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Incluso cuando la Nave Bistromática sobrevolaba su objetivo, situado en la cima de una pequeña colina en el asteroide de kilómetro y medio de anchura que describía una órbita solitaria y eterna en torno al cerrado sistema estelar planetario de Krikkit, sus tripulantes comprendieron que sólo llegaban a tiempo de presenciar un acontecimiento histórico inevitable.
No tenían idea de que iban a ver dos.
Quedaron impotentes, fríos y solos al borde de la colina, contemplando la actividad que se desarrollaba a sus pies. Lanzas de luz describían arcos siniestros en el vacío desde un lugar que sólo estaba a cien metros debajo y delante de ellos.
Miraron el acontecimiento cegador.
Una extensión del campo energético de la nave les permitía estar allí mediante una nueva explotación de la predisposición de la mente a que le gasten bromas: los problemas de caer a la masa diminuta del asteroide o de no poder respirar se convirtieron sencillamente en Problemas de Otro.
La nave blanca de Krikkit estaba situada entre los desolados despeñaderos del asteroide, destellando bajo los arcos luminosos o desapareciendo en la sombra. La negrura de las sombras marcadas que arrojaban los duros riscos ejecutaban una danza conjunta cuando los arcos de luz pasaban en torno a ellos.
Los once robots blancos llevaban en procesión la Llave Wikket hacia el centro de un círculo de luces oscilantes.
La Llave Wikket se reconstruyó. Sus componentes relucían y brillaban: el Pilar de Acero (o pierna de Marvin) de la Fuerza y del Poder, el Arco de Oro (o el corazón de la Energía de la Improbabilidad Infinita) de la Prosperidad, el Pilar Perspex (o el Cetro de Justicia de Argabuthon) de la Ciencia y de la Razón, el Arco de Plata (o Premio Rory por El uso más gratuito de la palabra «Joder» en un guión cinematográfico serio) y el ya recompuesto Pilar de Madera (o cenizas de un tronco quemado que simboliza la muerte del críquet inglés) de la Naturaleza y de la Espiritualidad.
—Supongo que no podremos hacer nada a estas alturas, ¿verdad? —preguntó Arthur con voz nerviosa.
—No —suspiró Slartibartfast.
La expresión decepcionada que apareció en el rostro de Arthur fue un completo fracaso, y como se encontraba en la sombra dejó que se transformara en una de alivio.
—Lástima —dijo.
—Estúpidamente, no tenemos armas —sentenció Slartibartfast.
—Maldita sea —apostilló Arthur en voz muy baja.
Ford no dijo nada.
Trillian tampoco abrió la boca, pero tenía un aire extrañamente claro y reflexivo. Miraba más allá del asteroide, al vacío del espacio.
El asteroide giraba en torno a la Nube de Polvo, que rodeaba la envoltura de Tiempo Lento, que a su vez encerraba el mundo en que vivían los habitantes de Krikkit, los Amos de Krikkit y sus robots asesinos.
El impotente grupo no tenía medio de saber si los robots de Krikkit habían notado su presencia. Sólo podían suponer que sí, pero que de acuerdo con las circunstancias los enemigos sabían que no tenían nada que temer. Debían realizar una misión histórica, y podían mirar con desprecio a su público.
—Es horrible el sentimiento de impotencia, ¿verdad? —dijo Arthur, pero los demás no le hicieron caso.
En medio de la zona de luz a la que se acercaban los robots, se abrió en el suelo una grieta en forma de cuadrado. La grieta fue haciéndose cada vez más visible y pronto resultó que un bloque de terreno, de unos dos metros cuadrados, se iba elevando poco a poco.
Al mismo tiempo percibieron otro movimiento, pero era casi subliminal, y por unos instantes no estuvo claro si era aquello lo que se movía.
Luego, sí.
El asteroide se movía. Se acercaba despacio a la Nube de Polvo, como si tirara de él un pescador celestial arrastrándolo con su caña a las profundidades.
Iban a hacer en la vida real el viaje por la Nube de Polvo que ya habían hecho en la Cámara de Ilusiones Informáticas. Permanecieron en silencio, paralizados. Trillían frunció las cejas.
Pareció que pasaba una eternidad. Los acontecimientos empezaron a sucederse con vertiginosa lentitud cuando el costado principal del asteroide penetró en el vago y blando perímetro exterior de la Nube.
Y pronto se vieron inmersos en una oscuridad tenue y vacilante. Fueron atravesándola, débilmente conscientes de formas vagas y de espirales indistinguibles en la oscuridad salvo con el rabillo del ojo.
El polvo amortiguaba los haces de brillante luz. Los haces de brillante luz destellaban sobre las innumerables motas de polvo.
Una vez más, Trillian contempló el pasadizo desde lo más profundo de sus ceñudos pensamientos.
Y llegaron al final. No estaban seguros de si habían tardado un minuto o media hora, pero lo habían atravesado para encontrarse con un vacío nuevo, como si el espacio hubiese concluido su existencia delante de ellos.
Y entonces las cosas se sucedieron con rapidez.
Un haz de luz cegadora casi pareció estallar de la masa que se había alzado a un metro del suelo, y de su interior brotó un bloque de Perspex más pequeño que despedía colores deslumbrantes y retozones.
El bloque tenía unas ranuras profundas, tres hacia arriba y dos atravesadas, con idea evidente de albergar la Llave Wikket. Los robots se acercaron a la Cerradura, introdujeron la Llave y retrocedieron. El bloque giró sobre sí mismo con voluntad propia y el espacio empezó a alterarse.
El espacio recobró la existencia pareciendo revolver en sus órbitas los ojos de los observadores. Se encontraron mirando, cegados, a un sol deshilachado que se presentó ante ellos donde sólo segundos antes ni siquiera había habido espacio vacío. Pasaron unos momentos antes de que se dieran cuenta suficiente de lo que había pasado y se pusieran las manos sobre los ojos aterrorizados y ciegos. En esos breves instantes percibieron que una mota diminuta cruzaba despacio el ojo de aquel sol.
Retrocedieron tambaleantes y oyeron resonar en sus oídos el tenue e inesperado canto de los robots, que gritaban al unísono.
—¡Krikkit! ¡Krikkit! ¡Krikkit! ¡Krikkit!
El sonido les dio escalofríos. Era áspero, frígido, vacío; era mecánico y lúgubre.
También era triunfal.
Quedaron tan pasmados por aquellas dos conmociones sensoriales, que casi se perdieron el segundo acontecimiento histórico.
Zaphod Beeblebrox, el único hombre de la historia que sobrevivió a un ataque de los robots asesinos, salió corriendo de la nave de guerra de Krikkit. Empuñaba una pistola Mata.
—Vale —gritó—. La situación está absolutamente controlada, igual que este momento del tiempo.
El único robot que guardaba la escotilla de la nave blandió en silencio el bate aplicándolo a la nuca izquierda de Zaphod.
—¿Quién diablos ha hecho eso? —dijo la cabeza izquierda, cayendo hacia adelante de mala manera.
La cabeza derecha miró atentamente hacia una distancia media.
—¿Quién ha hecho qué? —dijo.
El bate llegó a la nuca derecha.
Zaphod midió el suelo con todo su cuerpo, adoptando una forma bastante extraña.
Al cabo de unos segundos concluyó todo el acontecimiento. Unas cuantas descargas de los robots fueron suficientes para destruir la Cerradura para siempre. Se partió, se fundió y sus piezas se dislocaron.
Sombríamente y, casi podría decirse, con aire decepcionado, los robots se encaminaron de vuelta a la nave de guerra, que desapareció con un zumbido.
Trillian y Ford descendieron frenéticamente por la inclinada cuesta hacia el cuerpo oscuro y quieto de Zaphod Beeblebrox.