Capítulo XIX

UNA GRAN DESILUSIÓN

La tormenta cesó durante la noche y el día siguiente amaneció algo más despejado. El cielo se presentaba aún amenazador y la lluvia caía de cuando en cuando. Sin embargo, los niños abandonaron el faro y se dirigieron hacia las rocas.

—¿Qué hacemos primero? ¿Vamos de compras o buscamos el hoyo? —preguntó Julián.

—Busquemos primero el agujero —respondió prestamente Dick—. El viento sopla todavía muy fuerte y la tormenta puede empezar de nuevo. No podríamos regresar pasando por las rocas si el mar se pone agitado.

Se separaron unos de otros y comenzaron a buscar por entre las rocas sobre las que estaba construido el faro. La marea estaba baja y las rocas emergían considerablemente sobre el agua.

El faro se levantaba en la parte más alta y resultaba impresionante mientras los buscadores registraban palmo a palmo las rocas en busca de la entrada que podía conducir hasta el túnel.

—¡Aquí hay un agujero! —gritó Ana de pronto.

Todos se acercaron corriendo, incluso Tim, llenos de curiosidad.

—Sí, muy bien podría ser éste —dijo Julián examinándolo—. Es lo suficientemente grande como para permitir el paso de un hombre. Bajaré a ver.

El muchacho descendió agarrándose con cuidado a las piedras que sobresalían. Los otros lo observaban intrigados. Tim ladró. No le gustaba ver que Julián desaparecía de aquel modo.

Pero antes de quedar completamente oculto, Julián gritó:

—Me temo que no hemos acertado. Ya he llegado hasta el fondo. Estoy de pie, y aunque he registrado todo esto, no encuentro ninguna abertura.

¡Qué desilusión! Dick se inclinó para ayudar a Julián a trepar de nuevo.

—¡Caramba! Y yo que confiaba en que fuese la entrada del túnel —dijo—. Agárrate a mi mano, Julián.

—Gracias. Está un poco difícil la subida.

Por fin consiguió sacar medio cuerpo fuera y luego las piernas, y quedó tumbado al lado del agujero, respirando con alivio.

—¡Vaya! No me hubiera hecho ninguna gracia quedarme aprisionado ahí, sobre todo ahora que va a subir la marea.

—Ya está lloviendo otra vez —anunció Ana—. ¿Qué? ¿Vamos de compras o esperamos a que despeje?

—Será mejor que esperemos un poco —dijo Jorge—. Estoy mojada y siento frío. Vámonos al faro y preparemos un poco de café. ¡Qué desilusión! Bueno, no os preocupéis, siempre podremos entrar en el túnel por donde lo hicimos ayer y empezar a buscar. Quizá Travieso quiera enseñarnos el sitio donde encontró la moneda.

Entraron en el faro y una vez más Julián atrancó la puerta.

—Ojalá viniese pronto el cerrajero —dijo—. Si vamos a las cuevas tendremos que dejar otra vez al pobre Tim de guardia. ¡Es una vergüenza!

—¡Guau! —asintió Tim muy convencido.

Subieron las escaleras y Ana preparó el café. Estaban tomándolo cuando súbitamente Tim rompió a ladrar con furia. Los niños recibieron un buen susto, tanto que Ana derramó su café.

Tim, ¿qué sucede? —preguntó Jorge, alarmada. Tim apoyaba el morro contra la puerta de la habitación, con las orejas tiesas y gruñendo con fiereza.

—¿Qué diablos es lo que pasa, Tim? —dijo Julián, abriendo la puerta—. No puede haber nadie abajo. Dejé la puerta atrancada.

Tan pronto como Julián abrió la puerta, Tim salió disparado y comenzó a bajar rápidamente las escaleras. Tanta prisa llevaba que cayó rodando por ellas. Jorge gritó, asustada:

—¡Tim! ¿Te has hecho daño?

Pero Tim se levantó inmediatamente y corrió hacia la puerta de entrada, gruñendo tan fieramente que Ana se asustó. Julián bajó a su vez corriendo las escaleras. La puerta seguía atrancada.

Tim, quizá no sea más que el lechero que ha venido a traer la leche —trató de calmarlo mientras desatrancaba la puerta.

Cuando hubo retirado el obstáculo, asió el tirador para abrirla. ¡La puerta no se movió! Julián tiró con todas sus fuerzas. Todo fue inútil. La puerta no se abría. Todos los demás habían bajado ya.

—Déjame probar a mí —propuso Dick—. Debe de estar encallada.

Tampoco él pudo abrirla. Julián miró a los demás con expresión grave.

—Me temo, es decir, estoy seguro, que alguien nos ha encerrado —dijo al fin.

Hubo un largo silencio. Luego Jorge gritó enfurecida:

—¿Encerrarnos? ¿Cómo se atreven? ¿Quién habrá sido?

—Bueno, creo que es fácil adivinarlo. Tuvo que ser la misma persona que nos robó la llave el otro día —respondió Julián.

—¡Elías o Jacobo! —gritó Dick—. Da igual. Uno de los dos. ¿Cómo se habrá atrevido? ¿Qué vamos a hacer ahora? No podemos salir. ¿Por qué habrán hecho una cosa tan estúpida?

—Supongo que porque imaginan que empezaremos a buscar en seguida el tesoro y tienen miedo de que lo encontremos —dijo gravemente Julián—. Nosotros estamos seguros de que Travieso puede recordar dónde encontró la moneda de oro y llevarnos hasta allí. Y ellos piensan lo mismo. Encerrándonos se aseguran de que tendrán tiempo suficiente de encontrar el tesoro antes de que nosotros lo hagamos.

—¡Son unos malvados! ¡Unos malvados! —exclamó Jorge, furiosa, tirando con todas sus fuerzas de la puerta, tratando de abrirla—. ¡Estamos prisioneros!

—Deja en paz el tirador, Jorge —le recomendó Julián—. No te va a servir de nada. Será mejor que vayamos arriba y hablemos sobre todo esto. Tenemos que encontrar algún modo de salir del apuro.

Silenciosamente subieron las escaleras y llegaron a la habitación. Sí, estaban prisioneros.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Dick—. Estamos en un grave aprieto, Julián.

—Sí, tienes razón —contestó Julián muy preocupado—. No podemos salir del faro, eso es una verdad como un templo, y, por otro lado, tampoco hay modo de pedir ayuda. No hay teléfono. Aunque gritásemos nadie oiría nuestros gritos. El bote es como si no lo tuviésemos. Y nadie se dará cuenta de que estamos prisioneros. Nos han visto entrar y salir del faro varias veces, así que, si de repente dejan de vernos, pensarán que hemos vuelto a casa y que el faro está de nuevo deshabitado.

—Nos moriremos de hambre —gimió Ana, asustada.

—No lo creo. Ya se nos ocurrirá algo —dijo Dick, al ver que Ana tenía realmente mucho miedo—. Esto es un verdadero rompecabezas. No podemos salir de aquí ni nadie puede entrar. El que haya cerrado la puerta se habrá llevado la llave consigo.

Hablaron y hablaron hasta que finalmente se sintieron hambrientos. Así, pues, comieron, aunque evitaron abusar con el fin de que las provisiones no se les acabasen demasiado pronto.

—Todavía tengo hambre —se quejó Jorge.

—Ya os lo había dicho —dijo Manitas—. No sé por qué, pero cuando vives en el faro tienes siempre hambre.

—Trataremos de llamar la atención del lechero mañana —resolvió de pronto Julián—. A ver, escribiremos una nota y la empujaremos por debajo de la puerta, de modo que la vea cuando venga mañana por la mañana. Podríamos poner: «¡Socorro! ¡Estamos encerrados dentro!».

—Se la llevaría el viento —objetó Jorge.

—Podríamos sujetarla bien desde dentro —aventuró Ana—. Dejar la mitad dentro, pegada, y la otra mitad fuera.

—Bueno, yo creo que vale la pena intentarlo —dijo Dick. Inmediatamente se puso a escribir en una hoja de papel.

Luego corrió hasta la puerta, hizo pasar la mitad del papel por debajo y sujetó el resto al marco.

—Ya está. Aunque no creo que el lechero venga con este tiempo —dijo a los demás cuando regresó—. No podrá pasar por las rocas; estarán impracticables. En fin, esperemos que todo vaya bien.

En efecto, no podían hacer otra cosa que esperar. La noche llegó pronto, pues el cielo se había cubierto nuevamente de negros nubarrones y soplaba un fuerte viento. Incluso las gaviotas dejaron de volar.

Los muchachos se dedicaron a jugar a las cartas, tratando valientemente de contarse chistes unos a otros y de reír. Pero en el fondo todos se sentían muy preocupados. Pensaban que la tormenta podía continuar por mucho tiempo, que era posible que nadie advirtiese que estaban encerrados en el faro, que a lo mejor el lechero no venía a traer leche, que se les acabaría la comida y…

—¡Ánimo! No es para tanto —exclamó de pronto Julián, viendo las caras pensativas de todos—. Las hemos pasado peores.

—Pues yo creo que nunca nos las hayamos visto tan negras —replicó Ana—. No veo cómo vamos a salir de aquí…

Hubo un largo silencio. Tim soltó un profundo suspiro. También él estaba preocupado. Sólo el mono parecía tranquilo, y saltaba y brincaba por la habitación, repitiendo sus gracias. Pero nadie se reía. Ni siquiera le veían. Travieso se sintió muy triste y se acurrucó en el hombro de Manitas.

—Tengo una idea que quizá dé resultado —dijo por último Julián—. Hace rato que le estoy dando vueltas en la cabeza y todavía no estoy seguro de si es o no factible. De todas maneras podemos probarlo mañana si nadie viene en nuestra ayuda.

—¿Y qué es? —preguntaron todos al mismo tiempo. Tim irguió las orejas y agitó alegremente el rabo, como si también él hubiese comprendido.

—Veréis. ¿Os acordáis de cuando bajé al pozo de los cimientos? —exclamó Julián—. ¿Cuando vi agua en el fondo? Bueno, pues suponed que el pozo haya sido hecho aprovechando un agujero natural en la roca, que los constructores del faro pensasen en poner allí los cimientos puesto que ya tenían el agujero disponible. Imaginad que lo recubrieron luego con una gruesa capa de cemento con objeto de que el faro se asentase sólidamente y pudiese resistir los golpes de las olas y el viento.

Aquélla era una idea estupenda, tanto que tardaron un poco en asimilarla. Luego Dick dio un fuerte golpe en la mesa y saltó alegremente:

—¡Julián! ¡Es un gran descubrimiento! Claro, los cimientos están construidos sobre el agujero de la roca, sobre el mismo agujero que hemos estado buscando esta mañana, el agujero que comunica con los túneles que visitamos ayer. No es extraño que no lo encontrásemos. Los constructores del faro lo cubrieron.

Hubo otro largo silencio. Todos pensaban en lo que aquello representaba. Julián los miró uno a uno.

—¿Habéis comprendido? —dijo—. Si éste es el agujero que estábamos buscando, uno de nosotros puede bajar por la escala hasta el fondo y ver si realmente llega hasta el túnel en el que estuvimos ayer.

—Y caminando por él y luego por el otro túnel podríamos llegar a la entrada del acantilado —completó Jorge—. ¡Julián! ¡Qué idea tan fantástica! Podemos escapar por ahí. ¡Qué sorpresa se van a llevar Elías y Jacobo! ¡Lo conseguiremos!