo—. Ponemos mi silla aquí, encima de la Mesa… —Mamá me ayuda—. Luego el Cubo de la Basura encima de la silla —le digo—. Y luego trepo hasta arriba del todo…

—No me parece muy seguro.

—Es seguro si te subes a la Mesa y tú aguantas el Cubo para que no me tambalee.

—Mmm —dice Mamá, que quiere decir casi un no.

—¿Podemos probarlo, por favor, por favor?

Funciona perfectamente, no me caigo. Cuando estoy de pie en el Cubo de la Basura alcanzo los bordes de corcho del Techo, por donde empieza a inclinarse hacia la Claraboya. Hay algo encima del cristal que no había visto nunca antes.

—Parece una colmena —le digo a Mamá, acariciándolo.

—Es una malla de policarbonato —dice ella—, irrompible. Solía pasar muchas horas aquí de pie mirando antes de que tú nacieras.

—La hoja está toda negra y llena de agujeritos.

—Sí, creo que es una hoja muerta, del invierno pasado.

Veo el azul que la rodea, que es el cielo, con manchas de blanco que Mamá dice que son nubes. Miro a través de la colmena; miro y miro, pero todo lo que veo es cielo. No veo que floten barcos o trenes o nada parecido, ni caballos, ni chicas, ni rascacielos cruzándose de un lado a otro.

Cuando me bajo del Cubo de la Basura y de la silla, aparto el brazo de Mamá.

—Jack…

Salto al Suelo yo solo.

—Mentira, te crecerá la nariz. El Exterior no existe, fuera no hay nada.

Empieza a explicarme más cosas, pero me tapo los oídos con los dedos y grito: «Bla, bla, bla, bla, bla».

Jugamos solos el Jeep y yo. Estoy a punto de llorar, pero hago ver que no.

Mamá revisa la Alacena, las latas chocan unas con otras, creo que la oigo contar. Está viendo lo que nos queda.

Ahora tengo mucho frío, casi no siento las manos debajo de los calcetines, que me las tapan.

No paro de preguntarle si para cenar podemos acabarnos los cereales, hasta que al final Mamá dice que sí. Se me derrama un poco porque no siento los dedos.

La oscuridad vuelve de nuevo, pero Mamá tiene en la cabeza todos los poemas de Mi gran libro de canciones infantiles. Le pido Naranjas y limones[5], la frase que más me gusta es «Lo desconozco, dice la gran campana de Bow», porque suena profunda como la voz del león. También lo de la tajadera que viene a cortarte la cabeza.

—¿Qué es una tajadera?

—Es una especie de cuchillo, supongo.

—Sí —le digo—. Un cuchillo enorme que te corta la cabeza a tajadas como si fuera un melón.

—Puaj.

Aún no tenemos sueño, pero cuando no se ve nada no se puede hacer gran cosa. Nos sentamos en la Cama y nos inventamos canciones.

—Nuestro amigo Pepinillo se peina con el cepillo.

—Los amiguitos del jardín siguen hasta el fin.

—Muy buena —le digo a Mamá—. Nuestra amiga Grace viste de beis.

—Ésa es mejor aún —dice Mamá—. A nuestra amiga Cristina le encantan las piscinas.

—Nuestro amigo Barney vive en un camp-ey.

—Trampas.

—Vale —digo—. Nuestro amigo el Tío Paul se cayó de un tropezón.

—Una vez se cayó de la moto.

Se me olvidaba que era de verdad.

—¿Por qué se cayó de la moto?

—Por accidente. Pero la ambulancia lo llevó al hospital y los médicos lo curaron.

—¿Le hicieron un corte para operarlo?

—No, no, sólo le escayolaron en el brazo para que dejara de dolerle.

Así que los hospitales también son de verdad, y las motos. La cabeza me va a explotar por todas las cosas que tengo que creer.

Ahora todo se ve negro menos la Claraboya, por la que entra una especie de luz oscura. Mamá dice que en una ciudad siempre hay algo de luz, por las farolas y las lámparas y los edificios y cosas de ésas.

—¿Dónde está la ciudad?

—Ahí fuera —dice ella, y señala con el dedo la Pared de la Cama.

—Pues he mirado por la Claraboya y no la he visto.

—Ya lo sé, y por eso te has enfadado conmigo.

—No estoy enfadado contigo.

Me devuelve el beso que le he dado.

—La claraboya mira directamente al cielo. La mayoría de las cosas de las que te he hablado están en el suelo, así que para verlas necesitaríamos una ventana que dé a los lados.

—Podríamos pedir una ventana de lado para el Gusto del Domingo.

A Mamá se le escapa una especie de sonrisa.

Me olvidaba de que el Viejo Nick ya no va a venir más. A lo mejor mi chupachús fue el último Gusto del Domingo, para siempre.

Creo que voy a llorar, pero me sale un bostezo enorme.

—Buenas noches, Habitación —digo.

—¿Ya es esa hora? Muy bien, pues, buenas noches —dice Mamá.

—Buenas noches, Lámpara y Globo —espero a que Mamá diga el suyo, pero ya no dice nada—. Buenas noches, Jeep, y buenas noches, Mando. Buenas noches, Alfombra, y buenas noches, Manta, y buenas noches, Bichos, no nos piquéis.

Me despierta un ruido que se repite una y otra vez. Mamá no está en la Cama. Hay un poco de luz, el aire está todavía helado. Miro por el borde y veo que Mamá está en medio del Suelo dando golpes con la mano, pum, pum, pum.

—¿Es que el Suelo ha hecho algo malo?

Mamá para y suelta el aire despacio.

—Necesito golpear algo —dice—, pero no quiero romper nada.

—¿Por qué no?

—En realidad me encantaría romper algo. Me encantaría romperlo todo.

No me gusta cuando se pone así.

—¿Qué hay de desayunar?

Mamá se queda mirándome. Luego se levanta, va hasta la Alacena y saca una rosca; creo que es la última.

Ella sólo come un cuarto, no tiene mucha hambre.

Cuando echamos el aire por la boca sale niebla.

—Es porque hoy hace más frío —dice Mamá.

—Tú dijiste que ya no iba a hacer más frío.

—Pues lo siento, me equivoqué.

Me acabo la rosca.

—¿Todavía tengo una Abuela y un Abuelo y un Tío Paul?

—Sí —dice Mamá sonriendo un poco.

—¿Están en el Cielo?

—No, no —tuerce la boca—. Vaya, no lo creo. Paul sólo es tres años mayor que yo, tiene… Caramba, debe de tener veintinueve.

—En realidad están aquí —susurro—. Escondidos.

Mamá mira a su alrededor.

—¿Dónde?

—Debajo de la Cama.

—Ah, pues deben de estar apretaditos. Son tres, y bastante grandes.

—¿Como hipopótamos?

—No tanto.

—A lo mejor están en… en el Armario.

—¿Con mis vestidos?

—Sí. Cuando oímos un ruido que viene de dentro es porque se les caen las perchas.

La cara de Mamá se desinfla.

—Es broma —le digo.

Dice que sí con la cabeza.

—¿Alguna vez estarán aquí de verdad?

—Ojalá pudieran —dice—. Rezo por ello con toda mi alma, todas las noches.

—Pues yo no te oigo.

—Porque lo hago dentro de mi cabeza —dice Mamá.

No sabía que rezara dentro de su cabeza, donde no puedo oírla.

—Seguro que ellos también lo desean —dice—, pero no saben dónde estoy.

—Estás en la Habitación, conmigo.

—Pero no saben dónde está, y tampoco saben que tú existes.

Qué raro.

—Podrían buscarla en el Mapa de Dora, y cuando vengan yo saldría para darles una sorpresa.

Parece que Mamá va a reírse, pero no se ríe.

—Esta habitación no sale en ningún mapa.

—Pues podríamos decírselo por teléfono. Bob el albañil tiene uno.

—Ya, pero nosotros no.

—Podríamos pedir uno para el Gusto del Domingo —entonces me acuerdo—. Si el Viejo Nick deja de estar enfadado.

—Jack. Nunca nos daría un teléfono, ni una ventana. ¿No lo entiendes? —Mamá me coge los pulgares y me los aprieta—. Es como si para él fuéramos personajes de un libro, y no va a consentir que nadie más lo lea.

En Gimnasia corremos por la Pista. Cómo cuesta mover la Mesa y las sillas cuando no se sienten las manos. Corro diez idas y vueltas, pero no consigo entrar en calor, tengo los dedos de los pies tropezones. Hacemos el Trampolín y Karate, ¡hi-ya!, y después escojo otra vez la Mata de Habichuelas. Mamá dice que de acuerdo si prometo no ponerme hecho una furia si no veo nada. Trepo desde la Mesa hasta la silla y al Cubo de la Basura sin tambalearme. Me agarro a los bordes donde el Techo se inclina hasta la Claraboya y miro fijamente a través de la colmena el azul del cielo, hasta que me hace parpadear. Al cabo de un rato Mamá dice que quiere bajar y preparar la comida.

—Verduras no, por favor, que me dan dolor de barriga.

—Tenemos que consumirlas antes de que se pudran.

—Podríamos comer pasta.

—Casi no queda.

—Pues arroz. ¿Y si…? —de repente me olvido de hablar porque lo veo a través de la colmena, una cosa tan pequeña que primero creo que se me ha metido una mota en los ojos. Pero no. Es una línea pequeña que deja una raya gruesa y blanca en el cielo—. Mamá…

—¿Qué?

—¡Un avión!

—¿De verdad?

—De verdad verdadera. Oh…

Entonces me caigo encima de Mamá y luego en la Alfombra, el Cubo de la Basura se nos echa encima y mi silla también. Mamá dice «huy, huy, huy» frotándose la muñeca.

—Perdón, perdón —le digo, y le doy besitos para que se cure—. Lo he visto, era un avión de verdad, sólo que chiquitito.

—Eso es porque estaba muy lejos —dice sonriendo—. Seguro que si lo vieras de cerca en realidad sería enorme.

—Era increíble porque iba escribiendo, ha dejado la letra «i» en el cielo.

—Eso se llama… —se da una palmada en la cabeza—. No consigo acordarme. Es una especie de veta, creo que es el humo del avión o algo parecido.

Para comer nos acabamos las últimas siete galletas saladas con el queso pegajoso; aguantamos la respiración para no notar el sabor.

Mamá me da un poquito debajo del Edredón. Entra el resplandor de la cara amarilla de Dios, pero no calienta para ponernos a tomar el sol. No consigo dormirme. Miro la Claraboya con tanta fuerza que me pican los ojos, aunque ya no veo más aviones. Pero ése lo he visto de verdad cuando estaba en lo alto de la mata de habichuelas, no ha sido un sueño. Lo he visto volando en el Exterior, así que es verdad que fuera hay un mundo donde Mamá estaba cuando era pequeña.

Nos levantamos y jugamos a las Cunitas, al Dominó, al Submarino, a las Marionetas y a un montón de juegos más, un ratito a cada cosa. Tarareamos, son canciones superfáciles de adivinar. Nos metemos otra vez en la Cama para estar más calentitos.

—¿Por qué no salimos al Exterior mañana? —digo.

—Ay, Jack.

Estoy tumbado en el brazo de Mamá, que está muy gordo porque lleva dos jerseys.

—Me gusta cómo huele ahí fuera —digo. Mamá mueve la cabeza para mirarme—. Cuando la Puerta se abre y entra un aire distinto del nuestro.

—Así que te habías dado cuenta —dice.

—Me doy cuenta de todo.

—Sí, es más fresco. En verano huele a hierba recién cortada, porque estamos en el patio trasero de su casa. A veces alcanzo a ver los arbustos y los setos.

—¿El patio trasero de quién?

—Del Viejo Nick. Convirtió el cobertizo en esta habitación, ¿te acuerdas?

Me cuesta acordarme de todas las cosas, ninguna de ellas parece muy verdadera.

—Es el único que sabe los números de la contraseña que se marcan en el teclado que hay en la parte de fuera.

Me quedo mirando el Teclado; no sabía que hubiera otro.

—Yo también tecleo los números.

—Sí, pero no sabes la combinación secreta que abre la puerta… Es algo así como una llave invisible —dice Mamá—. Luego, cuando vuelve a la casa, teclea otra vez el código en éste —dice señalando el Teclado.

—¿La casa de la hamaca?

—No —Mamá habla en voz alta—. El Viejo Nick vive en otra casa.

—¿Podemos ir algún día?

Se aprieta la boca con una mano.

—Preferiría ir a la casa donde viven tu abuela y tu abuelo.

—Podríamos mecernos en la hamaca.

—Podríamos hacer lo que quisiéramos, seríamos libres.

—¿Cuando tenga seis años?

—Algún día, claro que sí.

Caen gotas de la cara de Mamá hasta la mía. Doy un brinco, son saladas.

—Estoy bien —dice restregándose la mejilla—, no pasa nada. Sólo estoy… un poco asustada.

—Tú no puedes estar asustada —le digo casi a gritos—. Mala idea.

—Un poquito nada más. Estamos bien, lo básico lo tenemos.

Ahora sí que tengo miedo.

—Pero ¿y si el Viejo Nick no devuelve la luz ni nos trae comida nunca, nunca jamás?

—Lo hará —dice ella respirando todavía como con hipidos—. Estoy casi cien por cien segura de que lo hará.

Casi cien, o sea, noventa y nueve. ¿Noventa y nueve por ciento es suficiente?

Mamá se incorpora, se restriega la cara con la manga del jersey.

Me hacen ruido las tripas, no sé cuánta comida nos queda. Otra vez empieza a oscurecer. No creo que hoy vaya a ganar la luz.

—Oye, Jack, tengo que contarte otra historia.

—¿Una de verdad?

—Totalmente cierta. ¿Te acuerdas de que antes estaba siempre triste?

Ah, ésta me gusta.

—Entonces yo bajé del Cielo y crecí dentro de tu barriga.

—Sí. Pero verás, yo estaba triste por estar en esta habitación —dice Mamá—. Al Viejo Nick ni siquiera lo conocía, yo tenía diecinueve años. Me llevó con él sin que yo quisiera, me robó.

Intento entender.

Sé que al zorro Swiper le encanta llevarse cosas, pero nunca había oído que las personas se pudieran robar. Mamá me da un abrazo tan fuerte que me aprieta.

—Yo iba a estudiar. Era por la mañana temprano, y yo estaba cruzando un aparcamiento para llegar a la biblioteca de la facultad, escuchando… Bueno, iba escuchando música en un pequeño aparato en el que caben mil canciones que te suenan en el oído… Yo fui la primera de mis amigas que tuvo uno.

Me encantaría tener ese aparato.

—Bueno, la cuestión es que se me acercó un hombre a pedirme ayuda, porque a su perro le había dado un ataque y pensaba que se le podía morir.

—¿Cómo se llamaba?

—¿El hombre?

Sacudo la cabeza.

—No, el perro.

—No, el perro nada más era una trampa para meterme en su camioneta. La camioneta del Viejo Nick.

—¿De qué color es?

—¿La camioneta? Marrón, todavía la tiene, siempre se queja de ella.

—¿Cuántas ruedas tiene?

—Necesito que te concentres en lo importante —me dice Mamá.

Digo que sí con la cabeza. Sus manos me aprietan, las aflojo.

—Me puso una venda en los ojos.

—¿Igual que en la Gallinita Ciega?

—Sí, pero no tuvo nada de divertido. Estuvo conduciendo mucho rato, yo estaba muerta de miedo.

—¿Yo dónde estaba?

—Tú aún no existías, ¿recuerdas?

Me había olvidado.

—¿El perro también estaba en la camioneta?

—No había ningún perro —refunfuña otra vez Mamá—. Mira, tienes que dejarme explicar esta historia.

—¿No puedo escoger otra?

—Es lo que pasó de verdad.

—¿Y por qué no me cuentas la de Jack el Matagigantes?

—Escucha —dice Mamá tapándome la boca con la mano—. Me obligó a tomar una medicina mala para que me durmiera. Cuando me desperté ya estaba aquí.

Está oscuro, casi negro, y ahora ya no veo la cara de Mamá; mira hacia otro lado, así que sólo la oigo.

—La primera vez que abrió la puerta grité pidiendo ayuda y me tiró al suelo de un puñetazo. Nunca más he intentado hacer eso.

Tengo la barriga llena de nudos.

—Antes me daba mucho miedo quedarme dormida, por si volvía —dice Mamá—. Cuando dormía era el único momento en que dejaba de llorar, así que dormía dieciséis horas al día.

—¿Hiciste un estanque?

—¿Qué?

—Alicia llora porque no puede recordar todos los poemas y los números, y se forma un estanque de lágrimas y de repente se está ahogando.

—No —dice Mamá—, pero me dolía siempre la cabeza, tenía los ojos irritados. El olor de las planchas de corcho me daba náuseas.

¿Qué olor?

—Me volvía loca mirando el reloj y contando los segundos que pasaban. Todos los muebles me daban pánico, cuando los miraba parecían hacerse más grandes o más pequeños, pero si dejaba de mirarlos empezaban a resbalar. Cuando al final me trajo la tele dejaba puesto el canal de la teletienda, veinticuatro horas siete días a la semana, donde siempre había cosas estúpidas, anuncios de la comida que yo recordaba, me dolía la boca de quererlo todo. A veces oía voces que salían de la tele y me decían cosas.

—¿Igual que hace Dora?

Dice que no con la cabeza.

—Cuando él estaba trabajando intentaba salir de aquí, lo probé todo. Me pasé días enteros de puntillas encima de la mesa rascando alrededor de la claraboya, me rompí todas las uñas. Le tiré todo lo que se me ocurría para romperla, pero la malla de seguridad es fortísima, ni siquiera conseguí agrietar el cristal.

La Claraboya es sólo un cuadrado, menos oscuro que el resto.

—¿Qué era todo?

—La sartén grande, sillas, el cubo de la basura.

Ostras, cómo me gustaría verla lanzando el Cubo de la Basura.

—Y una vez excavé un agujero.

No lo entiendo.

—¿Dónde?

—Si quieres puedes palparlo, ¿te gustaría? Tendremos que arrastrarnos por el suelo… —Mamá echa el Edredón a un lado y saca la Caja de debajo de la Cama; luego da un pequeño gruñido para meterse debajo. Me deslizo a su lado, estamos cerca de la Serpiente de Huevos, pero sin llegar a chafarla—. Saqué la idea de La gran evasión —noto que su voz retumba al lado de mi cabeza.

Me acuerdo de esa historia, la del campo de los nazis; no un campo lleno de flores silvestres en primavera, sino un campo donde en invierno había millones de personas tomando sopas llenas de gusanos. Al final los aliados derribaron las vallas y todo el mundo huyó corriendo; me parece que los aliados son una especie de ángeles, como San Pedro.

—Dame tus dedos… —Mamá me los coge y siento el corcho del Suelo—. Justo aquí —de repente hay un trocito más bajo con los bordes ásperos. El pecho empieza a hacerme pum, pum. No sabía que hubiera un agujero—. Cuidado, no vayas a cortarte. Lo hice con el cuchillo de sierra —dice—. El corcho logré levantarlo, la madera me costó más. Luego, con la plancha de plomo y la espuma fue bastante fácil, pero ¿sabes qué encontré después?

—¿El País de las Maravillas?

Mamá da un gruñido tan fuerte que me golpeo la cabeza con la Cama.

—Perdona.

—Lo que encontré fue una tela de alambre.

—¿Dónde?

—Aquí mismo, en el agujero.

¿Tela de alambre en un agujero? Meto mi mano abajo, y más abajo aún.

—Una cosa metálica, ¿has llegado?

—Sí —fría, suave, la agarro entre los dedos.

—Cuando transformó el cobertizo en esta habitación —dice Mamá—, puso escondida una tela de alambre debajo de las viguetas del suelo, en todas las paredes y hasta en el techo, para que nunca pudiera traspasarla y escaparme.

Salimos a rastras otra vez. Nos sentamos con la espalda apoyada en la Cama. Me he quedado sin respiración.

—Cuando descubrió el agujero —dice Mamá— se puso a aullar.

—¿Como un lobo?

—No, de risa. A mí me daba miedo que me hiciera daño, pero esa vez le pareció desternillante.

Tengo los dientes muy apretados.

—Entonces se reía más —dice Mamá.

El Viejo Nick es un zombi ladrón robón apestoso.

—Podríamos prepararle un motín —le digo a Mamá—. Con mi transformerbomba jumbo megatrón le haré pedazos.

Me pone un beso al lado del ojo.

—Hacerle daño no funciona. Una vez lo intenté, cuando llevaba cosa de un año y medio aquí.

Esto sí que es increíble.

—¿Tú le hiciste daño al Viejo Nick?

—Lo que hice fue quitar la tapa de la cisterna, y además tenía el cuchillo afilado, y justo antes de las nueve, una noche, me puse contra la pared, al lado de la puerta.

Huy, qué lío.

—La cisterna del Váter no tiene tapa —le digo.

—Antes había una que la tapaba. Era la cosa más contundente de la habitación.

—La Cama pesa un montón.

—Sí, pero no podría levantarla en alto, ¿verdad? —pregunta Mamá—. Así que cuando oí que entraba…

—El piiii, piiii.

—Exacto. Le estampé la tapa de la cisterna en la cabeza.

Tengo el dedo gordo en la boca y lo muerdo sin parar.

—Pero no lo golpeé lo bastante fuerte, y la tapa se cayó al suelo y se partió en dos. Y él…, el Viejo Nick, consiguió empujar la puerta y cerrarla.

Siento un sabor raro en la boca.

Mamá habla como si se bebiera el aire a tragos.

—Sabía que mi única opción era obligarlo a que me diera la contraseña, así que le puse el cuchillo en el cuello y apreté, así —me pone la uña debajo de la barbilla, no me gusta—. Le dije: «Dame la contraseña».

—¿Te la dio?

Resopla y saca todo el aire.

—Dijo algunos números, y fui corriendo a marcarlos.

—¿Qué números?

—No creo que fueran los de verdad. Se puso de pie de un salto y me retorció la muñeca y me quitó el cuchillo.

—¿Tu muñeca mala?

—Bueno, antes de eso no estaba mala. No llores —me susurra Mamá en el pelo—, eso fue hace mucho tiempo.

Intento hablar pero no me sale nada, por las lágrimas.

—Así que, Jack, no debemos intentar hacerle daño de nuevo. Cuando volvió a la noche siguiente me dijo: número uno, que jamás conseguiría que me dijera la contraseña. Y, número dos, que si alguna vez volvía a intentar un truco como aquél, se iría y no volvería más, y me dejaría aquí hasta que me muriera de hambre.

Ya ha acabado, creo.

—¿Y volvieras al Cielo? —pregunto.

—Sí. Y aunque estaba muy triste, aún no quería volver allí.

—No iremos hasta que tengamos cien años y estemos cansados de jugar —pero entonces me ruge la barriga fuerte de verdad y me doy cuenta, veo por qué Mamá me ha contado esta historia terrible. Me está diciendo que vamos a…

Entonces parpadeo y me tapo los ojos. La luz lo baña todo: se ha encendido la Lámpara.