Capítulo X

LOS CINCO SE INSTALAN

Una vez más reemprendieron la subida por la escalera de caracol. Tim avanzaba despacito, porque le costaba mucho subir aquellas escaleras. Travieso, en cambio, salió disparado hacia arriba, como si fuese él el amo de la casa y deseara mostrarles el camino.

La habitación del fanal era muy alta y estaba completamente rodeada de ventanas El sol entraba a raudales, haciéndolo resplandecer todo El panorama era maravilloso.

Ana gritó maravillada. El faro era tan alto que los niños podían abarcar con la vista kilómetros y kilómetros de un mar azulado. Dieron la vuelta a la habitación, mirando en todas direcciones.

—¡Eh! —gritó Dick—. Ahí hay una puerta. ¿Es por ahí por dónde se entra a ese balcón o terraza o lo que sea que rodea esta habitación?

—Sí. La terraza rodea todo el faro —explicó Manitas—. Tendríais que ver cómo se llena de gaviotas cuando hace muy mal tiempo y no encuentran donde posarse. ¡Vienen a docenas! Pero no se puede salir a ella más que cuando hace buen tiempo, porque un golpe de viento podría arrastraros al agua. ¡No tenéis idea de lo que es aquí una tormenta! Una noche, cuando estábamos mi padre y yo aquí, sentí incluso como si se balancease el faro.

—¡Es el sitio más emocionante en que he estado en mi vida! —exclamó Ana, con los ojos brillantes—. Manitas, creo que eres el niño más afortunado de la tierra.

—¿De veras? —dijo Manitas, encantado—. Espero que os guste estar aquí. A Travieso le encanta, ¿verdad, Travieso?

Travieso, sentado encima del fanal, chillaba muy excitado y se dirigía a Tim como si le estuviese explicando cómo era el faro. Tim lo escuchaba atentamente, con las orejas tiesas y la cabeza inclinada.

—Parece como si entendiese perfectamente el lenguaje de los monos —comentó Jorge—. Manitas, este fanal no se enciende ya nunca, ¿verdad?

—No, nunca —contestó Manitas—. Ya os he dicho que hay un faro mucho más moderno un poco más arriba de la costa. Tiene un fanal de una potencia tremenda. Ya veremos sus rayos cuando se haga de noche.

—¿Por qué la gente no construirá con más frecuencia sus casas en faros? —preguntó Jorge mientras contemplaba el horizonte.

—¿Alguien tiene hambre? —preguntó Manitas, frotándose el estómago—. Yo me siento completamente vacío.

—¡Anda! ¡Si no hemos sacado las cosas del bote! —añadió de pronto—. Vamos, entrémoslas en el faro y comamos. ¿Qué hora es? ¡Pero si son más de las cuatro! ¡No me extraña sentir tanta hambre! Vamos, Travieso, a trabajar. Tú también puedes cargar con algo.

Todos bajaron corriendo las escaleras, habitación tras habitación, hasta llegar a la puerta.

—Supongo que la habrán construido bien sólida y resistente —dijo Julián—. Si no, las olas que la golpean cuando hay temporal la derribarían.

Abrió la puerta y un golpe de viento estuvo a punto de tirarlo al suelo. Poco a poco fueron saliendo todos y se aproximaron hasta la tranquila franja de agua en la que se balanceaba el bote.

—Hola, botecito —le saludó Manitas—. ¿Pensabas que yo no íbamos a venir? ¿Has guardado bien todas nuestras cosas? ¡Buen chico!

—¡Pero qué tonto eres! —dijo Dick, sonriendo—. Vamos, Julián. Nosotros llevaremos lo que pese más. Las chicas y Manitas pueden llevar el resto. ¡En, Travieso! ¿Qué es lo que estás haciendo?

Travieso había cogido uno o dos paquetes y salía disparado con ellos.

—No os preocupéis. Sólo está ayudándonos —dijo Manitas—. Muchas veces me acompaña cuando voy de compras y me lleva los paquetes. Dejadle que nos ayude, le gusta mucho.

Desde luego, el mono resultaba muy útil. Sin dejar de parlotear, iba y venía transportando cosas. Tim lo miraba meneando el rabo, como deseoso de usar sus patas con tanta facilidad como Travieso hacía con sus manos. Jorge lo acarició cariñosamente.

—No te pongas triste, Tim. Toma esta cesta —le dijo. Tim asió la cesta por el asa con su enorme bocaza y subió alegremente las escaleras del faro. No era capaz de coger cosas pequeñas con tanta facilidad como Travieso, pero por lo menos sabía cargar las cestas.

—Podemos dejar tranquilamente el bote donde está —dijo Manitas—. Aquí está resguardado, a menos que el mar se encrespe. Si se levantan muchas olas, lo subiremos por las escaleras.

—¿Por qué no comemos antes de deshacer el equipaje? —propuso Ana—. Estoy terriblemente hambrienta. ¿Qué preparamos para comer? Yo no pienso conformarme con una simple merienda.

—Esto es lo peor de vivir en un faro —dijo Manitas—. Tienes hambre durante todo el día. Cuando yo estaba aquí, comía cinco o seis veces al día.

—Pues ése es un problema que no me preocupa en absoluto —sonrió Dick—. Hagamos una merienda-cena. Una mezcla de merienda y cena. ¿Qué os parece? ¡Una merienda-cena!

En seguida Manitas encendió la cocinilla de petróleo y puso agua a hervir. Como en los días anteriores había llovido mucho, el sistema del profesor Hayling funcionaba de maravilla y el tanque del fregadero estaba completamente lleno. Cuando Manitas abrió el grifo salió un chorro de agua pura y cristalina

—¡Es fantástico! —exclamó Ana—. Siento como si estuviese viviendo un sueño.

Colocaron los huevos en la cacerola y pronto quedaron listos,

—¡Tres minutos y medio exactamente! —dijo Ana sacándolos del agua—. ¡Dos huevos para cada uno! A esta velocidad tendremos que ir a la compra diariamente. Jorge, prepara pan con mantequilla. El pan está en aquella bolsa, pero no tengo ni idea de dónde hemos guardado la mantequilla. Lo único que sé es que la compramos.

—¿Qué os parece si nos comemos alguna pasta de las de Juana? —propuso Dick, abriendo la tapa de una enorme lata—. ¡Caramba! Hay docenas y docenas. ¡Y buñuelos de cereza! ¡Y también barquillos de almendra, la especialidad de Juana! ¡Vaya comida!

—¿Qué tomamos para beber? —preguntó Julián—. ¿Gaseosa? ¿Limonada? ¿O nos preparamos un poco de té?

Todos votaron por la gaseosa. La primera comida en el faro resultó estupenda. Las gaviotas chillaban afuera, el viento soplaba a ráfagas y se oía el rumor de las olas. ¡Era fantástico! ¡Y pensar que iban a pasar allí días y días, ellos solos!

Cuando acabaron la comida, Ana y Jorge fregaron los platos en el pequeño fregadero.

—No, no los freguéis —dijo Manitas—. Basta con que les paséis un trapo mojado. Así.

—¡De ninguna manera! —protestó Ana—. ¡Eres como todos los chicos! Será mejor que me dejes hacer esto a mí. Me gusta este trabajo, ¿comprendes?

—¡Claro! Como a todas las chicas —dijo Manitas, con una mueca.

—No es verdad —intervino en seguida Jorge—. A mí no me gusta ni pizca hacerlo y soy una chica… aunque la verdad es que me gustaría no serlo…

—No te preocupes. Pareces un chico y a menudo te portas con tan mala educación como cualquier chico —dijo Manitas, pensando consolarla con eso.

—¡Oye! ¡Que soy mucho más educada que tú! —exclamó Jorge, cogiendo una de sus rabietas y yéndose a mirar por las ventanas.

Pero nadie era capaz de mantener por mucho tiempo una rabieta ante una vista tan fantástica: kilómetros y kilómetros de mar salpicado aquí y allá por blanca espuma. Jorge suspiró de placer. Pronto se olvidó de su enfado con Manitas y se volvió hacia él, sonriendo.

—Si fuese mío este paisaje, me sentiría la persona más rica del mundo —afirmó—. Eres muy afortunado, Manitas.

—¿Tú crees? —contestó éste, contentísimo—. Bueno, si quieres puedes quedarte con la mitad. Yo no lo necesito todo.

Julián rió y palmeó amistosamente la espalda de Manitas.

—Lo compartiremos todos mientras estemos aquí —dijo—. Vamos, deshagamos nuestro equipaje y arreglémoslo todo. Las chicas pueden quedarse aquí arriba y nosotros dormiremos en la habitación de abajo. ¿De acuerdo, Manitas?

—De acuerdo —asintió Manitas—, siempre que no os importe que Travieso duerma con nosotros. De todos modos, me imagino que Tim dormirá con las niñas.

—Guau —ladró Tim. Desde luego, si no era con Jorge, no iba a dormir en ningún sitio.

Se divirtieron mucho deshaciendo el equipaje y distribuyendo las cosas.

—Esto arriba, esto abajo… Las mantas hay que repartirlas —decía Julián—. La baraja la dejaremos aquí, y los libros y el papel de cartas. ¡Huy! Tenemos que acordarnos de enviarle una postal cada día a tía Fanny. Se lo prometimos.

—Bueno —contestó Jorge—. Ya sabrá que hemos llegado estupendamente porque el chófer se lo habrá dicho. Pero mañana tendremos que ir al pueblo para comprar un buen montón de postales. Le mandaremos una cada día. Sé que mamá se preocuparía si no lo hiciésemos.

—¡Bah! Las madres siempre se están preocupando —dijo Dick—. Es un fastidio, aunque por otra parte es una de sus mejores cualidades. Bueno, ¿qué os parece si jugásemos un poco a las cartas?

Y se pusieron a jugar alegremente, riendo y bromeando. ¡Lo estaban pasando estupendamente!