18
Maric esperó en silencio en la oscura capilla, contemplando la estatua de mármol de Andraste que se alzaba sobre el brasero sagrado. Las túnicas colgaban pesadas sobre sus hombros, y encontró que la densa lana estaba calentándose junto a las llamas del brasero, pero incluso así tuvo que admitir que le gustaban. Rowan las había sacado de alguna parte, clamando que le harían parecer más regio. Y lo hacían. El morado era un buen toque.
Rowan había estado bastante atenta desde aquella noche en Gwaren. Siempre estaba a su lado, siempre preparada para ofrecer consejo o incluso poner una simple sonrisa. Esta no era la Rowan que había conocido. Era una extraña, aunque una útil. Cuando miraba en sus ojos, veía sólo un muro, un muro que ella alzaba para mantenerle fuera. Nunca había estado allí antes, y suponía que eso era cosa suya. Un acuerdo silencioso se había forjado, y con él llegó una distancia que pudo sentir sin importar lo cerca que estuvieran.
El ejército había estado en marcha durante dos semanas, dirigiéndose al oeste por el Bannorn y difundiendo la palabra de su regreso. El número de reclutas que estaban consiguiendo ahora era sorprendente, aumentando cada día. Había informes de violencia por toda la región mientras los granjeros se levantaban y dejaban sus tierras, mientras los ciudadanos apedreaban a los guardias Orlesianos con rocas y quemaban los negocios Orlesianos. Los ataques a los viajeros Orlesianos habían llevado al usurpador a incrementar los guardias en los caminos tres veces, y con cada represalia contra la gente, su resolución sólo se revolvía.
Las ejecuciones eran brutales, le habían dicho. No había un único asentamiento en Ferelden donde las filas de cabezas no bordearan los caminos que llevaban a él en una demostración de lo que significaba desafiar al Rey Meghren. El pensamiento de todos ellos embrujaba a Maric. Aún así la gente se rebelaba. Habían tenido suficiente.
Ya los banns estaban viniendo a los rebeldes. Ayer había habido dos banns, hombres mayores que no habían siquiera venido a su corte en Gwaren. Dos días antes había sido un Orlesiano, de todas las cosas, un joven que había caído fuera del favor del usurpador y había rogado que le permitieran mantener sus tierras si se unía a los rebeldes. Incluso prometió casarse con una mujer Fereldeña, ofreció incluso cambiar su nombre. La familia que una vez había poseído sus tierras estaba ahora muerta, ejecutada hasta el último niño hacía tiempo, pero Maric aún no estaba seguro de lo que iba a hacer al respecto.
Todo estaba pasando demasiado rápido. Se recordó a sí mismo que si las Colinas Occidentales les había enseñado algo era que podía desmoronarse igual de rápido. Aún así, esto se sentía diferente. Por primera vez en su memoria, los rebeldes tenían impulso. Era innegable para todo el mundo.
Fuera, en la distancia, una campana empezó a sonar.
Sería el momento para que ellos llegaran pronto, entonces. Las llamas en el brasero bañaban la estatua sobre él con un brillo suave, mientras que el resto de la capilla permanecía en sombras. La oscuridad hacía que todo fuera sereno, pensó él. Andraste bajaba la mirada hacia él amablemente, sus manos unidas en un rezo al Hacedor.
Era su representación más común. Andraste como la profeta, la esposa del Hacedor, y la gentil salvadora. Si la estatua fuera más fiel, Andraste habría llevado una espada en su mano. A la Capilla no le gustaba profundizar en el hecho de que su profeta hubiera sido una conquistadora; sus palabras habían sacudido a las hordas bárbaras para que invadieran el mundo civilizado, y ella había pasado toda su vida en el campo de batalla. Probablemente no había habido nada gentil del todo en ella.
Y ella había sido traicionada, también, ¿no? Maferath, el señor de la guerra bárbaro, se había vuelto celoso de ser el segundo esposo después del Hacedor. Cuantas más tierras conquistaba él, más gente adoraba a Andraste, y él deseaba la gloria para sí mismo. Así que vendió a su mujer a los magisters, y ellos la quemaron en una pica, y Maferath se convirtió en sinónimo de traición. Era la historia más vieja de Thedas, una que se contaba una y otra vez en la Capilla a través de las eras.
Se preguntaba si Andraste ganó su batalla al final, incluso aunque encontrara su final en las llamas. Pero de algún modo Maric se sentía más como Maferath. El pensamiento le dejó un sabor amargo en la boca.
Los pasos en la piedra alertaron a Maric del hecho de que habían llegado. Lentamente se giró y observó mientras un grupo de hombres llenaban la capilla uno a uno. El brillante brasero estaba tras él, lo que significaba que esos hombres sin duda sólo veían su silueta… y eso era bueno, porque no quería que esos hombres vieran su cara.
El Bann Ceorlic fue el primero. El hombre había tenido la buena gracia de parecer incómodo y mantener sus ojos en el suelo. Los otros cuatro que le seguían eran todos familiares para Maric. Incluso aunque los había visto por última vez de noche, en un bosque oscuro, los conocía a todos demasiado bien. Esos eran los hombres que habían traicionado a su madre. La habían atraído con promesas de alianza y entonces la habían matado en el sitio.
Los cinco arrastraron los pies y se irguieron ante el altar, evitando la mirada de Maric. El altar estaba a varios escalones sobre ellos, y por lo tanto Maric sentía como si se alzara sobre esos hombres. Bien. Dejándolos esperando en el silencio mientras él bajaba la mirada hacia ellos. Dejándolos ver a Andraste bajando la mirada hacia ellos, también, y dejándoles preguntándose si ella estaba rezando por su perdón u ofreciéndoles sus últimos rituales.
Una perla de sudor rodó por la cabeza calva de Ceorlic. Ninguno de ellos dijo ni una palabra.
Loghain caminó hacia la capilla de cerca tras ellos, y la puerta se cerró. Él asintió desde el otro lado de la cámara a Maric, y Maric le devolvió el gesto. La tensión que había aumentado entre ellos no podía verse de momento, pero Maric sabía que no se había ido por completo. Apenas habían hablado desde que el ejército dejara Gwaren, y quizás era lo mejor. Maric no sabía qué decir. Parte de él quería volver a la cháchara fácil de la que habían disfrutado una vez, no este silencio frío que la había reemplazado. Parte de él sabía que no iba a ocurrir. La forma en que Loghain se quedaba en un silencio estoico y en blanco siempre que Rowan estaba presente, la forma en la que Loghain estudiosamente les evitaba a ambos, le decía que la noche con Katriel había cambiado algo entre ellos. Quizás para bien.
Que así sea. No había nada que hacer ahora salvo lo que tenía que hacerse.
—Caballeros, —saludó Maric a los cinco nobles fríamente.
Ellos se inclinaron.
—Príncipe Maric, —dijo el Bann Ceorlic cordialmente. Sus ojos se movían nerviosos, buscando las sombras de la capilla tras Maric. ¿Quizás buscando a los guardias? Podía mirar todo lo que quisiera, pensó Maric, que no iba a encontrar a ninguno—. Debo decir, —continuó el hombre—, que estuvimos todos bastante… sorprendidos cuando recibimos la palabra de su proposición.
—Estáis aquí, así que parece que al menos estáis dispuestos a considerarlo.
—Por supuesto que lo haremos, —el Bann sonrió solícitamente—. No es fácil ver a los Orlesianos cebándose de las riquezas de Ferelden, después de todo. Ninguno de nosotros se complace en vivir bajo el tirano que hay en nuestro trono.
Maric resopló.
—Pero habéis hecho lo que habéis podido por hacerlo.
—Hemos hecho lo que era necesario para sobrevivir. —El hombre tuvo la buena gracia de al menos bajar su mirada cuando dijo eso. Lo que “había hecho,” después de todo, había sido matar a la madre de Maric. Maric bajó la mirada hacia el Bann, tratando de controlar su temperamento. No fue fácil.
Uno de los otros nobles, el más joven de los cinco presentes, dio un paso hacia delante. Tenía el pelo negro rizado y una perilla, y una piel ligeramente atezada que hablaba de su madre Rivaina. El Bann Keir, tal como Maric recordaba. Maric no recordaba al joven de esa noche, pero todo lo que Maric había aprendido decía que ciertamente había estado allí.
—Mi señor, —dijo el Bann Keir educadamente—, nos ha pedido que le apoyáramos en su causa, que le suministremos nuestros hombres que actualmente marchan con el ejército del usurpador, a cambio de una amnistía. —Él intercambió una rápida mirada con el Bann Ceorlic y entonces sonrió suavemente a Maric una vez más—. ¿Eso es todo? Nuestras fuerzas no son significantes, después de todo. Pedirnos abandonar el lado del usurpador únicamente a cambio de su… favor… implica que su posición es más fuerte de lo que es.
Era carismático, Maric tenía que concederle eso. El Bann Ceorlic parecía descontento, y Maric sospechaba que el joven bann había acelerado y llegado al punto más rápidamente de lo que a Ceorlic le habría gustado pero los otros hombres mayores miraron al suelo de una forma que decía que estaban de acuerdo. Querían más.
—Matasteis a la Reina Moira Theirin, la asesinasteis a sangre fría. —Maric dijo las palabras con sorprendente facilidad. Caminó por los escalones hacia ellos, mirando al joven Bann Keir con una mirada que esperaba que pareciera neutral—. Eso es regicidio, un crimen imperdonable. Os ofrezco perdón de todos modos, a cambio de hacer lo que ya es vuestro deber, ¿y aún así queréis más?
—Nuestro deber, —intercedió el Bann Ceorlic—, es apoyar al Rey.
—Un rey Orlesiano, —soltó Maric.
—Que ha sido puesto en el trono con la aprobación del Hacedor. —Ceorlic hizo un gesto hacia la estatua de Andraste—. Estamos en una posición difícil, y la diferencia entre un rebelde y nuestro futuro gobernante podría ser pequeña ciertamente.
Maric asintió lentamente. Estaba entre ellos, ahora, y se detuvo ante Ceorlic y le miró directamente a la cara.
—)Y eso fue por lo que mentiste a mi madre, la atrajiste a su muerte con promesas de una alianza que nunca iba a ocurrir? ¿Necesitabas hacer eso? ¿Aprueba el Hacedor la traición, ahora?
Los nobles retrocedieron inseguros, Ceorlic con ellos. Él miró a Maric indignado.
—¡Hicimos lo que nuestro Rey nos ordenó! —Ceorlic y los otros junto a él desenvainaron sus espadas, mirando a Maric y a Loghain con un miedo obvio en sus caras. Loghain desenvainó su espada y dio un paso hacia delante amenazador. Maric desenvainó su propia espada, las runas brillantes en la tenue luz de la capilla, pero lo hizo calmado y alzó una mano para evitar que Loghain se moviera más.
El Bann Keir no se retiró, sin embargo. Dobló sus brazos y miró a Maric y a Loghain con desdén, sin siquiera molestarse en desenvainar su espada como los otros.
—No hay necesidad de tenerles miedo, amigos míos. El Príncipe Maric necesita nuestras tropas. Él las necesita desesperadamente o no nos habría llamado aquí.
Maric se giró hacia el joven.
—¿Las necesito? —preguntó él, su tono peligroso.
—Lo hace. —Keir sacudió su cabeza ante sus espadas como si sólo fueran entretenimientos para él—. ¿No creerá que habríamos venido aquí sin decirle a todo el mundo en el Bannorn adónde íbamos? ¿Invitados a territorio sagrado, a condición de una tregua? ¿De verdad creéis que el noble Príncipe Maric nos mataría aquí, donde todo el mundo lo sabría? —Él se rió entre dientes ligeramente—. ¿Qué pensaría la gente?
Maric sonrió fríamente.
—Pensarían que fue justicia, —dijo él, y apenas dando un paso, se giró y cortó con la hoja de hueso de dragón, limpiamente seccionando la cabeza del Bann Keir a la altura del cuello.
Llevó un momento para que el shock del acto se asentara.
El Bann Ceorlic y los otros tres hombres miraron, perplejos, mientras Maric se giraba con calma hacia ellos. El pálido hueso de dragón goteaba sangre roja brillante, los ojos de Maric brillando con una intensa luz propia. Loghain lentamente bordeó el campamento, cortándoles su salida.
—¡Estás loco! —Gritó Ceorlic—. ¿Qué estás haciendo?
Maric no apartó sus ojos del hombre.
—¿No es obvio?
—Esto… ¡esto es asesinato! ¡En una capilla del Hacedor! —gritó otro bann.
—¿Esperáis, —se mofó Loghain—, que el Hacedor baje y os proteja? Si es así, entonces sugiero que los cuatro empecéis a rezar.
El Bann Ceorlic alzó una mano lentamente, el sudor cayendo por su cara.
—Necesita a nuestros hombres, —dijo él cuidadosamente, aunque Maric podía escuchar el temblor en su voz—. Keir tenía razón en eso, ¡haz esto y nuestros niños lucharán contra ti hasta el último aliento! ¡Le contarán a todo el mundo sobre este acto cobarde, deshonroso!
Maric dio un paso hacia los cuatro hombres, y los cuatro saltaron hacia atrás, sorprendidos. Maric sonrió fríamente una vez más.
—A vuestros niños se les dará exactamente un día para denunciar los actos que cometisteis para ganaros vuestra muerte aquí. Si acceden, y se unen a mis fuerzas sin reservas, recordaré que vuestros actos enfermizos fueron cometidos por su bien. —Él alzó la espada larga, la punta de la espada apuntando hacia Ceorlic—. Y si se niegan, me aseguraré de que vuestras familias mueran y vuestras tierras les sean dadas a hombres que conocen el significado de palabras como cobarde y deshonroso.
La habitación estaba en silencio salvo por el crepitar del fuego en el brasero sagrado. La tensión colgaba densamente mientras el hombre mayor miraba del uno al otro, sus espadas alzadas ante ellos. Maric podía ver sus cálculos. Dos contra uno, estaban pensando. No eran tan jóvenes como sus oponentes, pero eran lo suficientemente hábiles con sus espadas.
Que vengan.
Con un grito de terror, uno de los banns más viejos rompió hacia la puerta de la capilla. Loghain grácilmente barrió por lo bajo hacia él y le golpeó en las piernas desde debajo. El hombre cayó con fuerza contra el suelo de piedra. Jadeó y abrió sus ojos con miedo mientras vio a Loghain alzarse sobre él, sosteniendo la espada apuntando a su corazón.
Loghain no hizo ninguna expresión mientras clavaba la espada al hombre. La espada penetró con un sonido húmedo, crujiente y un único gemido forzado escapó de los labios del Bann.
Ceorlic corrió hacia Maric con un grito de guerra, su espada alta para golpear, pero Maric alzó un pie y contactó con el pecho del hombre, empujándole de espaldas y golpeándole contra la pared. Un segundo hombre corrió al lado de Maric y balanceó su espada por bajo, pero Maric la bloqueó fácilmente.
Él se giró y meció la hoja con un amplio arco hacia su atacante. El hombre alzó su espada, pero la espada larga mágica cortó a través de ella. Volaron chispas y el hombre gritó de agonía mientras la espada de Maric cortaba un tajo profundo por su pecho. La sangre manó de la herida mientras Maric giraba de nuevo, cortando el abdomen del hombre. El Bann cayó con fuerza al suelo, agarrándose el pecho mientras moría.
El tercero corrió hacia Loghain, cargando hacia él a toda velocidad mientras gritaba en una mezcla de ira y terror. Loghain frunció el ceño en molestia al hombre, rápidamente tirando de su espada del que acababa de masacrar y lanzándola ante él como una lanza. El Bann cargando prácticamente se empaló a sí mismo en la espada, corriendo hasta la mitad de su longitud hasta que se detuvo, temblando, sangre brillante saliendo de su boca.
Ceorlic los observó desde la pared, el horror retorciendo sus rasgos en una mueca horrenda. Sus ojos se movieron de Loghain a Maric y de vuelta otra vez, y él bajó su espada al suelo. Claqueteó allí haciendo ruido mientras él se hundía de rodillas, sacudiéndose en un terror abyecto.
—¡Me rindo! —gritó él—. ¡Por favor! ¡Haré cualquier cosa!
Maric caminó hasta él lentamente. El hombre se cubrió ante Maric, y entonces perdió la poca dignidad que le quedaba mientras inclinaba su frente al suelo y reptaba hacia las botas de Maric.
—¡Por favor! ¡Mis… mis ejércitos! ¡Doblaré a los hombres! ¡Diré que… que los otros le atacaron!
—Recoge tu espada, —le dijo Maric. Él miró a Loghain, que sólo asintió fríamente mientras empujaba al hombre muerto de su espada.
El Bann Ceorlic se alzó de rodillas, alzando la mirada a Maric y juntando sus manos en una súplica.
—¡Por el amor del Hacedor! —Lloró él, las lágrimas corriéndole por la cara—. ¡No haga esto! ¡Le daré cualquier cosa que desee!
Maric se dobló y agarró al hombre por la oreja. Sintió su ira hervir, recordando cómo este hombre había pasado por su espada a su madre, cómo había corrido por el bosque mientras sus hombres le daban caza. La traición de este hombre había empezado todo esto, y Maric iba a terminarlo.
—Lo que yo quiero de vuelta no puedes dármelo, —dijo él, sacudiéndose con ira mientras lanzaba la espada larga a través del corazón de Ceorlic.
Los ojos del hombre se abrieron con shock. La sangre salía de su boca, y él miró incomprensivo a Maric mientras jadeaba. Cada jadeo se volvió más débil, y Maric lentamente le bajó al suelo. Cuando cogió su último aliento, Maric apretó sus dientes y tiró de la espada ruidosamente del pecho de Ceorlic.
Las sombras se hicieron más grandes en la capilla mientras Maric se agachaba ahí sobre Ceorlic. Cinco hombres muertos les rodeaban, su sangre esparciéndose y enfriándose en la piedra y la estatua de Andraste bajando su mirada desde la tarima sobre todo. Loghain se quedó sólo a un par de pies de distancia, pero Maric pensaba que bien podría haber estado solo.
—Está hecho, —dijo Loghain firmemente. Había una sombra de aprobación en su voz.
—Sí. Lo está.
—Habrá un clamor en contra. No se equivocaban en eso.
—Quizás sea así. —Maric lentamente se levantó. Su cara era funesta, y sintió como si algo duro se hubiera asentado en su interior, como si su corazón se hubiera quedado un poco más en calma. Era una sensación extraña, pacífica y aún así extrañamente inquietante. Había vengado a su madre, pero todo lo que sentía era frío—. Pero no pueden pretender, ahora. Tienen que escoger un bando y sufrir las consecuencias, y tienen que saber que yo no perdonaré. No ahora.
Loghain miró a Maric, aquellos ojos azules como el hielo perforándole incómodamente. Maric trató de ignorarlo. No podía decir en lo que estaba pensando Loghain ya. ¿Estaba complacido? Esto era lo que había querido. Un Maric que hacía lo que necesitaba hacerse.
Loghain se giró para marcharse, su capa negra ondeando tras él, y entonces se detuvo en la puerta.
—He recibido una palabra poco antes de venir. Las dos legiones de caballeros mandados desde Orlais cruzarán el Río Dane en dos días. Ahí es donde necesitaremos enfrentarnos a ellos.
Maric no se giró para mirarle.
—Tú y Rowan estaréis liderando el ataque.
—¿No lo reconsiderarás…?
—No.
—Maric, no creo que…
—He dicho no. —El tono de Maric era definitivo—. Ya sabes por qué.
Loghain vaciló sólo un momento, y entonces asintió firmemente y se marchó. El soplo de viento por la capilla mientas la puerta se abría era de un frío helado, ansiosamente hablando del invierno que se aproximaba. La llama en el brasero parpadeó salvajemente y entonces se apagó
La suerte está echada. Maric sintió la intranquilidad en su corazón calmarse al fin, dejando sólo un silencio helado. No había vuelta atrás ahora.