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Zaphod Beeblebrox se arrastraba valerosamente por un túnel como el tipo estupendo que era. Estaba muy confuso, pero de todos modos continuó arrastrándose tenazmente porque era así de valiente.

Estaba confundido por algo que acababa de ver, pero no tanto como iba a estarlo por algo que oiría en seguida, de manera que será mejor explicar dónde se encontraba exactamente.

Estaba en las Zonas de Guerra Robótica, a muchos kilómetros sobre la superficie del planeta Krikkit.

La atmósfera estaba enrarecida y relativamente poco protegida de los rayos o de cualquier otra cosa que al espacio se le ocurriera lanzar en su dirección.

Había aparcado el Corazón de Oro entre los enormes y oscuros cascos de otras naves apiñadas en el cielo de Krikkit y había entrado en lo que parecía ser el edificio más grande e importante armado únicamente con un rifle Mata y algo para los dolores de cabeza.

Se encontró en un pasillo largo, ancho y escasamente iluminado en el cual pudo ocultarse para pensar lo que haría a continuación. Se escondió porque de cuando en cuando pasaba por allí un robot de Krikkit, y aunque hasta el momento le habían dado una especie de vida encantadora, había resultado de todos modos sumamente dolorosa, y no tenía deseos de abusar de lo que sólo a medias se sentía inclinado a llamar buena suerte.

En cierto momento se agazapó en una habitación que daba al pasillo, encontrándose en una cámara enorme y, también, débilmente iluminada.

En realidad, se trataba de un museo que sólo exhibía un objeto: los restos de una nave espacial. Estaba horriblemente quemada y despedazada, y, ahora que había aprendido parte de la historia galáctica de la que no se enteró debido a sus intentos fallidos de acostarse con la chica que estaba en el cibercubículo vecino al suyo en el colegio, fue capaz de establecer la inteligente hipótesis de que se trataba de los restos de la nave que vagó por la Nube de Polvo todos esos billones de años atrás, y que provocó todo aquel asunto.

Pero había algo que no estaba bien en absoluto, y eso fue lo que le dejó confundido.

La nave estaba verdaderamente destruida. Había ardido de veras, pero una inspección bastante breve realizada por un ojo experto revelaba que no se trataba de una astronave genuina. Parecía una maqueta a escala natural, un calco perfecto. En otras palabras, era un objeto muy útil si uno decidía de repente construir por sí mismo una nave espacial y no sabía cómo hacerlo. Pero no se trataba de algo que pudiera volar por sí solo a cualquier parte.

Seguía confuso sobre aquel tema —en realidad sólo había empezado a inquietarle—, cuando se dio cuenta de que en otra parte de la cámara se había abierto suavemente otra puerta por la que entraron dos robots de Krikkit con aire melancólico.

Zaphod no quería enredarse con ellos y, decidiendo que, como la discreción era el mejor componente del valor y la cobardía el mejor ingrediente de la discreción, se escondió valientemente en un armario.

El armario resultó ser efectivamente la parte superior de un conducto que a través de una escotilla de inspección daba a un túnel de ventilación bastante amplio. Se metió por él y empezó a arrastrarse, y así es como le hemos encontrado.

No le gustaba. Estaba oscuro, hacía frío, se hallaba muy incómodo y todo eso le asustaba. Salió de él a la primera oportunidad que se le presentó, por otro conducto que encontró cien metros más allá.

Esta vez apareció en una cámara más pequeña que tenía el aspecto de ser la sede del servicio de información de ordenadores. Se encontró en un espacio reducido y oscuro entre la pared y un ordenador voluminoso.

Pronto notó que no estaba solo en la habitación, y se disponía a marcharse de nuevo cuando llamó su atención lo que decían los otros ocupantes.

—Son los robots, señor —dijo una voz—. Algo malo les pasa.

—¿Qué, exactamente?

Eran las voces de dos jefes de operaciones guerreras de Krikkit. Todos los jefes de operaciones vivían en el cielo, en las Zonas de Guerra Robótica, y eran ampliamente inmunes a las ridículas dudas e incertidumbres que afligían a sus compatriotas en la superficie del planeta.

—Pues, señor, me parece que se están desfasando por el esfuerzo de la guerra, ahora que estamos a punto de detonar la bomba supernova. En el brevísimo tiempo transcurrido desde que nos liberaron de la envoltura…

—Vaya al grano.

—A los robots no les gusta, señor.

—¿Cómo?

—Parece, señor, que la guerra les está deprimiendo. Tienen cierto cansancio del mundo, o tal vez debería decir cansancio del Universo.

—Pues eso está bien, se pretende que nos ayuden a destruirlo.

—Sí, pero lo están encontrando difícil, señor. Padecen cierta fatiga. Les está resultando difícil cumplir con su trabajo. Les falta uumf.

—¿Qué intenta decir?

—Bueno, creo que se encuentran muy deprimidos por algo, señor.

—¿De qué diablos krikkitenses habla?

—Pues en las pocas escaramuzas que han librado últimamente, parece que al entrar en combate alzan las armas para disparar y de pronto piensan: ¿para qué molestarse? ¿Qué sentido tiene todo esto desde el punto de vista cósmico? Y se vuelven un poco tristes y cansados.

—¿Y qué es lo que hacen entonces?

—Pues, principalmente ecuaciones de segundo grado, señor. Tremendamente difíciles en todos los sentidos. Y luego se enfurruñan.

—¿Se enfurruñan?

—Sí, señor.

—¿:Cuándo se ha oído que un robot se enfurruñe?

—No sé, señor.

—¿Qué ha sido ese ruido?

Era el ruido que Zaphod hacía al marcharse con las cabezas dándole vueltas.