Capítulo XXII

EL FINAL DE LA AVENTURA

Aquella noche, los habitantes de las Rocas del Diablo cerraron cuidadosamente los postigos, encendieron las chimeneas y se acomodaron en sus sillones, satisfechos de no verse obligados a permanecer expuestos al viento y la lluvia.

El viejo Jeremías Boogle se hallaba justamente encendiendo su pipa cuando oyó algo que le hizo arrojar la cerilla y escuchar sorprendidísimo.

¡TOLOOOONGGG! ¡TOLOOOONGGG!

—¡Una campana! ¡Dios mío! ¡No he vuelto a oír esa campana desde hace cuarenta años! —exclamó Jeremías, atónito, sin poder creer lo que percibían sus oídos—. No, no puede ser la campana del faro. Hace ya muchos años que la quitaron.

¡Toloooonggg! ¡Toloooonggg!

Jeremías corrió hacia la ventana y separó las cortinas. Miró hacia fuera. Se negaba a creer lo que veían sus ojos. Dio un gritó:

—¡Susana! Ven a ver esto. ¡El fanal del faro está encendido! ¡Susana! ¿Dónde diablos está mi nieta? ¡Susana!

—¿Qué pasa, abuelo? —preguntó una mujercita regordeta asomando la cabeza.

—Mira, Susana. ¿Ves tú lo mismo que yo veo? —exclamó el viejo—. ¿Está encendido el fanal del viejo faro?

—Bueno, por lo menos hay una luz que brilla en las Rocas del Diablo —respondió Susana—. Pero nunca en mi vida había visto el viejo faro encendido. ¿Qué es ese ruido, abuelo? Parece una enorme campana.

—Es la vieja campana del faro —replicó Jeremías—. ¡Es inconfundible! La he oído tantas veces, hace muchos años, advirtiendo a los barcos que se acercaban demasiado a las Rocas del Diablo… Pero no. No puede ser. La retiraron hace ya mucho tiempo. Y la luz hace años que no brilla. ¿Qué estará sucediendo?

—No lo sé —contestó Susana, asustada—. Que yo sepa, en el faro no hay nadie.

El viejo Jeremías pegó un tremendo puñetazo sobre el alféizar de la ventana, haciendo caer una de las macetas.

—¡Claro que hay alguien! Tres chicos y dos muchachas y un perro. ¡Y hasta hay un mono!

—¿Qué me dices? ¿Y qué están haciendo allí? —se asombró Susana—. ¿Crees que son ellos los que han encendido el fanal y hacen sonar la campana? Escucha otra vez. ¡Tolonggg! Van a despenar a todos los niños del pueblo.

Susana tenía razón. El sonido despertó a todos los niños y sorprendió a todos los hombres y mujeres del pueblo, incluidos Elías y Jacobo. Habían pegado un brinco al oír sonar la campana y estaban atónitos viendo la potente luz del faro.

Muy pronto oyeron el rumor de la gente que se dirigía al embarcadero de las Rocas del Diablo. Oyeron también la voz del viejo Jeremías.

—¡Son los niños que nos visitaron hace poco! ¡Han encendido el fanal y tocan la campana! Algo malo debe de estarles ocurriendo. Seguramente necesitan ayuda. Os digo que algo malo les está ocurriendo.

Elías y Jacobo sabían muy bien lo que les sucedía. Los niños estaban encerrados en el faro y no podían salir. Quizás alguno de ellos había resultado herido o acaso se morían de hambre, incapaces de salir a pedir ayuda. Y ahora todo el pueblo estaba despierto. En cuanto amaneciese, alguna barca desafiaría las olas para averiguar qué sucedía.

Aquella noche los dos hombres desaparecieron del pueblo. No temían sólo al agente Astuto, sino a toda la población. Se deslizaron en la noche, silenciosamente, y se desvanecieron bajo la lluvia. ¡Pero te atraparán, Elías, te atraparán, Jacobo, y nadie lo sentirá! ¡Nadie!

Cuando amaneció, había mucha gente en el embarcadero, dispuesta a llegar hasta el faro. El viento era tan fuerte que enormes olas se estrellaban contra las rocas en las que se levantaba el faro. Pronto un bote fue lanzado al agua y Jeremías, el agente Astuto y el médico del pueblo iniciaron la travesía, cabalgando sobre las olas.

Por fin arribaron a los escalones de piedra y llamaron a la puerta. Del otro lado de la misma les llegó la alegre voz de Julián:

—Tendrán que derribar la puerta. Elías o Jacobo, o los dos juntos, nos encerraron y se llevaron la llave. No podemos salir y andamos muy mal de comida.

—De acuerdo —gritó Jeremías—. Alejaos de la puerta. El agente Astuto y yo vamos a derribarla.

Jeremías era viejo, pero se conservaba muy fuerte. Por su parte, el policía era duro como una roca. Bajo el peso de sus golpes, la cerradura no tardó en ceder y la puerta se abrió. Jeremías y el policía entraron en la habitación con tanto impulso que cayeron sobre los niños, enviándolos casi volando inicia el otro lado de la entrada. Tim ladró desconcertado y Travieso subió asustadísimo la escalera.

Pronto estuvieron todos en la habitación de arriba, y Julián relató su historia. Ana preparó té y lo repartió entre lodos. Jeremías escuchaba con la boca abierta, contento de que nadie estuviese herido, tomaba su té y escuchaba con gran atención.

—No sabíamos cómo salir de aquí cuando nos encerraron —dijo Julián, llegando al final de la larga historia—. Finalmente se nos ocurrió encender el viejo fanal y hacer sonar la campana. Apenas podía sostenerme en la terraza; la fuerza del viento casi me arrastraba. La estuve haciendo sonar durante un cuarto de hora y cuando sentí demasiado frío, me relevó mi hermano. Mantuvimos el fanal encendido mucho tiempo, pero se ha apagado hace un rato.

—Bueno, tanto la campana como el fanal cumplieron estupendamente su cometido —exclamó Jeremías, que parecía veinte años más joven de tan satisfecho que estaba—. ¡Ah! ¡Y pensar que el viejo faro se encendió y la campana sonó de nuevo! Por un momento creí que soñaba.

—No tardaremos mucho en coger a Elías y Jacobo —dijo el policía—. Me parece que lo mejor es que vosotros regreséis a vuestra casa. El tiempo seguirá mal durante algún tiempo y no creo que aquí haya nada que os retenga.

—Bueno, pues en estos momentos sí que hay algo que nos retiene —contestó Julián—. ¿Recuerda usted el tesoro de los piratas del que nos habló, Jeremías? Bien, lo hemos encontrado.

Jeremías quedó tan asombrado que no pudo articular palabra. Se quedó mirando a Julián y cerraba y abría la boca como un pez. Julián sacó algunas monedas del bolsillo y se las enseñó.

—¡Aquí están! —dijo—. Y sabemos que hay miles de ellas guardadas en cofres y arcones y escondidas en uno de los túneles de las rocas. ¿Qué les parece? No podemos irnos de aquí hasta que lo pongamos en manos de la policía. Pertenece al gobierno, ¿no?

—Sí —respondió el policía—, pero vosotros recibiréis una fuerte recompensa. Ya lo creó que sí. ¿Dónde está el tesoro? Será mejor que vayamos ahora mismo.

—Bueno, tendremos que bajar por el pozo de cimentación del faro —dijo Julián gravemente, pero con un brillo burlón en sus ojos—. Hay que arrastrarse bajo los arcos del fondo, seguir los túneles con cuidado para que el mar no nos atrape y luego llegar a…

El policía dejó de escribir en su bloc de notas lo que decía Julián, y se quedó mirando sorprendido al muchacho. Julián se echó a reír.

—De acuerdo. Iremos a buscarlo nosotros y se lo entreguemos sin faltar una sola moneda —dijo—. La verdad es que no necesitamos bajar por el pozo. Podemos ir por el otro camino, el que nos enseñó Jeremías. Lo recogeremos esta mañana, y luego, a casa. ¿Sería usted tan amable de llamar a «Villa Kirrin» para que nos manden un coche a las doce, agente?

—¡Qué alivio! —suspiró Ana—. Las aventuras son algo estupendo, pero por ahora ya he tenido bastante. Y, además, el tiempo ha sido horroroso. ¡Agente, mire, el mono le ha cogido el pito!

Travieso no sólo había cogido el pito, sino que estaba decidido a tocarlo. ¡Piiiii! ¡Piiiii! Jeremías se llevó un gran susto, y Travieso recibió un cachete que le quitó las ganas de seguir jugando.

—Adiós, Jeremías —se despidió Julián—. Ha sido un placer conocerle. Y gracias por venir a rescatarnos. Algún día nos volveremos a ver. Vamos, agente, iremos a buscar el tesoro con usted.

—Yo no voy —se negó Ana, a quien le horrorizaban aquellos túneles estrechos, oscuros y malolientes—. Aprovechare para hacer el equipaje.

Tim y yo te ayudaremos —resolvió Jorge, que sabía que a Ana no le gustaría quedarse sola en el faro.

Los muchachos se fueron con Jeremías, el médico y el urente Astuto en el bote. El médico y Jeremías se despidieron en el muelle, y los tres muchachos y Travieso guiaron al policía hasta el tesoro. Tuvieron que abrirse camino entre la gente del pueblo, que, reunida en el muelle, esperaba ansiosa por enterarse de por qué se había encendido la luz del faro en mitad de la noche y por qué sonaba la campana.

—Abran paso, por favor —dijo el policía amablemente—. Todo va bien. Estos niños quedaron encerrados en el faro y no podían salir. Abran paso, por favor. No ha ocurrido nada.

—Bueno, ya ha acabado todo, Julián —dijo Dick—. A veces, incluso resultó demasiado emocionante. Me sentiré muy contento de verme otra vez en «Villa Kirrin», todo paz y tranquilidad.

—Te olvidas de que el tío Quintín y su amigo se encuentran todavía allí —replicó Julián, con una mueca—. Me imagino que no les hará ninguna gracia vernos regresar.

—No te preocupes. Se sentirán muy contentos cuando escuchen la fantástica historia que tenemos que contarles. Ya verás qué cara pondrán cuando les enseñemos una o dos monedas. A Tim le colgaremos una en el collar, como recompensa por guardarnos tan bien. Estará la mar de orgulloso.

Bueno, adiós a todos, Julián y Dick, ¡buen viaje a casa! Adiós, Ana y Jorge. Y Manitas también, y Travieso.

Adiós, querido Tim, el mejor de los amigos. ¡Cómo nos gustaría tener un perro como tú! ¡Hasta la vista!

F I N