18

Arthur se materializó, y lo hizo con los gestos habituales, tambaleándose y palpándose la garganta, el corazón y los diversos miembros en que aún se complacía siempre que le sobrevenía una de aquellas aborrecibles y penosas materializaciones a las que decidió firmemente no acostumbrarse.

Miró alrededor buscando a los demás.

No estaban.

Volvió a mirar en torno buscando a los otros.

Seguían sin estar allí.

Cerró los ojos.

Los abrió.

Echó una ojeada por si los veía.

Persistían obstinadamente en su ausencia.

Volvió a cerrar los ojos, preparándose a repetir de nuevo aquel ejercicio inútil, y sólo entonces, cuando bajó los párpados, su cerebro empezó a percibir lo que sus ojos habían mirado mientras estuvieron abiertos; una expresión perpleja afloró a su rostro.

Así que abrió los ojos de nuevo para comprobar los hechos y en su gesto persistió la duda.

Si acaso, se incrementó, afianzándose bien. Si se trataba de una fiesta, era muy mala; tanto, que todos los demás se habían marchado. Abandonó por ocioso tal razonamiento.

Evidentemente, aquello no era una fiesta. Era una cueva, o un laberinto o un túnel de algo; no había luz suficiente para saberlo. Todo era oscuridad, húmeda y viscosa. El único rumor era el de su propia respiración, que parecía preocupada. Tosió muy levemente y luego hubo de escuchar el tenue y fantasmal eco de su voz perdiéndose entre corredores sinuosos y cámaras invisibles, como de un gran laberinto, para volver finalmente a él por los mismos pasillos desconocidos, como si dijera: «…¿Sí?».

Eso ocurría con cada ruidito que hacía, y le ponía nervioso. Trató de tararear una melodía alegre, pero cuando el sonido volvió a él se había convertido en una salmodia fúnebre y dejó de cantar.

De pronto su cabeza se llenó de imágenes de la historia que le había contado Slartibartfast. Casi esperaba ver que robots blancos de aspecto mortífero aparecieran en silencio de entre las sombras para matarlo. Contuvo el aliento. No lo hicieron. Volvió a respirar. No sabía qué esperar.

Sin embargo, había algo o alguien que le esperaba a él, pues en aquel momento se encendió en la distancia oscura un letrero de neón verde.

Decía, silencioso:

TE HAN DESVIADO.

Se extinguió de un modo que no fue del todo del agrado de Arthur. Se apagó con una especie de floreo desdeñoso. Arthur intentó entonces convencerse de que aquello no había sido más que una ridícula jugarreta de su imaginación. Un letrero de neón o está encendido o apagado, según pase o no pase la electricidad por él. No había manera, dijo para sí, de que pudiese efectuar la transición de un estado a otro con un mohín de desprecio. Se abrazó firmemente apretándose la bata y, a pesar de todo, se estremeció.

Al fondo, la luz de neón se iluminó súbitamente exhibiendo, de modo desconcertante, tres puntos y una coma. Así:

…,

Sólo que en verde.

Tras mirarlo perplejo durante unos instantes, Arthur comprendió que trataba de indicar que había más, que la frase no estaba completa. Y lo intentaba con una pedantería sobrehumana, reflexionó. O al menos, con pedantería inhumana.

La frase se terminó con estas dos palabras:

ARTHUR DENT.

Trastabilló. Se dominó para lanzarle otra mirada atenta. Seguía diciendo ARTHUR DENT, de modo que volvió a tambalearse. Una vez más, el letrero se apagó y le dejó parpadeando en la oscuridad; la imagen en rojo de su nombre le saltaba en la retina.

BIENVENIDO, dijo de pronto el letrero.

Al momento, añadió:

NO CREO.

El miedo, frío como una piedra, había acechado a Árthur durante todo el rato, esperando su oportunidad; la reconoció en ese momento y saltó sobre él. Arthur repelió el ataque. Cayó agachado, en una especie de postura de alerta que una vez vio hacer a alguien en la televisión; pero ese alguien debía de tener rodillas más fuertes. Miró a la oscuridad con aire inquisitivo.

—Eh, ¿oiga? —dijo.

Carraspeó y lo repitió, en voz más alta y sin el «Eh». A cierta distancia, pareció como si alguien empezara a tocar un bombo por el pasillo.

Escuchó unos segundos más y notó que no era su corazón, era alguien que tocaba el bombo por el corredor.

Perlas de sudor se formaron en su frente, se tensaron y saltaron. Puso una mano en el suelo para apoyar su postura de alerta, que no resistía muy bien. El letrero volvió a cambiar. Decía:

NO TE ALARMES.

Tras una pausa, añadió:

ASUSTATE MUCHO, ARTHUR DENT.

Se apagó de nuevo. Una vez más le dejó en la oscuridad. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. No estaba seguro de si era porque intentaban ver con más claridad, o porque sencillamente querían marcharse en ese momento.

—¿Oiga? —repitió, esta vez tratando de poner una nota de firme agresividad—. ¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta, nada.

Eso puso más nervioso a Arthur que si le hubieran contestado, y empezó a retroceder de la pavorosa nada. Y cuanto más reculaba, más asustado estaba. Al cabo de un rato comprendió que era por todas las películas que había visto en que el protagonista retrocede cada vez más de un terror imaginario que se le presenta por delante, sólo para tropezar con él por detrás.

Entonces se le ocurrió volverse de pronto con mucha rapidez.

Sólo sombras.

Eso le puso nervioso de veras y retrocedió; esta vez en el sentido en que había venido.

Tras dedicarse a eso durante un rato, de pronto se le ocurrió que ahora retrocedía hacia aquello de lo que en principio reculaba, y volvió atrás.

No pudo dejar de pensar que aquello era una tontería. Resolvió que estaría mejor retrocediendo en el sentido en que lo había hecho en un principio, y se dio la vuelta otra vez.

Resultó que su segundo impulso era el acertado, porque detrás de él había un monstruo horroroso e indescriptible. Arthur dio un respingo mientras su piel intentaba saltar a un lado y su esqueleto a otro, con el cerebro tratando de averiguar cuál de sus orejas tenía más ganas de largarse.

—Apuesto a que no esperabas verme otra vez —dijo el monstruo.

Arthur no dejó de pensar que se trataba de un comentario extraño, habida cuenta de que nunca había visto antes a aquella criatura. Tenía la certeza de ello por el simple hecho de que era capaz de dormir por las noches. Era… era… era…

Arthur lo miró parpadeando. El monstruo permanecía muy quieto. Su aspecto resultaba un poco familiar.

Le sobrevino una calma fría y terrible al comprender que miraba a un holograma de dos metros de alto de una mosca doméstica.

Se preguntó por qué le enseñaría alguien en ese momento un holograma de dos metros de alto de una mosca doméstica. Y también, de quién era la voz que había oído.

Era un holograma tremendamente realista.

Desapareció.

—O tal vez me recuerdes mejor —dijo de pronto la voz, profunda, malévola, que parecía brea derretida saliendo de un bidón con malas ideas— como el conejo.

Con un zumbido súbito se presentó en el negro laberinto un conejo; era enorme, monstruoso, horriblemente suave y amable. Otra imagen, pero esta vez cada pelo suave y agradable parecía algo real y único que crecía en su piel suave y agradable. Arthur sufrió un sobresalto al ver su propio reflejo en su ojo castaño, tierno, adorable, muy abierto y sumamente grande.

—Nací en la oscuridad —rugió la voz— y me educaron a oscuras. Una mañana asomé por primera vez la cabeza al brillante mundo nuevo y me la abrieron con lo que sospecho fue un instrumento primitivo hecho con pedernal.

»Fabricado por ti, Arthur Dent, y esgrimido por ti. Con bastante fuerza, según recuerdo.

»Convertiste mi piel en una bolsa para guardar chinas interesantes. Da la casualidad de que lo sé porque en mi siguiente vida me reencarné en una mosca y tú me cazaste. Otra vez. Sólo que en esta ocasión lo hiciste con la bolsa que habías hecho con mi piel anterior.

»Arthur Dent, no sólo eres una persona cruel y sin corazón, también eres de una apabullante falta de tacto.

La voz hizo una pausa mientras Arthur boqueaba.

—Ya veo que has perdido la bolsa —dijo la voz—. Probablemente te has aburrido de ella, ¿verdad?

Arthur meneó la cabeza, desesperado. Quería explicar que en realidad había tomado mucho cariño a la bolsa, que la había cuidado muy bien y que la había llevado consigo a todas partes, pero que siempre que viajaba a algún sitio acababa inexplicablemente con la bolsa cambiada y que, cosa bastante curiosa, en aquel momento mismo se acababa de dar cuenta por primera vez de que la bolsa que tenía parecía hecha de una fea imitación de piel de leopardo, y no era la misma que llevaba antes de llegar a aquel sitio, cualquiera que fuese, además de no ser una que hubiera escogido él personalmente, y sabía Dios qué contendría, porque no era suya, y hubiera preferido con mucho haber recuperado la suya propia de no ser porque, por supuesto, lamentaba muchísimo haberla arrancado de manera tan terminante, o más bien sus partes integrantes, es decir, la piel de conejo, de su antiguo dueño, a saber, el conejo a quien en aquel momento tenía el honor de tratar en vano de dirigirse.

Todo lo que logró decir fue: «Hmm».

—Te presento a la salamandra que pisaste —dijo la voz.

Allí, de pie en el pasillo con Arthur, había una gigantesca salamandra escamosa de color verde. Arthur se volvió, aulló, dio un salto hacia atrás y aterrizó en el lomo del conejo. Lanzó otro aullido pero no encontró ningún sitio al que saltar.

—Ese también era yo —prosiguió la voz en tono bajo y amenazador—, como si no lo supieras…

—¿Saber? —inquirió Arthur con un respingo—. ¿Saber?

—Lo interesante de la reencarnación —le informó agriamente la voz— es que la mayoría de la gente, la mayor parte de los espíritus, no son conscientes de que también les ocurre a ellos.

Hizo una pausa para causar efecto. Por lo que a Arthur tocaba, ya había más que suficiente efecto.

—Yo me di cuenta —siseó la voz—, es decir, llegué a ser consciente. Poco a poco. Gradualmente.

Quienquiera que fuese, hizo otra pausa para tomar aliento.

—Difícilmente podía evitarlo, ¿verdad? —gritó—. ¡Si no deja de pasarte una y otra vez! En todas las vidas que he vivido, me ha matado Arthur Dent. En cualquier mundo, en cualquier cuerpo, en cualquier época que empiece a instalarme, ahí viene Arthur Dent y, zas, me mata.

»Resulta difícil no darse cuenta. Hay que refrescar un poco la memoria. Un poco de información útil. ¡Un poco de puñetera revelación!

»"Qué curioso", solía decir mi espíritu mientras volaba otra vez hacia el otro mundo en pos de otra infructuosa aventura acabada por Dent, en la tierra de los vivos, "ese hombre que acaba de atropellarme cuando saltaba por la carretera hacia mi charca preferida tenía un aspecto un poco familiar…". ¡Y poco a poco tenía que recomponer las piezas, Dent, asesino múltiple de mi persona!

Los ecos de su voz rugieron por los pasillos.

Arthur permanecía silencioso e impasible, meneando la cabeza con incredulidad.

—¡Ha llegado el momento, Dent —aulló la voz, alcanzando un tono de odio febril—, ha llegado el momento cuando por fin he sabido!

Lo que de pronto se abrió delante de Arthur era indescriptiblemente horrible; quedó boquiabierto e hizo gárgaras de horror. Pero ahí va una tentativa de describir lo horrendo que era. Era una cueva enorme, húmeda y palpitante en cuyo interior rodaba y se deslizaba una criatura grande en forma de ballena, viscosa y velluda sobre tumbas monstruosas y blancas. En lo alto de la cueva se erguía un amplio promontorio en el que se veían los recintos oscuros de otros dos antros pavorosos, que…

Arthur Dent comprendió de pronto que miraba a su propia boca, cuando debía dirigir la atención a la ostra viva que empujaban implacablemente a su interior.

Dio un grito, volvió hacia atrás tambaleándose y apartó la vista.

Cuando volvió a mirar, la apabullante aparición se había esfumado. El pasillo estaba oscuro y, por un momento, silencioso. Se hallaba solo con sus pensamientos. Eran sumamente desagradables y les hubiera venido bien una acompañante.

Cuando se produjo el ruido siguiente, vio que buena parte de la pared se abría pesadamente a un lado, revelando, de momento, un vacío tenebroso. Arthur lo contempló del mismo modo que un ratón mira a una perrera a oscuras.

Y la voz volvió a hablarle.

—Dime que fue una coincidencia, Dent. ¡Te desafío a que me digas que fue una coincidencia!

—Fue una coincidencia —se apresuró a decir Arthur.

—¡No lo fue! —replicó la voz, gritando.

—Lo fue —repitió Arthur—, lo fue…

—¡Si fue una coincidencia —rugió la voz—, entonces no me llamo Agrajag!

—Y es de suponer que afirmarías que ése era tu nombre.

—¡Sí! —murmuró Agrajag como si acabara de concluir un silogismo muy hábil.

—Pues me temo que sí se trató de una coincidencia —insistió Arthur.

—¡Ven aquí y repítelo! —aulló la voz, que de pronto llegaba otra vez a la apoplejía.

Arthur se adelantó y aseguró que fue una coincidencia, o al menos, casi lo dijo. Su lengua perdió pie hacia el final de la última palabra porque se encendieron las luces revelando el lugar en que había entrado.

Era la Catedral del Odio.

Era el producto de una mentalidad no sólo retorcida, sino dislocada.

Era enorme. Horripilante.

Albergaba una Estatua.

Dentro de un momento hablaremos de la Estatua.

La cámara, incomprensiblemente enorme, daba la impresión de haberse abierto en el interior de una montaña, y el motivo consistía en que así era precisamente como se había labrado. Al mirarla boquiabierto, Arthur tuvo la sensación de que le daba vueltas la cabeza.

Era negra.

Donde no lo era, uno se sentía inclinado a que lo fuese, pues los colores que resaltaban algunos detalles incalificables abarcaban de manera horrible todo el espectro de matices que desafían la vista, desde el Ultra Violento al Infra Muerto, pasando por el Púrpura Hepático, el Lila Odioso, el Amarillo Purulento, el Hombre Quemado y el Verde Gan.

Los detalles incalificables que destacaban esos colores eran gárgolas que habrían dejado sin almuerzo a Francis Bacon. Todas ellas miraban desde las paredes, desde los contrafuertes arbotantes y desde el sitial del coro hacia la Estatua, a la que llegaremos dentro de un momento.

Y si las gárgolas habrían dejado sin almuerzo a Francis Bacon, era evidente por el rostro de las gárgolas que la Estatua les habría dejado sin el suyo a ellas de haber estado vivas para poder comerlo, pero no lo estaban, y si alguien hubiera intentado servirles un poco, no lo habrían querido.

En torno a las paredes monumentales había grandes lápidas grabadas en memoria de aquellos que habían caído a causa de Arthur Dent.

Algunos de los nombres conmemorados estaban subrayados y marcados con asteriscos. Así, por ejemplo, el nombre de una vaca sacrificada de la que Arthur comió un filete estaba grabado de la manera más sencilla, mientras que el de un pez que Arthur atrapó con sus propias manos para luego pensar que no le gustaba y dejarlo al borde del plato, estaba doblemente subrayado con una decoración de tres series de asteriscos y una daga sanguinolenta, sólo para que quedara bien claro.

Pero lo más inquietante de todo, aparte de la Estatua, a la que vamos llegando poco a poco, era la clarísima implicación de que toda aquella gente y todas aquellas criaturas eran realmente la misma persona, repetida una y otra vez.

Y estaba igualmente claro que aquella persona, por injusto que fuese, estaba sumamente molesta y enfadada.

En realidad sería justo decir que había llegado a un grado de mal humor que jamás se había conocido en el Universo. Era un enfado de proporciones épicas, un fastidio ardiente, cauterizante, un desagrado que ahora abarcaba la totalidad del tiempo y del espacio en su resentimiento infinito.

Y tal disgusto recibía expresión plena en la Estatua que se encontraba en el centro de toda aquella monstruosidad: una estatua de Arthur Dent, y poco halagadora. Tenía diecisiete metros de alto. Ni un solo centímetro dejaba de estar atestado de insultos hacia el sujeto representado, y diecisiete metros de eso sería suficiente para que cualquier individuo se encontrara mal. Desde el hoyuelo a un lado de la nariz al corte vulgar de la bata, no había detalle de Arthur Dent que el escultor no hubiese denostado y envilecido.

Arthur aparecía como una gorgona, como un ogro maligno, rapaz, hambriento y sanguinario, practicando matanzas a su paso por un Universo inocente.

Con cada uno de los treinta brazos que el escultor le había dado en un acceso de fervor artístico, Arthur rompía la crisma a un conejo, cazaba una mosca, sacaba el hueso de la pechuga de un pollo, se quitaba un piojo del pelo o hacía algo que el interesado no llegaba a descifrar.

Sus muchos pies se dedicaban fundamentalmente a pisar hormigas.

Arthur se tapó los ojos con las manos, dejó caer la cabeza y la movió despacio de un lado a otro, entristecido y horrorizado ante aquella locura.

Y cuando volvió a abrir los ojos, enfrente de él estaba el cuerpo del hombre o de la criatura, o de lo que fuese, que supuestamente había estado persiguiendo todo el tiempo.

—¡AaaaaaarrrrrrJJJJJJ! —exclamó Agrajag.

Sea lo que fuese, tenía el aspecto de un murciélago gordo. Anduvo despacio, como un pato, alrededor de Arthur y le empujó con las garras encogidas.

—¡Oye… ! —protestó Arthur.

—¡AaaaaaarrrrrrJJJJJJ! ——explicó Agrajag.

Arthur lo aceptó a causa de que se hallaba bastante asustado por aquella aparición horrible y extrañamente estropeada.

Agrajag era negro, abotargado, correoso y estaba lleno de arrugas.

Sus alas de murciélago resultaban en cierto modo más pavorosas por ser torpes y estar rotas que si hubieran sido musculosas para agitar con fuerza el aire. Lo que asustaba era probablemente la tenacidad de su prolongada existencia en contra de todas las posibilidades físicas.

Tenía una dentadura de lo más asombrosa.

Parecía que cada uno de sus dientes procedía de un animal completamente distinto, y estaban situados en su boca en unos ángulos tan extraños, que daba la impresión de que, si alguna vez trataba de mascar algo, se desgarraría además la mitad de la cara y posiblemente se sacara un ojo también.

Cada uno de sus tres ojos era pequeño y agudo, y parecían tan saludables como un pez en un aligustre.

—Fue en un partido de criquet —dijo con voz áspera.

A primera vista parecía una idea tan descabellada, que Arthur se atragantó prácticamente.

—¡No con este cuerpo —chilló la criatura—, con este cuerpo no! Es el último que tengo. Mi última vida. Este es el cuerpo de la venganza. El cuerpo para matar a Arthur Dent. Mi última oportunidad. Además, he tenido que luchar para conseguirlo.

—Pero…

—¡Yo estaba en un partido de criquet! —rugió Agrajag—. Me hallaba un poco mal del corazón, pero ¿qué puede pasarme en un partido de criquet?, le dije a mi mujer. Y mientras estoy viéndolo, ¿qué pasa?

»De manera enteramente maliciosa, aparecen delante de mí dos personas como caídas de las nubes. Lo último de que me di cuenta antes de que mi corazón se detuviera por la impresión, fue que uno de ellos era Arthur Dent, que llevaba en la barba un hueso de conejo. ¿Coincidencia?

—Sí —contestó Arthur.

—¿Coincidencia? —gritó la criatura agitando penosamente sus alas rotas y abriendo una pequeña brecha en su mejilla derecha con un colmillo especialmente peligroso. Al examinarlo de cerca, cosa que esperaba evitar, Arthur notó que buena parte del rostro de Agrajag estaba cubierta con fragmentos de pegajosas tiritas de color negro.

Retrocedió, nervioso. Se tiró de la barba. Quedó pasmado al descubrir que seguía llevando en ella el hueso de conejo. Se lo quitó y lo tiró.

—Mira —dijo—, sólo es que el destino te juega malas pasadas. Y a mí también, a los dos. Es una absoluta coincidencia.

—¿Qué tienes contra mí, Dent? —gruñó la criatura avanzando penosamente hacia él como un pato.

—Nada —insistió Arthur—. Nada, de veras.

Agrajag le clavó sus ojos pequeños y brillantes.

—El matar repetidas veces a la misma criatura es un modo extraño de relacionarse si no se tiene nada contra ella. Diría que es un fenómeno muy raro de interacción social—. ¡También diría que es mentira!

—Pero escucha —repuso Arthur—, lo lamento mucho. Ha habido un malentendido tremendo. Tengo que irme. ¿Tienes reloj? Tengo que colaborar en la salvación del Universo.

Siguió retrocediendo.

Agrajag avanzó más.

—Hubo un momento —siseó—, hubo un instante en que decidí abandonar. Sí. No volvería más. Me quedaría en el otro mundo. ¿Y qué pasó?

Arthur indicó con casuales movimientos de cabeza que no tenía idea y que no quería tenerla. Vio que había retrocedido hasta dar con la piedra negra y fría labrada por quién sabe qué esfuerzo hercúleo en una caricatura monstruosa de sus zapatillas caseras. Alzó la vista hacia la horrenda parodia de su imagen que se erguía ante él. Aún tenía dudas sobre qué significaba el movimiento de una de sus manos.

—Me devolvieron a la fuerza al mundo físico —prosiguió Agrajag— en forma de un manojo de petunias. En un florero, debería añadir. Esa vida breve y feliz empezó, conmigo dentro del florero, suspendida a cuatrocientos cincuenta mil kilómetros sobre la superficie de un planeta especialmente sombrío. Una posición nada sostenible para un florero de petunias, podría pensarse. Y se tendría razón. Aquella vida terminó muy poco tiempo después, a cuatrocientos cincuenta mil kilómetros más abajo. Sobre los restos recientes de una ballena, debería añadir. Mi hermano espiritual.

Con aborrecimiento renovado, lanzó una mirada furibunda a Arthur.

—Al caer —rezongó—, no dejé de observar una astronave blanca, de aspecto ostentoso. Y mirando por una ventanilla de aquella nave fulgurante vi a un Arthur Dent con aire complacido. ¿¡¡Coincidencia!!?

—¡Sí! —aulló Arthur.

Volvió a alzar la vista y comprendió que el brazo que le tenía confuso representaba una caprichosa invocación a la existencia de un florero de petunias condenadas. No era una idea que saltara fácilmente a la vista.

—Debo marcharme —insistió Arthur.

—Podrás irte —repuso Agrajag— después de que te haya matado.

—No, eso no serviría de nada —explicó Arthur al tiempo que empezaba a subir por la piedra inclinada de su zapatilla— porque tengo que salvar el Universo, ¿comprendes? He de encontrar el Arco Plateado, eso es lo importante. Tarea difícil si estás muerto.

—¡Salvar el Universo! —espetó desdeñosamente Agrajag—. ¡Deberías haberlo pensado antes de empezar tu venganza contra mí! ¿Qué me dices de cuando estabas en Stavrómula Beta y alguien… ?

—Jamás he estado allí —dijo Arthur.

—…trató de asesinarte y tú te agachaste. ¿A quién crees que acertó la bala? ¿Qué has dicho?

—Que nunca he estado allí —repitió Arthur—. ¿De qué hablas? Tengo que marcharme.

Agrajag se detuvo en seco.

—Debes haber estado allí. Fuiste responsable de mi muerte, tanto allí como en cualquier otro sitio. ¡Un espectador inocente!

—Nunca he oído hablar de ese sitio —insistió Arthur—. Y desde luego, nadie ha intentado nunca asesinarme. Salvo tú. Tal vez vaya más adelante, ¿no crees?

Agrajag pestañeó despacio, en una especie de horror lógico y paralizado.

—¿No has estado en Stavrómula Beta… todavía? —musitó.

—No. No sé nada de ese sitio. Desde luego, nunca he estado en él, y no tengo intención de ir.

—Pues ya lo creo que irás —murmuró Agrajag con voz entrecortada—, claro que irás. ¡Rayos! ¡Te he traído aquí demasiado pronto!

Se tambaleó mirando frenéticamente alrededor, a su Catedral del Odio.

—¡Te he traído aquí demasiado pronto, maldita sea! —exclamó, empezando a gritar y a chillar.

Se recobró de pronto y lanzó a Arthur una funesta mirada de odio.

—¡Voy a matarte de todos modos! —rugió—. ¡Aunque sea una imposibilidad lógica voy a intentarlo de una puñetera vez! ¡Voy a volar toda esta montaña! —gritó—. ¡Veamos cómo sales de ésta, Dent!

Renqueó penosamente, como un pato, hasta llegar a lo que parecía un pequeño altar sacrificial de color negro. Gritaba de manera tan frenética, que realmente se estaba trinchando la Cara.

Arthur bajó de un salto de su ventajosa posición, del pie de su propia estatua, y echó a correr para tratar de contener a la enloquecida criatura.

Saltó sobre ella y derribó al extraño monstruo encima del altar.

Agrajag volvió a chillar, se revolvió con violencia durante breves instantes y lanzó a Arthur una mirada feroz.

—¿Sabes lo que acabas de hacer? —dijo entre gárgaras penosas—. Has venido y me has matado otra vez. Oye, ¿qué quieres de mí, sangre?

Volvió a agitarse con furia en un breve ataque de apoplejía, se estremeció y cayó, dando una fuerte manotada a un botón grande y rojo que había en el altar.

Arthur sufrió un sobresalto de horror y pavor, primero por lo que al parecer había hecho, y luego por el ruido de sirenas y campanas que de pronto cortaron el aire para anunciar alguna emergencia clamorosa. Lanzó una mirada frenética alrededor.

La única salida parecía ser el camino por donde había entrado. Se precipitó hacia él, tirando por el camino la fea bolsa de imitación de piel de leopardo.

Se apresuró al azar, caprichosamente, por el complejo laberinto, y parecía cada vez más encarnizadamente perseguido por bocinas de coche, sirenas y luces intermitentes.

De pronto, al volver una esquina vio luz delante de él.

No destellaba. Era la luz del día.