26
—No sé —declaró Zaphod por lo que le pareció trigésimo séptima vez—; podían haberme matado, pero no lo hicieron. Tal vez pensaran que yo era una especie de individuo maravilloso, o algo así. No logro entenderlo.
Los demás se limitaban a tomar nota en silencio de sus opiniones respecto a aquella teoría.
Zaphod estaba tumbado en el frío suelo del puente de mando. Su espalda parecía forcejear con el suelo cuando el dolor le atravesaba el cuerpo y le golpeaba en las cabezas.
—Creo —susurró— que esos fulanos sin gracia tienen algo fundamentalmente espectral.
—Están programados para matar a todo el mundo —indicó Slartibartfast.
—Podría ser —resolló Zaphod entre bofetadas de dolor. No parecía convencido del todo.
—Hola, nena —dijo a Trillian, deseando que aquello compensara su comportamiento anterior.
—¿Estás bien? —dijo ella cariñosamente.
—Sí —contestó Zaphod—. Estupendamente.
—Bien —repuso ella, retirándose a meditar.
Miró a la enorme visipantalla situada sobre las butacas de vuelo, giró un interruptor y empezaron a proyectarse imágenes locales. Una de ellas era la blancura de la Nube de Polvo. Otra, el sol de Krikkit. Otra, el propio Krikkit. En los intervalos se ponía furiosa.
—Bueno, pues ése es el adiós a la Galaxia —dijo Arthur, dándose una palmada en las rodillas y levantándose.
—No —dijo gravemente Slartibartfast—. Nuestro rumbo está claro.
En su frente se hicieron surcos suficientes para sembrar verduras de raíz pequeña. Se puso en pie, paseó de un lado para otro. Cuando volvió a hablar, lo que dijo le asustó tanto, que tuvo que sentarse otra vez.
—Hemos vuelto a fracasar de manera lastimosa. Muy penosa.
—Eso es porque no nos importa lo bastante —comentó Ford en voz baja—. Te lo dije.
Colocó los pies sobre el panel de instrumentos y con aire incierto empezó a hurgar algo que tenía en una uña.
—Pero a menos que decidamos tomar medidas —dijo el anciano en tono quejumbroso, como si luchara contra cierta indiferencia profunda de su naturaleza—, todos seremos destruidos, moriremos todos. Sin duda eso sí nos importa, ¿verdad?
—No lo suficiente para querer que nos maten por ello —repuso Ford, que esbozó una especie de falsa sonrisa exhibiéndola por toda la cámara para todo aquel que quisiera contemplarla.
Slartibartfast consideró ese punto de vista como sumamente sugestivo, y luchó contra él. Se volvió de nuevo a Zaphod, que rechinaba los dientes y sudaba de dolor.
—Seguro que tienes alguna idea —dijo el anciano— de por qué te han perdonado la vida. Es insólito. De lo más raro.
—Casi estoy por pensar que ni siquiera lo saben ellos —dijo Zaphod, encogiéndose de hombros—. Ya te lo he dicho. Me lanzaron una descarga muy débil, sólo para quitarme el sentido, ¿no? Me subieron a su nave, me dejaron tirado en un rincón y no me hicieron caso. Como si se sintieran molestos de tenerme allí. Si decía algo, me dormían otra vez. Tuvimos unas conversaciones magníficas. «¡Eh…, uf!» «¡Hola…, uf!» «Me pregunto…, ¡uf!» Me tuvieron entretenido durante horas, ¿sabes?
Volvió a encogerse de dolor.
Jugaba con algo que tenía entre los dedos. Lo sostuvo en alto. Era el Arco de Oro, el Corazón de Oro, el centro de la Energía de la Improbabilidad Infinita. Sólo eso y el Pilar de Madera habían escapado intactos de la destrucción.
—He oído que tu nave puede moverse un poco —dijo—. Así que, ¿qué te parece si me llevas zumbando a la mía antes de que vosotros…?
—¿Es que no vas a ayudarnos? preguntó Slartibartfast.
—¿A nosotros? —dijo bruscamente Ford—. ¿Quiénes somos nosotros?
—Me encantaría quedarme y ayudaros a salvar la Galaxia —insistió Zaphod, incorporando un poco la espalda—, pero tengo un par de dolores de cabeza y noto que se avecina un montón de jaquecas pequeñas. Pero la próxima vez que haga falta salvarla, ahí estaré. Oye, nena. ¿Trillian?
Ella volvió la cabeza brevemente.
—¿Sí?
—¿Quieres venir? ¿Al Corazón de Oro? ¿Emoción, aventura y desenfreno?
—Yo bajaré a Krikkit.