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—¡Corre, Maric!

Y él corrió.

Las palabras moribundas de su madre le hicieron saltar en acción. La imagen de su macabro asesinato todavía ardía en su mente, Maric se tambaleó y se agarró a los árboles al borde del claro. Ignorando las ramas afiladas que arañaban su cara y se enganchaban a su capa, ciegamente se forzó un camino dentro de la espesura.

Fuertes manos le agarraban desde atrás. ¿Uno de los hombres de su madre, o uno de los traidores que acababan de orquestar su muerte? Él supuso que era lo último. Gruñendo con el esfuerzo, Maric se agachó hacia atrás, esforzándose por soltar su agarre. Tuvo éxito sólo en lograr que un par más de ramas le golpearan en la cara, las hojas cegándole aún más. Las manos intentaban llevarle de vuelta al claro, y él hundió sus botas en el suelo, ganando un poco de agarre en las raíces nudosas de los árboles. Maric violentamente empujó atrás de nuevo, su codo conectando con algo duro… algo que cedió con un sonido húmedo crujiente y comenzó un gruñido de dolor.

Las manos se soltaron, y Maric saltó hacia delante a los árboles. Su capa resistió, tiró hacia atrás de él. Algo había cogido su larga capa de cuero. Se retorció y luchó frenéticamente, como una bestia salvaje atrapada en una trampa, hasta que de algún modo se liberó, dejando la capa enganchada en una rama. Maric jadeó, lanzándose hacia la oscuridad más allá del claro sin arriesgarse siquiera en mirar atrás. El bosque era viejo y denso, permitiendo sólo que los rayos más leves de la luz de la luna atravesaran el follaje denso. No era suficiente como para ver a través, sólo lo suficiente como para convertir el bosque en un laberinto de sombras aterradoras y siluetas. Altos robles retorcidos se alzaban como centinelas oscuros, rodeados por densos arbustos y recesos tan oscuros, que podían haber contenido casi cualquier cosa.

No tenía ni idea de adónde iba; sólo su urgencia por huir guiaba sus pies. Se tambaleó contra las raíces que sobresalían del terreno irregular y saltó los troncos de árbol sólidos que seguían saliendo de la nada. El barro húmedo y resbaladizo hacía sus pasos traicioneros y su equilibrio tan precario, que parecía que el suelo podía ceder bajo él en cualquier momento. Los bosques eran completamente desorientadores. Podía haber estado corriendo en círculos, por lo que sabía. Maric escuchó hombres gritando mientras entraban en los bosques tras él, dándole caza, y podía claramente atisbar los sonidos de lucha también. Hoja de acero sonando contra hoja de acero, los lamentos de hombres muriendo, los hombres de su madre, muchos que había conocido de toda su vida.

Mientras corría frenéticamente, las imágenes seguían rodando por la mente de Maric. Hacía unos momentos había estado estremeciéndose en el frío claro del bosque, convencido de que su presencia en la reunión clandestina era más una formalidad que otra cosa. Apenas prestó atención a los procedimientos. Su madre le había informado antes que con el apoyo de estos nuevos hombres, la rebelión finalmente se convertiría en una fuerza. Estos hombres estaban dispuestos a volverse contra sus maestros Orlesianos, dijo ella, y eso lo convertía en una oportunidad que ella no estaba dispuesta a pasar por alto tras tantos años pasados corriendo y escondiéndose y sólo escogiendo las batallas que podían ganar. Maric no había objetado en la reunión, y la idea de que podía ser arriesgado nunca se le ocurrió. Su madre era la infame Reina Rebelde; era ella la que había inspirado la rebelión en primer lugar, y ella la que lideraba al ejército. La batalla siempre había sido de ella y no suya. Él, por sí mismo, nunca había visto el trono de su abuelo, nunca entendió el poder que su familia había poseído antes de que los Orlesianos les invadieran. Había pasado sus dieciocho años en campamentos rebeldes y castillos remotos, interminablemente marchando y siempre siendo arrastrado tras el paso de su madre. No podía siquiera imaginar cómo sería no vivir así; era un concepto completamente extraño para él.

Y ahora su madre estaba muerta. El equilibrio de Maric le fue arrebatado, y se tambaleó en la oscuridad por una pequeña colina cubierta de hojas húmedas. Se resbaló de forma extraña y golpeó su cabeza contra una roca, gritando de dolor. Su visión nublada.

Desde lejos llegó un grito de respuesta amortiguado de sus persecutores. Le habían escuchado.

Maric se quedó ahí en las sombras ejercidas por la luz de la luna, agarrándose la cabeza. Sentía como si estuviera en llamas, un infierno rabioso que le nublaba la razón. Se maldijo por ser tan estúpido. Por pura suerte si no otra cosa, consiguió correr cierta distancia en el bosque, y ahora había dado su posición. Había una humedad densa en sus dedos. La sangre estaba cubriendo su pelo y cayendo por sus oídos y cuello, cálida en un fuerte contraste con el aire helado.

Por un momento se estremeció, un único sollozo escapando de sus labios. Quizás era mejor simplemente quedarse aquí, pensó él. Dejarles ir y matarle, también. Ya habían matado a su madre y se habían ganado cualquier espléndida recompensa que el usurpador les había prometido con seguridad. ¿Qué era él, aparte de un cuerpo extra para ser masacrado junto con los demasiados pocos hombres que Madre había traído? Y entonces se quedó helado mientras una terrible revelación se asentaba en el borde de su consciencia.

Él era el Rey.

Era ridículo, por supuesto. ¿Él? ¿Aquel que había obtenido tantos suspiros impacientes y miradas preocupadas? ¿Aquel cuya Madre siempre tenía que excusarle? Ella siempre le había asegurado que una vez que se hiciera mayor, crecería con la misma autoridad fácil que ella demostraba. Pero eso nunca ocurrió. No era una mayor ofensa tampoco, ya que él nunca se había tomado en serio la idea de que su madre pudiera morir realmente. Ella era invulnerable y más grande que la propia vida. Su muerte era una cosa hipotética, algo que no tenía sitio real en la realidad.

¿Y ahora que se había ido se suponía que él sería Rey? ¿Tenía que cargar con la rebelión por su cuenta?

Él sólo podía imaginar al usurpador en su trono en la capital, riéndose a carcajadas cuando recibiera las noticias de la sucesión de Maric. Es mejor morir aquí, pensó él. Mejor que pusieran una espada a través de sus entrañas, al igual que habían hecho con su madre, que convertirse en el hazmerreir de Ferelden. Quizás encontraran algún familiar distante para que tomara el relevo de la rebelión. Y si no, entonces era mejor dejar que la estirpe del Rey Calenhad el Grande muriera aquí. Dejar que terminara con la Reina Rebelde cayendo cerca de conseguir su meta, antes que extinguirla bajo el liderazgo de su hijo inepto.

Había cierta cantidad de paz en ese pensamiento. Maric se recostó ahí sobre su espalda, la humedad fría de las hojas y el barro casi cómodas contra su piel. Los gritos irregulares de los hombres acercándose, pero casi era posible para Maric bloquearlos. Trató de concentrarse únicamente en el susurro de las hojas en el viento sobre él. Los árboles altos se alzaban a su alrededor, como sombras gigantes mirando hacia abajo a la diminuta figura que había caído ante sus pies. Podía oler el pino, la acidez de la savia de los árboles cercanos. Esos centinelas del bosque serían los únicos testigos de su muerte.

Y mientras estaba ahí tumbado, el dolor de su cabeza apagándose hasta una insistente pulsación, el pensamiento le exasperó. Los hombres que habían atraído a su madre aquí con promesas de ayuda eran nobles de Ferelden, del tipo que habían doblado la rodilla ante los Orlesianos para poder mantener sus tierras. En lugar de estar a la altura de sus juramentos ancestrales, habían traicionado a su Reina por derecho. Si nadie escapaba para informar a aquellos que quedaban con el ejército rebelde sobre lo que había ocurrido realmente, nunca sabrían la verdad. Supondrían, ¿pero qué podían hacer sin pruebas? Los traidores nunca pagarían por su crimen.

Maric se sentó, su cabeza palpitante protestando ferozmente. Adolorido y tembloroso, estaba mojado y helado hasta los huesos. Orientarse era difícil, pero suponía que no estaba lejos del linde del bosque. Se había tambaleado sólo un corto camino hacia dentro, y los hombres dándole caza no estaban lejos, buscando y gritándose los unos a los otros. Sus voces se estaban volviendo más leves, sin embargo. ¿Quizás debía simplemente quedarse quieto? Estaba en algún tipo de depresión, y si se quedaba ahí el tiempo suficiente, esos hombres lo pasarían por alto, dándole tiempo suficiente como para recuperar el aliento. Quizás podría encontrar su camino de vuelta al claro y ver si alguno de los hombres de su madre había sobrevivido.

Un repentino crujido de ramas cercano le hizo detenerse. Maric escuchó con cuidado en la oscuridad durante un agonizante momento, pero no escuchó nada. El ruido había sido un paso; estaba seguro de ello. Esperó más tiempo, sin atreverse a mover un músculo… y lo escuchó de nuevo. Más silencioso, esta vez. Alguien definitivamente estaba tratando de atraparle. ¿Quizás pudieran verle, incluso si él no podía verles a ellos?

Maric anduvo buscando desesperadamente. Al otro lado del hueco estaba en una cuesta hacia abajo. Era difícil averiguar el terreno general con tan poca luz de la luna atravesando la vegetación. Había también árboles en esa dirección, raíces y arbustos densos que podían evitar que reptara fuera de la vista. O tenía que quedarse donde está… o trepar hacia fuera.

Un chapoteo de hojas húmedas cercano forzó a Maric a bajar tan cerca del suelo como pudiera. Escuchar de cerca era difícil dados los gritos silenciosos en la distancia y el sonido del viento soplando alto en los árboles, pero podía levemente detectar los suaves pasos de alguien pasando cerca. Sospechaba que no podían verle del todo. De hecho, estaba lo suficientemente oscuro como para que su perseguidor probablemente acabara haciendo exactamente lo que Maric había hecho y cayera directamente en el hueco.

Maric no confiaba exactamente en la idea de que su enemigo cayera sobre él, así que cuidadosamente trató de ponerse en pie. Un dolor agudo le atravesó las rodillas y brazos. Había cortes en su cara y manos por las ramas, y estaba seguro de que había una fractura en su cabeza… pero todo se sentía distante, como si alguien más estuviera experimentando el dolor. Trató de controlar sus movimientos, haciéndolos lentos y silenciosos. Suaves. Y continuó escuchando por más pasos, ansiosamente mordiéndose el labio inferior. Era difícil escuchar nada por encima del desesperado palpitar de su corazón. Seguramente era obvio para cualquiera que estuviera ahí fuera. Quizás se estaban acercando para la matanza incluso ahora, riéndose de su terror.

Respirando deliberadamente, sudando pese al frío, Maric lentamente se puso lo suficientemente recto para tener ambos pies bajo él. Su rodilla derecha con espasmos, disparando una agonía aguda como el rayo en su pierna. Esta herida la sentía muy claramente, al contrario que las otras. En un shock, siseó a través de los dientes apretados, casi jadeando en voz alta.

Inmediatamente cerró su boca y cerró sus ojos en una reprimenda silenciosa ante su idiotez. Agachado ahí en la oscuridad, escuchó con cuidado. Los pasos se habían detenido. Alguien más, lejos entre los árboles, gritó en dirección a Maric. No podía oír del todo lo que había dicho el hombre, pero había definitivamente una pregunta: gritando, preguntando si habían encontrado algo. Pero no hubo respuesta. La fuente de los pasos cercana probablemente había escuchado a Maric y no estaba dispuesto a dar su propia posición respondiendo.

Con el más completo cuidado, Maric trepó por el lateral de la depresión. Entornó los ojos hacia las sombras, tratando de captar cualquier cosa que pudiera parecerse a una forma humana. Imaginaba que su perseguidor estaría haciendo lo mismo, jugando al juego del ratón y el gato en la oscuridad. El primero de ellos en avistar al otro ganaría el premio. Con retraso, Maric se dio cuenta de que incluso que si veía a ese hombre, no habría mucho que pudiera hacer. No estaba armado. Una vaina vacía colgaba de su pecho, su cuchillo del cinturón se lo había dejado a Hyram no llegaba ni a dos horas antes para cortar algo de cuerda. Hyram, uno de los generales de más confianza de su madre y un buen hombre que había conocido desde la infancia, lo más probable es que estuviera tumbado muerto al lado de su Reina, su sangre enfriándose en el aire de media noche. Maric se maldijo por ser un imbécil y trató de quitar la imagen de su cabeza.

Justo entonces, Maric se percató de un brillo en las sombras. Encoger sus ojos le ayudó a apenas discernir una espada, su hoja pulida reflejando la leve luz de la luna. En la masa de sombras oscuras y arbustos, aún no podía ver la forma del hombre que sostenía el arma, pero le calmó finalmente saber dónde estaba su oponente.

Con la mirada fija en esa dirección, Maric alzó sus manos para agarrar el borde de la depresión y silenciosamente se alzó. El dolor que se disparó a través de sus brazos era considerable, pero lo ignoró y nunca por un segundo apartó los ojos de esa espada. Mientras llegaba al borde, la espada se movió. Una forma oscura empezó a precipitarse hacia él, alzando la espada bien arriba y gruñendo con amenaza.

Sin pensárselo, Maric se lanzó hacia delante y cargó. La espada cortó por debajo de su oreja, fallando por poco su brazo. Él embistió de cabeza hacia la sección media del hombre, haciéndole expulsar el aire. Desafortunadamente, el perseguidor estaba llevando una cota de malla pesada, y la cabeza de Maric explotó de dolor. Bien podría haber dado un cabezazo al tronco de un árbol. El mundo giró a su alrededor de forma salvaje. Habría perdido el control si su impulso no los hubiera llevado a los dos de espaldas, haciendo caer de sus pies al hombre. Cayeron en el suelo duro e irregular, con el espadachín llevándose lo peor del impacto. Su brazo del arma cayó hacia un lado, haciendo que la espada volara hacia las sombras.

Casi delirante y apenas capaz de ver, Maric se empujó hacia arriba y agarró la cabeza del hombre con ambas manos. Sintió una fuerte mandíbula bigotuda, y el hombre agitó salvajemente su mano libre, tratando de empujar a Maric. Trató de gritar, posiblemente llamar a sus compañeros por ayuda, pero todo lo que salía era un bramido amortiguado. Maric utilizó el beneficio de la ventaja para alzar la cabeza del hombre y entonces golpearla con fuerza hacia abajo. El hombre gruñó cuando su cabeza golpeó una raíz expuesta.

—¡Tú bastardo! —rugió Maric. La desesperación del hombre intensificada, la mano que se extendía hacia la cara de Maric, golpeando y arañando. Encontrando apoyo, presionaba fuerte contra la nariz de Maric, un dedo clavándose en su ojo. Maric apartó su cara mientras empujaba con fuerza hacia abajo la cabeza del hombre, moliéndola de nuevo contra una raíz. El hombre gruñó y trató de librarse de Maric, pero la cota de malla pesada trabajaba en su contra. Se retorció y empujó con la mano contra la cara de Maric, pero ninguno de sus esfuerzos era suficiente para liberarse.

La cabeza palpitante de Maric era una tortura, y su cuello estaba estirado hasta su límite, tratando de apartarse. Cuando Maric dejó la cabeza del hombre para luchar contra la mano empujando, el hombre barbudo hizo un intento de patear a Maric. Maric perdió el equilibrio por un momento y la mano del enemigo se convirtió en un puño, golpeándole fuerte contra la cara. Un mareo poseyó a Maric, y vio las estrellas. Luchó contra el desmayo, extendió el brazo hacia abajo y agarró tanto del pelo largo del hombre como pudo, tirando de él hacia arriba. Esta vez el hombre bramó fuerte, su cabeza torcida en un extraño y doloroso ángulo. Dejando salir su propio grito de esfuerzo, Maric aplastó la cabeza del hombre contra la raíz del árbol una tercera vez. Aún más fuerte.

—¡La has matado! —gritó Maric. Cogió la cabeza del hombre por el pelo para volver a golpearla—. ¡Tú bastardo, la has matado! —Golpeó la cabeza otra vez.

Y otra vez.

Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, y se atragantó con sus palabras:

—¡Ella era tu Reina, y tú la mataste! —Golpeó la cabeza de nuevo, aún más fuerte. Esta vez el hombre dejó de luchar. Un olor empalagoso, a carne asaltó las fosas nasales de Maric. Sus manos estaban cubiertas de sangre densa, fresca que no era la suya. Casi involuntariamente, dejó caer el cuerpo y se tambaleó hacia atrás, sus manos sangrientas deslizándose en las hojas frías, y el dolor disparándose de nuevo a través de sus piernas. Medio esperaba que el hombre se levantara y cargara contra él de nuevo. Pero no lo hizo. El cuerpo se quedó ahí tumbado en las sombras, una vaga forma descansando de forma extraña y tranquila sobre un montón de raíces de árbol. Maric apenas pudo atisbar el gran roble tras él, alzándose por encima de la vegetación como una lápida.

Se sentía físicamente enfermo, su estómago retorciéndose en nudos y su cuerpo temblando. Casi involuntariamente, se llevó una mano a la boca para evitar que le saliera la bilis, manchando de sangre fresca su cara. Había una carnicería en sus manos, trozos de piel y pelo. Se convulsionó, vomitando en el suelo embarrado la poca comida que había comido antes en el día. La desesperación amenazó con abrumarle.

Eres el Rey, se recordó a sí mismo.

La madre de Maric, la Reina Moira, era una torre de fuerza que podía liderar ejércitos de hombres forjados en la batalla hasta la victoria. Era en cada centímetro la hija de su abuelo; eso era lo que todo el mundo decía. Había inspirado a algunos de los nobles más poderosos de Ferelden a alzarse en su nombre y luchar para ponerla en el trono simplemente porque sabían sin ningún atisbo de dudas que pertenecía allí.

Y ahora ella se ha ido, y tú eres el Rey, se repitió para sí mismo. No se sentía más real ahora de lo que lo hacía antes.

En la distancia los sonidos de la persecución se estaban volviendo más fuertes. Los traidores debían haber escuchado la lucha de Maric con el hombre con barba. Necesitaba marcharse. Necesitaba correr, seguir moviéndose. Aún así no podía hacer que sus piernas se movieran. Se sentó en el bosque oscuro, sus manos sangrientas extendidas hacia fuera enfrente de él como si no tuviera ni idea de dónde más ponerlas.

Todo en lo que Maric podía pensar era en la voz de su madre la última vez que ella había vuelto de la batalla. Estaba en su armadura completa, cubierta de sangre y sudor, y sonriendo alocadamente. Maric había sido arrastrado enfrente de ella por su entrenador por pelear con un chico plebeyo. Incluso peor, el Arl Rendorn había estado con su mare, y él preguntó si Maric había ganado la pelea. Ardiendo de vergüenza, Maric admitió haber sido profundamente derrotado, haciendo que el Arl se mofara y preguntara qué tipo de rey podría hacerse de Maric.

Y entonces su madre había reído alegremente, una risa que podía deshacer cualquier cosa seria. Había cogido el mentón de Maric con su mano y le había mirado a los ojos, y con una suave sonrisa le dijo que no escuchara al Arl. Tú eres la luz de mi vida, y yo creo en ti.

El pesar llevó a Maric casi a reírse y llorar al mismo tiempo. Su madre había creído en él, y aún así él se había perdido en los bosques en menos de media hora. Si de algún modo eludía a sus perseguidores, lograba salir del bosque, y obtener otro caballo, aún necesitaba encontrar una forma de localizar al ejército. Estaba tan acostumbrado a ser guiado, a que se le dijera adónde ir y adónde cabalgar, que no le había prestado atención a ninguna ruta que hubieran tomado. Había seguido como le habían ordenado. Ahora ni siquiera podía imaginar su posición.

Y así acabó el último verdadero Rey de Ferelden, pensó con un entretenimiento bizarro. Quería ser un buen rey, pero no sabía distinguir su trasero de un agujero en el suelo.

Una risa loca amenazaba con superar sus lágrimas, pero Maric cortó ambas reacciones. Ahora no era momento de estar pensando en el pasado, o lamentarse. Acababa de matar a un hombre con sus manos desnudas, y había otros enemigos cerca. Necesitaba correr. Tomó aliento profundamente, ajado y cerró sus ojos. Dentro en la profundidad de su interior había calma. La abrazó, probó su filo amargo y dejó que cortara el torbellino de su interior. Necesitaba estar calmado, incluso aunque sólo fuera por un momento.

Cuando abrió de nuevo sus ojos, estaba preparado.

Mari candó buscando con calma cualquier señal de la espada que había caído de la mano del otro hombre. Todo a su alrededor se estaba moviendo de algún modo muy lentamente, nada de ello parecía verdaderamente real. Había demasiados arbustos, demasiadas cuestas raras y masas de árboles donde la espada podía estar oculta. No podía encontrarla. Entonces escuchó la voz de otro hombre, este gritando desde alguna parte cercana. No había más tiempo.

Poniéndose en pie ágilmente, Maric escuchó de dónde venían las voces. Tan pronto como se aseguró de su fuente, se dirigió en dirección opuesta. Hubo una extraña cojera al principio. Sus piernas estaban magulladas y destrozadas y podía haberse roto algunos huesos, pero ignoró el dolor. Con esfuerzo, se agarró a las ramas bajas y tiró de sí mismo más lejos en la oscuridad.

Pagarían por lo que habían hecho. Si sólo hacía una cosa como Rey, sería hacerles pagar.

 

—Algo está pasando, —murmuró Loghain, frunciendo el ceño.

Él se irguió en el borde del bosque, distraídamente limpiando el barro de su cuero. El esfuerzo era inútil, ya que sus ropas estaban desgastadas y tan sucias como uno podría esperar de un furtivo. Los Orlesianos, por supuesto, tenían nombres menos amables para él y los otros como él: criminales, ladrones, y bandidos, también, aunque sólo cuando la desesperación forzaba su mano.

No es que Loghain se preocupara mucho de lo que le llamaban los Orlesianos, ya que era su culpa que su familia fuera forzada a abandonar la granja. Los Orlesianos no creían en nadie que tuviera tierras salvo en su sofisticada nobleza pintarrajeada, así que no fue ninguna sorpresa que no miraran favorablemente a los hombres libres de Ferelden. Una tasa de “tributo” extra fue urdida por el Emperador Orlesiano, y a cualquier hombre libre que no pudiera permitírsela se le confiscarían sus tierras. El padre de Loghain había conseguido reunir suficiente como para pagar la tasa el primer año, así que naturalmente se decidió que la tasa podría quedarse para subir aún más. El siguiente año, su padre se negó a pagar, y cuando los soldados llegaron, determinaron que no sólo sería el abandono de la granja, sino que su padre también sería arrestado por evasión de impuestos. La familia de Loghain resistió, así que ahora vivían fuera en los bosques de Ferelden, reuniéndose con otras almas desesperadas para ganarse la vida a malas penas como pudieran.

A Loghain podría no importarle lo que los Orlesianos pensaran de él, pero se preocupaba bastante por evitar ser arrestado. El agente local en Lothering era un hombre Fereldeño, y por el momento había sido tolerante con su banda. Mientras no atacaran a los viajeros y restringieran sus robos a insignificancias, el agente sólo hacía esfuerzos simbólicos por rastrearles. Loghain sabía que el hombre iba a ser forzado a cazarles algún día, y con suerte sería lo suficientemente decente como para hacérselo saber por adelantado. Ellos se pondrían en movimiento, como ya habían hecho muchas veces. Había suficientes bosques y colinas en Ferelden como para ocultar a todo un ejército, después de todo; incluso la Reina Rebelde sabía eso. ¿Pero y si el agente no les advertía? Ese pensamiento preocupaba a Loghain ahora y le tenía mirando hacia el bosque. Los hombres no siempre lograban hacer lo que preferían.

Un viento frío soplaba por el campo, haciéndole temblar. Era tarde, y la luna brillaba desde un cielo nocturno sin nubes. Se apartó los rizos negros de sus ojos, resignado al hecho de que su pelo estaba sin duda tan sucio como sus manos, y se puso la capucha. La primavera había sido más un invierno tardío que se negaba a irse. Las noches frías que él y su banda habían pasado en tiendas improvisadas habían sido menos que cómodas, por decir algo, pero las instalaciones eran preferibles a algunas de las alternativas.

Dannon, un gran bruto con un aire de desconfianza, caminaba tras él. Loghain sospechaba que Dannon había sido una vez un ladrón, del tipo dedicado que vivía en las ciudades, robando carteras y atracando a viajeros, y el que estuviera ahí con ellos ahora era porque no era uno de los buenos. No es que Loghain estuviera en posición de juzgarle. Ellos hacían lo que podían, todos ellos, y Dannon cumplía su parte. Eso no significaba que Loghain tuviera que sentirse cómodo alrededor del hombre.

—¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Has visto algo? —Dannon se rascó el pico de su nariz mientras se ajustaba las carcasas que estaba cargando. Había tres conejos colgando de su hombro, el premio por el trabajo de la noche, cazado furtivamente en los campos de un señor conocido por sus simpatías Orlesianas. Cazar en la oscuridad nunca era fácil, especialmente cuando uno tenía más cuidado de que le vieran que de cazar realmente, pero habían tenido suerte por una vez.

—He dicho que algo está pasando, —repitió Loghain irritado. Se giró y miró a Dannon, y el hombre retrocedió un paso. Él tenía ese efecto en la gente. Le habían dicho antes a Loghain que sus ojos azules le daban un aire helado, intenso que podía hacer apartarse a la gente. Y eso estaba bien para él. A Loghain aún se le consideraba joven por la mayoría del campamento, por Dannon especialmente, y prefería que el hombre no tuviera ninguna noción de tratar de darle órdenes—. ¿Me estás diciendo que no te has dado cuenta?

Dannon se encogió de hombros.

—Hay algunos rastros. Creo que quizás hay algunos soldados cerca.

—¿Y no pensaste que sería de ningún interés?

—¡Agh! —Él puso sus ojos en blanco—. Karolyn allá en la aldea ya nos dijo que habría soldados, ¿no? Dijo que vio al Bann Ceorlic marchando por el campo del norte con algunos de sus compañeros justo esta mañana.

Loghain frunció el ceño ante el nombre.

—Ceorlic es un lamebotas. Desesperado por el favor del usurpador Orlesiano, todo el mundo lo sabe.

—Sí, bueno, Karolyn dijo que estaba marchando bien fuera de la vista, y ni siquiera se detuvo en la posada. Como si no quisiera que le vieran. —Él hizo un gesto a los conejos que llevaba Dannon—. Mira, lo que sea que esté tramando, no tiene nada que ver con nosotros. Nadie nos vio cazando. Estamos bien. Deberíamos irnos. —Él sonrió, una sonrisa nerviosa, amistosa que pretendía ser reconfortante. Dannon le tenía miedo. Que era como Loghain lo prefería.

Él volvió a mirar al bosque, su mano abrazando la espada enfundada a su lado. Los ojos de Dannon siguieron el movimiento, y él hizo una mueca. Dannon era lo suficientemente habilidoso con un cuchillo, pero indefenso con cualquier cosa más larga.

—Aw, vamos, ahora. No te metas en problemas, —se quejó él.

—No estoy interesado en meterme en problemas, —insistió Loghain—. Estoy interesado en evitarlos. —Él avanzó hacia el borde del bosque, cruzando una cresta que le llevaba colina abajo—. Nadie tiene que habernos visto cazar para saber que estamos aquí. Sabes tan bien como yo que debemos haber abusado de su hospitalidad.

—No eres tú el que lo decide, —dijo Dannon, pero le siguió en silencio después de eso. Era el padre de Loghain el que lo decidiría, después de todo, e incluso un hombre como Dannon sabía que Loghain y su padre eran rara vez de distinto pensamiento cuando se trataba de tales asuntos. Como debe ser, pensó Loghain para sí mismo. Su padre no había criado a un imbécil.

El par descendió hacia el bosque oscuro, deteniéndose sólo una vez para dejar que sus ojos se ajustaran a los parches de la luz de la luna que conseguían colarse a través de la vegetación sobre ellos. Dannon se volvió agitado en aumento por el terreno traicionero, aunque tuvo la sensatez suficiente para permanecer callado. Por su parte, Loghain estaba empezando a pensar que Dannon podía haber tenido razón.

Estaba a punto de dar la vuelta cuando Dannon se detuvo de golpe.

—¿Has escuchado eso? —susurró él.

Buenos oídos, pensó Loghain.

—¿Un animal?

—No. —Él agitó su cabeza, inseguro—. Suena más como gritos.

Los dos se quedaron quietos, y Loghain trató de ser paciente y escuchar. La brisa acariciaba las ramas sobre sus cabezas, una distracción significante, pero tras un momento escuchó a lo que se estaba refiriendo Dannon. Era leve, pero en la distancia podía captar los sonidos de hombres gritándose los unos a los otros, inmersos en algún tipo de búsqueda.

—Es una caza del zorro.

—¿Huh?

Loghain contuvo el impulso de poner los ojos en blanco.

—Tenías razón, —dijo él secamente—. No están aquí por nosotros.

Dannon parecía complacido por las noticias. Alzó los conejos sobre su hombro y se giró para irse.

—Pues no nos quedemos a esperar, entonces. Es tarde.

Pero aún Loghain vaciló.

—Dijiste el que Bann Ceorlic pasó por aquí. ¿Cuántos hombres crees que tenía con él?

—No lo sé. Yo no los vi, ¿no?

—¿Qué dijo tu zorra de bar, exactamente?

El gran hombre se encogió de hombros, pero su espalda se tensó en una rabia silenciosa. Loghain se percató con un vago interés que le había dado en un punto doloroso. ¿Un flirteo, entonces? No es que a Loghain le importara de verdad, pero era mejor evitar provocar al gran hombre sin necesidad.

—No lo sé, —dijo Dannon entre dientes—. No lo dijo. No sonaba como un montón.

Loghain imaginó que debía haber fácilmente veinte hombres ahí afuera. Seguro que si el Bann Ceorlic había traído a tantos hombres cerca de Lothering, habría provocado algún comentario. ¿Así que qué estaba pasando, exactamente? El hecho de que involucrara a uno de los hombres nobles Fereldeños más notorios para su alianza abierta al tirano Orlesiano no se ajustaba bien para él. Lo que fuera que Ceorlic y sus hombres estuvieran tramando, indudablemente no era bueno para la banda… aunque no les involucrara directamente.

Mientras Loghain estaba ahí, tratando de ignorar la impaciencia de Dannon, se concedió que podría no haber nada que pudiera hacer en cualquier caso. Los sucesos políticos de Ferelden no eran de su incumbencia. La supervivencia era de su incumbencia, y cualquier cosa política sólo era importante cuando afectaba a la supervivencia directamente. Suspiró irritado, mirando a las sombras como si pudieran proveerle de la respuesta a su misterio.

Dannon carraspeó.

—Suenas a tu padre cuando haces eso.

—Puede que ese sea el primer cumplido que he oído de ti.

Él resopló burlonamente, mirando a Loghain.

—No fue a propósito. —Escupió entre ellos—. Mira. Esto no nos incumbe, como dijiste. Vámonos.

A Loghain no le gustaba que le desafiaran. Encontró la mirada de Dannon con la suya propia, y por un largo momento no dijo nada.

—Si quieres irte, —afirmó en silencio—, entonces vete.

Dannon mantuvo el terreno, aunque Loghain vio al hombre moverse nervioso. Dannon no quería estar en esta posición. Loghain casi podía percibirle pensando en su cuchillo ahí en la oscuridad, preguntándose si necesitaría utilizarlo, preguntándose cómo volvería al campamento si lo hacía. Loghain estuvo tentado de presionarle más. Quería plantarse enfrente de la cara de Dannon y tantearle. Quizás Dannon tenía las entrañas para acuchillarle y acabar con él. Por todo lo que sabía Loghain, era un asesino, del tipo al que le gustaba cortar a la gente sólo por escucharles gritar, y ese era el pasado del que había huido. Quizás Loghain estaba siendo un imbécil por no seguir su sugerencia.

Pero lo dudaba.

El silencio entre ellos fue largo y tenso, perturbado sólo por el sonido del viento en los árboles y los gritos lejanos de los cazadores. Loghain encogió sus ojos, sin siquiera tocar la empuñadura de su espada, y fue complacido internamente mientras Dannon fue el primero en apartar la mirada.

El momento fue roto por el sonido de alguien aproximándose.

Dannon saltó ante la interrupción, dejando que la urgencia de la nueva amenaza cubriera el hecho de que acababa de retroceder. Como si su retraimiento nunca hubiera ocurrido. Pero Loghain lo sabía.

Algo iba hacia ellos, rápido y torpe. Fuera lo que fuera, reptaba alocadamente a través de los arbustos, descuidadamente apartando las ramas en pánico. El zorro, supuso Loghain. Por supuesto terminaría justo en su regazo, ¿no? Si de verdad había un Hacedor en los cielos, como decían los sacerdotes, Él tenía un sentido del humor perturbador ciertamente.

Dannon se retiró un par de pies, nervioso y agitado, mientras Loghain desenvainaba su espada, esperando. Su invitado rápidamente surgió a la vista, depositado fuera de las sombras como un regalo indeseado, y entonces se detuvo en corto, mirándoles a los dos con los ojos bien abiertos, temerosos.

Era un joven, de la edad de Loghain o quizás más joven. Su pelo claro y su piel aún más clara estaban obscurecidas bajo arañazos, hojas, tierra, y una gran cantidad de sangre. Ciertamente no iba vestido para correr por el bosque, llevando sólo una camiseta raída y suficiente barro como para hacer pensar a uno que había escapado de quien fuera que estaba corriendo reptando sobre su vientre. La sangre cubría su cara así como sus manos. Probablemente no era toda suya. Quien fuera que fuera este hombre, probablemente había matado para huir, lo que le decía a Loghain lo desesperado que debía estar el intruso.

El recién llegado se agachó ante ellos en las sombras como un animal atrapado, congelado entre la batalla y la huida. Tras él, los gritos se acercaban. Loghain lentamente alzó una mano, cuidadosamente mostrando su palma al fugitivo para demostrar que no quería hacerle ningún daño. Y entonces devolvió su espada a su vaina. El hombre rubio no se movió, sólo encogió sus ojos con sospecha. Su atención cambiaba nerviosamente entre ellos mientras más gritos amortiguados llegaban a través de los árboles.

—¡Salgamos de aquí! —siseó Dannon tras él—. ¡Va a llevarles directamente hacia nosotros!

—Espera, —susurró Loghain, sin apartar los ojos del fugitivo. Dannon se enfureció, y Loghain captó un resplandor del cuchillo ahora en su mano. Sosteniendo sus manos para calmarlos a ambos, Loghain se giró para mirar al hombre cubierto de sangre en las sombras—. ¿Quién te está dando caza? —preguntó lentamente.

El hombre rubio se lamió los labios, y Loghain vio calculación en sus ojos.

—Perros Orlesianos, —dijo finalmente. Todavía no se movió.

Loghain miró a Dannon. El hombre grande estaba haciendo muecas, pero Loghain podía decir que no es que no simpatizara con la situación del compañero. Sin duda estaba interesado sólo en su propio beneficio, pero finalmente retrocedió con un gruñido.

—Buena respuesta. —Loghain dio un paso atrás y dio media vuelta como para irse—. Ven con nosotros.

Dannon maldijo descontento, negándose a mirar a otra cosa salvo al suelo mientras guardaba su cuchillo y se alejaba. Loghain hizo como para seguirle, pero observó para ver si el fugitivo iría, también. Por un largo momento, el hombre rubio estuvo visiblemente indeciso. Entonces, sin más vacilación, saltó de su postura agachada y corrió tras ellos.

Los tres procedieron en silencio de vuelta por el camino por el que Loghain y Dannon habían llegado, el hombre rubio en la cola y Dannon permaneciendo delante como si estuviera a punto de dejarles atrás. La postura de los hombros del hombre grande decían que estaba enfadado y resentido. A Loghain no le importaba.

Continuaron a un paso brusco, y tras un corto periodo, los gritos de los perseguidores del hombre rubio quedaron atrás. El extraño parecía aliviado, y parecía más tranquilo aún conforme se aproximaban al borde del bosque y la luz de la luna podía verse más claramente hacia delante. Dándole un mejor vistazo, Loghain no pudo evitar sentirse un poco desconcertado. Las ropas del hombre, aunque raídas y sucias, eran plenamente de calidad si no a la moda. Las botas en particular parecían sólidas, hechas de cuero fino, el tipo del que Loghain veía a los templarios llevar en ocasiones. Así que no era pobre, ciertamente. También estaba temblando y saltaba ante cada extraño ruido del bosque, de modo que esta excursión no era un evento normal para él. Ni de lejos.

—Dannon, espera, —gritó Loghain mientras llegaba a pararse. Dannon se detuvo solo reluctantemente. Loghain se giró hacia el hombre rubio, que ahora retrocedía con renovada sospecha, sus ojos volando entre ellos como si se preguntara quién iba a ir tras él primero.

—Esto es todo lo lejos que podemos ir, —aceptó Loghain reluctante.

—¡Gracias al Hacedor! —murmuró Dannon bajo su aliento.

El hombre rubio consideró por un momento, mirando alrededor como para juzgar su posición. El campo fuera del bosque podía verse desde donde estaban.

—Puedo encontrar mi camino desde aquí.

Loghain no podía situar el acento del joven, pero por la forma de hablar estaba claro que había sido educado. ¿El hijo de un mercader, quizás?

—¿Es así? —Él señaló a las ropas raídas del hombre rubio, señalando que ni siquiera llevaba una capa—. Parece más probable que te congeles antes de que siquiera alcances la ciudad. —Él alzó una ceja—. Si es adonde pretendes dirigirte, con esos hombres detrás de ti.

—¿Por qué iban detrás de ti? —exigió Dannon, abriéndose paso a empujones junto a Loghain.

El hombre rubio se detuvo, mirando entre Loghain y Dannon como inseguro de a quién debería responder primero. Entonces miró abajo a sus manos y vio las manchas oscuras de sangre a la luz de la luna como si fuera por primera vez. Se sentía claramente repelido, pese a sus esfuerzos por luchar contra su reacción.

—Creo que maté a uno de ellos, —suspiró él.

Dannon silbó apreciativo.

—No abandonarán fácilmente, entonces.

El ceño de Loghain se frunció.

—¿Esos eran los hombres del Bann Ceorlic, supongo?

—Algunos de ellos, —admitió el hombre rubio reluctante—. Ellos mataron… a una amiga mía. —El dolor que cruzó su cara le dijo a Loghain que la última frase era lo suficientemente cierta, por lo menos. El hombre rubio cerró sus ojos, temblando de nuevo y tratando en vano de limpiarse algo de sangre de su mejilla. Loghain miró a Dannon, y el hombre grande se encogió de hombros en respuesta. Fuera cual fuera la historia completa, Loghain dudaba que fueran a obtenerla. Y quizás no era necesario hacerlo. Este extraño no era la primera persona que se habían encontrado que se había enfrentado a los Orlesianos. Y si Loghain estuviera en el pellejo de este hombre, no confiaría en ellos tampoco. Había definitivamente más aquí de lo que los ojos podían ver, pero las entrañas de Loghain le decían que fuera lo que fuera, no era un engaño. Y sus entrañas raramente se equivocaban.

—Mira. —Suspiró Loghain con fuerza—. No sabemos con seguridad quién te estaba cazando ahí. Dices que están trabajando con los Orlesianos, estoy dispuesto a confiar en tu palabra. —El hombre rubio parecía a punto de objetar, pero Loghain alzó una mano—. Quien quiera que sean, sonaba como que había más de un par de ellos. Van a averiguar lo suficientemente pronto que has salido del bosque. En el primer lugar en el que van a buscarte es en Lothering. ¿Tienes algún otro sitio al que ir?

El hombre rubio inclinó su cabeza, pareciendo triste.

—No, yo… supongo que no. No hay ningún sitio donde pueda ir fácilmente. —Entonces alzó su mandíbula y miró a Loghain—. Pero me las apañaré. —Por un momento, Loghain realmente creyó que lo intentaría. No cabía duda de que fracasaría, pero lo intentaría. Tanto si era una señal de cabezonería o estupidez o incluso otra cosa, no podría decirlo.

—Tenemos un campamento, —ofreció Loghain—. Está oculto.

—Vosotros dos… no tenías por qué ayudarme, lo sé. Os lo agradezco. —Su mirada era reluctante—. No es necesario.

—Si no, estoy seguro que podremos encontrar una capa vieja para ti. Dejarte limpio y… menos visible. —Él se encogió de hombros—. O puedes irte por tu cuenta. Es cosa tuya.

El compañero se retorció, temblando de nuevo en el frío mientras una brisa soplaba desde el campo. Por un momento Loghain pensó que parecía perdido, a la deriva en su propia pequeña caída libre desde cualquier tipo de vida que hubiera llevado. El destino podía darte una mano perdedora cuando menos lo esperabas, eso lo sabía Loghain bastante bien. Reconocía los signos, incluso si su simpatía era mínima. Esta oferta era todo lo que el hombre rubio iba a recibir, después de todo.

Dannon resopló.

—¡Por el aliento del Hacedor, hombre! ¿Tú te has visto? ¡Qué otra cosa vas a hacer!

Loghain miró al hombre grande con recelo.

—Has cambiado de parecer bastante rápido.

—¡Bah! Tú eres el que le ha arrastrado todo el rato. Ahora que está aquí, bien puede venir. —Él se giró sobre sus talones y empezó a caminar—. Si eso me hace llegar a una hoguera más rápido, estoy a favor.

El joven miró al suelo, incómodo y con vergüenza.

—Yo… no tengo nada de valor. —Y entonces añadió—: Para pagároslo, quiero decir.

Para robarle era lo que realmente quería decir. Pero era difícil sentirse ofendidos cuando él y Dannon eran ciertamente ladrones, después de todo.

—Ciertamente no lo parece, ¿no?

No había mucho más que el hombre rubio pudiera decir. Él asintió sin convicción.

Loghain movió su cabeza hacia Dannon, que ya se había ido hace tiempo.

—Será mejor que le cojamos entonces, antes de que consiga caerse en un agujero en alguna parte. —Él caminó hacia delante y extendió una mano—. Puedes llamarme Loghain.

El hombre rubio vaciló una fracción antes de tomar la mano de Loghain y agitarla.

—Hyram

Era una mentira, por supuesto. Loghain se preguntó por un momento si se arrepentiría de hacer esto. Sus entrañas nunca se habían equivocado antes, pero siempre había una primera vez. Aún así, la suerte estaba echada. Asintiendo a Hyram, se giró, y los dos dejaron el bosque juntos.