Capítulo VI
HACIENDO PLANES
Fue muy divertido hacer planes para la excursión al faro. Manitas les repitió una y otra vez todos los detalles del mismo.
—Es muy alto y tiene una escalera muy larga de metal, de caracol, que va desde abajo del todo hasta la parte de arriba. Al final hay una pequeña habitación para el fanal que servía de guía a los barcos.
—¡Es la mar de emocionante! —decía Jorge—. Pero, ¿qué haremos con Tim? ¿Podrá subir una escalera de caracol?
—Bueno, podría dormir abajo si no es capaz de subir —contestó Manitas—. En cambio, Travieso la sube muy fácilmente. Corre por ella como una flecha.
—Si Tim tiene que quedarse abajo, yo dormiré allí con él —afirmó Jorge.
—¿Y por qué no vemos antes el faro y decidimos lo de las camas después? —bromeó Julián, dándole un golpecito en la espalda—. Lo primero que tenemos que hacer es ver dónde está situado exactamente y averiguar el camino para llegar hasta allí. Es una pena que Manitas no pueda convertirse en un coche de verdad. Nos llevaría en un momento.
Manitas se imaginó inmediatamente convertido en una gran furgoneta, transportando a los Cinco y su equipaje por la carretera. Empezó a correr en torno a la habitación, haciendo su acostumbrado ruido de motor y dando unos bocinazos tan fuertes que todos saltaron en sus sillas. Julián lo atrapó por un brazo cuando pasó a su lado y le obligó a sentarse.
—Si sigues haciendo eso, te dejaremos aquí —le amenazó—. Ahora veamos tu mapa. Le echaremos un vistazo y luego cogeremos el mapa grande de tía Fanny y trazaremos el camino hasta el faro.
Pronto los Cinco y Manitas estuvieron estudiando un mapa a gran escala de la costa. Travieso se sentó tranquilamente en el hombro de Dick, haciéndole cosquillas en el cuello.
—Mirad. Éste es el camino que más nos conviene —dijo Julián—. Sigue la línea de la costa, rodea esa bahía y llega hasta estas rocas. Y ahí está el faro. Aunque por carretera es un camino demasiado largo…
—Sin embargo sería mejor ir en coche —replicó Dick—. Tenemos que llevar bastante equipaje. No sólo ropa. También necesitamos cacharros de cocina y platos. Y comida, claro.
—Allí hay provisiones —dijo Manitas—. Papá las dejó cuando nos fuimos.
—Pero probablemente ya se habrán pasado —repuso Julián.
—Bueno, de todos modos no debemos llevar demasiadas —insistió Manitas—. El camino que va desde las rocas al faro es muy malo, con muchas curvas y baches. Y desde que lleguemos allí lo tendremos que llevar todo a hombros. Además, podemos conseguir alimentos frescos si queremos. El pueblo no está muy lejos. Lo malo es que hay muchos días en que no se puede salir del faro aunque uno quiera. Cuando hay tempestad, las olas rompen por encima de las rocas y, cuando la marea está alta, quedan cubiertas por el agua y el único modo de pasar es en barca.
—¡Eso suena maravillosamente! —dijo Dick, con los ojos brillantes—. ¿Qué piensas de todo, Ana? Hasta ahora no has dicho ni una sola palabra.
—Bueno, la verdad es que estoy un poco asustada —contestó la niña—. ¡Parece tan solitario! Espero que no choque ningún barco contra esas horribles rocas mientras estemos allí…
—Manitas dijo que había un faro nuevecito un poco más allá —la tranquilizó Julián—. Su luz hará que los barcos se mantengan alejados de esas rocas tan peligrosas. ¿Es que te gustaría quedarte? Si no quieres venir, tía Fanny se sentirá encantada de que te quedes aquí con ella. Eres como una ratita y no molestarías ni al tío Quintín ni al profesor.
—¡Ni soñarlo! —replicó la pequeña Ana, indignada—. Julián, ¿crees que quedarán aún piratas? No me gustaría ni pizca
—Los piratas pertenecen a un pasado muy lejano. ¡Ánimo, Ana! No se trata más que de una visita a la casa veraniega de Manitas. Ha sido muy amable al invitarnos.
—Bueno, sigamos con los planos —intervino Dick—. Llegamos hasta aquí en coche y… ¿Qué decías, Manitas?
—Decía que yo os puedo llevar, si queréis —respondió Manitas—. Yo puedo con…
—No tienes permiso de conducir, de modo que no digas tonterías —se burló Jorge.
—Ya lo sé que no lo tengo, pero puedo conducir lo mismo —insistió Manitas—. He llevado muchas veces el coche de mi padre por el jardín y…
—¡Vaya, cállate de una vez! ¡Tú y tus coches! ¿Cuándo podríamos salir, Julián?
—¿Por qué no mañana por la mañana? —dijo éste—. Estoy seguro de que todos se sentirán encantados de que nos vayamos lo antes posible. Para tía Fanny y Juana representa demasiado trabajo el tenernos aquí. Primero buscaremos un coche que nos lleve y luego haremos el equipaje.
—¡Hurra! —gritó Jorge, muy alegre. Y dio tal golpe en la mesa que el pobre Travieso se encaramó asustadísimo a la biblioteca.
—¡Ay, perdona, Travieso! ¿Te he asustado? Tim, dile que me perdone, que no quería hacerlo. Probablemente entenderá tu lenguaje perruno.
Tim miró a Travieso, gimió dos veces y soltó un guau muy bajito. Travieso escuchó ladeando la cabeza y a continuación saltó y aterrizó en la espalda del perro.
—Gracias por transmitirle mi mensaje, Tim —dijo Jorge. Y todos rompieron a reír.
Tim agitó alegremente el rabo y apoyó su cabeza en el regazo de la niña, como pidiéndole que lo acariciase.
—De acuerdo, querido Tim. Entiendo tu lengua, lo mismo si me hablas con la voz como con los ojos —dijo Jorge, acariciándolo—. Quieres ir a dar un paseo, ¿verdad?
—¡Guau! —ladró Tim corriendo hacia la puerta.
—¿Por qué no aprovechamos para ir hasta el garaje y preguntar si tienen un coche o una furgoneta para alquilarlos? —propuso Julián—. Tendremos que conseguir también un chófer, necesitamos a alguien que conduzca Vamos, Tim.
Todos juntos se dirigieron al garaje del pueblo. Estaba lloviendo. La lluvia se mantuvo durante unos minutos, pero luego salió el sol, haciendo brillar las aguas de la bahía.
—Me gustaría que hubiésemos podido ir a mi isla —comentó Jorge—. Pero hace demasiado frío para acampar. De todos modos, lo del faro es también una idea estupenda.
El hombre del garaje escuchó las explicaciones que le dio Julián sobre su deseo de alquilar un coche para ir hasta el faro.
—Es el viejo faro de las Rocas del Diablo, no el nuevo que han construido en Colinas Altas —explicó—. Vamos a pasar unos días allí.
—¿Pasar unos días en un faro? —se extrañó el hombre—. ¿No será una broma?
—No. Es propiedad de uno de nosotros —respondió Julián—. Tenemos que llevar un montón de cosas, y pensamos que ustedes podrían alquilarnos un coche con chófer para mañana. Ya le comunicaremos de algún modo cuándo pensamos volver y puede usted enviar el mismo coche a recogernos.
—De acuerdo —dijo el hombre—. Son ustedes de «Villa Kirrin», ¿verdad? Sobrinos del señor Kirrin. Ah, sí, ya conozco al «señorito Jorge», pero no estaba seguro. A veces viene una gente tan rara a alquilarnos coches…
A Jorge la entusiasmó eso de que le llamasen «señorito Jorge». Era estupendo que la tomasen por un chico. Hundió sus manos en los bolsillos de los pantalones y decidió que debía cortarse aún más el pelo… Claro, siempre que mamá la dejase…
—Será mejor que nos llevemos unas mantas y unos cojines —dijo Julián, al salir del garaje—. Y tendremos que ponernos unos jerseys que abriguen de verdad. No creo que haga demasiado calor en el faro.
—Hay un hornillo de gasolina —dijo Manitas—. Creo que lo utilizaban para el fanal cuando el faro funcionaba. Lo podemos utilizar como estufa si hace frío.
—¿Qué clase de provisiones dejasteis allí? —preguntó Dick—. Tendremos que encargar algo en la tienda, y llevar también alguna bebida, gaseosa o algo por el estilo.
—Me parece que dejamos un buen montón de latas de conserva —contestó Manitas, tratando de recordar—. Las dejamos por si a mi padre se le ocurría volver alguna vez para trabajar tranquilo.
—¡Vaya! Es una lástima que no se le ocurriese invitar allí a tío Quintín —comentó Julián—. Así, todos contentos.
Fueron todos a la tienda, y Ana encargó todo cuanto se le ocurrió, aparte las conservas.
—Azúcar…, mantequilla…, huevos… Ayúdame, Jorge. ¿Qué más podríamos encargar?
—No olvidéis que podremos ir a comprar al pueblo de las Rocas del Diablo —le recordó Manitas—. Aunque no será muy apetecible cuando sople el viento. El paso por las rocas se hace muy peligroso entonces. A lo mejor tenemos que pasarnos uno o dos días sin salir del faro. Incluso en barca resultaría demasiado arriesgado.
—Suena muy emocionante —dijo Jorge, imaginándose a sí misma sitiada por una feroz tormenta y esperando que viniesen a rescatarla—. Compra algunos bizcochos, Ana, y barras de chocolate. ¡Ah! Y mucha gaseosa. También una botella de limonada y…
—¡Oye! No vayas tan de prisa —la cortó Julián—. ¿Sabes quién tiene que pagar todo eso? Pues yo. Así que tratad de no arruinarme. Aquí tienes una libra. Es todo lo que puedo gastar de momento. Dick pagará la próxima vez que necesitemos algo.
—Bueno, yo también tengo mucho dinero —intervino Manitas, sacando de su bolsillo una abultada cartera.
—No me extraña ni pizca que lo tengas —dijo Jorge—. Me imagino que tu padre te da dinero cada vez que se lo pides. Es tan despistado que ni siquiera se enteraría si se lo pidieses tres veces en un mismo día.
—Pues el tuyo parece bastante despistado también —saltó Manitas—. Esta mañana se puso café en la tostada en vez de mantequilla. Yo lo vi. Y se lo comió tan tranquilo, sin darse cuenta de que era café.
—Bueno, ya está bien —le interrumpió Julián—. No hemos venido aquí a comentar las cosas de vuestros padres. Manitas, ¿qué te parece que compremos para la comida de Travieso? Jorge ya ha comprado bizcochos para Tim y nos llevaremos además una buena provisión de huesos.
—La comida de Travieso se la compraré yo mismo, gracias —dijo Manitas, disgustado por la observación de Julián.
Compró una bolsa de pasas, otra de cacahuetes, unas manzanas y algunas naranjas. Travieso no se perdía detalle de la compra.
—¡Las manos fuera! —gritó Jorge a Travieso, al ver que éste había deslizado una de sus manitas hacia la caja que contenía los bizcochos de Tim. El monito se subió al hombro de Manitas y se cubrió la cara con las manos, como si se sintiese avergonzado.
—Con que compres un poco más de fruta será suficiente —dijo Julián—. Que lo manden al garaje y lo metan todo en el coche. Así lo encontraremos ya todo preparado mañana.
—¡Mañana! —exclamó Jorge—. No sé si tendré paciencia para esperar tanto tiempo.