Capítulo XVIII
OTRA VEZ EN EL FARO
El viejo Jeremías se sentía tan entusiasmado como los niños. Pero no decía nada. Le molestaba mucho el pensar que Elías se encontraba presente cuando descubrieron la moneda. No se fiaba en absoluto de él. Ni de Jacobo tampoco. Se dedicarían a buscar el tesoro sin descanso hasta conseguir localizarlo. ¡Cómo les gustaría saber dónde estaba! Mientras recorrían los oscuros túneles pensaba sin cesar en ello, y no pronunció palabra hasta que se vieron de nuevo a la luz del brillante día.
—Tome, Jeremías, para que se compre un poquito más de tabaco —dijo Julián, poniéndole tres chelines en la mano—. Y no piense demasiado en ese tesoro. No creo que haya más que esa moneda que Travieso encontró por casualidad en el túnel.
—Gracias —respondió el viejo—. Pero no penséis que quiero el tesoro para mí. Es que me daría mucho coraje que fueran Jacobo y Elías los que lo encontrasen. Ahora no dejarán de buscarlo día y noche.
Les satisfizo el poder salir de nuevo al aire ubre. El sol se había puesto y soplaba el viento. Además, había comenzado a llover.
—Necesitamos correr bastante si queremos llegar al faro caminando por las rocas —dijo Julián con preocupación.
Afortunadamente el viento soplaba en contra de la marea y tuvieron el tiempo justo para llegar hasta los escalones de piedra.
—Ahí está nuestro bote —exclamó Manitas—. ¡Cómo ladra Tim! Nos ha oído llegar.
Sí. El pobre Tim había permanecido todo el tiempo echado en la entrada, con las orejas muy tiesas, vigilando atento. Pero nadie se había presentado en el faro en toda la mañana y los únicos sonidos que llegaron hasta sus oídos fueron el rumor del mar, el silbido del viento y el chillido de alguna gaviota.
—¡Ya estamos de vuelta, Tim! —gritó Jorge, abriendo la puerta.
Tim saltó alegremente sobre ella, con tanto ímpetu que estuvo a punto de hacerla caer.
En seguida Travieso trepó al lomo del perro, parloteando sin cesar.
—Le está contando cómo encontró la moneda de oro —se rió Manitas—. ¡Tim, cómo me gustaría que hubieses venido con nosotros! Fue fantástico.
—¡Parece como si hubiésemos estado fuera años enteros! —dijo Jorge—. Y sin embargo no es demasiado tarde. A menos que el reloj se me atrase. ¿Sabéis? Tengo hambre. Vayamos a comer algo. Mientras tanto podemos comentar todo lo que ha pasado y decidir lo que vamos a hacer respecto a la búsqueda del tesoro.
Así, entre bizcochos, bocadillos y tazas de café hablaron y hablaron sin parar.
—Tenemos que regresar a las cuevas lo antes posible —dijo Jorge—. Estoy completamente segura de que Jacobo y Elías se presentarán a buscar el tesoro tan pronto como baje la marea.
—Bueno, por hoy es imposible hacer nada —replicó Dick—. En primer lugar porque ya ha subido la marea y en segundo porque hay una tormenta espantosa. Escuchad el viento.
Tim se mantenía sentado lo más cerca posible de Jorge. No le había gustado ni pizca que se hubiesen marchado dejándolo abandonado. La niña estaba sentada a su lado, rodeándole con un brazo y dándole de cuando en cuando un trozo de su bizcocho. Manitas hacía lo mismo con Travieso.
Durante mucho tiempo los niños no dejaron de hablar. ¿Dónde habría encontrado Travieso aquella moneda? ¿La habría arrastrado el mar hasta el túnel? ¿Se trataba sólo de una de las muchas que formaban el tesoro? ¿O se habría caído de algún cofre destrozado por el mar? Charlaron y charlaron, con los ojos brillantes, fijos en la moneda de oro que estaba sobre la mesa.
—Me imagino que si conseguimos dar con él lo considerarán como un hallazgo —dijo Dick—. Quiero decir que, como es tan antiguo, debe pertenecer al gobierno y no a nadie en particular.
—Espero que nos dejen conservar por lo menos algunas monedas —dijo Jorge—. Ojalá pudiésemos ir ahora mismo a registrar el túnel. No tengo paciencia para esperar tanto.
—Guau —asintió Tim. Estaba totalmente de acuerdo, aunque no tenía ni la menor idea de lo que se trataba.
—¡Escuchad cómo rugen las olas al chocar contra las rocas entre el faro y el muelle! —exclamó Julián—. El viento sopla con tanta fuerza como si fuera una galerna.
—El parte meteorológico dijo que haría mal tiempo durante algunos días —comentó Dick con tristeza—. ¡Vaya! Nos resultará muy difícil ir a tierra en el bote. Y dudo que con el oleaje que hay podamos pasar por las rocas, aunque esté la marea, baja.
—¡Huy, no seas gafe! —protestó Ana.
—¿Os gustaría que nos quedásemos prisioneros en el faro? —preguntó Dick.
—No importaría. Hay mucha comida —contestó Ana.
—No, no hay demasiada. Acuérdate de que somos cinco. Y además hay que contar con Tim y Travieso.
—Cállate ya. Dick —ordenó Julián—. Estás asustando a Ana y a Manitas. La tormenta pasará pronto, y mañana podremos ir a hacer nuestras compras tranquilamente.
Pero la tormenta iba arreciando y el cielo se oscureció tanto que Ana se vio obligada a encender las lámparas. La lluvia caía con furia contra el faro, y el viento silbaba de un modo estremecedor, haciendo gruñir a Tim.
Ana se acercó a mirar por la ventana. Quedó aterrada a ver las enormes olas que se estrellaban contra las rocas de faro. Una de ellas rompió violentamente, y su espuma salió lanzada con tanta fuerza que resonó contra los cristales de la ventana.
Ana se aparto de ella alarmada.
—¿Sabéis lo que acaba de golpear los cristales? —dijo—. Era la espuma de una ola.
—¡Caramba! —exclamó Julián, acercándose a la ventana.
¡Qué espectáculo tan maravilloso! Ahora el mar era de color gris en lugar de azul, y enormes olas se estrellaban contra la playa y las rocas, levantando montañas de espuma. En mar abierto, las olas eran asimismo gigantescas, coronadas por blancos penachos de espuma que levantaba la fuerza del viento. No había más vida que unas cuantas gaviotas, gritando excitadas y dejándose llevar por el viento, abiertas sus blancas alas.
—Desde luego, hoy no me importaría nada ser una gaviota —dijo Dick—. Debe de ser una sensación estupenda cabalgar en una tormenta. No me extraña que chillen de alegría.
«¡Iiuuuu, iiuuuu, iiuuuu!», gritaban las gaviotas, como gatos maullando de hambre.
—Lo siento por los barcos que se hayan hecho a la mar —dijo Julián—. Imaginaos los veleros de la antigüedad navegando cerca de esta costa con un viento como éste. Es casi un verdadero huracán.
—Y pensad en el malvado Bill Oreja Cortada frotándose las manos cuando ve un barco acercarse más y más a estas rocas —añadió Jorge—. Y cogiendo la lámpara de su sitio para trasladarla hasta aquí y asegurarse de que se estrellará contra ellas…
—No digas esas cosas —se enfadó Ana—. No me hacen ninguna gracia.
—¿Por qué no jugamos un poco? —propuso Julián—. ¿Dónde están las cartas? Acerca esa lámpara un poco más a la mesa. Dick. Está oscureciendo mucho. Y ahora dejemos de hablar de piratas. Pensad en algo más alegre, en una merienda-cena, por ejemplo, o en el tesoro, o…
—¿Sabes? Creo que nos será bastante fácil encontrar el tesoro —dijo Dick, acercando la lámpara a la mesa—. Travieso es muy listo y seguro que recordará el sitio donde encontró la moneda. Nos llevará directamente allí.
—A lo mejor no hay más que esa moneda. Puede que se le haya caído al hombre que escondió el tesoro —dudó Ana.
—Es posible —respondió Dick—. Pero el tesoro no puede estar muy lejos de donde la encontró Travieso.
—Bueno, si nos decidimos a buscarlo tendrá que ser inundo la marea esté muy baja —dijo Julián—. La verdad es que no me haría ninguna gracia empezar a explorar esos túneles y esas cuevas sabiendo que de un momento a otro la marea puede subir e inundarlo todo.
Por un momento Dick permaneció callado, cavilando en algo.
—Julián —dijo por fin—. ¿Te acuerdas en qué dirección anduvimos esta mañana después de entrar en el túnel? Fuimos todo el rato hacia la izquierda, ¿no?
—Sí —replicó Manitas inmediatamente—. Yo llevaba mi pequeña brújula, aquí, en la correa del reloj, y todo el rato marchamos hacia el Oeste.
—Es decir, hacia el faro —dijo Julián, y dibujó un pequeño plano—. Mirad, éste es el faro y ésta la entrada del acantilado, donde estuvimos primero. Éste es el camino que recorrimos. Se curva de nuevo hacia el mar, por debajo de la playa, luego sigue por aquí… Esto es la primera cueva, más túnel, la Cueva de los Piratas… El camino siempre va hacia la izquierda…
—Un poco más y hubiésemos ido a parar justo debajo del faro —exclamó Dick, sorprendido.
—Eso es —asintió Julián—. Quizás hace muchos años, cuando aún no existía el faro y los barcos se estrellaban contra las rocas sobre las que está construido, hubiese un túnel que empezaba en las rocas y que empalmaba con el que hemos visto esta mañana. Así los piratas podían llevarse fácilmente todo lo que encontraban de valor sin que nadie los viese.
—¡Caramba! ¿Quieres decir que esperaban a que el barco se estrellase, pasaban luego por las rocas como hacemos nosotros, cogían lo que podían encontrar y desaparecían por el túnel para esconderlo?
—¡Y salían tranquilamente por el otro lado! —terminó Ana.
Jorge se quedó mirando a Julián, con los ojos brillantes.
—Puede que haya una entrada en las rocas —dijo—. Debe de estar en uno de los extremos, porque el mar entra por ahí. Julián, ¿por qué no la buscamos mañana? Creo que tienes razón. Tiene que haber un agujero en las rocas que se comunique con el túnel que conocemos.
Después de la emoción de este descubrimiento, nadie quiso jugar a las cartas. Estaban demasiado excitados. Una y otra vez estudiaron el plano de Julián, agradeciendo a la brújula de Manitas que les hubiese demostrado que el túnel llevaba hasta las rocas del faro.
—¿Crees que nadie se acordará ya del agujero? —preguntó Dick—. Nadie nos ha dicho ni una sola palabra de ello, ni siquiera Jeremías. A lo mejor está obstruido.
Julián frunció el ceño, pensativo.
—Sí, quizás esté obstruido —contestó por último—. Es extraño que Jeremías no nos haya dicho nada acerca de eso. De todos modos, mañana haremos una investigación a fondo
—Si lo encontramos nos meteremos por él y buscaremos el tesoro —dijo Manitas, excitado—. ¡Qué sorpresa se llevarán Elías y Jacobo si nosotros lo encontramos primero!