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Míentras Arthur corría como una flecha, bajando jadeante por la falda de la montaña, sintió que a sus espaldas se movía muy despacio toda la masa del promontorio. Hubo un trueno, un rugido, un movimiento confuso y un golpe de calor a lo lejos, por detrás y por encima de él. Siguió corriendo, enloquecido de miedo. La tierra empezó a desprenderse, y súbitamente comprendió la fuerza de la expresión «desprendimiento de tierras» de un modo que nunca se le había manifestado hasta entonces. Para él siempre había sido una frase, pero de pronto era horriblemente consciente de que, referido a la tierra, «desprenderse» es algo extraño y desagradable. Y eso hacía mientras él caminaba sobre ella. Se sintió enfermo de miedo y de temblores. El terreno se abrió, la montaña trastabilló. Arthur resbaló, cayó, se levantó, volvió a resbalar y echó a correr. Empezó la avalancha.

Piedras, pedruscos y peñas pasaban a su lado haciendo cabriolas como perritos torpes, sólo que muchísimo más grandes, duros y pesados, y casi infinitamente más capaces de matar si caían encima de uno. Los ojos de Arthur brincaban con ellos y sus pies bailaban al ritmo del suelo. Corría como si la carrera fuese una enfermedad terrible que le hiciera sudar, y su corazón latía con violencia al ritmo del sordo frenesí geológico que le rodeaba.

La lógica de la situación, es decir, que estaba claramente destinado a sobrevivir si ocurría el próximo incidente anunciado en la historia de su involuntaria persecución de Agrajag, no lograba imponerse en absoluto en su imaginación ni ejercer sobre él freno alguno que le contuviese. Siguió corriendo. El miedo a la muerte estaba en su interior, bajo él y sobre él, al tiempo que se aferraba a sus cabellos.

Y de pronto tropezó de nuevo y se vio precipitado hacia adelanté a causa de su considerable impulso. Pero justo en el momento en que estaba a punto de dar contra el suelo, asombrosamente duro, vio frente a él una bolsa de viaje azul que, con toda seguridad, había perdido en el departamento de entrega de equipajes del aeropuerto de Atenas unos diez años antes, según su cómputo personal del tiempo, y para su sorpresa esquivó el suelo por completo y flotó en el aire mientras su cerebro se echaba a cantar.

Lo que hacía era lo siguiente: estaba volando. Miró alrededor, sorprendido, pero no cabía duda de su actividad. No tocaba el suelo con ninguna parte del cuerpo, y ni siquiera estaba cerca de él. Sencillamente, se encontraba flotando mientras los pedruscos, con gran estruendo, surcaban el aire en torno a él.

Ahora podía hacer algo al respecto. Se remontó en el aire, sorprendido por la facilidad del movimiento, y entonces las piedras pasaron por debajo de él.

Miró hacia abajo con enorme curiosidad. Entre su cuerpo y el suelo estremecido había unos diez metros dé aire puro; es decir, era puro si se descontaban los pedruscos que no permanecían mucho tiempo en él, sino que descendían por la férrea ley de la gravedad, la misma que, súbitamente, al parecer había dado unas vacaciones a Arthur.

Con la precisión instintiva que inocula en la mente el instinto de conservación, se le ocurrió casi en seguida que no debía tratar de pensar en ello, pues si lo hacía, la ley de la gravedad miraría bruscamente en su dirección y le preguntaría qué demonios creía que estaba haciendo allá arriba, y todo se acabaría súbitamente.

De modo que se puso a pensar en los tulipanes. Era difícil, pero lo consiguió. Imaginó las firmes y agradables curvas de la base de los tulipanes, meditó sobre la interesante variedad de colores en que se producían y se preguntó qué porcentaje del número total de tulipanes que crecían, o habían crecido, en la Tierra se encontrarían en un radio de kilómetro y medio en torno a un molino de viento. Al cabo del rato se sintió peligrosamente aburrido de aquel razonamiento, notó que el aire se escapaba de debajo de su cuerpo, que descendía hacia la trayectoria de los peñascos saltarines, intentó con todas sus fuerzas no pensar en ello y en cambio recordó un poco el aeropuerto de Atenas, lo que le mantuvo provechosamente enfadado durante cinco minutos, al cabo de los cuales se sorprendió al descubrir que se hallaba flotando a unos doscientos metros del suelo.

Por un instante se preguntó cómo se las arreglaría para bajar otra vez, pero en seguida se apartó de aquel campo especulativo y trató de encarar la situación con firmeza.

Estaba volando. ¿Qué iba a hacer al respecto? Volvió a mirar el suelo. No lo hizo con mucha intensidad, pero en lo posible trató de lanzar una ojeada casual, de pasada, por decirlo así. No pudo dejar de ver un par de cosas. Una era que la erupción de la montaña se había extinguido; había un cráter a poca distancia de la cima, posiblemente donde la roca se había excavado por encima de la enorme catedral cavernosa, de su estatua y de la persona lamentablemente maltratada de Agrajag.

La otra era su bolsa de viaje, la que perdió en el aeropuerto de Atenas. Estaba graciosamente situada en un claro del terreno, rodeada de pedruscos agotados, aunque al parecer no la había alcanzado ninguno. No podía pensar en las razones de ello, pero como aquel misterio quedaba oscurecido en primer lugar por la monstruosa imposibilidad de que la bolsa se encontrara allí, no se trataba de un razonamiento para el cual tuviera fuerzas suficientes. El caso es que estaba allí. Y la fea bolsa de imitación de piel de leopardo parecía haber desaparecido, lo que estaba muy bien, aunque no entrara del todo dentro de lo explicable.

Se enfrentó con el hecho de ir a recogerlo. Y allí estaba él, volando a doscientos metros sobre la superficie de un planeta extraño cuyo nombre ni siquiera podía recordar. Pero no podía ignorar la postura melancólica de aquella parte diminuta de lo que había sido allí su vida, a tantos años luz de los restos pulverizados de su casa.

Además se dio cuenta de que, si aún se encontraba en las condiciones en que la perdió, la bolsa contendría una lata en cuyo interior permanecería el único aceite de oliva griego que quedaría en el Universo.

Empezó a descender poco a poco, con cuidado, centímetro a centímetro, balanceándose suavemente de un lado para otro como una nerviosa hoja de papel que fuese tanteando el camino hacia el suelo.

Todo iba estupendamente, se sentía bien. El aire le sujetaba, pero le abría paso. Dos minutos después flotaba a sólo medio metro de la bolsa, y encaró algunas decisiones difíciles. Fluctuó levemente. Frunció el ceño, pero también con toda la levedad posible.

Si recogía la bolsa, ¿podría llevarla? ¿Acaso no le llevaría el nuevo peso directamente al suelo?

¿Es que el simple hecho de tocar algo que estuviera en el suelo no haría desaparecer de repente la misteriosa energía que le mantenía en el aire?

¿Acaso no sería mejor actuar de manera sensata en aquel momento, abandonar el aire y volver al suelo por unos instantes? Y si lo hacía, ¿sería capaz de volver a volar?

Cuando consintió que aquella idea penetrara en su conciencia, experimentó un éxtasis tan sosegado, que no pudo soportar la idea de perderlo, tal vez para siempre. Esa preocupación le hizo ascender un poco, sólo para notar la sensación, el suave y sorprendente movimiento. Se balanceó y flotó. Intentó un descenso rápido.

El picado fue tremendo. Con los brazos extendidos hacia adelante, el pelo y la bata ondeando tras él, cayó del cielo, se combó entre una masa de aire a medio metro del suelo y volvió a remontarse, deteniéndose al término del arco y sujetándose. Sólo manteniéndose. Allí se quedó.

Era maravilloso.

Comprendió que aquél era el modo de recoger la bolsa. Descendería en picado y la cogería en el momento justo de enderezar el vuelo. La llevaría consigo. Tal vez vacilase un poco, pero estaba seguro de que podría mantenerse.

Ensayó unos picados más para hacer práctica y le salieron cada vez mejor. El aire en el rostro, junto con el vigor y la disposición de su cuerpo, le hacían sentir una intoxicación espiritual que no había sentido desde…, bueno, por lo que podía recordar, desde que había nacido. Vagó a merced de la brisa y sobrevoló la campiña que, según descubrió, era bastante desagradable. Tenía un aspecto yermo y desolado. Decidió no mirarla más. Se limitaría a recoger la bolsa y luego…, no sabía qué hacer después. Resolvió coger la bolsa y ver luego lo que pasaba.

Probó a ponerse contra el viento, tomó impulso y viró. Flotó. No se dio cuenta, pero entonces su cuerpo era como un sauce. Se acurrucó bajo la corriente de aire, se inclinó y se precipitó en picado.

El aire se apartaba a su paso haciéndole vibrar de emoción. El suelo fluctuó de modo incierto, ordenó sus ideas y se alzó suavemente para recibirle, brindándole la bolsa con las rajadas asas de plástico vueltas hacia él.

A mitad de camino hubo un momento de peligro inminente: dejó de creer en lo que estaba haciendo y por eso estuvo a punto de caer, pero se recobró a tiempo, pasó rozando el suelo, metió el brazo con suavidad entre las asas de la bolsa y empezó a remontarse de nuevo. No lo logró. Y de pronto se encontró en el suelo pedregoso, estremecido, arañado y lleno de moraduras.

En seguida se puso en pie, tambaleándose irremediablemente, balanceando la bolsa en un paroxismo de pesar y decepción. Súbitamente, sus pies quedaron sólidamente aferrados al suelo, como siempre lo habían estado. Su cuerpo parecía un abultado saco de patatas que se deslizaba tambaleante hacia el suelo, y su mente tenía toda la liviandad de una bolsa de plomo.

El vértigo le debilitaba y le hacía tambalearse. Intentó correr, sin éxito: notó que sus piernas estaban de pronto muy débiles. Tropezó y cayó hacia adelante. Entonces recordó que en la bolsa que ahora llevaba no sólo había una lata de aceite de oliva griego, sino también una ración de retsina libre de impuestos, y la agradable sorpresa que le causó el comprobarlo le impidió durante al menos diez segundos darse cuenta de que estaba volando otra vez.

Chilló y gritó de alivio y de placer, de puro deleite físico. Bajó en picado, viró, se deslizó e hizo remolinos en el aire. Se sentó descaradamente en una corriente ascendente e inspeccionó el contenido de la bolsa de viaje. Se sintió de la misma manera en que imaginaba que debía sentirse un ángel mientras ejecutaba su famosa danza sobre la cabeza de un alfiler al tiempo que los filósofos hacían el recuento de sus congéneres. Rió de placer al descubrir que la bolsa contenía efectivamente la lata de aceite y la retsina, al igual que unas gafas de sol rotas, un bañador lleno de arena, unas tarjetas postales arrugadas de Santorini, una toalla grande e impresentable, algunas chinas interesantes y varios trozos de papel con direcciones de gente a la que no volvería a ver, pensó con alivio, aunque el motivo fuese lamentable. Tiró las piedras, se puso las gafas de sol y dejó que el viento se llevara los pedazos de papel.

Diez minutos después, cuando vagaba sin rumbo por una nube, se plantó en su espalda una gran fiesta sumamente vergonzosa.