Capítulo I
LLEGAN TRES VISITANTES
—¡Fanny! —gritaba el señor Kirrin mientras subía las escaleras a todo correr con una carta en la mano—. ¡Fanny! ¿Dónde estás?
—Aquí, querido, aquí. Ayudando a Juana a hacer la limpieza —respondió la señora Kirrin, saliendo de uno de los dormitorios—. ¿Qué es lo que pasa? ¿A qué vienen esos gritos?
—Acabo de recibir una carta de aquel viejo amigo mío, el profesor Hayling —dijo el señor Kirrin—. Te acuerdas de él, ¿verdad?
—¿Te refieres a aquél que pasó con nosotros unos días hace años y siempre se olvidaba de venir a comer? —contestó la señora Kirrin, al tiempo que le daba unos golpecitos en la hombrera de la americana para sacudirle una mota de polvo.
—¡Fanny, no hagas eso! —rechazó su esposo, malhumorado—. Cualquiera pensaría que voy lleno de polvo… Bueno, mi amigo llega hoy en lugar de la semana próxima.
La señora Kirrin se quedó mirando a su marido con expresión asustada.
—¡Pero eso no puede ser! —exclamó—. Precisamente hoy llega Jorge para pasar unos días en casa y trae a sus primos con ella. Ya te lo había dicho.
—¡Pues se me olvidó completamente! —contestó el señor Kirrin—. Es igual. Llama a Jorge y dile que se quede donde está. No puede venir aquí mientras esté con nosotros el profesor Hayling. No quiero que nadie nos moleste. Tenemos que hablar sobre un nuevo invento suyo… No te pongas así, querida, puede que se trate de algo muy importante…
—También es importante para los Cinco que no saboteen sus planes —replicó la señora Kirrin—. Después de todo, si Jorge se marchó a casa de sus primos fue porque tú tenías que escribir algo muy urgente y no querías que te molestase. Hoy es el día en que tenía que volver. Quintín, tienes que llamar al profesor Hayling y decirle que retrase su viaje.
—Está bien, cariño, está bien —concedió el señor Kirrin—. Pero no le va a hacer ninguna gracia. No, ninguna gracia.
Salió del dormitorio y se dirigió al estudio para llamar por teléfono, mientras su esposa corría a preparar las habitaciones para los cuatro niños.
—Ana puede dormir con Jorge, como siempre —le dijo a Juana, la cocinera—. Los niños dormirán en el cuarto de los invitados
—Será divertido volver a tener a los niños en casa —comentó Juana, en tanto pasaba el aspirador por la alfombra—. Los echo mucho de menos cuando no están. Ya verá las pastas que les he preparado. ¡Dos latas llenas!
—Eres demasiado buena con ellos, Juana —dijo la señora Kirrin—. No me extraña que te quieran tanto. Ahora… ¡Ah, me llama mi marido! ¡Voy, querido, voy!
Bajó corriendo las escaleras y entró en el despacho. Su esposo sostenía aún el auricular.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo casi gritando—. El profesor Hayling se ha puesto ya en camino y no se puede avisarle para que no venga. ¡Y para colmo se trae a su hijo con él! De manera que serán dos en lugar de uno.
—¡Su hijo! ¡Lo que nos faltaba! Con los niños aquí no habrá sitio para ellos, ya lo sabes.
—Bueno, pues llama a Jorge y dile que se quede una semana más con sus primos —repuso el señor Kirrin, molesto—. Al fin y al cabo no hay razón para que se vengan todos aquí.
—Pero, Quintín, sabes perfectamente que los tíos de Jorge se van a hacer un crucero y dejan la casa cerrada —contestó su esposa—. ¡Vaya lío! Bueno, llamaré a Jorge y trataré de arreglármelas para que no venga.
Una vez más entró en funcionamiento el teléfono y la señora Kirrin trató desesperadamente de ponerse en contacto con Jorge. Durante largo rato no contestó nadie. Por fin sonó una voz: «Dígame…».
—Aquí la señora Kirrin. ¿Podría hablar con Jorge, por favor?
—Lo siento, señora, pero ya se han ido los cinco con sus bicicletas —respondió la voz—. Estoy yo solo en la casa. Soy el vecino de al lado. Quedé encargado de cerrarlo todo. Siento no poder avisar a Jorge.
—Muchas gracias. No se preocupe —dijo la señora Kirrin, y colgó el teléfono con un gran suspiro.
¿Qué podía hacerse? El profesor Hayling y su hijo estaban ya en camino, lo mismo que los Cinco, y ya no era posible avisarles. ¡Qué jaleo más espantoso iba a organizarse!
—Quintín —dijo la señora Kirrin, dirigiéndose a su marido, que estaba poniendo en orden un enorme montón de papeles—. Quintín, escucha. Jorge y los demás han salido ya hacía aquí. No sé cómo me las voy a arreglar para alojarlos a todos. Me parece que alguien tendrá que dormir en la caseta de Tim… y a ti tendré que hacerte la cama en la carbonera…
—Estoy muy ocupado —respondió su esposo sin escucharla—. Tengo que poner todos estos papeles en orden antes de que llegue el profesor Hayling. A propósito, querida, diles a los niños que procuren no hacer ruido mientras esté aquí el profesor. Tiene muy mal genio y…
—¡Quintín, también yo estoy empezando a ponerme de muy mal genio…! —empezó su esposa—. Y si…
Se detuvo de pronto y señaló asombrada hacia la ventana del despacho.
—¡Mira! ¿Qué es eso que hay en la ventana?
Su marido volvió la cabeza y, a su vez, se quedó asombrado.
—¡Parece un mono! —exclamó—. ¿De dónde diablos habrá salido?
Una voz les llegó del piso de arriba. Era Juana.
—¡Señora! Hay un coche en la puerta. Creo que es la visita que esperaba el señor, un hombre y un niño.
Aturdida, la señora Kirrin seguía mirando al mono que golpeaba el cristal de la ventana mientras musitaba extraños sonidos y apretaba su naricilla contra el cristal, como un chiquillo.
—¡No me digas que tu amigo tiene un mono y se lo ha traído a casa! —gimió la señora Kirrin.
Se oyó un fuerte golpe en la puerta y la señora Kirrin fue a abrir. Sí, allí estaba el profesor Hayling, el hombre que tan a menudo se olvidaba de venir a comer cuando estuvo pasando unos días en «Villa Kirrin» hacía algunos años. Y junto a él estaba un chico de unos nueve años, con una cara muy parecida a la del mono que llevaba sobre el hombro.
El profesor penetró en la casa tras indicarle al chófer que trajese el equipaje.
—¿Qué tal, señora Kirrin? Encantado de volver a verla. ¿Dónde está su marido? Tengo cosas muy, interesantes que contarle. ¡Ah, Quintín, está usted aquí! ¿Ya me ha preparado sus papeles?
—¡Mi querido y viejo amigo! —dijo el señor Kirrin, estrechando calurosamente su mano—. Es un placer volver a verle. Estoy encantado de que haya podido venir.
—Éste es Manitas, mi hijo —presentó el profesor Hayling, dándole al niño una palmada en la espalda que casi lo tira al suelo—. Siempre me olvido de su verdadero nombre. Le llámanos Manitas porque siempre está enredando con automóviles. Está loco por ellos. Anda, saluda al señor. ¿Dónde está Travieso?
La pobre señora Kirrin parecía incapaz de pronunciar una palabra.
El profesor seguía en la entrada, sin dejar de hablar un momento. El mono había saltado del hombro del niño para instalarse cómodamente encima de la percha de los sombreros.
Desde luego, aquello parecía un circo, pensó la señora Kirrin. ¡Y las habitaciones todavía sin preparar! ¿Cómo se las arreglaría con la comida? Todavía tenían que llegar los primos. ¿Qué estaba haciendo ahora el mono? ¡Dedicándose muecas a sí mismo en el espejo!
Finalmente los visitantes fueron conducidos hasta el salón. El señor Kirrin estaba tan ansioso de discutir algunos problemas con el profesor, que trajo en seguida un enorme montón de papeles y los desparramó sobre la mesa.
—Aquí no, querido, hazlo en tu despacho, por favor —dijo su esposa con firmeza—. ¡Juana! Lleva las maletas al cuarto de huéspedes. Haz la cama para el chico en el sofá. No creo que haya sitio en otra parte.
—¿Y qué hacemos con el mono? —preguntó Juana, mirándolo con aprensión—. ¿También necesita una cama?
—Él duerme conmigo —replicó de pronto Manitas con una voz sorprendentemente débil. Y de repente subió a toda velocidad las escaleras emitiendo una serie de atroces sonidos. La señora Kirrin se le quedó mirando extrañada.
—¿Le pasa algo? —preguntó.
—No, sólo está imitando un coche —respondió su padre—. Ya le dije que estaba loco por los automóviles. No puede remediarlo, siempre está haciéndolo.
—Soy un coche, un «Jaguar» —gritó Manitas desde lo alto de la escalera—. ¿No oís mi motor? Travieso, ven a dar un paseo. ¡RRRRRRR!
El mono subió las escaleras y se acomodó en el hombro del muchacho, parloteando con su divertida voz. El «Jaguar», aparentemente, se dedicaba a hacer el recorrido de los dormitorios, soltando un bocinazo de vez en cuando.
—¿Dice usted que siempre está haciendo eso? —preguntó el señor Kirrin, sorprendido—. ¿Y cómo se las arregla usted para poder trabajar?
—No hay cuidado. Tengo una habitación a prueba de ruidos en mi jardín —contestó el profesor—. Espero que su despacho esté también insonorizado.
—Pues no, no lo está —replicó el señor Kirrin, sin dejar de escuchar al «coche» que se paseaba por el piso de arriba. ¡Vaya un niñito! ¿Cómo era posible soportarlo por más de dos minutos? ¡Y pensar que había venido a pasar varios días!
Cerró cuidadosamente la puerta tras el profesor, pero ninguna puerta era capaz de aislarles de los terribles bocinazos del niño, que seguía jugando en el piso de arriba.
Entre tanto, la pobre señora Kirrin contemplaba las maletas. ¿Por qué no podía el profesor irse a un hotel? ¿Qué clase de vida iba a ser aquélla con los Cinco, el profesor y aquel niño que se empeñaba en creer que era un automóvil? Y eso sin contar con un mono llamado Travieso.
¿En dónde los acomodaría a todos para dormir?