Regalos

HOY tengo cinco años. Anoche cuando me fui a dormir al Armario tenía cuatro, pero al despertarme en la Cama, aún oscuro, ya había cumplido cinco, abracadabra. Antes de eso tenía tres, luego dos, luego uno y luego cero.

—Y antes, ¿tuve años de menos?

—¿Mmm? —Mamá se despereza estirando todo el cuerpo.

—En el Cielo. Si tenía menos uno, menos dos, menos tres…

—No, los números no empezaron hasta que bajaste volando a toda pastilla.

—Y entré por la Claraboya. Estabas muy triste hasta que de repente aparecí en tu barriga.

—Tú lo has dicho —Mamá se incorpora y se asoma un poco de la Cama para encender la Lámpara, que lo baña todo de luz, zassssssss.

Cierro los ojos justo a tiempo, y luego abro uno sólo una rendija, y después los abro los dos.

—Lloré hasta que no me quedaron lágrimas —dice—. Pasaba el tiempo tumbada, contando los segundos.

—¿Cuántos segundos? —pregunto.

—Millones y millones.

—No, pero ¿cuántos exactamente?

—Perdí la cuenta —dice Mamá.

—Y entonces deseaste con todas tus fuerzas que te creciera un huevo, hasta que te pusiste gorda.

Sonríe.

—Sentía tus pataditas.

—¿Y a qué le daba patadas?

—Pues a mí, claro —esa parte siempre me da risa—. Desde dentro, pumba, pumba —Mamá se levanta la camiseta de dormir y hace saltar la tripa—. Pensé: «Jack está en camino». Y a primera hora de la mañana saliste y resbalaste hasta la alfombra, con los ojos abiertos como platos.

Miro la Alfombra, estirada en el Suelo con sus colores rojo, marrón y negro en zigzag. Hay una mancha que hice sin querer cuando nací.

—Cortaste el cordón y quedé libre —le digo a Mamá—. Entonces me convertí en un niño.

—Niño ya eras, en realidad —sale de la Cama y va hasta el Termostato, para caldear el aire.

No creo que viniera anoche después de las nueve. Cuando viene, el aire siempre se nota distinto. No pregunto, porque a Mamá no le gusta hablar de él.

—Dime, señor Cinco, ¿quieres tu regalo ahora o después del desayuno?

—¿Qué es, qué es?

—Ya sé que estás emocionado —dice—, pero recuerda que no tienes que morderte el dedo, porque podrían meterse microbios en la herida.

—¿Y ponerme malito, como cuando tenía tres años y empecé a vomitar y me dio diarrea?

—O peor aún —dice Mamá—. Los microbios pueden hacer incluso que una persona se muera.

—¿Y que vuelva al Cielo antes de tiempo?

—Y dale, mírate: sigues mordiéndote —me aparta la mano de la boca.

—Perdón —me siento encima de la mano traviesa—. Llámame otra vez señor Cinco.

—Entonces qué, señor Cinco, ¿ahora o luego? —dice.

Me planto de un salto en la Mecedora para mirar el Reloj, que dice las 07.14. Me aguanto en equilibrio en la Mecedora como si fuera una tabla de skate, y luego vuelvo de un salto al Edredón, ¡yupi!, y aterrizo en el snowboard.

—¿Cuándo es mejor abrir los regalos?

—De las dos formas estaría bien. ¿Quieres que escoja por ti? —pregunta Mamá.

—Ya tengo cinco años, tengo que escoger yo —el dedo se me ha metido otra vez en la boca; lo pongo debajo de la axila y la cierro con llave—. Escojo… ahora.

Saca algo de debajo de su almohada, creo que ha estado ahí escondido toda la noche sin que nadie lo viera. Es un papel con renglones, enrollado en un tubo y atado con la cinta lila de las mil chocolatinas que tuvimos cuando pasó la Navidad.

—Ábrelo —me dice—. Con cuidado.

Descubro la manera de deshacer el nudo, desenrollo el papel, lo aliso: es un dibujo, a lápiz nada más, sin colores. No sé qué es hasta que lo pongo del revés.

—¡Soy yo! —igual que en el Espejo pero más, porque aquí se me ve la cabeza, y el brazo y el hombro con la camiseta de dormir—. ¿Por qué mis ojos del dibujo están cerrados?

—Estabas durmiendo —dice Mamá.

—¿Cómo hiciste un dibujo dormida?

—No, yo estaba despierta. Ayer por la mañana, y anteayer, y el día anterior, encendía la lámpara y te dibujaba —ya no sonríe—. ¿Qué pasa, Jack? ¿No te gusta?

—No me gusta cuando tú estás encendida y yo apagado…

—Bueno, es que no podía dibujarte despierto, porque entonces no hubiera sido una sorpresa —Mamá se queda callada—. Creí que te haría ilusión que fuera una sorpresa.

—Prefiero que sea una sorpresa y saberlo.

Creo que le asoma una sonrisa.

Me subo a la Mecedora para coger una chincheta del Costurero, que está encima de la Estantería. Eso significa que de las seis que había ahora quedará una. Antes teníamos siete, pero una desapareció. Hay una aguantando las Obras maestras del arte occidental núm. 3: Santa Ana, la Virgen, el Niño y San Juan niño detrás de la Mecedora, y una que sujeta Obras maestras del arte occidental núm. 8: Impresión: sol naciente al lado de la Bañera, y una clavada en el pulpo azul y otra en la lámina del caballo loco que se llama Obras maestras del arte occidental núm. 11: Guernica. Las obras maestras venían en las cajas de los copos de avena, pero el pulpo lo hice yo, es mi mejor dibujo del mes de marzo; se está ondulando un poco por el vapor que sube cuando llenamos la Bañera. Clavo con la chincheta el dibujo sorpresa de Mamá en la plancha de corcho que hay justo en mitad de la pared, encima de la Cama.

Ella niega con la cabeza.

—Ahí no.

No quiere que el Viejo Nick lo vea.

—¿Y en el fondo del Armario, por dentro? —pregunto.

—Buena idea.

El Armario es de madera, así que tengo que hacer superfuerza para clavar la chincheta. Cierro las puertas tontainas que siempre chirrían, incluso después de ponerles aceite de maíz en las bisagras. Miro a través de los listones, pero está demasiado oscuro. Las abro un poquito para espiar: el dibujo secreto es blanco, menos las rayas finitas de color gris. El vestido azul de Mamá cuelga un poco más arriba de mi ojo dormido; me refiero al ojo de mentira del dibujo. El vestido colgado está en el Armario y es de verdad.

Huelo a Mamá a mi lado, tengo el mejor olfato de la familia.

—Oh, se me ha olvidado tomar un poco al levantarme.

—No pasa nada. A lo mejor ahora que tienes cinco años podemos saltarnos alguna que otra toma de vez en cuando, ¿no crees?

—Nanay de la China.

Así que se tumba en la blancura del Edredón, y yo me tumbo también y tomo un montón.

Cuento los cereales hasta cien, echo sin salpicar una cascada de leche que es casi del mismo blanco que los cuencos y damos las gracias al Niño Jesús. Elijo la Cuchara Derretida, con el mango blanco lleno de burbujitas de cuando se apoyó por accidente en la olla de cocer la pasta. A Mamá no le gusta la Cuchara Derretida, pero es mi favorita porque no es como las demás.

Acaricio los arañazos de la Mesa: sana, sana, culito de rana. La Mesa es un círculo todo blanco, menos los arañazos grises de cortar encima los alimentos. Mientras comemos jugamos a Tararear, porque para eso no hace falta mover la boca. Adivino Macarena y She’ll Be Coming’Round the Mountain, y también Swing Low, Sweet Chariot, aunque en realidad es Stormy Weather. Como son dos puntos, me gano dos besos.

Tarareo Row, Row, Row Your Boat, Mamá la adivina enseguida. Entonces empiezo con Tubthumping. Mamá pone una mueca.

—Ah, me la sé… Es esa que habla de cuando te derriban y vuelves a levantarte, ¿cómo se llama? —dice.

Se acuerda casi al final del todo. Cuando me toca por tercera vez hago la de Can’t Get You out of My Head, y Mamá no tiene ni idea.

—Has elegido una difícil… ¿La has oído por la tele?

—No, te la he oído a ti —no me puedo aguantar y se me escapa el estribillo; Mamá dice que está en Babia.

—Tarugo —y le doy sus dos besos.

Llevo mi silla hasta el Lavabo para fregar los cacharros; con los cuencos tengo que ir con cuidado, pero con las cucharas puedo hacer clinc, clanc, clonc porque no pasa nada. Saco la lengua delante del Espejo. Mamá aparece por detrás, veo mi cara pegada encima de la suya, como la máscara que hicimos cuando fue Halloween.

—Ojalá el dibujo fuera mejor —dice—, pero por lo menos te muestra como eres.

—¿Y cómo soy?

Da unos golpecitos en el Espejo, donde está mi frente. Los dedos dejan un cerco en el cristal.

—Mi vivo retrato.

—¿Por qué soy tu vivo retrato? —poco a poco, el cerco desaparece.

—Eso quiere decir que te pareces a mí. Supongo que porque eres sangre de mi sangre. Los mismos ojos castaños, la misma boca grande, la misma barbilla puntiaguda…

Nos miro a los dos al mismo tiempo, mientras los nosotros del Espejo nos miran también.

—La nariz no es la misma.

—Bueno, es que de momento tienes nariz de niño.

Me la agarro.

—¿Se me caerá y me saldrá una nariz de adulto?

—No, no, solamente crecerá. Y el mismo pelo castaño…

—Pero el mío me llega hasta la cintura, y el tuyo sólo hasta los hombros.

—Eso es verdad —dice Mamá mientras coge la Pasta de Dientes—. Todas tus células están el doble de vivas que las mías.

No sabía que las cosas pudieran estar vivas a medias. Aunque tampoco sabía que los retratos tuvieran vida dentro. Miro de nuevo el Espejo. Nuestras camisetas de dormir también son diferentes, y la ropa interior: la de ella no tiene ositos.

Cuando escupe la segunda vez es mi turno con el Cepillo de Dientes; me restriego todos los dientes por todas las caras. Enjuago las babas de los dos, que resbalan por el Lavabo, y pongo sonrisa de vampiro.

—Ah —Mamá se tapa los ojos—, me deslumbras con esos dientes tan limpios.

Los suyos están bastante picados porque durante un tiempo se olvidó de lavárselos; ahora le da pena y ya no se olvida, pero siguen llenos de caries.

Pliego las sillas y las pongo al lado de la Puerta, apoyadas en el Tendedero. Aunque él siempre se queja y dice que no hay espacio, si se pone bien plano entran todos de sobra. Yo también puedo plegarme, aunque no tanto porque estoy vivo y tengo músculos. La Puerta está hecha de un metal brillante mágico. Hace piiii, piiii después de las nueve, y entonces se supone que tengo que quedarme apagadito dentro del Armario.

La cara amarilla de Dios hoy no entra en la Habitación, Mamá dice que le cuesta abrirse paso por la nieve.

—¿Qué nieve?

—Mira —dice señalando hacia arriba.

Hay un poquito de luz en lo alto de la Claraboya, el resto está todo oscuro. La nieve por la Tele es blanca, pero la de verdad no. Qué raro.

—¿Por qué no nos cae encima?

—Porque está fuera.

—¿En el Espacio Exterior? Ojalá estuviera dentro, así podríamos jugar con ella.

—Ah, pero entonces se derretiría, porque aquí dentro se está calentito —empieza a tararear, y a la primera adivino que es Let It Snow. Canto la segunda estrofa. Luego hago Winter Wonderland y Mamá canta conmigo, pero más agudo.

Todas las mañanas hay miles de cosas que hacer, por ejemplo, darle a la Planta una taza de agua dentro del Lavabo para que no chorree, y volver a colocarla luego en su platito, encima de la Cajonera. La Planta vivía en la Mesa, pero la cara amarilla de Dios le quemó una hojita. Aquélla se le cayó, pero le quedan nueve, que son tan anchas como mi mano y están cubiertas de pelusilla, igual que un perro, dice Mamá. Pero los perros son Tele. No me gusta el nueve. Descubro que hay una hoja diminuta saliendo, así que cuentan como diez.

La Araña es de verdad. La he visto dos veces. Ahora la busco debajo de la Mesa, pero entre la pata y lo plano sólo veo una telaraña. La Mesa aguanta muy bien el equilibrio, y mira que es difícil; yo, aunque pueda pasarme siglos a la pata coja, al final siempre me caigo. A Mamá no le cuento lo de la Araña. Ella dice que las telarañas son suciedad y las barre. A mí me parecen plata superfina. A Mamá le gustan los animales que corren por ahí comiéndose unos a otros en el planeta de la fauna, y en cambio los de verdad no le gustan. Una vez, cuando tenía cuatro años, me quedé mirando las hormigas que subían en fila india por la Cocina, y ella vino corriendo y las chafó todas para que no se llevaran nuestra comida. Un momento estaban vivas y al minuto siguiente eran polvo. Lloré hasta que por poco se me derritieron los ojos. Otra vez por la noche algo hacía zzzzzzz, zzzzzzz, zzzzzzz y me picaba, y Mamá lo aplastó contra la Pared de la Puerta, debajo de la Estantería: era un mosquito. Aunque ella la restregó, ahí está todavía en el corcho la marca de la sangre que el mosquito me estaba robando, igual que un vampiro chiquitín. Ésa fue la única vez que se me ha salido sangre del cuerpo.

Mamá se toma la pastilla del paquete plateado que tiene veintiocho capsulitas espaciales. Luego me da una vitamina del frasco con el niño que hace el pino, y ella coge una del grande con el dibujo de una mujer que juega al tenis. Las vitaminas son una medicina para no ponerte enfermo y no volver al Cielo todavía. Yo no quiero ir nunca porque no me gusta morirme, pero Mamá dice que está bien irse cuando tengamos cien años y ya estemos cansados de jugar. También se toma un matadolores. A veces se toma dos: nunca más de dos, porque hay cosas que son buenas para nosotros, pero si se toman de golpe hacen daño.

—¿Te duele la Muela Mala? —pregunto. Está arriba, casi al fondo de la boca de Mamá, y es la peor de todas.

Mamá asiente.

—¿Por qué no te tomas dos matadolores a cada ratito todos los días?

Hace una mueca.

—Entonces me engancharía.

—¿Qué es eso?

—Como estar colgada de un gancho, porque el cuerpo me los pediría constantemente. De hecho, necesitaría tomar cada vez más.

—¿Y qué hay de malo en necesitar?

—Es difícil de explicar.

Mamá lo sabe todo, menos las cosas que no recuerda bien o algunas que no puedo entender porque soy demasiado pequeño.

—Las muelas no me duelen tanto si dejo de pensar en ellas —me dice.

—¿Y eso cómo puede ser?

—Se llama control mental. La mente es muy poderosa, y si no pensamos en algo, dejamos de darle importancia.

Cuando me duele cualquier trocito de mi cuerpo, siempre le doy importancia. Mamá me frota el hombro. Aunque no me duele, me gusta igual.

Todavía no le cuento lo de la telaraña. Qué raro tener un secreto que es mío y no de Mamá. Todo lo demás es de los dos. Supongo que mi cuerpo es mío, y también las ideas que pasan dentro de mi cabeza. Pero mis células nacieron de sus células, así que de alguna manera soy suyo. También cuando le cuento lo que estoy pensando y ella me dice lo que está pensando, cada una de nuestras ideas saltan a la cabeza del otro, igual que cuando pintas azul encima del amarillo y sale verde.

A las 08.30 aprieto el botón de la Tele y al probar entre los tres canales encuentro a Dora la Exploradora, ¡yupi! Mamá le da vueltas al Conejo Orejón, despacito, para que al moverle las orejas y la cabeza la imagen se haga más clara. Un día, cuando tenía cuatro años, la Tele se murió y lloré, pero por la noche el Viejo Nick trajo una caja de convertidor mágica y la resucitó. Después de esos tres canales sólo se ve niebla, así que no los miramos porque hacen daño a los ojos; sólo si hay música ponemos la Manta encima para escuchar a través del gris y mover el culito.

Hoy toco con los dedos la cabeza de Dora para abrazarla y hablarle de mis superpoderes ahora que tengo cinco años, y ella sonríe. Dora tiene un montón de pelo que parece un casco marrón, con el flequillo cortado en picos; el pelo es tan grande como el resto de su cuerpo. Vuelvo otra vez a la Cama para ver la Tele sentado entre las piernas de Mamá, y me retuerzo hasta que no se me clava ninguno de sus huesos. No tiene muchas partes carnosas, pero las que tiene son superblanditas.

Dora dice cosas que no son palabras de verdad, sino en español, como «lo hicimos»[1]. Va siempre con su Mochila, que por dentro es mucho más de lo que parece por fuera y cabe todo lo que Dora necesita: escaleras, trajes espaciales para bailar y jugar al fútbol y tocar la flauta y vivir aventuras con su mejor amigo, el mono Botas. Dora siempre me pide ayuda, por ejemplo para encontrar un objeto mágico, y espera a que yo le diga: «¡Sí!». Hoy le grito: «Detrás de la palmera», y su flecha azul se clava justo detrás de la palmera y entonces ella dice: «¡Gracias!». Las demás personas de la Tele no escuchan nunca. El Mapa muestra tres lugares cada vez, y tenemos que llegar al primero para ir al segundo y luego al tercero. Camino al lado de Dora y Botas, que van cogidos de la mano, y canto con ellos todas las canciones, sobre todo la que se hace dando volteretas o chocando los cinco, o la canción de la Gallina Tonta. Tenemos que vigilar al zorro Swiper, que es muy astuto. Le gritamos: «¡Swiper, no robes!» tres veces, hasta que se enfada un montón y dice: «¡Jolín!», y huye corriendo. Una vez Swiper hizo una mariposa robot de control remoto, pero no funcionaba bien y le robó la máscara y los guantes a él, fue divertidísimo. A veces cazamos estrellas y las ponemos en el bolsillo de la Mochila; yo me quedaría con la Estrella Ruidosa, que despierta a todo el mundo, y con la Estrella Cambiante, que puede adoptar cualquier forma que quiera.

En los demás planetas casi siempre sale mucha gente; en la pantalla caben cientos de personas, aunque normalmente sólo se ve a una más grande, de cerca. Las personas llevan ropa para cubrirse la piel. Tienen la cara rosa, o amarilla, o marrón, o un trozo de cada, o peluda, y la boca muy roja y los ojos grandes con bordes negros. Se ríen y gritan mucho. Me encantaría ver la Tele todo el rato, pero la Tele pudre el cerebro. Antes de que yo bajara del Cielo, Mamá la dejaba encendida todo el día y se convirtió en un zombi, que es como un fantasma sólo que anda arrastrando los pies: plof, plof. Así que ahora siempre la apaga después de ver un programa, y entonces las células se multiplican otra vez durante el día y podemos ver otro programa después de cenar, para que luego nos crezca más cerebro mientras dormimos.

—¿Sólo uno más, hoy, que es mi cumpleaños? Por favor…

Mamá abre la boca, y vuelve a cerrarla. Entonces dice:

—Está bien, ¿por qué no?

Quita la voz durante los anuncios, porque hacen papilla el cerebro aún más rápido y entonces se nos escurriría por las orejas. Miro los juguetes, hay un camión chulísimo y una cama elástica y Bionicles. Dos niños tienen Transformers en la mano y luchan con ellos, pero no parecen malos, tienen pinta de ser buenos chicos.

Enseguida empiezan los dibujos de Bob Esponja Pantalones Cuadrados. Voy corriendo a tocar a Bob, y toco también a Patricio, la estrella de mar; a Calamardo no, que me da repelús. Es una historia de miedo sobre un lápiz gigante, la veo a través de los dedos de Mamá, que son todos el doble de largos que los míos.

A Mamá nada le da miedo. Bueno, a lo mejor el Viejo Nick sí. La mayoría de las veces no lo llama por su nombre; yo ni sabía cómo se llamaba hasta el día en que vi unos dibujos de un tipo que entraba en las casas por la noche y al que le decían Viejo Nick[2]. Al de verdad lo llamo así porque viene de noche, aunque no se parece al hombre de la Tele, que llevaba barba y cuernos y todo eso. A Mamá le pregunté una vez si es viejo, y me dijo que tiene casi el doble de años que ella, y eso es bastante.

Mamá se levanta y apaga la Tele en cuanto salen los créditos.

El pis me sale amarillo, es por las vitaminas. Me siento también a hacer caca.

—Adiós, buen viaje hacia el mar.

Después de tirar de la cadena miro cómo la cisterna se llena de nuevo haciendo burbujas y ruiditos. Entonces me restriego las manos con jabón hasta que parece que se me va a caer la piel a tiras, que es cuando sabes que ya te has lavado bastante.

—Hay una telaraña debajo de la Mesa —digo, aunque no sabía que fuera a decirlo—. La Araña vive ahí, la he visto dos veces —Mamá sonríe, aunque no es una sonrisa de verdad—. ¿A que no vas a barrerla, por favor? Porque la Araña no está, pero a lo mejor vuelve.

Se arrodilla y mira debajo de la Mesa. No le veo la cara hasta que se mete el pelo detrás de la oreja.

—Te diré lo que vamos a hacer. Voy a dejarla hasta que hagamos limpieza, ¿de acuerdo?

Eso es el martes, faltan tres días.

—De acuerdo.

—¿Sabes qué? —se pone de pie—. Tenemos que marcar lo alto que eres, ahora que has cumplido cinco años.

Doy un salto enorme.

Normalmente no se pueden hacer dibujos en ninguna parte de la Habitación ni en ningún mueble. Cuando tenía dos años pinté unos garabatos en la pata de la Cama, la que está al lado del Armario, y siempre que hacemos limpieza Mamá da unos golpecitos con el dedo en el rayajo y me dice: «Mira, vamos a vivir con eso para siempre».

Medirme el día de mi cumpleaños es distinto, porque son unos numeritos de nada al lado de la Puerta: un 4 negro, y un 3 negro más abajo, y un 2 rojo, que era el color del Bolígrafo que tuvimos antes hasta que se gastó, y debajo del todo un 1 rojo.

—Ponte bien erguido —dice Mamá. Me hace cosquillas en la coronilla con el Bolígrafo.

Cuando me aparto hay un 5 negro un poco más arriba del 4. El cinco es el número que más me gusta; tengo cinco dedos en cada mano y en cada pie, y Mamá igual, porque soy su vivo retrato. El nueve es mi número menos favorito.

—¿Cuál es mi alto?

—Tu altura. Bueno, exactamente no lo sabemos —dice—. A lo mejor alguna vez podríamos pedir una cinta métrica para el Gusto del Domingo.

Creía que las cintas métricas sólo existían en la Tele.

—No, mejor pedimos chocolatinas.

Pongo el dedo encima del 4 y pego la cara a la pared, el dedo me toca el pelo.

—Esta vez no me he puesto mucho más alto.

—Es normal.

—¿Qué quiere decir normal?

—Es… —Mamá se muerde el labio—. Quiere decir que está bien. No hay problema.

—Pero mira qué músculos más grandes —salto encima de la Cama, parezco Pulgarcito con sus botas de siete leguas.

—Inmensos.

—Impresionantes.

—Colosales.

—Gigantescos.

—Enormes —dice Mamá.

—Gigantormes —me sale una palabra sándwich, que es cuando apretujamos dos y las convertimos en una sola.

—Ésa es buena.

—¿Sabes qué? —le digo—. Cuando tenga diez años ya seré mayor.

—Ah, ¿sí?

—Me haré más grande, y más grande, y más grande, hasta convertirme en humano.

—Bueno, humano ya eres —dice Mamá—. Los dos somos seres humanos.

Pensaba que nosotros éramos de verdad. Las personas de la Tele están hechas sólo de colores.

—¿Que serás como yo? ¿Era eso lo que querías decir?

—Sí, que seré una mujer como tú, con un niño en un huevo dentro de mi barriga, y él también será de verdad. O si no, cuando crezca, me convertiré en un gigante, pero uno bueno, hasta aquí de alto —doy un salto para llegar arriba del todo de la Pared de la Cama, y casi llego a donde empieza el Techo, que luego sigue subiendo torcido.

—Suena genial —dice Mamá.

Se le desinfla la cara; seguro que he dicho una cosa que no le ha gustado, pero no sé cuál.

—Saldré por la Claraboya al Espacio Exterior e iré saltando, boing, boing, de un planeta a otro —le digo—. Visitaré a Dora, a Bob Esponja y a todos mis amigos, y tendré un perro que se llamará Lucky.

Mamá pone una sonrisa. Va a dejar el Bolígrafo otra vez encima de la Estantería.

—¿Cuántos años cumplirás cuando sea tu cumpleaños? —le pregunto.

—Veintisiete.

—Hala.

Me parece que con eso no la he puesto contenta.

Mientras se llena la Bañera, Mamá baja el Laberinto y la Fortaleza de lo alto del Armario. Desde que tengo dos años hacemos el Laberinto con los tubos que van dentro de los rollos de papel higiénico, los pegamos unos a otros y formamos túneles que giran hacia todos lados. A la Pelota Saltarina le encanta perderse en el Laberinto y esconderse. Tengo que llamarla y sacudirla, girarlo hacia un lado y ponerlo boca abajo, hasta que al final salga rodando. Uf, menos mal. Luego mando otras cosas adentro del Laberinto, por ejemplo un cacahuete, o al Pequeño Color Azul, que no es más que un pedacito de plastidecor roto, o meto un espagueti cortado sin cocer. Se persiguen unos a otros por los túneles y aparecen de repente y gritan: «¡Bu!». No los veo, pero los oigo a través del cartón, y me hago una idea de dónde están. El Cepillo de Dientes quiere meterse una vez para probar, pero le digo «lo siento, eres demasiado largo». Así que en vez de eso entra en la Fortaleza y vigila una torre. La Fortaleza está hecha de latas y frascos de vitaminas, cada vez que tenemos uno vacío se lo añadimos y así va creciendo. La Fortaleza mira en todas las direcciones y lanza chorros de aceite hirviendo a los enemigos, que no saben que tiene unas ranuras secretas hechas con un cuchillo, ja, ja. Me gustaría meterla dentro de la Bañera para convertirla en una isla, pero Mamá dice que el agua despegaría el celo y ya no serviría.

Nos soltamos las coletas y dejamos que el pelo nade. Me tumbo encima de Mamá y no hablo, me gusta oír el latido de su corazón. Cuando respira subimos y bajamos un poco. Pene flota.

Como es mi cumpleaños, hoy elijo por los dos lo que nos vamos a poner. La ropa de Mamá vive en el cajón más alto de la Cajonera, y la mía, en el de debajo del todo. Elijo sus vaqueros azules favoritos, los de los remaches rojos, que sólo se pone en ocasiones especiales porque se le están deshilachando por las rodillas. Para mí escojo la sudadera amarilla con capucha. Cierro con cuidado el cajón, pero la esquina derecha sobresale aún y Mamá tiene que meterla con un golpe. Tiramos juntos de la sudadera, que me muerde la cara y al final, plop, entra.

—¿Y si la corto un poco en la mitad de la uve del cuello? —dice Mamá.

—Nanay de la China.

Para Gimnasia nos quedamos sin calcetines, porque los pies se agarran mejor. Hoy escojo que empecemos con la Pista: levantamos la Mesa y le damos la vuelta para ponerla encima de la Cama, y sobre ella la Mecedora, y por último extendemos la Alfombra para taparlos a los dos. La Pista va alrededor de la Cama, desde el Armario hasta la Lámpara; en el Suelo hay dibujada la forma de una ce negra.

—Eh, mira, hago un ida y vuelta en dieciséis pasos.

—Caramba. Cuando tenías cuatro años necesitabas dieciocho pasos, ¿a que sí? —dice Mamá—. Bueno, ¿y cuántos idas y vueltas crees que puedes hacer hoy?

—Cinco.

—¿Qué te parece cinco veces cinco? Así tendrías tu número favorito al cuadrado.

Lo contamos con los dedos. Me sale veintiséis, pero Mamá dice que son veinticinco, así que cuento otra vez y me da lo mismo que a ella. Después me cronometra con el Reloj.

—Doce —grita—. Diecisiete. Venga, vas muy bien.

Respiro muy rápido.

—Vamos, más deprisa.

Voy a toda pastilla, como Superman cuando vuela.

Cuando le toca correr a Mamá tengo que apuntar en el Cuaderno de Renglones de la Facultad el número que sale al principio y el número que sale cuando ha acabado, y entonces los dividimos para ver lo rápido que ha ido. Hoy su tiempo es nueve segundos más que el mío, y eso quiere decir que he ganado, así que me pongo a dar botes y a hacerle pedorretas.

—¿Por qué no echamos una carrera?

—Ya sé que suena divertido —dice—, pero acuérdate de que una vez lo intentamos y me golpeé el hombro con la cajonera.

A veces se me olvidan las cosas, aunque si Mamá me las dice, las recuerdo otra vez.

Bajamos todos los muebles de la Cama y vuelvo a colocar la Alfombra donde estaba, cubriendo la Pista, para que el Viejo Nick no vea la ce de suciedad.

Mamá escoge jugar al Trampolín, aunque en la Cama salto sólo yo porque Mamá podría romperla. Ella hace de comentarista.

—Un audaz giro en el aire del joven campeón estadounidense en esta mañana de marzo…

Luego escojo Simón Dice, y después Mamá dice que nos pongamos otra vez los calcetines para Cadáver, que es tumbarse como una estrella de mar y tratar de poner las uñas de los pies flojas, el ombligo flojo, la lengua floja, hasta el cerebro flojo. A Mamá le entra un picor detrás de la rodilla, se mueve y gano otra vez.

Son las 12.13, así que ya podemos comer. Mi trozo favorito de la oración es el del pan nuestro de cada día. En los juegos mando yo, en cambio Mamá manda en las comidas: no nos deja tomar cereales para desayunar, comer y cenar, por ejemplo, para que no nos pongamos malitos y porque además se acabarían demasiado rápido. Cuando yo tenía cero años y un año, Mamá aplastaba mi comida o me la daba masticada. Luego ya me salieron los veinte dientes que tengo, y ahora puedo masticar cualquier cosa. Para almorzar hay atún con galletas saladas; mi trabajo consiste en enrollar la tapa de la lata hacia atrás, porque la muñeca de Mamá no tiene fuerza.

Como ando un poco movidito, Mamá dice que juguemos a Orquesta, que es correr mientras les sacamos ruidos a las cosas. Toco el tambor en la Mesa y Mamá hace toc, toc en las patas de la Cama. Luego puf, puf sacudiendo las almohadas, y yo hago ding, dong en la Puerta con un tenedor y una cuchara a la vez que golpeo con los dedos de los pies en la Cocina. Mi favorito es dar un pisotón al pedal del Cubo de la Basura, porque la tapa se levanta de un salto. El instrumento que más me gusta es el gong, una caja de cereales en la que hice un collage con un montón de piernas, zapatos, abrigos y cabezas que saqué del catálogo antiguo, todos de colores distintos, y luego le puse tres gomas tensadas en el medio. El Viejo Nick ya no trae catálogos para que nos escojamos la ropa, Mamá dice que cada vez está más tacaño.

Trepo a la Mecedora para bajar los libros de la Estantería, y hago un rascacielos de diez pisos encima de la Alfombra.

—Qué edificio tan edificante —dice Mamá riéndose. A mí no me parece muy gracioso.

Teníamos nueve libros, pero sólo cuatro con dibujos dentro:

  • Mi gran libro de canciones infantiles
  • Dylan la Excavadora
  • El conejito andarín
  • El libro móvil del aeropuerto

También cinco sin dibujos, sólo con uno en la tapa:

  • La cabaña
  • Crepúsculo
  • El guardián
  • Amor agridulce
  • El código Da Vinci

Mamá sólo lee los que tienen letras, si está desesperada. Cuando aún tenía cuatro años pedimos otro con dibujos para el Gusto del Domingo y llegó Alicia en el País de las Maravillas. Alicia me gusta, aunque el libro tiene demasiadas palabras, y encima un montón son antiguas.

Hoy elijo Dylan la Excavadora. Como está casi abajo del todo, hace una demolición del rascacielos, ¡pumba!

—Otra vez Dylan… —dice Mamá con una mueca, y luego pone su voz más ronca.

¡Aaaaaquí está Dylan, la robusta excavadora!

Remueve la tierra con su pala mordedora.

Mira cómo hunde su largo brazo en la tierra,

a nadie le gusta morder el polvo como a ella.

Esta megapala da vueltas y por la obra gira

cavando y nivelando el suelo de noche y de día.

Aparece un gato en el segundo dibujo, que en el tercero está encima del montón de rocas. Las rocas son piedras, que quiere decir que son unas cosas pesadas y duras como la cerámica de la Bañera, el Lavabo y el Váter, aunque no tan suaves. Los gatos y las rocas son sólo Tele. En el quinto dibujo el gato se cae, pero los gatos tienen siete vidas, no como Mamá y yo, que tenemos una cada uno.

Mamá escoge casi siempre El conejo andarín, porque le gusta cuando la madre conejo al final alcanza al conejito bebé y le dice: «Anda, toma una zanahoria». Los conejitos son Tele, pero las zanahorias son de verdad, y a mí me encantan porque son crujientes. Mi dibujo preferido es el del conejito bebé convertido en roca en la montaña, mientras su mamá tiene que subir sin descanso para encontrarlo. Las montañas son demasiado grandes para ser de verdad, igual que los árboles y los ríos y esas cosas; una vez vi una en la Tele donde había una mujer colgando de unas cuerdas. Las mujeres no son de verdad como Mamá, y los niños y las niñas tampoco. Los hombres no son de verdad, menos el Viejo Nick, aunque ahora que lo pienso tampoco sé si es de verdad verdadera. A medias, a lo mejor. Nos trae la comida y nos da el Gusto del Domingo, y además es quien desaparece la basura, pero no es humano como nosotros. Sólo pasa de noche, como los murciélagos. A lo mejor es la Puerta la que lo aparece, cuando suena el piiii, piiii y el aire cambia. Creo que Mamá no quiere hablar de él, no sea que se vuelva más real.

Ahora me retuerzo sentado en las piernas de Mamá y miro mi dibujo favorito del Niño Jesús jugando con Juan el Bautista, que es su amigo y su primo mayor al mismo tiempo. Sale también María acurrucada en brazos de su madre, que es la abuela del Niño Jesús, igual que la Grandma de Dora. Es un dibujo raro, sin colores, y faltan algunas manos y algunos pies, Mamá dice que porque no está acabado. Quien puso al Niño Jesús en la barriga de María fue un ángel que bajó del cielo, como un fantasma pero chulísimo, con plumas y todo. María se sorprendió un montón y dijo: «¿Cómo puede ser?». Y luego dijo: «Bueno, que así sea». Cuando el Niño Jesús salió por su vagina en Navidad lo puso en un pesebre; donde comen hierba las vacas, sólo para que le dieran calor con su aliento, porque era un niño mágico.

Mamá apaga ya la Lámpara y nos tumbamos. Primero rezamos la oración del pastor, la de los verdes pastos, que me parece que son unos campos parecidos al Edredón, pero esponjosos y verdes en vez de blancos y lisos. (Lo de la copa rebosante seguro que fue un estropicio). Ahora tomo un poco, de la derecha, porque en la izquierda apenas queda. Cuando tenía tres años tomaba mucho a todas horas, pero desde que cumplí cuatro tengo tantas cosas que hacer que sólo tomo unas poquitas veces durante el día y por la noche. Ojalá pudiera hablar y tomar a la vez, lo que pasa es que sólo tengo una boca.

Estoy a punto de dormirme, aunque aún no me he apagado del todo. Creo que Mamá sí, por cómo respira.

Después de la siesta Mamá dice que se le ha ocurrido que no nos hace falta pedir una cinta métrica, podemos hacernos una regla nosotros mismos.

Reciclamos la caja de cereales de nuestra Antigua Pirámide Egipcia, Mamá me enseña a cortar una tira tan larga como su pie. Me cuenta que el pie es una medida más o menos igual de grande que un pie, por eso se llama así, y que si la redondeamos mide treinta centímetros, así que dibujamos treinta rayitas iguales en la regla. Le mido la nariz, cinco centímetros. Mi nariz mide tres centímetros y medio, lo apunto. Mamá le da unas volteretas a cámara lenta a la regla siguiendo la Pared de la Puerta, donde se ve lo alto que estoy, y dice que ya debo de estar rozando el metro.

—Eh —digo—, vamos a ver cuánto mide la Habitación.

—¿Cómo, toda?

—¿Es que tenemos alguna otra cosa que hacer?

Me mira raro.

—Supongo que no.

Anoto todos los números, como por ejemplo que la Pared de la Puerta hasta la línea donde empieza el Techo mide dos metros.

—¿Sabes qué? —le digo a Mamá—, cada plancha de corcho es un poquito más grande que la regla.

—Ostras —dice dándose una palmada en la cabeza—, supongo que son baldosas de treinta por treinta, así que creo que la regla se me ha quedado un pelín corta. Pues entonces contemos las baldosas, que será más fácil.

Empiezo a contar la altura de la Pared de la Cama, pero Mamá me dice que todas las paredes son iguales. Otra norma es que el ancho de las paredes es el mismo que el ancho del Suelo; cuento once pies hacia un lado y once hacia el otro. Eso quiere decir que el Suelo es cuadrado y que mide tres metros treinta. La Mesa es un círculo, así que me hago un lío, pero Mamá la mide por el medio, que es la parte más ancha, y le sale metro veinte. Mi silla tiene setenta centímetros de alto, y la de Mamá es exactamente igual. Y eso es un pie menos que lo que mido yo. De pronto Mamá está un poco mareada de tanto medir, así que paramos.

Pinto detrás de todos los números que hemos escrito con nuestros cinco colores, que son azul, naranja, verde, rojo, marrón, y cuando termino el papel se parece a la Alfombra, pero a lo loco. Mamá me dice que por qué no lo uso de mantelito para la cena.

Esta noche elijo espaguetis. También hay un brócoli fresco que no elijo: es bueno para nosotros y punto. Corto el brócoli en trocitos con el Cuchillo de Sierra, y de vez en cuando me zampo uno cuando Mamá no mira.

—Oh, no, ¿dónde se ha metido ese pedazo grande? —dice Mamá, aunque no enfadada de verdad, porque las cosas crudas nos dan superfuerza.

Mamá se encarga de calentarlo todo en los dos aros de la Cocina, que se ponen al rojo vivo. A mí no me deja tocar los botones porque tiene que asegurarse de que no haya nunca un fuego como los que salen en la Tele. Si los anillos tocaran algo, como un trapo de secar los platos o nuestra ropa, las llamas correrían por todas partes con lenguas naranjas y quemarían la Habitación hasta que quedaran sólo cenizas, y nosotros toseríamos y nos asfixiaríamos y gritaríamos de dolor como nunca.

No me gusta el olor a brócoli cocido, pero no es tan horrible como el de las judías verdes. Las verduras son todas de verdad, en cambio el helado es Tele. Jo, cómo me gustaría que también fuera de verdad.

—¿La Planta está cruda?

—Bueno, sí, pero no es de las que se comen.

—¿Por qué ya no da flores?

Mamá se encoge de hombros y revuelve los espaguetis.

—Se cansó.

—Pues debería irse a dormir.

—Cuando se levanta por la mañana sigue cansada. Quizá sea porque en la tierra de la maceta ya no le queda alimento suficiente.

—Pues que se coma mi brócoli.

Mamá se echa a reír.

—No me refería a esa clase de alimento, sino al que toman las plantas.

—Podríamos pedírselo, para el Gusto del Domingo.

—Ya tengo una larga lista de cosas que pedir.

—¿Dónde?

—No, en mi cabeza —dice. Saca un gusano de espagueti y lo muerde—. Creo que el pescado les gusta.

—¿A quiénes?

—A las plantas, les gusta el pescado podrido. ¿O eran las espinas del pescado?

—Puaj.

—A lo mejor, la próxima vez que haya palitos de pescado podemos enterrar un poquito para la planta.

—De los míos no.

—Bueno, pues un trocito de uno de los míos.

Los espaguetis me gustan más que ninguna otra cosa por la canción de la albóndiga que de un estornudo se va rodando hasta el jardín, y al año siguiente nace un árbol de albóndigas con tomate. Siempre la canto mientras Mamá nos llena los platos.

Después de cenar, ¡increíble!, hacemos un pastel de cumpleaños. Seguro que va a estar delicioso, con una vela por cada año que tengo, todas encendidas como nunca antes las he visto.

Soplando huevos soy el mejor, los vacío de una sola vez. Para el pastel tengo que soplar tres; cojo la chincheta de la lámina Impresión: sol naciente, porque creo que el caballo loco se enfadaría un montón si descolgara el Guernica, aunque siempre pongo enseguida la chincheta en su sitio otra vez. Mamá cree que el Guernica es la obra más maestra de todas porque es la más real, pero la verdad es que se ve todo revuelto: el caballo grita con muchos dientes porque tiene una lanza clavada, y además hay un toro y una mujer que agarra a un bebé de trapo con la cabeza del revés y una farola que parece un ojo, y lo peor es el gran pie hinchado de la esquina: siempre pienso que me va a dar una patada.

Me quedo chupando la cuchara mientras Mamá mete el pastel en la barriga caliente de la Cocina. Intento hacer malabares con las cáscaras, tirándolas al aire todas a la vez. Mamá atrapa una al vuelo.

—¿Les pintamos caritas?

—No —digo.

—¿Prefieres que les hagamos un nido de pasta de harina? Si mañana descongelamos aquellas remolachas, podemos utilizar el caldo para teñirlos de morado…

Niego con la cabeza.

—Vamos a añadírselos a la Serpiente de Huevos —digo.

La Serpiente de Huevos es mucho más larga que la Habitación. La empezamos cuando yo tenía tres años, vive enrolladita debajo de la Cama y nos cuida para que no nos pase nada. La mayoría de los huevos son marrones, pero de vez en cuando hay uno blanco. Algunos están pintados con el Lápiz, otros, con los colores o el Bolígrafo Negro, y algunos llevan trocitos pegados con engrudo, o una corona de papel de plata, o un cinturón de cinta amarilla, o pelo que les hicimos con hilos o recortes de tela. La lengua es una aguja por la que pasa el hilo rojo que la atraviesa de la cabeza hasta la cola. A la Serpiente de Huevos apenas la sacamos, porque a veces se enreda y los huevos se resquebrajan alrededor de los agujeritos, y entonces se caen y usamos las cáscaras rotas para hacer mosaicos. Hoy paso la aguja por uno de los agujeros de los huevos del pastel y tengo que moverla hasta que por el otro lado asoma la punta, y sacarla con cuidado. Ahora es tres huevos más larga, así que vuelvo a enrollarla superdespacito para que caba bien debajo de la Cama.

El pastel tarda horas y horas, pero esperamos respirando ese olor tan bueno hasta que está listo. Mientras se enfría preparamos una cosa que se llama el baño, pero que no es nada de bañarse, sino azúcar disuelta en agua. Mamá lo echa por encima del pastel.

—Ahora puedes ir poniendo las chocolatinas, y así yo voy fregando los platos.

—Pero si no hay.

—Ajá —dice Mamá, y saca la bolsita y la sacude: chas, chas, chas—. Guardé unas cuantas del Gusto del Domingo de hace tres semanas.

—Qué pillina. ¿Y dónde las guardaste?

Se cierra la boca con cremallera.

—¿Y si alguna vez vuelvo a necesitar un escondite?

—¡Dímelo!

Mamá ya no sonríe.

—Si gritas, me duelen los oídos.

—Dime cuál es el escondite, venga.

—Jack…

—No me gusta que haya escondites.

—¿Qué problema hay?

—Que se metan los zombis.

—Ah.

—O los ogros, o los vampiros…

Abre la Alacena y saca la caja del arroz. Señala el agujero oscuro.

—Simplemente las escondí ahí, entre el arroz. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Ahí dentro no cabría nada que dé miedo. Puedes comprobarlo cuando quieras.

Hay cinco chocolatinas en la bolsa: una rosa, una azul, una verde y dos rojas. Se me pega un poco de color en los dedos cuando las pongo en el pastel. Se me quedan las manos pegajosas de baño y chupeteo hasta la última gota.

Entonces toca poner las velas, pero resulta que no hay.

—Otra vez estás gritando —dice Mamá tapándose los oídos.

—Es que dijiste que era un pastel de cumpleaños, y no es un pastel de cumpleaños si no hay cinco velas encendidas.

Mamá resopla.

—Tendría que haberme explicado mejor. Eso es lo que significan las cinco chocolatinas, significan que tienes cinco años.

—No quiero este pastel —odio cuando Mamá se queda callada a ver si digo algo—. Pastel apestoso.

—Jack, cálmate.

—Tendrías que haber pedido velas para el Gusto del Domingo.

—Bueno, la semana pasada necesitábamos calmantes.

—¡Yo no los necesitaba, sólo tú! —grito.

Mamá me mira como si yo tuviera una cara nueva que no hubiera visto nunca.

—Además, acuérdate de que tenemos que elegir cosas que para él no sean difíciles de conseguir —contesta luego.

—Pero él puede conseguirlo todo.

—Sí, claro —dice—, si se molesta en buscarlo…

—¿Por qué se molesta?

—Quiero decir que a lo mejor hubiera tenido que ir a dos o tres tiendas, y eso le hubiera puesto de mal humor. Y si no hubiera encontrado esa cosa imposible, entonces nos habríamos quedado sin ningún Gusto del Domingo.

—Pero, Mamá —me echo a reír—, él no va a las tiendas. Las tiendas son Tele.

Se muerde el labio. Entonces mira el pastel.

—En fin, lo siento. Pensé que las chocolatinas servirían.

—Qué tonta es Mamá.

—Boba —dice, y se da una palmada en la cabeza.

—Tarugo —digo, pero con voz cariñosa—. La semana que viene, cuando cumpla seis, me consigues velas, ¿vale?

—El año que viene —dice Mamá—. Quieres decir el año que viene.

Tiene los ojos cerrados. Siempre se le cierran, y entonces se pasa un minuto entero sin decir nada. Cuando era pequeño pensaba que se quedaba sin pilas, igual que le pasó una vez al Reloj y tuvimos que pedir una nueva para el Gusto del Domingo.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo —dice abriendo los ojos.

Me corta un pedazo enorme y cuando no mira pongo las cinco chocolatinas encima, las dos rojas, la rosa, la verde y la azul.

—Ay, ha volado otra más, ¿cómo es posible?

—Ahora ya nunca lo sabrás, ja, ja, ja —digo poniendo la voz de Swiper cuando le roba algo a Dora.

Cojo una de las rojas y la acerco despacio hasta la boca de Mamá, que se la coloca entre los dientes de delante, que no están tan picados, y la mordisquea sonriendo.

—Mira —le enseño—, en mi pastel hay agujeros donde hace un momento estaban las chocolatinas.

—Parecen cráteres —dice, y pone la yema del dedo en uno de ellos.

—¿Qué son cráteres?

—Son los agujeros que quedan cuando ocurre algo. En lugares donde ha habido un volcán o una explosión, por ejemplo.

Pongo la chocolatina verde de nuevo en su cráter y cuento: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡pum! Se va volando hasta el Espacio Exterior y da la vuelta al universo hasta llegar a mi boca. Mi pastel de cumpleaños es lo más rico que he comido en mi vida.

Mamá no tiene hambre de pastel ahora mismo. La Claraboya ha ido chupando toda la luz y ahora está casi negra.

—Hoy es el equinoccio de primavera —dice Mamá—. Recuerdo que lo dijeron por la tele la mañana en que naciste. Aquel año todavía quedaba nieve, igual que éste.

—¿Qué quiere decir equinoccio?

—Quiere decir que hay las mismas horas de oscuridad que de luz, que el día y la noche duran lo mismo.

Ya es muy tarde para ver nada en la Tele, por lo del pastel. El Reloj dice que son las 08.33. La sudadera amarilla con capucha por poco me arranca la cabeza cuando Mamá me la quita. Me pongo la camiseta de dormir y me cepillo los dientes mientras Mamá ata la bolsa de la basura y la pone al lado de la Puerta con la lista que hemos hecho y que he escrito yo. Esta noche dice: «Por favor, pasta, lentejas, atún, queso (si no demasiado $), zumo de naranja. Gracias».

—¿Podemos pedir uvas? Son buenas para nosotros.

Al final Mamá pone: «Uvas a ser posible (o cualquier fruta fresca o en lata)».

—¿Me cuentas un cuento?

—Uno rapidito. ¿Qué tal el de… GingerJack?

Me lo cuenta superrápido y supergracioso. GingerJack es una galleta de jengibre que salta del horno y echa a correr. Va rodando, rodando, para que no puedan atraparla ni la ancianita, ni el ancianito, ni los trilladores, ni los segadores, ni nadie. Pero al final la muy tonta deja que la zorra la cruce al otro lado del río y, ¡ñam!, se la zampa de un bocado.

Si yo estuviera hecho de pastel, me comería yo mismo antes de que me zamparan los demás.

Rezamos una oración rapidísima que se hace juntando las manos y con los ojos cerrados. Yo rezo para que Juan el Bautista y el Niño Jesús vengan un día a jugar con Dora y con Botas. Mamá reza para que el sol derrita la nieve de la Claraboya.

—¿Puedo tomar un poquito?

—Mañana en cuanto te levantes —dice Mamá estirándose la camiseta para abajo.

—No, ahora.

Señala el Reloj, que dice las 08.57, o sea, que sólo faltan tres minutos para las nueve. Así que me meto corriendo en el Armario y me acuesto encima de la almohada y me envuelvo en la Manta, que es de felpa gris con ribetes rojos. Estoy justo debajo del dibujo donde salgo yo, me había olvidado de que estaba ahí. Mamá asoma la cabeza.

—¿Tres besos?

—No, cinco para el señor Cinco.

Me los da y luego cierra la puerta, que chirría.

Aún entra algo de luz por las rendijas y puedo verme un poco en el dibujo: las partes que son como Mamá y la nariz, que es sólo mía. Acaricio el papel, suave como la seda. Me estiro y toco el Armario con la cabeza por un lado y los talones por el otro. Oigo a Mamá poniéndose la camiseta y tomando sus matadolores: por la noche siempre dos, porque dice que el dolor es como el agua, cuando uno se tumba se derrama. Escupe la Pasta de Dientes.

—Nuestro amigo Zack tiene un pack —dice.

Me pienso una.

—Nuestro amigo Zah dice blablablá.

—Nuestro amigo Salvador vive en el congelador.

—Nuestra amiga Dora fue a la tiendora.

—Esa rima tiene trampa —dice Mamá.

—¡Jolín! —gruño, igual que Swiper—. Nuestro amigo Niño Jesús… fue en autobús.

—Nuestra amiga Bruna le cantó a la luna.

La luna es la cara plateada de Dios, que solamente sale en ocasiones especiales.

Me incorporo un poco para pegar la cara a los listones. Veo franjas de la Tele apagada, del Váter, de la Bañera, mi dibujo del pulpo azul con los bordes ondulados, a Mamá guardando nuestra ropa en la Cajonera.

—¿Mamá?

—¿Mmm?

—¿Por qué estoy escondido como las chocolatinas?

Creo que está sentada en la Cama. Habla bajito, apenas la oigo.

—Es que no quiero que te mire. Incluso cuando eras bebé, siempre te envolvía bien con la manta antes de que él entrara.

—¿Me duelería?

—Si te dolería ¿el qué?

—Que me viera.

—No, no. Anda, duérmete ya —me dice Mamá.

—Di los Bichos.

—Buenas noches, dulces sueños, que los bichos no piquen a mi pequeño.

Los Bichos son invisibles, pero hablo con ellos y algunas veces los cuento; la última vez llegué a trescientos cuarenta y siete. Oigo el clic del interruptor y la Lámpara se apaga en el mismo segundo. Ruidos de Mamá metiéndose debajo del Edredón.

Algunas noches he visto al Viejo Nick a través de las rendijas que hay entre los listones, pero nunca de cerca todo entero. Tiene un poco de blanco en el pelo, que sobresale menos que las orejas. A lo mejor es que sus ojos pueden convertirme en piedra. Los zombis muerden a los niños para que no puedan morirse, los vampiros les chupan la sangre hasta que parecen de trapo, los ogros los cogen por las piernas y los devoran a mordiscos. Los gigantes pueden ser igual de malos, como aquel del cuento que decía: «Vivo o muerto, haré pan con la harina de sus huesos»[3]; pero Jack huyó con la gallina de los huevos de oro y bajó a toda prisa por la mata de habichuelas. El Gigante empezó a bajar tras él, pero Jack le pidió a gritos el hacha a su madre, que es como nuestros cuchillos sólo que más grande. La Mamá estaba demasiado asustada para cortar la mata ella sola, pero cuando Jack llegó al suelo lo hicieron entre los dos y el Gigante quedó hecho puré y se le salieron las tripas, ja, ja. A partir de entonces Jack fue Jack el Matagigantes.

No sé si Mamá se ha dormido ya.

En el Armario siempre procuro apretar los ojos con fuerza y dormirme rápido para no oír llegar al Viejo Nick. Luego me despierto y ya es por la mañana, y estoy en la Cama con Mamá y tomo un poco de su lechecita y todo es perfecto. Pero esta noche el pastel me hace burbujas en la barriga y no me puedo dormir. Me cuento los dientes de arriba con la lengua: de derecha a izquierda hasta diez, luego los dientes de abajo de izquierda a derecha, y entonces otra vez al revés; tienen que ser diez cada vez, y dos veces diez son veinte, que son los dientes que tengo.

No se oye ningún piii, piii, deben de ser mucho más de las nueve. Me cuento los dientes otra vez y me dan diecinueve. Tengo que haber hecho algo mal, ¿o será que me ha desaparecido uno? Me mordisqueo el dedo, sólo un poquito, y luego un poquito más. Sigo despierto horas y horas.

—¿Mamá? —susurro—. ¿No va a venir o sí?

—Parece que no. Anda, vente conmigo.

Me levanto de un salto y abro el Armario de un empujón, en dos segundos estoy en la Cama. Debajo del Edredón se está supercalentito, tengo que sacar los pies para que no me ardan. Tomo un montón, primero de la izquierda y después de la derecha. No quiero dormirme, porque entonces ya no será mi cumpleaños.

Una luz se enciende y se apaga, me hace daño a los ojos. Miro afuera del Edredón, pero sin abrirlos apenas, sólo una rendija. Mamá está de pie al lado de la Lámpara y todo resplandece; luego, clic, oscuro otra vez. Luz de nuevo, dura tres segundos y después oscuro, luego luz sólo un segundo. Mamá mira hacia la Claraboya. Oscuro otra vez. Por las noches hace eso, creo que la ayuda a volver a dormirse.

Espero a que la Lámpara esté apagada de verdad. Susurro en la oscuridad.

—¿Ya está?

—Perdona, te he despertado —dice.

—No pasa nada.

Vuelve a meterse en la Cama. Está más fría que yo, le enrollo los brazos alrededor de la cintura.

Ya tengo cinco años y un día.

Pene Bobo siempre está levantado por la mañana y tengo que empujarlo para que se baje.

Cuando nos frotamos las manos después de hacer pipí, canto la de He’s Got the Whole World in His Hands. Después no se me ocurre ninguna otra canción donde salgan manos, pero me acuerdo de que la de los pajaritos se hace con los dedos.

Echa a volar, Pedro,

echa a volar, Pablo.

Mis dos dedos van volando por toda la Habitación y por poco chocan en el aire.

Vuelve, Pedro,

vuelve, Pablo.[4]

—Creo que en realidad son ángeles —dice Mamá.

—¿Eh?

—Ah, no, perdón: santos.

—¿Qué son santos?

—Gente bendita, personas muy buenas. Como los ángeles, pero sin alas.

Estoy hecho un lío.

—Entonces, ¿cómo es que se fueron volando del muro?

—No, eso lo hicieron los pajaritos, que sí pueden volar. Quería decir que se llaman así por San Pedro y San Pablo, dos amigos del Niño Jesús.

Pensaba que el único amigo era Juan el Bautista.

—De hecho, San Pedro estuvo en la cárcel una vez…

Me echo a reír.

—Los bebés no van a la cárcel.

—No, fue cuando todos eran mayores.

No sabía que el Niño Jesús se hacía mayor.

—¿San Pedro es malo?

—No, no, lo metieron en la cárcel por equivocación. Mejor dicho, fueron unos policías malos quienes lo encerraron allí. Bueno, la cuestión es que rezó y rezó para salir de allí, y ¿sabes qué? Un ángel bajó volando del cielo y echó la puerta abajo.

—Qué guay —digo. Aunque prefiero cuando son pequeños y van todos por ahí corriendo desnudos.

Se oye un ruidito raro, como un crec, crec. Por la Claraboya entra una luz brillante, la nieve oscura prácticamente ha desaparecido. Mamá mira también hacia arriba. Veo que le asoma una sonrisa, creo que la oración ha hecho magia.

—¿Todavía van iguales?

—¿Qué, por el equinoccio? —dice—. No, la luz ya empieza a ganar, aunque todavía por muy poco.

Me deja desayunar pastel. Hasta hoy no lo había hecho nunca. Se ha puesto más crujiente, pero sigue estando bueno.

En la Tele están Las mascotas maravilla. Se ve con bastante niebla, y aunque Mamá sigue moviendo el Conejo Orejón, la imagen apenas se aclara. Hago un lazo con la cinta lila en su oreja de alambre. Ojalá fueran Los amiguitos del jardín, hace siglos que no me los encuentro. Aún no tenemos el Gusto del Domingo porque el Viejo Nick no vino anoche: la verdad es que eso fue lo mejor de mi cumpleaños. Además, lo que le hemos pedido tampoco me hace tanta ilusión: unos pantalones nuevos, porque los negros tienen agujeros en vez de rodillas. Los agujeros no me molestan, pero Mamá dice que así parezco un indigente. Dice que no puede explicarme esa palabra.

Después del baño juego con la ropa. La falda rosa de Mamá esta mañana es una serpiente que se pelea con mi calcetín blanco.

—Soy la mejor amiga de Jack.

—No, yo soy el mejor amigo de Jack.

—Toma puñetazo.

—Toma mamporro.

—Pues yo te disparo con mi bomba voladora.

—Vale, pues yo tengo un transformerbomba jumbo megatrón.

—Eh —dice Mamá—, ¿jugamos a Portería?

—Ya no tenemos la Pelota de Playa —le recuerdo. La exploté sin querer cuando la chuté contra la Alacena con todas mis fuerzas. Yo quería pedir otra, en vez de unos estúpidos pantalones.

Mamá dice que podemos inventarnos una nueva; hacemos una bola con todas las páginas escritas en las que he estado practicando y la metemos en una bolsa de la compra. La estrujamos hasta darle más o menos forma de pelota, y entonces le dibujamos una cara de miedo, con tres ojos. La Pelota Palabrera no llega tan alto como la Pelota de Playa, pero en las paradas cruje un montón. Mamá es la que mejor para, aunque a veces le duele la muñeca estropeada. Yo soy el que mejor tira.

Como he desayunado pastel, preparamos las tortitas de los domingos para comer. No queda mucha masa, así que salen finitas, como a mí me gustan. Las doblo y algunas se rompen. Tampoco hay mucha jalea, así que la mezclamos con agua.

Un extremo de la mía chorrea, Mamá friega el Suelo con el Estropajo.

—El corcho está muy gastado —dice apretando los dientes—, ¿cómo se supone que vamos a mantenerlo limpio?

—¿Dónde?

—Aquí, por el roce de los pies.

Me agacho y miro debajo de la Mesa: en el Suelo hay un agujero por el que se ve una cosa marrón que es más dura que mi uña.

—No lo hagas más grande, Jack.

—Si no lo hago, sólo estoy mirando con el dedo —es como un cráter diminuto.

Movemos la Mesa hasta al lado de la Bañera, y así podemos tomar el sol tumbados en la Alfombra justo debajo de la Claraboya. Se está supercalentito. Canto Ain’t No Sunshine, y Mamá, Here Comes the Sun, y después elijo You Are My Sunshine. Entonces me entran ganas de tomar un poco; esta tarde la izquierda sabe supercremosa.

La cara amarilla de Dios se vuelve roja a través de mis párpados. Cuando los abro, hay tanta luz que no puedo mirar. Hago sombras chinescas con los dedos encima de la Alfombra, salen pequeñitas y aplastadas.

Mamá duerme la siesta.

Oigo un ruidito y me levanto sin despertarla. Por detrás de la Cocina se oye una especie de arañazos diminutos.

Un ser vivo, un animal, pero de verdad, no de Tele. Está en el Suelo comiendo algo, a lo mejor una miga de tortita. Tiene cola. Pienso qué puede ser, creo que es un ratón.

Me acerco más y, zas, desaparece debajo de la Cocina. Ya casi no lo veo, no sabía que ningún animal fuera tan rápido.

—Oh, Ratón —digo en un susurro, para no asustarlo. Así es como se habla con un ratón, sale en Alicia. Aunque a ella se le ocurrió hablar de su gata Dina sin darse cuenta y el ratón se puso nervioso y se escabulló. Junto las manos y me pongo a rezar: «Oh, Ratón, vuelve, por favor, por favor, por favor…».

Espero horas y horas, y nada.

Mamá está dormidísima.

Abro la Nevera, aunque dentro no hay gran cosa. A los ratones les gusta el queso, pero no nos queda ni gota. Saco el pan, desmenuzo unas migas en un plato y lo pongo en el Suelo, donde estaba el Ratón. Me agacho y me hago pequeñito, y espero otra vez durante horas.

De pronto pasa una cosa maravillosa: el Ratón asoma la boca, que acaba en punta. Por poco me pongo a dar saltos, pero no lo hago, me quedo superquieto. Se acerca a las migas y olisquea. Estoy a menos de dos pasos de él, ojalá hubiera cogido la regla de medir, lo que pasa es que está guardada en su sitio, en el Costurero, debajo de la Cama, y no quiero moverme para no asustar al Ratón. Observo sus manitas minúsculas, los bigotes, la cola enroscada. Está vivo de verdad, es el animal vivo más grande que he visto en mi vida, millones de veces más grande que las hormigas o la Araña.

De repente, ¡patapumba!, un golpe en la Cocina. Doy un grito y piso el plato sin querer. El Ratón se ha ido, ¿dónde está? ¿Lo habrá aplastado el libro? Es El libro móvil del aeropuerto. Paso todas las páginas, pero no está. La cinta de recogida de equipajes se ha rasgado y la pestaña ya no se podrá levantar más.

Mamá pone una cara rara.

—Has hecho que se vaya —le grito.

Tiene el Recogedor en la mano, está juntando los trozos del plato roto.

—¿Qué hacía esto en el suelo? Ahora sólo nos quedan dos platos grandes y uno pequeño, mira qué bien.

La cocinera de Alicia le lanza platos al niño, y una sartén que por poco le arranca la nariz.

—A los ratones les gustan las migas de pan.

—¡Pero bueno, Jack!

—Era de verdad, lo he visto.

Arrastra la Cocina para separarla de la pared: hay una grieta pequeña. Mamá coge el rollo de papel de plata y empieza a rellenar de bolas la grieta.

—No, por favor.

—Lo siento, pero donde hay uno hay diez.

Qué matemáticas tan locas.

Mamá deja el papel de plata y me coge con fuerza por los hombros.

—Si dejamos que se quede, pronto estaremos inundados de crías. Y nos quitarán la comida, traerán microbios en sus asquerosas patas…

—Podrían comerse mi parte, no tengo hambre.

Mamá ni me escucha. Empuja otra vez la Cocina hasta arrimarla a la Pared de la Puerta.

Después utilizamos un trozo de celo para que la página del hangar se levante mejor en El libro móvil del aeropuerto, aunque la cinta de recogida de equipajes no tiene arreglo, está demasiado rasgada.

Nos acurrucamos en la Mecedora y Mamá me lee Dylan la Excavadora tres veces seguidas; eso quiere decir que lo siente.

—¿Por qué no pedimos un libro nuevo para el Gusto del Domingo? —le digo.

Ella tuerce la boca.

—Ya lo hice, hace unas semanas; quería que lo tuvieras para el cumpleaños. Pero me dijo que dejáramos de darle la lata, que ya tenemos toda una estantería de libros.

Miro la Estantería, por encima de su cabeza, y pienso que podrían caber cientos de libros más si guardáramos las demás cosas debajo de la Cama, al lado de la Serpiente de Huevos. O encima del Armario…, aunque ahí es donde viven la Fortaleza y el Laberinto. No es fácil pensar dónde está la casa de cada cosa. Mamá a veces me dice que tenemos que tirar trastos a la basura, pero al final siempre encuentro un sitio donde ponerlos.

—Por él podríamos pasarnos el día entero viendo la Tele.

Suena divertido.

—Entonces se nos pudriría el cerebro, igual que a él —dice Mamá. Se estira para coger Mi gran libro de canciones infantiles. Elijo una en cada página y Mamá me la lee. Las que más me gustan son las que tienen algún Jack, como la de Jack Sprat o la de Little Jack Horner. O la de:

Jack, ten ahínco,

Jack, corre raudo.

Jack, salta de un brinco

el candelabro.

Creo que quería probar si podía hacerlo sin quemarse la camisa de dormir. En la Tele salen pijamas, o camisones para las chicas. Mi camiseta de dormir es la más grande que tengo, tiene un agujero en el hombro, por donde me gusta meter el dedo y hacerme cosquillas antes de apagarme del todo por la noche. También está la de Jackie Wackie, budín y pastel, pero cuando aprendí a leer vi que en realidad habla de Georgie Porgie. Mamá la adaptó para que saliera yo, y eso no es mentir, es hacer como que las cosas son de otra manera. Igual que con la de:

Jack, Jack, el hijo del gaitero,

robó un cerdo y huyó ligero.

En realidad en el libro dice Tom, pero Jack suena mejor. Robar es cuando un chico coge lo que es de otro, porque en los libros y en la Tele todas las personas tienen cosas suyas que son de ellos y de nadie más; es un poco complicado.

Son las 05.39, así que podemos cenar. Hoy tocan fideos rápidos. Mientras están metidos en el agua caliente, Mamá busca palabras difíciles en el cartón de la leche para ponerme a prueba, como nutricional, que significa que alimenta, y pasteurizada, que significa que las pistolas láser eliminaron los microbios. Quiero más pastel, pero Mamá dice que antes algo de remolacha jugosa recién cortada. Luego como pastel, que ya está un poco duro, y Mamá come también, aunque un trocitín de nada.

Me pongo de pie en la Mecedora para coger la Caja de los Juegos, que está al final de la Estantería, y esta noche elijo las Damas, las rojas para mí. Las fichas se parecen un poco a las chocolatinas, pero las he chupado un montón de veces y no saben a nada. Se pegan al tablero con imanes mágicos. A Mamá le gusta el Ajedrez, pero cuando jugamos a mí me da dolor de cabeza.

A la hora de la Tele pone el planeta de la fauna, donde salen unas tortugas enterrando los huevos en la arena. Cuando a Alicia se le estira el cuerpo después de comerse la seta, la paloma se enfada porque cree que Alicia es una serpiente asquerosa que quiere comerse sus huevos. Cuando salen las tortugas bebé del cascarón es raro, porque las mamás tortuga ya se han ido. Me pregunto si las mamás se encuentran alguna vez con sus bebés en el mar, si se conocen o siguen nadando cuando pasan una al lado de la otra.

La fauna se acaba demasiado pronto, así que cambio a dos hombres que sólo llevan pantalones cortos y zapatillas de deporte y chorrean de calor.

—Eh, pegarse es muy feo —les digo—. El Niño Jesús se va a enfadar.

El de los pantalones cortos amarillos le atiza al peludo en el ojo.

Mamá se queja, como si le doliera a ella.

—¿Tenemos que ver esto?

—Dentro de un minuto entrará la policía, ni-no, ni-no, ni-no, y encerrará a estos tipos malos en la cárcel.

—Verás, en realidad… El boxeo es desagradable, pero es un deporte. Digamos que es un juego que se permite cuando llevan esos guantes especiales. Ahora ya es hora de parar la tele.

—Una partida de Loro, que es bueno para el vocabulario.

—Vale —se acerca y cambia al planeta del sofá rojo, donde la mujer del pelo hinchado que es la jefa hace preguntas a las otras personas y cientos de otras personas aplauden.

Escucho con superatención, está hablando con un hombre con una sola pierna, creo que perdió la otra en una guerra.

—Loro —grita Mamá, y les quita la voz con el botón.

—Imagino que el aspecto más conmovedor para todos nuestros telespectadores es que haya soportado usted algo tan patético… —me quedo sin palabras.

—Buena pronunciación —dice Mamá—. Conmovedor significa triste.

—Otra vez.

—¿El mismo programa?

—No, uno diferente.

Encuentra uno de noticias que es más difícil todavía.

—Loro —le quita de nuevo la voz.

—Ah… Con todo el debate sobre la ordeñanza pisándole los talones a la reforma sanitaria, y sin descuidar ni mucho menos las fechas del gobierno…

—¿Algo más? —Mamá espera—. Bien de nuevo. Pero era ordenanza, no ordeñanza.

—¿Qué diferencia hay?

—Ordeñar es sacar la leche a las vacas, por ejemplo, y una ordenanza…

Doy un bostezo enorme.

—Bueno, qué más da —Mamá sonríe y apaga la Tele.

Odio cuando las imágenes desaparecen y la pantalla se queda gris otra vez. Siempre me dan ganas de llorar, pero dura un segundo nada más.

Me pongo en el regazo de Mamá, los dos sentados en la Mecedora con las piernas todas enredadas. Ella es el mago transformado en un calamar gigante, y yo soy el valiente príncipe JackerJack y al final me escapo. Nos hacemos cosquillas y jugamos a Boing-Boing, y luego proyectamos sombras llenas de pinchos en la Pared de la Cama.

Entonces le pregunto por la Liebre Traviesa, que siempre le está gastando bromas astutas a la Hermana Zorra. Se tumba en medio del camino y se hace la muerta, y la Hermana Zorra la olisquea y dice: «Mejor no me la llevo a casa, apesta…». Mamá me olisquea todo y pone caras de asco, y yo intento no reírme para que la Hermana Zorra no sepa que en realidad estoy vivo, aunque al final siempre me río.

A la hora de la canción quiero una divertida. Mamá empieza:

—«Los gusanos rastreros reptan por el suelo…».

—«Te comen las tripas como patatas fritas…» —canto yo.

—«Te comen los ojos, te comen los piojos…».

—«Te comen la roña de los dedos de los pies…».

En la Cama tomo un montón, pero la boca se me duerme. Mamá me lleva al Armario, me arropa con la Manta y me tapa hasta el cuello; yo tiro y la aflojo otra vez. Mis dedos hacen chucuchú siguiendo el ribete rojo.

Piiii, piiii. Es la Puerta. Mamá se pone de pie de un salto y hace un ruido, creo que se ha dado un coco en la cabeza. Cierra bien las puertas del Armario.

Entra un aire helado, creo que con un poco de Espacio Exterior, huele superbién. La Puerta se cierra de golpe, eso quiere decir que el Viejo Nick ya está dentro. Se me ha pasado el sueño. Me pongo de rodillas y miro por las rendijas de los listones, pero lo único que veo es la Cajonera, la Bañera y una curva de la Mesa.

—Parece rico —la voz del Viejo Nick es superprofunda.

—Ah, son los restos del pastel de cumpleaños —dice Mamá.

—Deberías habérmelo recordado, podría haberle traído algo. Cuántos tiene, ¿cuatro?

Espero a que Mamá lo diga, pero nada.

—Cinco —digo en un susurro.

Seguro que Mamá me ha oído, porque se acerca al Armario y dice: «Jack» con voz de enfado.

El Viejo Nick se ríe, no sabía que supiera.

—Así que el monstruito habla.

¿Por qué dice «el monstruito»?

—¿Quieres salir y probarte los vaqueros nuevos?

No se lo dice a Mamá, sino a mí. Empiezo a sentir pum, pum, pum dentro del pecho.

—Está casi dormido —dice Mamá.

No, no lo estoy. Ojalá no hubiera susurrado para que me oyera, ojalá no hubiera hecho nada de nada.

Dicen algo más que apenas oigo.

—Vale, vale —dice el Viejo Nick—. ¿Puedo comer un trozo?

—Está medio reseco. Si de verdad te apetece…

—No, déjalo, tú mandas.

Mamá no dice nada.

—Yo sólo soy el chico de los recados, el que te saca la basura, el que se patea los pasillos de la ropa de niño, el que trepa a la escalera para quitarte el hielo de la claraboya… A su servicio, señora.

Creo que hace sarcasmo, que es cuando se dice lo contrario de lo que se piensa de verdad, con una voz muy retorcida.

—Te lo agradezco —Mamá no suena igual que siempre—. Así entra mucha más luz.

—Vaya, no duele, ¿verdad?

—Perdona. Muchas gracias.

—A veces parece que te arrancaran una muela —dice el Viejo Nick.

—Y gracias también por la comida, y por los vaqueros.

—De nada, mujer.

—Toma, te traeré un plato, a lo mejor por el centro no está tan mal.

Se oyen unos tintineos, creo que le está sirviendo pastel. Mi pastel.

Un minuto después habla, aunque poco claro.

—Sí, bastante reseco.

Tiene la boca llena de mi pastel.

La Lámpara se apaga de golpe, me hace dar un salto. La oscuridad no me molesta, pero no me gusta cuando me sorprende. Me tumbo debajo de la Manta y espero.

Cuando el Viejo Nick hace crujir la Cama, escucho y cuento de cinco en cinco con los dedos: hoy son doscientos diecisiete crujidos. Siempre tengo que contar hasta que hace el gemido y para. No sé qué pasaría si dejara de contar, porque siempre cuento.

¿Y las noches en que estoy dormido?

No sé, a lo mejor cuenta Mamá.

Después de doscientos diecisiete todo queda en silencio.

Oigo encenderse la Tele. Bah, es el planeta de las noticias. Por las rendijas veo que salen tanques, no me parece muy interesante. Meto la cabeza debajo de la Manta. Mamá y el Viejo Nick hablan un poco, pero no los escucho.

Me despierto en la Cama y sé que llueve, porque la Claraboya está empañada. Mamá me da un poco mientras canta muy bajito Singing in the Rain.

Hoy la derecha no me sabe muy rica. Al incorporarme me acuerdo.

—¿Por qué no le habías dicho que era mi cumpleaños?

Mamá deja de sonreír.

—Se supone que cuando él está aquí, tú estás dormido.

—Pero si se lo hubieras dicho, me habría traído alguna cosa.

—Bueno, eso es lo que dice.

—¿Qué clase de cosa? —espero a que me conteste, pero no dice nada—. Tendrías que habérselo recordado.

Mamá estira los brazos por encima de la cabeza.

—No quiero que te traiga cosas.

—Pero para el Gusto del Domingo…

—Eso es distinto, Jack, lo que le pido son cosas que necesitamos —señala la Cajonera; encima hay una tela azul doblada—. Ahí tienes los vaqueros nuevos, por cierto.

Va a hacer pis.

—Podrías pedirle un regalo para mí. En toda mi vida no he tenido un regalo.

—Claro que tuviste un regalo, te lo di yo, ¿recuerdas? El dibujo.

—No quiero ese estúpido dibujo —digo llorando.

Mamá se seca las manos y viene a abrazarme.

—Bueno, bueno…

—Podría…

—No te oigo. Respira hondo.

—Podría…

—Dime qué te pasa, venga.

—Podría ser un perro.

—¿El qué podría ser un perro?

No puedo parar, tengo que hablar mientras lloro.

—El regalo. Podría ser un perro hecho realidad que se llamara Lucky.

Mamá me seca las lágrimas con el dorso de la mano.

—Ya sabes que aquí no hay sitio.

—Sí que hay.

—Los perros necesitan pasear.

—Nosotros paseamos.

—Pero un perro…

—Corremos una carrera superlarga cuando hacemos la Pista, Lucky podría correr a nuestro lado. Seguro que iría más rápido que tú.

—Jack. Con un perro nos volveríamos locos.

—No, de verdad que no.

—Que sí. Aquí encerrados, con los ladridos, los arañazos…

—Lucky no arañaría nada.

Mamá pone los ojos en blanco. Se acerca a la Alacena para sacar los cereales, los vierte en los cuencos sin contarlos ni nada.

Pongo cara de león rugiente.

—Por la noche cuando estés dormida voy a quedarme despierto y sacaré el papel de plata de los agujeros para que vuelva el Ratón.

—Vamos, no seas tonto.

—No soy tonto, tú eres la tonta, tarugo.

—Escucha, entiendo que…

—El Ratón y Lucky son mis amigos —otra vez estoy llorando.

—No existe ningún Lucky —Mamá habla con los dientes apretados.

—Sí que existe, y yo lo quiero.

—Acabas de inventártelo.

—Y también el Ratón, que es mi amigo de verdad y tú lo echaste…

—Sí, claro —grita Mamá—, para que no te correteara por la cara de noche y te mordiera.

Lloro tanto que me entra hipo. No sabía que el Ratón puede morderme la cara, pensé que eso sólo lo hacían los vampiros.

Mamá se deja caer encima del Edredón y se queda quieta.

Me acerco a ella y me tumbo a su lado. Le levanto la camiseta para tomar un poquito, todo el rato tengo que parar a limpiarme la nariz. La izquierda está rica, pero no hay mucho.

Más tarde me pruebo los vaqueros nuevos. Se me caen todo el rato. Mamá tira de un hilo que asoma.

—No hagas eso.

—Ya estaba suelto. Pedazo barato de… —no dice de qué.

—De tejano —le digo—. De eso se hacen los vaqueros, ¿no? —guardo el hilo en la Alacena, en la Tarrina de las Manualidades.

Mamá baja el Costurero para darles unas puntadas en la cintura. Después los vaqueros ya no se me caen.

Apenas paramos en toda la mañana. Primero deshacemos el Barco Pirata que hicimos la semana pasada y lo convertimos en un Tanque. El Globo hace de conductor; antes era tan grande como la cabeza de Mamá, rosado y gordo, pero ahora es pequeño como mi puño, sólo que rojo y arrugadito. Inflamos uno nada más el primer día de cada mes, así que no podemos darle un hermanito al Globo hasta que llegue abril. Mamá también juega con el Tanque, pero no tanto rato. Enseguida se cansa de las cosas, porque ella es mayor.

El lunes es uno de los días en que toca lavar la ropa, así que nos metemos en la Bañera con los calcetines, la ropa interior, mis pantalones grises salpicados de ketchup, las sábanas y los trapos de cocina, y los restregamos bien para quitarles la suciedad. Mamá sube el Termostato a tope para que la ropa se seque. Saca el Tendedero, que está al lado de la Puerta, lo abre y lo pone de pie. Yo le digo que tiene que ser fuerte como un caballo para aguantar el peso. Me encantaría montarme encima igual que cuando era un bebé, pero ahora soy tan enorme que podría romperlo. A veces estaría bien volver a hacerse pequeño y a veces grande, igual que Alicia. Después de escurrir y tender toda la ropa hace tanto calor que Mamá y yo nos tenemos que quitar la camiseta, y hacemos turnos para meter la cabeza en la Nevera y refrescarnos.

Para comer hay ensalada de judías, mi segundo plato menos favorito. Después de la siesta, todos los días menos los sábados y los domingos jugamos al Alarido. Nos aclaramos la garganta y nos subimos a la Mesa para estar más cerca de la Claraboya, cogiéndonos de las manos para no caernos. Decimos: «Preparados, listos, ya», y entonces abrimos mucho los dientes y damos alaridos: gritamos, chillamos, aullamos, berreamos, rugimos lo más fuerte que podemos. Hoy grito yo más fuerte, porque como ya tengo cinco años se me están dilatando los pulmones.

Entonces ponemos el dedo delante de los labios y hacemos: «Chsss». Una vez le pregunté a Mamá qué estábamos escuchando, y me dijo que por si acaso. Por si acaso, ¿qué? Nunca se sabe, me dijo.

Luego calco un tenedor, y calco el Peine, las tapas de algunos botes y las costuras de los lados de mis vaqueros. El papel con renglones es mejor para calcar; en cambio, el papel higiénico está bien para hacer dibujos infinitos. Hoy me dibujo a mí primero de rey Jack, y después dibujo un gato, un loro, una iguana, un mapache y a Papá Noel y una hormiga y a Lucky y a todos mis amigos de la Tele, en fila uno detrás de otro. Cuando acabo lo enrollo todo otra vez para que podamos limpiarnos el culito. Cojo un trozo nuevo del rollo siguiente, porque quiero escribirle una carta a Dora. Le saco punta al Lápiz Rojo con el Cuchillo Afilado; hay que agarrar fuerte el Lápiz, porque es tan corto que casi no queda. Escribo perfectamente, sólo que a veces las letras se me tuercen hacia delante. «Cumplí cinco años antes de ayer, puedes comerte el último trozo de pastel pero no tiene velas, adiós, besos, Jack». El papel sólo se rasga un poquito en el segundo «de».

—¿Cuándo la recibirá?

—Bueno —dice Mamá—, imagino que tardará unas cuantas horas en llegar al mar, y luego la corriente la arrastrará a una playa…

Da risa cómo habla, porque está chupando un cubito de hielo para calmar la Muela Mala. Las playas y el mar son Tele, pero creo que cuando se manda una carta se vuelven de verdad un rato. Las cacas se hunden y las cartas flotan encima de las olas.

—¿Y quién la encontrará? ¿Diego?

—Seguramente. Y entonces se la llevará a su prima Dora.

—En su jeep de safari. Zum, zum, por la jungla.

—Así que yo diría que mañana por la mañana. Como muy tarde a la hora de comer.

El cubito de hielo ya se está haciendo pequeño en la cara de Mamá.

—¿A ver?

Saca la lengua y me lo enseña.

—Me parece que yo también tengo una muela mala.

—Ay, no, Jack —grita Mamá.

—De verdad verdadera. Au, au, au.

Le cambia la cara.

—Puedes chupar un cubito de hielo si quieres, no hace falta que tengas un dolor de muelas.

—Qué guay.

—No me des esos sustos.

No sabía que pudiera asustarla.

—A lo mejor me duele cuando tenga seis años.

Mientras saca los cubitos del Congelador resopla.

—No se dicen mentiras, o te crecerá la nariz.

No estaba diciendo mentiras, sólo era de broma.

Llueve toda la tarde, Dios no se asoma para nada. Cantamos Stormy Weather e It’s Raining Men, y esa del desierto que echa de menos la lluvia.

De cena hay palitos de pescado y arroz. Me pongo a exprimir el limón; no uno de verdad, sino de plástico. Una vez tuvimos un limón de verdad, pero se arrugó enseguida. Mamá pone un trozo de su palito de pescado debajo de la Planta, en la tierra.

Por la noche no hay planeta de dibujos animados, a lo mejor porque está oscuro y allí no tienen lámparas. Esta noche escojo un programa de cocina. No hacen comida de verdad, no hay latas. Ella y él hablan y se sonríen y preparan una carne con un pastel encima y cosas verdes alrededor de otras cosas verdes en manojos. Luego cambio al planeta del fitness, donde se ven muchas máquinas y gente en ropa interior repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Me parece que viven ahí encerrados. Se acaba pronto y entonces dan los derribadores, que hacen casas de distintas formas y millones de colores con pintura, no sólo en los cuadros, sino por todas partes. Las casas son como muchas Habitaciones pegadas unas a otras, y las personas de la Tele se quedan dentro casi siempre, pero a veces salen afuera y se ponen al aire libre debajo del sol o de las nubes.

—¿Y si moviéramos la cama ahí? —dice Mamá.

La miro fijamente y luego miro a donde señala.

—Ésa es la Pared de la Tele.

—Así es sólo como la llamamos nosotros —dice—, pero probablemente la cama encajaría bien ahí, entre el baño y… Tendríamos que mover el armario un poco más allá. Entonces la cajonera estaría justo ahí, en lugar de la cama, con la tele encima.

Digo que no sacudiendo la cabeza.

—Entonces no la veríamos.

—Claro que la veríamos, estaríamos sentados aquí, en la Mecedora.

—Mala idea.

—De acuerdo, olvídalo —Mamá cruza los brazos y los aprieta.

La mujer de la Tele está llorando porque su casa ahora es amarilla.

—¿Le gustaba más cuando era marrón? —pregunto.

—No —dice Mamá—, llora de alegría.

Qué raro.

—¿Está contentriste, como tú cuando ponen música bonita en la Tele?

—No, es que es una idiota. Vamos a apagar ya la tele.

—Cinco minutos más, por favor…

Niega con la cabeza.

—Haré Loro, verás como ahora me sale mejor —escucho con todas mis fuerzas a la mujer de la Tele, y digo—: Sueño hecho realidad, tengo que decirle a mi Darren que esto supera incluso mis fantasías más delirantes, las cornisas…

Mamá aprieta el off. Quiero preguntarle qué es una cornisa, pero creo que aún está de mal humor por lo de cambiar los muebles de sitio, era un plan absurdo.

En el Armario, en lugar de dormir me pongo a contar discusiones. Hemos tenido tres en tres días: una por las velas, otra por el Ratón y otra por Lucky. Si tener cinco años significa discutir todos los días, preferiría tener cuatro otra vez.

—Buenas noches, Habitación —digo muy bajito—. Buenas noches, Lámpara y Globo.

—Buenas noches, cocina —dice Mamá—, y buenas noches, mesa.

Me sale una sonrisa.

—Buenas noches, Pelota Palabrera. Buenas noches, Fortaleza. Buenas noches, Alfombra. Buenas noches, Dora…

—Buenas noches, aire.

—Buenas noches, ruidos de todas partes.

—Buenas noches, Jack.

—Buenas noches, Mamá. Y los Bichos, no te olvides de los Bichos.

—Buenas noches —dice—, dulces sueños, que los bichos no piquen a mi pequeño.

Cuando me despierto, la Claraboya me mira muy azul desde el cristal, no queda ya nieve ni en las esquinas. Mamá está sentada en su silla con la cara entre las manos, eso quiere decir que le duele. Está mirando algo que hay encima de la Mesa, dos cosas.

Me levanto de un salto y lo cojo.

—Es un jeep. ¡Un jeep a control remoto!

Lo levanto en el aire, es rojo, y tan grande como mi mano. El mando es un rectángulo plateado, cuando muevo una de las palanquitas con el pulgar, las ruedas del jeep giran, ¡rrrrrrrrrr!

—Un regalo de cumpleaños atrasado.

Sé quién lo ha traído; ha sido el Viejo Nick, aunque ella no va a decirlo.

No quiero comerme los cereales, pero Mamá dice que en cuanto termine puedo volver a jugar con el Jeep. Me como veintinueve, y después ya no tengo más hambre. Mamá dice que es un desperdicio, así que se come el resto.

Descubro qué hay que hacer para que el Jeep se mueva sólo con el Mando. La antena puede hacerse larga de verdad o supercortita; es fina y plateada. Una palanca mueve el Jeep adelante y atrás, la otra para un lado y para el otro. Si las empujo las dos a la vez, el Jeep se queda paralizado como si le clavaran un dardo venenoso y dice: «¡Ajjjj!».

Mamá cree que será mejor ponerse con la limpieza, porque es martes.

—Despacito —dice—, recuerda que puede romperse.

Eso ya lo sé, cualquier cosa puede romperse.

—Y si lo tienes mucho rato encendido, las pilas se gastarán, y no hay otras de repuesto.

Puedo hacer que el Jeep dé la vuelta a toda la Habitación; es fácil, menos al pasar por el borde de la Alfombra, porque se enrolla debajo de las ruedas. El Mando es quien manda, es el que dice: «Vamos allá, Jeep tortuga. Dos vueltas a esa pata de la Mesa, a todo gas. Venga, que esas ruedas no dejen de girar».

A veces el Jeep se cansa; el Mando hace girar las ruedas hasta que rugen, grrrrrrrrrr. Ese Jeep travieso se esconde en el Armario, pero el Mando lo encuentra con sus poderes mágicos y le hace ir de atrás hacia delante chocando con los listones.

Los martes y los viernes siempre huelen a vinagre. Mamá restriega debajo de la Mesa con el trapo que era uno de los pañales que llevé hasta que cumplí un año. Seguro que está limpiando la tela de la Araña, pero no me importa mucho. Después coge la Aspiradora y todo se llena de polvo y de ruido, brrrr.

El Jeep se escabulle debajo de la Cama.

—Vuelve, Jeep bonito, chiquitín —dice el Mando—. Si fueras un pez en el río, yo sería el pescador y te atraparía con mi red.

Pero nada, el Jeep es traviesillo y se queda quieto hasta que el Mando se echa a dormir la siesta con la antena bajada a tope, y entonces el Jeep sale sin que se dé cuenta y va por detrás y le quita las pilas, ja, ja, ja.

Juego con el Jeep y el Mando todo el día, menos cuando estoy en la Bañera, que tienen que quedarse aparcados en la Mesa porque si se mojan, se oxidan. Cuando hacemos el Alarido los levanto hasta que casi tocan la Claraboya, y el Jeep hace brum, brum con las ruedas todo lo fuerte que puede.

Mamá se tumba otra vez, aguantándose la boca con la mano. A veces suelta mucho aire: uf, uf, uf.

—¿Por qué resoplas así?

—Intento controlar el dolor.

Me siento a su lado, le aparto el pelo de la cara con una caricia; la frente está resbaladiza. Me coge de la mano y la aprieta fuerte.

—No pasa nada.

Pues no lo parece.

—¿Quieres jugar con el Jeep, el Mando y conmigo?

—Luego, a lo mejor.

—Si juegas y dejas de pensar, ya no te dolerá.

Sonríe un poco, pero la siguiente respiración le sale más fuerte, como un quejido.

—Mamá, son casi las seis —le digo cuando son las 05.57.

Así que se levanta a preparar la cena, aunque ella no come nada. El Jeep y el Mando esperan en la Bañera, porque ahora está seca y es su cueva secreta.

—En realidad el Jeep se murió y se fue al Cielo —digo comiéndome las lonchas de pollo a la velocidad del rayo.

—Ah, ¿sí?

—Pero entonces por la noche, cuando Dios estaba dormido, el Jeep se escapó a escondidas y bajó por la mata de habichuelas para venir a verme.

—Qué astuto fue.

Me como tres judías verdes y tomo un trago grande de leche, y luego me como otras tres; de tres en tres pasan más rápido. De cinco en cinco pasarían más rápido todavía, pero eso no se puede hacer porque se me taponaría la garganta. Una vez, cuando tenía cuatro años, Mamá escribió: «Judías verdes / otras verduras congeladas» en la lista de la compra y yo taché «judías verdes» con el Lápiz Naranja.

A ella le hizo gracia. El pan blandito me lo dejo para el final, porque me gusta metérmelo en la boca como un cojín y que se deshaga.

—Gracias, Niño Jesús, sobre todo por el pollo —digo—. Y por favor, que las judías verdes tarden mucho en volver. Eh, ¿por qué le damos las gracias al Niño Jesús y no a él?

—¿Él?

Señalo la Puerta con la cabeza.

Se pone seria, aunque no he dicho su nombre.

—¿Por qué deberíamos darle las gracias?

—La otra noche tú le diste las gracias por la comida y por quitar la nieve, y por los pantalones.

—No deberías escuchar —a veces, cuando está enfadada de verdad, ni abre la boca para hablar—. Le daba las gracias de mentira.

—¿Por qué hacías…?

Me corta.

—Él únicamente trae las cosas. En realidad no es quien hace que el trigo crezca en el campo.

—¿Qué campo?

—No puede hacer que el sol brille, o que llueva, o nada de nada.

—Pero, Mamá, el pan no sale de los campos —se tapa la boca con fuerza—. ¿Por qué has dicho que…?

—Debe de ser hora de ver la tele —dice rápido.

Son vídeos musicales, me encantan. Mamá hace los movimientos conmigo la mayoría de las veces, pero esta noche no. Doy saltos en la Cama, y al Jeep y al Mando les enseño a mover el culito. Salen Rihanna, T. I., Lady Gaga y Kanye West.

—¿Por qué los raperos llevan gafas de sol hasta por la noche? —le pregunto a Mamá—. ¿Les duelen los ojos?

—No, sólo quieren parecer elegantes. Y no tener a un montón de fans que los reconozcan todo el tiempo por lo famosos que son.

Me hago un lío.

—¿Por qué los fans son famosos?

—No, las estrellas son famosas.

—¿Y no quieren?

—Bueno, supongo que sí —dice Mamá levantándose a apagar la Tele—, pero también mantener un poco su vida privada.

Mientras tomo un poquito, Mamá no me deja meter el Jeep y el Mando en la Cama, aunque sean mis amigos. Y luego dice que para dormir tienen que quedarse en la Estantería.

—Si no, se te clavarán mientras duermes.

—No, no se me clavarán, lo prometen.

—Hagamos una cosa: guardamos el jeep y puedes dormir con el mando, que es más pequeño, siempre y cuando la antena esté plegada del todo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho nunca deshecho.

Cuando estoy en el Armario, hablamos por las rendijas.

—Que Dios bendiga a Jack —dice Mamá.

—Que Dios bendiga a Mamá y haga magia para curarle la Muela. Que Dios bendiga el Jeep y el Mando y los filetes de pollo.

—Que Dios bendiga los libros.

—Que Dios bendiga todas las cosas de aquí dentro y del Espacio Exterior y otra vez el Jeep. ¿Mamá?

—Sí.

—¿Dónde vamos cuando nos dormimos?

La oigo bostezar.

—Nos quedamos aquí mismo.

—Pero los sueños… —espero a ver si dice algo— ¿son Tele? —sigue sin contestar—. ¿Me meto en la Tele para soñar?

—No. No nos movemos de aquí en ningún momento —su voz suena lejos, lejísimos.

Acurrucado, toco los botones con los dedos.

—¿No podéis dormir, botoncitos? —les susurro—. Bueno, tomad un poco —me los pongo en las tetillas para que tomen por turnos. Estoy casi dormido, pero no del todo.

Piiii, piiii. Es la Puerta.

Escucho con todas mis fuerzas. El aire frío se mete dentro de la Habitación. Si tuviera la cabeza fuera del Armario, por la Puerta abierta seguro que podría ver hasta las estrellas y las naves espaciales y los planetas y los extraterrestres dando vueltas en ovnis. Ojalá, ojalá, ojalá pudiera verlo.

Pum, la Puerta se cierra y el Viejo Nick le está diciendo a Mamá que de tal cosa no había y que además no sé qué otra cosa estaba por las nubes.

Me pregunto si ha mirado encima de la Estantería y ha visto el Jeep delante de la Lámpara. Sí, me lo trajo para mí, pero no creo que haya jugado nunca con él. Seguro que no sabe cómo se encabrita de pronto cuando le doy al Mando, brrrrum.

Mamá y él hoy hablan sólo un ratito. La Lámpara se apaga, clic, y el Viejo Nick hace crujir la Cama. Cuento de uno en uno en lugar de hacerlo de cinco en cinco, para variar, pero empiezo a perder la cuenta y cambio otra vez a de cinco en cinco. Llego a trescientos setenta y ocho.

Todo en silencio. Creo que el Viejo Nick está dormido. ¿Mamá se apaga también cuando él se apaga, o se queda despierta y espera a que se vaya? A lo mejor están los dos apagados y yo sigo encendido, qué raro sería. Podría levantarme y salir reptando del Armario, ni se darían cuenta. Podría hacer un dibujo de los dos en la Cama, por ejemplo. No sé si duermen hacia el mismo lado o de espaldas.

De pronto se me ocurre algo horrible, ¿y si el Viejo Nick está tomando? ¿Mamá le dejaría tomar un poco o le diría: «Nanay de la China, esto es sólo para Jack»?

Si tomara, podría empezar a hacerse más de verdad.

Quiero ponerme a saltar y a gritar.

Encuentro el botón que enciende el Mando, lo pongo en verde. ¿A que sería divertido que con sus superpoderes las ruedas del Jeep empezaran a girar encima de la Estantería? Ja, ja, el Viejo Nick se despertaría y se llevaría una buena sorpresa.

Pruebo con la palanca hacia delante, pero nada. Ostras, me he olvidado de subir la antena. La estiro del todo y pruebo otra vez, pero el Mando sigue sin funcionar. Saco la antena por las rendijas de los listones: ella está fuera y al mismo tiempo yo estoy dentro. Le doy al botón. Oigo un ruido pequeñísimo, debe de ser que las ruedas del Jeep empiezan a girar, y de repente…

PATAPUMBA.

El Viejo Nick ruge como nunca le había oído; grita algo de Jesús, pero no ha sido el Niño Jesús, he sido yo. La Lámpara se enciende, la luz me golpea a través de los listones, cierro los ojos con fuerza. Me retuerzo para tumbarme boca arriba y me tapo la cara con la Manta.

Está gritando.

—¿A qué te crees que estás jugando?

La voz de Mamá suena temblorosa.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —dice—. ¿Has tenido una pesadilla?

Muerdo la Manta, que dentro de la boca es blanda como un pan gris.

—¿Has intentado algo? ¿Has intentado jugármela? —su voz se hace más profunda—. Porque ya te lo he dicho antes, allá tú con lo que haces…

—Estaba dormida —Mamá habla con una voz finita, como aplastada—. Por favor… Mira, mira, ha sido ese estúpido jeep, que se ha caído rodando de la estantería.

El Jeep no es ningún estúpido.

—Lo siento —dice Mamá—. Lo siento mucho, debería haberlo puesto en un sitio de donde no pudiera caerse. De verdad, te juro que estoy totalmente…

—Vale, vale.

—Mira, vamos a apagar la luz.

—No, déjalo —dice el Viejo Nick—, yo ya he hecho lo que había venido a hacer.

Nadie dice nada; cuento un hipopótamo, dos hipopótamos, tres hipopótamos…

Piiii, piiii. La Puerta se abre y se cierra de golpe. Se ha ido.

La Lámpara se apaga de nuevo.

Busco a tientas el Mando en el fondo del Armario, y descubro algo terrible. La antena está corta y afilada, debe de haberse roto entre los listones.

—Mamá —susurro.

No hay respuesta.

—El Mando se ha roto.

—Duérmete —pone una voz tan áspera y de miedo que pienso que no es ella.

Me cuento los dientes cinco veces; todas las veces me salen veinte, pero tengo que hacerlo de nuevo. Aún no me duele ninguno, pero a lo mejor me duelen cuando tenga seis años.

Me duermo pero no me doy cuenta, porque luego me despierto.

Sigo en el Armario, todavía está oscuro. Mamá aún no me ha llevado a la Cama. ¿Por qué aún no me ha llevado?

Abro las puertas y le escucho la respiración. Está dormida. No va a estar enfadada mientras duerme, ¿a que no?

Me deslizo debajo del Edredón. Me tumbo cerca de Mamá sin tocarla; a su alrededor todo es calor.