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Arthur tuvo la súbita sensación de que el cielo se había apartado para dejarlos pasar.

Le pareció que las partículas de su cerebro y los átomos del cosmos fluían juntos.

Pensó que flotaba en el viento del Universo, y que el viento era él.

Creyó ser uno de los pensamientos del Universo, y que el Universo era idea suya.

La multitud del campo del Lord's Cricket supuso que acababa de aparecer y desaparecer otro restaurante en la parte norte de Londres, como suele pasar tan a menudo, y que se trataba de un Problema de Otro.

—¿Qué ha pasado? —susurró Arthur, lleno de temor reverente.

—Hemos despegado —repuso Slartibartfast.

Arthur yacía, quieto y alarmado, en el sofá de aceleración. No estaba seguro de si tenía un mareo de espacio o de religión.

—Buen cacharro —comentó Ford en un intento inútil de ocultar el grado en que le había impresionado el despegue que acababa de efectuar la nave de Slartibartfast—, lástima de decorado.

Durante unos instantes el anciano no contestó. Miró fijamente los instrumentos con el aire de quien intentara pasar de memoria de la escala Fahrenheit a la centígrada mientras su casa está en llamas. Luego le desaparecieron las arrugas de la frente y miró un momento la gran pantalla panorámica que tenía delante y por la cual se veía un pasmoso abigarramiento de estrellas que fluían en torno a ellos como hilos de plata.

Sus labios se movieron como si fuese a decir algo. De pronto sus ojos volvieron alarmados a los instrumentos y frunció el entrecejo, pero ése fue el único cambio en su expresión. Miró de nuevo la pantalla. Se tomó el pulso. Por un momento arrugó más el ceño, luego se tranquilizó.

—Es un error intentar comprender las máquinas —dijo—, no me dan más que quebraderos de cabeza. ¿Qué decías?

—La decoración —repuso Ford—. Es una lástima.

—En lo más profundo y fundamental de la mente y del Universo —dijo Slartibartfast—, hay una razón para ello.

Ford lanzó una mirada brusca alrededor. Pensó que aquello era ver las cosas desde un ángulo optimista.

El interior de la cabina de navegación era verde oscuro, rojo vivo y marrón ceniciento; estaba atestado y tenía iluminación indirecta. Inexplicablemente, la semejanza con un pequeño bar italiano no se había acabado a la entrada. Pequeñas zonas de luz enfocaban tiestos con plantas, baldosas enceradas y toda clase de pequeños objetos de bronce sin identificación posible.

Botellas con fundas de rafia acechaban horriblemente entre las sombras.

Los instrumentos que ocuparan la atención de Slartibartfast parecían montados en el fondo de botellas sujetas con cemento. Ford alargó la mano y lo tocó.

Cemento falso. Plástico. Botellas falsas insertas en cemento falso.

Lo más profundo y fundamental de la mente y del Universo puede irse a paseo, pensó para sí, esto es basura. Por otro lado, no se puede negar que la manera en que ha despegado la nave hace que el Corazón de Oro parezca un cochecito eléctrico.

Se levantó del sofá. Se limpió el polvo. Miró a Arthur, que cantaba en voz baja. Miró a la pantalla y no reconoció nada. Miró a Slartibartfast.

—¿Qué distancia hemos recorrido hasta ahora? —preguntó.

—Unos… —contestó Slartibartfast—, unos dos tercios del camino del disco galáctico, diría yo, aproximadamente. Sí, creo que alrededor de dos tercios.

—Qué raro —comentó Arthur con voz queda—; cuanto más lejos y más de prisa se viaja por el Universo, más inmaterial parece la posición individual en él, y uno se llena de un profundo o, mejor dicho, se vacía de…

—Sí, es muy raro —convino Ford—. ¿A dónde vamos?

—Vamos a enfrentarnos con una antigua pesadilla del Universo —contestó Slartibartfast.

—¿Y dónde vas a dejarnos?

—Necesitaré vuestra ayuda.

—Malo. Mira, hay un sitio al que puedes llevarnos y donde podemos divertirnos, estoy tratando de acordarme; allí podemos emborracharnos y tal vez escuchar un poco de música sumamente perniciosa. Espera, voy a mirarlo.

Sacó su ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico y buscó rápidamente en la parte del índice que trataba esencialmente de sexualidad, drogas y rock and roll.

—Entre la bruma del tiempo ha surgido una maldición —anunció Slartibartfast.

—Sí, lo supongo. Oye —dijo Ford, encontrando por casualidad la referencia de un artículo especial—, ¿has conocido alguna vez a Excéntrica Gallumbits? ¿La puta de tres tetas de Eroticón Seis? Algunos dicen que sus zonas erógenas empiezan a unos seis kilómetros de su cuerpo. Yo no estoy de acuerdo, diría que a unos siete y medio.

—Una maldición que sumirá a la Galaxia en el fuego y la destrucción y que posiblemente llevará al Universo a una muerte prematura —dijo Slartibartfast, añadiendo—: Lo digo en serio.

—Parece que se pasará un mal rato; con suerte, estaré lo bastante borracho como para no darme cuenta —repuso Ford. Señaló con el dedo en la pantalla de la Guía y agregó—: Este sería un sitio realmente depravado para ir, y creo que deberíamos visitarlo. ¿Qué dices, Arthur? Deja de murmurar mantras y presta atención. Te estás perdiendo un asunto importante.

Arthur se incorporó en el sofá y sacudió la cabeza.

—¿A dónde vamos? —preguntó.

—A enfrentarnos con una antigua pe…

—¡Basta! —exclamó Ford—. Arthur, vamos a dar un paseo por la Galaxia, a divertirnos un poco. ¿Puedes digerir esa idea?

—¿Por qué está tan inquieto Slartibartfast? —preguntó Arthur.

—Por nada —dijo Ford.

—La destrucción. Vamos —dijo Slartibartfast en un tono súbitamente autoritario—, tengo que enseñaros y contaros muchas cosas.

Se dirigió a una escalera de caracol de hierro forjado que estaba incomprensiblemente situada en medio de la cabina de navegación y empezó a subir. Arthur le siguió con el ceño fruncido. De mala gana, Ford guardó la Guía en su bolso.

—Me ha dicho el médico que tengo mal formada una glándula del deber social y una deficiencia congénita en la fibra moral —murmuró para sí—, y que por tanto estoy excusado de salvar universos.

No obstante, subió tras ellos.

Lo que encontraron arriba era sencillamente estúpido, o eso parecía, y Ford meneó la cabeza, se puso las manos en la cara y tropezó con un tiesto, aplastándolo contra la pared.

—La sala de cálculo central —dijo Slartibartfast, sin inmutarse—. Aquí es donde se verifican todos los cálculos que afectan a la nave en cualquier aspecto. Sí, sé lo qué parece, pero en realidad es un complejo mapa topográfico en cuatro dimensiones de una serie de funciones matemáticas sumamente complejas.

—Parece un chiste —observó Arthur.

—Sé lo que parece —repuso Slartibartfast, entrando.

En ese momento Arthur tuvo súbitamente una vaga intuición de su posible significado, pero se negó a creerlo. El Universo no podía funcionar así, pensó, era imposible. Eso, consideró para sí, sería tan absurdo como, tan absurdo como… Agotó esa línea de argumentación. La mayoría de las cosas verdaderamente absurdas que se le ocurrían ya habían sucedido.

Y ésta era una de ellas.

Era una amplia jaula de cristal, o una caja; una habitación, en realidad.

Había una mesa, larga. En torno a ella, una docena de sillas de madera combada. Encima, un mantel mugriento a cuadros rojos y blancos con algunas quemaduras de cigarrillo, cada una de ellas probablemente dispuesta en una posición calculada con exactitud matemática.

Sobre el mantel había media docena de platos italianos a medio comer, rodeados de barras de pan a medio comer y de vasos de vino a medio beber, en los que ramoneaban con desgana unos robots.

Todo era enteramente artificial. Un camarero, un sommelier y un maitre, robots los tres, atendían a los comensales robots. Los muebles eran artificiales, así como el mantel, y cada detalle de la comida exhibía claramente todas las características mecánicas de, digamos, un pollo sorpreso, sin que lo fuese en realidad.

Todos participaban conjuntamente en una pequeña danza con movimientos complicados que comprendían la manipulación de menús, cuadernos de cuentas, billeteras, libros de cheques, tarjetas de crédito, relojes, lapiceros y servilletas de papel; parecían estar de continuo al borde de la violencia, pero en realidad nunca pasaba nada.

Slartibartfast se apresuró a entrar y luego pareció pasar el rato de manera bastante ociosa con el maitre, mientras que uno de los comensales robots se deslizaba despacio bajo la mesa aludiendo a lo que iba a hacer a un individuo en relación con cierta chica.

Slartibartfast ocupó el sitio que quedó vacante de ese modo y echó una astuta ojeada al menú. De manera casi imperceptible sé aceleró el ritmo de los movimientos en torno a la mesa. Estallaron discusiones, algunos trataron de demostrar cosas en las servilletas. Gesticulaban con furia y trataban de examinar los trozos de pollo que tenía el vecino. La mano del camarero empezó a moverse sobre el cuaderno de cuentas con mayor rapidez de la que podía desarrollar la mano del hombre, y a más velocidad de la que podía seguirla el ojo humano. La marcha se incrementó. De pronto, una cortesía extraordinaria e insistente se apoderó del grupo y segundos más tarde pareció que se había logrado un momento de armonía. Una vibración nueva sacudió el interior de la nave.

Slartibartfast salió de la habitación de cristal.

—Bistromática —anunció—. La fuerza de cálculo más poderosa que conoce la paraciencia. Vamos a la Cámara de Ilusiones Informáticas.

Echó a andar llevándolos pasmados tras de sí.