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img31.pngencía y Nalia se convirtieron en buenas amigas. Muy pronto entrarían a formar parte de una misma familia. Serían primas y estaban encantadas de preparar juntas sus respectivas bodas.

Las costureras del castillo no daban abasto para hacer tantos vestidos. Las damas de la reina y de Jimena se ofrecieron colaborar, encargándose especialmente de bordados y filigranas.

Jaime no quería esperar. Era un caballero del rey y sabía que en cualquier momento podía ser llamado a combatir. Tanto árabes como cristianos parecían estar disfrutando de un tiempo de descanso, pero eso no duraría mucho. Ni los unos ni los otros estaban dispuestos a apaciguar su sed de conquista, por lo que la pase hacía imposible en un futuro próximo.

Aprovechando que los de Moriel contaban en el castillo con tan ilustres visitantes, se había decidido organizar la boda cuanto antes. El acontecimiento se celebraría con grandes festejos, en los que tomarían parte los vasallos y todo el pueblo de Moriel.

Jaime era muy respetado por sus siervos. Le admiraban por su valentía y arrojo en el combate, siendo considerado, al igual que su padre, como un hombre justo y generoso. Los habitantes del pueblo y también del castillo sentían curiosidad por Nalia. Cuchicheaban entre ellos acerca de su belleza y en voz baja la llamaban "la mora".

No entendían que su amo no se casara con una noble castellana. No obstante, respetaban a Nalia porque muy pronto se convertiría en la esposa del heredero de Moriel. Confiaban en la elección de su señor y esperaban que fuera tan bondadosa como la actual señora.

— Me alegra muchísimo verte tan feliz, Nalia —le comentó un día Jimena mientras bordaban en el saloncito de la reina—. Jaime y tú estabais predestinados el uno para el otro, como nos ocurrió a Rodrigo y a mí. Entre nosotros también surgieron muchos problemas que parecían insalvables. Por suerte, nuestro amor logró superarlos y nos unió para siempre.

— Somos muy felices, es cierto —reconoció Nalia—, pero yo aún tengo una espina en el corazón que no lograré arrancar hasta que pueda contarle a Jaime toda la verdad.

Jimena detuvo la aguja en una de las puntadas de su bordado miró a Nalia con expresión compasiva.

— Te comprendo, querida; un corazón noble y honesto como el tuyo no se exaltará de completa alegría hasta que se desahogue con el hombre amado. Sé lo que sientes y me apena, pero por la seguridad de ambos debes seguir los consejos de Rodrigo.

— Comprendo que es lo más prudente; sin embargo, mi felicidad no será completa hasta que Jaime conozca mi pasado y mis orígenes. De hecho yo no me casaría sin haber hablado con él antes acerca de este asunto.

— ¡No, por favor, no lo hagas! —exclamó Jimena con vehemencia—. Si él lo supiera sería una cuestión de honor solucionar de una manera o de otra los asuntos de su esposa. No podrís evitarlo, Nalia; Jaime es un caballero. Puedes deducir muy bien cuál podría ser el resultado.

Nalia se llevó las manos a la cara y lloró con desesperación. Jimena se acercó a ella y la abrazó con ternura.

— Vamos, Nalia, por favor, no te disgustes. Jaime te quiere, te ha aceptado como eres, con todos los inconvenientes que una decisión de tal calibre lleva consigo. Su amor es tan sincero que por él ha luchado contra las más enraizadas tradiciones, contra nuestras severas jerarquías e incluso contra su propia familia. Sabes perfectamente que estas uniones apenas se dan ni en nuestra sociedad ni en la vuestra. Sólo un gran amor ha logrado quebrantar las reglas tan rígidas que nos gobiernan. Por favor, no te sientas culpable porque no lo eres.

A pesar de la alegría que Nalia intentaba mostrar, para Jaime no pasaron inadvertidas las ojeras que ensombrecían sus ojos.

— ¿Qué te ocurre, cariño? Te noto triste y tus ojos están inflamados, como si hubieras estado llorando.

Nalia tomó su mano y se la llevó suavemente a su rostro.

— Nada de eso. Soy muy feliz y no tengo ningún motivo para llorar.

Jaime suspiró en profundidad, la apoyó contra la pared e hizo que le mirara directamente a los ojos.

— ¿Hay algo que te preocupe?, ¿algo que yo deba saber?

Nalia estuvo a punto de perderse en la profundidad verde de los ojos de Jaime y contarle la verdad. En esos momentos, lo que más deseaba en el mundo era sincerarse con él. Pensaba mucho en ello y, desgraciadamente, había llegado a la conclusión de que no sería verdaderamente feliz hasta que él supiera absolutamente todo sobre su vida.

— Nada, amor —contestó por fin—. Lo que ocurre es que me emociona tu amor y las atenciones de tu familia hacia mí. Quisiera que mi padre y mi hermana lo vieran y pudieran agasajaros a todos como os merecéis.

Jaime sonrió con alivio y la abrazó con fuerza.

— ¿Eso es todo? Vamos, amor mío; después de haber estado viviendo en tu casa durante tanto tiempo, me siento lo suficientemente agasajado. Tu padre es un buen hombre, Nalia, y yo lo aprecio mucho, al igual que a Zelima. Ellos sólo tuvieron atenciones conmigo y con mis hombres. Nunca lo olvidaré.

Su padre y su hermana se habían ganado siempre el respeto el cariño de todos los que los conocían. Para Nalia suponía un enorme orgullo que su generosidad y su bondad conmovieran los corazones más hostiles, como los de los arrogantes castellanos cuando entraron en Toledo. Aquella fecha parecía muy lejana, Nalia agradecía ahora que a Jaime le hubiera gustado su casa para instalarse eventualmente.

Las celebraciones de la boda darían comienzo con una cacería.

— Sé que no eres muy aficionada, Nalia, pero no desearía pasar todo el día sin ti. Si lo prefieres...

— Tengo buena puntería y hace mucho que no cazo. Iré encantada, cariño. Quiero estar contigo.

Su futura esposa era una joya. Estarían juntos y además disfrutarían del día.

Los ojeadores y los monteros, guiados por el montero mayor, encabezaban el numeroso grupo que se dirigía hacia los tupidos bosques cerca de Moriel.

Montada en su bonita yegua y escoltada por Jaime, Nalia miró con envidia su informal vestimenta. En vez de su vestido, que la incomodaría si tuviera que bajarse del caballo y le impediría andar con soltura entre la maleza, hubiera preferido llevar ropa más cómoda. Jaime no se andaba con ceremonias cuando se trataba de salir a cazar. Utilizaba calzas marrones de tela ligera y camisa blanca de lino sobre la que iba un jubón de cuero sin mangas. Estos iban ceñidos a la cintura por medio de un cinturón de cuero del que colgaba un largo cuchillo.

— También estás muy guapo vestido así —le dijo dirigiéndole una mirada insinuante—, y además... ¡qué comodidad!

Jaime no pudo reprimir las carcajadas.

— ¡Eres increíble, amor! ¿Serías capaz de salir vestida como un hombre con tal de ir más cómoda? —preguntó con un cierto tono admirativo.

— ¿Me dejarías hacerlo?

— ¡Por supuesto que no!

— ¿Entonces qué importancia tiene lo que yo desee? —pregunta su vez fingiéndose ofendida.

Jaime acercó su caballo a la yegua y tomó la mano de Nalia.

— Deseo que estés a gusto, cómoda y feliz, pero reconocerás que tú y yo ya hemos dado suficientes escándalos, ¿no crees?

Con gesto solemne Nalia movió la cabeza afirmativamente.

— Tienes razón. Creo que por ahora no haré ninguna travesura.

Espoleando a su caballo se alejó riendo de Jaime. Él la alcanzó enseguida y siguiendo la senda que abría uno de los ojeadores, se adentraron en la espesura. Desperdigados entre los árboles y las colinas, los cazadores disparaban a las piezas que espantaban los ojeadores. Con las armas listas y el oído atento, Nalia y Jaime abatieron varios conejos y algunas perdices.

Volvían para reunirse con los demás en el claro donde se dispondría la comida, cuando un ruido procedente de unos altos arbustos asustó a los caballos.

— Detente, Nalia, colócate detrás de mí.

Los caballos retrocedían atemorizados. Habían acechado el peligro y apenas obedecían a las riendas.

— Vayámonos y dejemos la pieza —sugirió Jaime—. No quiero ponerte en peligro.

No hubo tiempo. Un enorme jabalí salió desde detrás de los arbustos y arremetió pesadamente contra el caballo de Jaime. Con el arco preparado, el caballero tuvo tiempo de disparar, pero el animal se movió a tal velocidad que sólo pudo herirlo superficialmente.

Al sentir las primeras dentelladas del jabalí, el caballo relinchó de dolor y levantó las patas delanteras. Jaime intentó asirse fuertemente de las riendas, pero en su ansiedad por no soltar las armas que llevaba en las manos, cayó de la montura, perdiendo en su caída el arco y las flechas. Su mano se dirigió velozmente hacia el puñal que portaba en la cintura y se enfrentó al animal. Logró herirlo de nuevo, lo que provocó que se embraveciera aún más. El jabalí embestía violentamente y hería a Jaime una y otra vez.

Con la ballesta en la mano, Nalia temía disparar. Estaba horrorizada, pero sabía que tenía que conservar la calma. Si se equivocaba unos centímetros podía fácilmente herir a Jaime.

Despacio, descendió del caballo, se acercó sigilosa con el arma lista y disparó por detrás. Nalia dio limpiamente en el blanco. El animal emitió un agónico gruñido y cayó pesadamente sobre Jaime.

Aturdido y exhausto, el caballero logró quitarse el jabalí de encima, pero no tuvo fuerzas suficientes para levantarse. Sin perder tiempo, Nalia corrió hacia su yegua y cogió la bolsa donde siempre llevaba sus medicinas.

— No te muevas, Jaime. Voy a mirarte las heridas —le rogó, arrodillándose a su lado mientras rasgaba su camisa.

— Me has salvado la vida, amor —murmuró él, empapado en sudor y con sangre por todas partes—. Creo que las heridas no son muy profundas. Por favor, no te preocupes.

— Gracias a Dios no lo son. De todas formas, he de curarlas cuanto antes.

Con habilidad, limpió primero las del cuello y luego las de los brazos. Al ser de cuero, el jubón había resistido el ataque del animal, por lo que en el cuerpo apenas había algún rasguño. A continuación le aplicó un ungüento desinfectante y las vendó con tiras de lino.

— Eres un ángel, Nalia. Lo supe nada más verte. Gracias por todo, amor mío.

La joven lo besó suavemente en los labios y le ayudó incorporarse.

Sancho los había dejado solos a propósito. Había oído quejarse a Jaime muchas veces del poco tiempo que disponía para estar con Nalia y había pensado que ese día era una buena oportunidad para que se perdieran por el bosque. Al volver al castillo y enterarse de lo que había sucedido su genio se encendió.

— ¡Maldita sea!, no tenía que haberme alejado de ellos.

Mas tarde, Jaime intentó razonar con él.

— Queríamos estar solos. Lo que ocurrió fue tan sólo un accidente.

— Vuestras vidas estuvieron en peligro, y si no llega a ser por la valentía y la puntería de Nalia, a estas horas estarías muerto, y ella puede que también.

— Otra mujer hubiera huido despavorida. Nalia mantuvo la calma, tuvo el coraje de bajarse del caballo, acercarse y disparar certeramente —expuso Jaime con orgullo—. Es un sueño haberla encontrado, Sancho. No hay otra mujer como ella.

Sancho adoraba a Nalia. Solterón a ultranza, nunca había depositado su afecto y su admiración en una mujer. Para él todas eran iguales, quizás porque había tenido muy pocas oportunidades de tratarlas. Con Nalia era diferente. Había convivido con ella había llegado a apreciar su arrojo para enfrentarse a todos ellos, su dulzura y su bondad. Su lealtad le pertenecía, y siempre la defendería por encima de todo.

Esa noche, todos brindaron a su salud. El valor de Nalia había subido como la espuma. Si bien había sido aceptada hacía tiempo, para Pedro de Moriel y para su mujer ya no era concebible ninguna otra nuera que no fuera Nalia de Toledo.

Nalia era la encargada de curar a Jaime cada día. Ella le dedicaba toda su atención y delicadeza, y el caballero aprovechaba para disfrutar juntos a solas.

— Si no dejas de acariciarme no te pondré bien la venda —se quejaba un día Nalia mientras trataba de esquivar las manos del fogoso caballero.

— No quiero que se me curen las heridas. Esta es una excusa maravillosa para que vengas a mi cuarto cada día —dijo acercándola él y besándola en el cuello.

— No olvides que la puerta está abierta.

— Lo sé, pero nadie osaría molestarnos.

— ¿Estás seguro?

— Ven aquí, amor mío —le ordenó inclinándola hacia él apoderándose de sus labios con pasión. Nalia le igualaba en ardor, aunque sabían que, por respeto a la familia, no podían consumar allí su amor.

Gracias a las atenciones de Nalia, Jaime se curó en pocos días. Inició con cuidado sus ejercicios en el patio y poco a poco fue endureciendo los entrenamientos.

Sancho y Jaime detuvieron sus espadas al escuchar las sonoras carcajadas de un grupo de caballeros.

— ¿De qué se reirán esos mentecatos? —inquirió Sancho de mal humor.

— ¡Eh...! ¿Se puede saber qué os provoca tanta risa? —les preguntó Jaime desde lejos.

Los caballeros se acercaron mientras continuaban riendo.

— Al parecer Artal Jaranegra lleva algún tiempo escondido en uno de sus castillos herido por el certero disparo de una flecha de ballesta.

Jaime miró a Sancho sin comprender.

— ¿Y qué tiene eso de gracioso?

— Pues que fue una mujer la que le disparó. Según los rumores le destrozó el hombro derecho y de haber querido le hubiera matado. Al parecer debe ser una mujer excepcional.

Los hombres irrumpieron de nuevo en carcajadas.

— A saber lo que le habría hecho ese bellaco —comentó otro.

Jaime ya no los escuchaba. Había palidecido de inmediato, su reacción fue instantánea. Con la espada aún en la mano se giró bruscamente con la intención de entrar en la torre.

Sancho comprendió lo que había pasado por su mente y lo detuvo.

— Espera, Jaime. Antes de que cometas una estupidez necesitas saber algo.

— Sólo sé que algo ha ocurrido entre Nalia y Artal. Por razones que desconozco ella lo ha herido y de nuevo vuelve a ocultarme secretos que jamás deberían existir entre marido y mujer —contestó preso de una violenta agitación—. No hay ninguna otra mujer en Castilla que dispare como ella.

— ¿Y no te preguntas el motivo?

Jaime frunció el ceño y lo miró receloso.

— ¿Motivo? ¿Es que tú sabes algo de este asunto?

— Sí; sé que le hirió para evitar ser raptada por ese malnacido y también sé que no te lo dijo para que no te enfrentaras a él pusieras en peligro tu vida.

Diferentes emociones se fueron reflejando en el rostro de Jaime. ¿Es que nunca llegaría a conocer del todo a la mujer que iba ser su esposa?

— ¿Por qué lo sabes tú, Sancho? ¿Acaso te has convertido también en su confidente? —preguntó con resquemor.

Sancho no tuvo en cuenta los celos de Jaime. Los consideraba naturales en su situación y más con una mujer como Nalia.

— El día del baile de Nalia...

Jaime gruño enfadado. Se había propuesto olvidar esa nefasta noche.

— Continúa.

— Tú la arrastraste hasta su habitación. Al parecer no estabais solos.

— ¡Cómo dices?

— Artal Jaranegra estaba ya dentro. Aprovechando el jolgorio de la fiesta había logrado introducirse en el castillo sin ser visto y deslizarse hasta la habitación de Nalia. Su propósito era llevársela, pero no contó con que ella apareciera acompañada. Ni siquiera tu presencia le hizo cambiar de idea. Te golpeó con fuerza y tú te desmayaste...

Jaime pareció despertar repentinamente del letargo en el que había estado sumido.

— ¡¿Que no fue Nalia la que me golpeó?! —preguntó atónito.

— ¡Por supuesto que no! Se echó la culpa para evitar un enfrentamiento entre Artal y tú.

Jaime tiró la espada con genio, dio una patada al suelo y se puso a dar vueltas con el rostro desencajado por la aflicción y el remordimiento. Pasados unos minutos, Sancho le puso una mano en el hombro y lo arrancó de sus turbulentas abstracciones.

— No te culpes, Jaime. Tú no sabías nada...

— Si pudiera borrar las cosas que le dije... ¡Soy un imbécil! Por mi orgullo he estado a punto de perder a la mujer que amo. Pensé lo peor de ella. ¡Cómo es posible...!

— Todos cometemos errores. Tú sólo creíste lo que Nalia te contó.

— Tenía que haber investigado más. En la posición en la que ella se encontraba no podía haberme golpeado tan contundentemente. La ira me cegó y anuló toda mi capacidad de razonamiento.

El lamento de Jaime era sincero, profundo. Sentía dolorosamente haber pensado lo peor de Nalia.

— Olvida lo que pasó, Jaime. Nalia supo defenderse con valentía. Hirió a Artal y luego me llamó a mí para que lo sacara de la habitación sin que nadie se enterara.

— Mataré a ese canalla...

—¡No! Lo que ocurrió es un secreto. Si lo descubres Nalia no volverá a confiar en ninguno de nosotros. A ella lo que más le importa en este mundo es tu vida y tu amor. Por favor, no le des un disgusto ahora; le frustrarías la ilusión que tiene con vuestra boda.

Jaime lo miró caviloso, evaluando lo que Sancho intentaba hacerle entender. Le costó un gran esfuerzo ceder, pues deseaba aclarar esa cuestión con Nalia. No quería que entre ellos existiera ningún secreto. Por otra parte, le alegraba que no hubiera sido Nalia la mano brutal que lo había golpeado.

Una hora después, Nalia y Jaime salían a caballo del castillo, acompañados de una pequeña escolta. Alborozado con la idea de que Nalia no le había herido, pidió permiso a la reina para poder pasar esa mañana a solas con Nalia. Constanza aprobó la salida de ambos. Los dos enamorados se veían poco y comprendía que quisieran estar juntos.

Sentados a la orilla de un riachuelo, a la sombra de unos frondosos álamos, Nalia y Jaime disfrutaban de la excelente comida que les había preparado la cocinera.

Ningún ruido turbaba su conversación. Sólo el sonido del agua al correr y el trino de los pájaros servían de música de fondo a las risas y bromas de los enamorados.

— Hemos hablado de muchas cosas, Jaime, pero todavía no me has dicho por qué estás hoy especialmente alegre y por qué has querido celebrarlo con esta maravillosa excursión.

Jaime estaba radiante y le había sido difícil disimular su satisfacción.

— El día es precioso; momentáneamente estamos disfrutando de un tiempo de paz y tengo como prometida a la mujer más maravillosa de Castilla, ¿cómo no voy a estar feliz?

Nalia sonrió dichosa y lo besó con gratitud.

— Entonces se puede decir que igualas mi felicidad.

El relincho de los caballos interrumpió el intenso abrazo de los enamorados. Era la hora de volver y los soldados de la escolta se acercaban para avisarlos.

Nalia acudió alegre a su reunión diaria con Jaime. Para su sorpresa, era Sancho el que la estaba esperando.

— Acompáñame, Nalia. Te llevaré con Jaime.

— ¿Ocurre algo?

El veterano caballero la tranquilizó.

— Nada por lo que debas preocuparte.

Sancho golpeó la puerta antes de alejarse. Jaime la abrió, sonrió a Nalia y extendió la mano para que ella la tomara.

— Hoy he preferido que nos reuniéramos aquí porque tengo algo que darte —le explicó acercándola a él y dándole un beso.

La joven seguía intrigada. Mirándola con un candor especial, Jaime le alargó una bolsita de terciopelo.

— Este es uno de mis regalos de boda.

Nalia lo miró cautivada. La ternura y el amor que Jaime la dedicaba la emocionaban siempre. No lo había querido reconocer antes, pero él siempre había demostrado un claro interés por ella.

Ese primer afecto se había convertido en sincero amor y eso la conmovía profundamente.

Nalia sujetó entre sus dedos la bonita cadena con la valiosa cruz de oro. Jaime observaba con atención su reacción. Sabía que ella era musulmana, pero deseaba vehementemente que se convirtiera al Cristianismo.

— Es un regalo precioso, amor; muchas gracias.

Abrió la cadena y se la dio a Jaime para que se la pusiera. Luego la tocó suavemente y la besó. Jaime la miró atónito, no entendiendo muy bien el gesto de Nalia.

— Te quiero, Jaime, y vas a ser mi esposo. Si tú eres cristiano, yo también lo seré.

Emocionado por sus palabras, Jaime la abrazó con fuerza y la besó con ternura.

— Es el mejor regalo de boda que podría haber soñado. Nalia, mi Nalia... ni siquiera en esto me has fallado.

— No podría haberlo hecho porque yo...

El anuncio de que la cena se serviría en pocos minutos interrumpió lo que Nalia iba a decir. Estaba decidida a sincerarse con Jaime. Él le había demostrado su amor con creces, y ella no sería menos.

Antes de salir, Jaime le alargó un pequeño paquete.

— ¿Otro regalo? —preguntó Nalia gratamente sorprendida de nuevo.

— Esto es tuyo, Nalia, y yo deseo que lo guardes y hagas de ello el uso que quieras.

El colgante de brillantes en forma de corazón que Ismail Bakr le había regalado apareció ante sus ojos. Nalia creía que Jaime lo habría destruido hacía tiempo; sin embargo lo había guardado para ella y se lo entregaba sin ningún rencor.

— Eres muy bueno, Jaime, y yo te amo tanto... —confesó besándolo—. No lo usaré nunca, pero como es valioso, si a ti te parece bien, lo guardaremos como parte de la dote de nuestros futuros hijos.

Jaime la apretó contra él.

— Estoy seguro de que a ellos les gustará tener también joyas árabes. Es natural que conserven recuerdos del país donde se crió su madre.

Esa noche, durante la cena, todos apreciaron la cruz que Nalia llevaba al cuello. No hicieron falta explicaciones. Los presentes entendieron perfectamente lo que la joven mora había decidido.

Guiomar se llevó su bonito pañuelo bordado a los ojos, emocionada por lo que hasta ese momento no había estado muy claro.

— Mis plegarias han sido escuchadas, Pedro. Nuestra nuera será una de los nuestros. ¡Soy tan feliz...!

Los vestidos ya habían sido terminados y esa misma noche fue fijada la fecha de la boda.

— ¡Brindo por el novio, mi fiel y valiente caballero Jaime de Moriel! —exclamó el rey levantando su copa.

— ¡Y yo por la novia —se levantó a continuación Constanza—, una mujer difícil de igualar en belleza y gentileza!

Levantando las copas, los comensales vitorearon a los futuros esposos, recordando y ensalzando las hazañas del novio y alabando la dulzura de la novia.

Las risas y bromas se interrumpieron bruscamente cuando el Cid, jadeante y con gesto de preocupación, irrumpió repentinamente en el salón, acompañado de un numeroso séquito de caballeros.

Todos lo miraron perplejos, sorprendidos por su súbita llegada.

La primera en reaccionar fue Jimena. Emitiendo un grito de alegría, se levantó de su asiento al lado de la reina y corrió hacia su marido. Los brazos del guerrero se abrieron generosamente y la cogieron con amor.

El Cid había tenido que permanecer en Toledo durante la ausencia del rey. Una ciudad tan importante no podía quedar desprotegida. Rodrigo y Jimena habían estado separados un mes y había sido muy duro para la pareja. A pesar de haber tenido que sufrir largas separaciones a causa de la guerra, ellos nunca se habían acostumbrado.

Rodrigo saludó a todos los presentes protocolariamente.

— Ruego que disculpéis mi brusca entrada, pero un reciente correo me obligó a venir lo antes posible.

A continuación pidió al rey, a Jaime y a Nalia que lo siguieran.

— ¿Dónde podemos hablar en privado? —preguntó con urgencia.

— Vayamos a mis aposentos —contestó Alfonso.

Jaime comprendía que el Cid quisiera hablar con el rey y con él, pero no entendía por qué había solicitado también la presencia de Nalia. ¿Serían malas noticias respecto a su familia? Para tranquilizarla le tomó la mano y se la apretó, intentando transmitirle una serenidad que él también intentaba mantener.

El grupo entró en la habitación y la puerta se cerró tras ellos.

— El rey de Badajoz, Al-Mutawakkil, está muy enfermo. Como sabéis, fue el hombre que aseguró que había pagado las parias a Ruy de Ara. —Al escuchar el nombre de su padre, Nalia sintió una punzada en el corazón—. Su testimonio y el descubrimiento del dinero en el castillo de Ara motivaron la acusación por parte de Bernardo Jaranegra contra Ruy y el posterior destierro del valiente caballero.

Una expresión de aflicción y de tristes recuerdos agitó el semblante de Alfonso.

— Lo recuerdo con amargura. Ruy era un leal consejero y un buen hombre. Jamás creí esa calumnia. Desgraciadamente, las pruebas me obligaron a desterrarle.

Jaime notó el temblor de la mano de Nalia bajo la suya.

— Tranquilízate, cariño. Eso pasó hace mucho tiempo.

— Creyéndose a las puertas de la muerte —continuó el Cid—, Al-Mutawakkil ha mandado escribir este mensaje para vos y lo firma él mismo. Está escrito en árabe, pero Nalia podrá traducirlo.

 

Intentando calmar su nerviosismo, Nalia cogió el pergamino que el Cid le alargó.

 

 

 

"A la atención de Alfonso VI, rey de Castilla y Emperador de España.

 

Postrado en mi lecho, es la voluntad de Alá que muy pronto abandone este mundo. No he de hacerlo, sin embargo, sin confesar humildemente el grave pecado que cometí al acusar injustamente al honrado y valiente caballero Ruy de Ara. Jamás lo habría hecho si la vida de mi hijo no hubiera estado en peligro. Bernardo Jaranegra lo raptó y lo mantuvo prisionero en los calabozos de su castillo hasta que accedí a tomar parte en su siniestra intriga.

Durante mucho tiempo el remordimiento perturbó mi vida, hasta que supe que el caballero de Ara y su hija seguían vivos. Me alegró saber a través de mis espías que la joven se había criado con un rico musulmán y que se había convertido en una de los nuestros.

Intentando enmendar lo que hice y en nombre de mi hijo Al-Fadd, el próximo rey de Badajoz, solicito la mano de la hermosa Nalia de Toledo, hija del barón Ruy de Ara. Será un honor para nosotros reparar el daño que hicimos al noble caballero celebrando esta boda.

La prueba de que lo que digo es verdad la encontraréis en el calabozo del castillo de Jaranegra, en la segunda celda de la derecha, en la parte alta del muro central. En una de las piedras mi hijo escribió lo siguiente:

 

"Mi padre, Al-Mutawakkil, rey de Badajoz, me vengará".

 

Desgraciadamente, la venganza contra tan poderosos cristianos no fue posible antes. Ahora, sintiendo la muerte tan cercana, mi conciencia me obliga a pagar esta reparación para que el noble nombre de Ara vuelva a ser respetado con honor.

 

Muero confiando en vuestra benevolente bondad. Espero que Alá también me perdone".

 

Sintiendo un nudo en la garganta, Nalia levantó los ojos lentamente del papel y los dirigió hacia Jaime. Con una expresión desgarrada, el noble caballero apenas podía contener los fuertes latidos de su corazón. Su angustia era tan convulsiva que amenazaba con sumirlo en la inconsciencia, como si en un recóndito rincón de su cerebro algo le indicara que lo que estaba sucediendo era sólo un sueño. Mortalmente pálido, Jaime miró a Nalia severamente, recriminándola en silencio por ese nuevo secreto que volvía a separarlos. Nalia le apretó la mano y se acercó más a él, indicándole con ese simple ademán que confiara en ella.

Rodrigo interpretó muy claramente lo que en esos momentos estaba pasando por la mente de Jaime. Cualquier caballero con carácter y orgullo se hubiera sentido ofendido en esas circunstancias.

El rey estaba también perplejo, aunque era tanta la alegría que sentía de que por fin el nombre de Ruy de Ara fuera redimido, que no se sintió agraviado sino encantado de la verdadera identidad de Nalia.

— Nalia no ha querido engañarte, Jaime —le explicó Rodrigo con voz serena—. Siguiendo primero los consejos de Saffah y luego los míos, ha guardado su secreto hasta tener la seguridad de que su vida no corría peligro.

— Yo la hubiera protegido —contestó Jaime malhumorado profundamente dolido.

— Sí, y también te hubieras visto obligado, como hombre de honor que eres, a intentar averiguar la verdad. Tu acción habría levantado las sospechas de Bernardo Jaranegra, provocando un enfrentamiento, o simplemente habría ordenado mataros a ti y Nalia. No olvides que Nalia es la heredera de la mitad de las tierras de los Jaranegra. Bernardo jamás hubiera consentido perderlas.

— Lo siento, amor —se disculpó Nalia llorando—. Lo he hecho por el bien de los dos. Quiero vivir contigo en paz y sin miedos. Todo lo que amenace esa paz, aunque sea la adquisición de tierras o de propiedades, no tiene valor para mí —declaró Nalia con el corazón expectante—. No quiero nada si no te tengo a ti.

Jaime abandonó sus cavilaciones y la miró. Al ver cómo las lágrimas bañaban incontroladas su bello rostro, la abrazó con ternura, intentando transmitirle su apoyo y su comprensión.

— Tenéis razón —reconoció dirigiéndose al Cid—. Me hubiera resultado muy difícil no caer en la tentación de reparar el honor mancillado de la mujer que amo. Como cualquier caballero de bien no habría descansado hasta averiguar la verdad.

— En estos tiempos hay que ser muy cautelosos —añadió Alfonso—, y Nalia ha dado un gran ejemplo de discreción y buen juicio.

— Te has erigido en mi paladín, amor —le comentaba Jaime más tarde, cuando ambos se encontraban solos—. Parece que siempre intentas evitarme el mal.

— No quiero perderte. He sufrido por tener que ocultarte mi verdadera identidad, pero no podía arriesgar nuestras vidas.

— ¿Cuándo supiste que no eras hija de Saffah? Que conste, cariño, que no es mi deseo reprocharte nada; sólo quiero saberlo todo sobre ti. Es mi mayor anhelo que a partir de ahora no exista ningún secreto entre nosotros. La transparencia entre ambos tiene que ser total. Por favor, que no vuelva a haber ningún malentendido que nos separe —le rogó con una emoción que le salía del alma.

— No sólo no me ofenden tus preguntas sino que me halagan. Tienes más derecho que nadie a conocer mi vida entera y para mí será un placer relatártela.

No podía ser de otra manera. Llegados a este punto, ninguno de los dos podía fallar.

— Siempre fui educada como cristiana, aunque las costumbres que regían en mi casa eran las árabes y la religión que se practicaba era la musulmana. A los seis años —continuó Nalia— mi padre me explicó que yo era cristiana porque mi madre lo había sido. También me advirtió encarecidamente que debía guardarlo en secreto. Mi mente infantil no estaba interesada en averiguar nada más y mi padre tampoco volvió a darme más información.

Jaime, en cambio, sí estaba muy interesado en cada una de sus palabras. Necesitaba la franqueza total de la mujer que hasta hacía muy poco había sido un enigma para él y que muy pronto se convertiría en su esposa.

— Cuando vosotros entrasteis en mi casa, Saffah se vio obligado a revelarme mi verdadera identidad. Esperaba que si yo sabía que era también castellana sería más benevolente con vosotros. Tenía miedo por mí y lo intentó todo para que no me enfrentara contigo.

— No lo consiguió —intervino Jaime con gesto pícaro—. Ahora no me importa que lo hicieras: estabas en tu derecho. Sin embargo, en aquellos momentos temía que tu osadía me obligara a tener que hacerte daño.

Nalia le acarició con dulzura.

— Sabía que procurarías evitarlo. Siempre estuve segura de que eras un hombre honorable.

— ¡Ah, muy bien, Nalia de Toledo!, eso quiere decir que te aprovechaste de mi caballerosidad a propósito —la recriminó fingiendo enfadarse.

— Por supuesto, amor —reconoció ella siguiendo con la broma— Digamos que... logré encontrar los medios apropiados para domarte.

Jaime abrió los ojos desmesuradamente.

— ¿Domarme?, pero si era yo el que me había propuesto domarte a ti. Eras un poco salvaje...

— Y tú muy arrogante y orgulloso.

— Mira quién habla de orgullo...

De pronto se quedaron en silencio, se miraron y se echaron reír.

— Me parece que nuestros futuros hijos van a estar muy entretenidos con nuestros relatos —comentó Jaime todavía riendo—.Veremos a quién dan la razón.

Nalia le contó también con detalle lo que había ocurrido en Toledo cuando los almorávides la asediaron.

— Te había prometido no tomar parte en la batalla y no lo hice. Sólo mantuve una vigilancia para intentar proteger a los caballeros cristianos, y especialmente a ti, de la flechas traicioneras. Al principio no podía creer que alguien tratara de asesinar al Cid. Enseguida comprobé que no estaba equivocada y no dudé en disparar a Hernán Jaranegra sin vacilar, igual que a los otros caballeros que también lo intentaron.

Jaime estaba atónito.

— ¿Por qué no me lo contaste?

— Lo intenté, pero estabas tan furioso por lo que tú creías que yo había hecho, que no me diste oportunidad para darte ningún tipo de explicación.

Jaime la abrazó y le pidió perdón.

— Salvaste la vida del mejor guerrero de Castilla. Todos te debemos eterno agradecimiento.

También le contó lo que había ocurrido con Artal Jaranegra.

— Supe lo que le había ocurrido a Artal a manos de una mujer. Inmediatamente pensé en ti —confesó compungido—. Eres la única mujer que conozco con la puntería y arrojo suficiente como para cometer semejante temeridad. Sancho me detuvo antes de que me enfrentara de nuevo a ti. No tuvo más remedio que contarme todo lo que había sucedido.

Nalia estaba afligida.

— No me gustan ni la violencia ni las armas, pero tengo que defenderme —dijo intentando justificarse.

— Y yo deseo que lo sigas haciendo. Desgraciadamente, no podré estar siempre a tu lado para protegerte. Me tranquilizará saber que tienes las armas cerca para defenderte de cualquier intruso. No eres una mujer corriente, Nalia, pero yo te quiero como eres. Por favor, no cambies.

Nalia lo abrazó y lo besó agradecida.

— Soy una mujer con suerte, Jaime, porque he logrado encontrar a un hombre maravilloso que me quiere y al que yo amo más que a nada en el mundo.

Él la aferró con fuerza.

— Gracias, querida, pero no olvides que fui yo el que te encontró a ti.

Nalia rió con gozo. Su corazón estaba henchido de felicidad. Al alba, los caballeros del rey, del Cid y los hombres de Jaime, además de una numerosa tropa de soldados, escoltaban a Nalia camino del castillo de Jaranegra. Si bien Jaime se opuso rotundamente a que Nalia los acompañara, las explicaciones de Alfonso lo convencieron de que su presencia era necesaria. Por mucho que ellos intentaran comparar los signos del calabozo con los de la carta de Al-Mutawakkil, solamente una persona que leyera en árabe con soltura podría asegurar que el mensaje estaba allí escrito.

Cabalgaron casi sin descanso, pasaron la noche a la orilla de un río, ya cerca de Jaranegra, y emprendieron la marcha al amanecer.

Nalia estaba nerviosa y tenía miedo. Aparentemente, todo estaba controlado, pero... ¿y si los Jaranegra conocían el mensaje y los estaban esperando? El pánico la atenazó. Jaime observó su turbación y le cogió la mano para tranquilizarla.

— No temas, amor. Todo saldrá bien. Confía en nosotros.

La joven asintió con una débil sonrisa.

A media mañana, la silueta del castillo de Jaranegra apareció lo lejos. Los jinetes aceleraron el paso con el fin de llegar cuanto antes y sorprender a sus habitantes.

Avisado por sus hombres, Bernardo Jaranegra observaba desde el parapeto al contingente de soldados. Iba a ordenar que subieran el puente y cerraran todas las puertas cuando reconoció el estandarte del rey. Sin demora ordenó que se iniciaran los preparativos para rendir honores a los ilustres visitantes en el patio de armas.

No le gustó el semblante del monarca y de sus acompañantes. Era evidente que las noticias que traían eran malas. Alfonso lo saludó con frialdad, lo que provocó una funesta aprensión en el noble.

— Nuestra visita no es de cortesía —le advirtió el rey—. Hemos recibido un mensaje y queremos comprobar si lo que se declara en la carta es verdad.

— ¿Puedo saber de qué se trata?

— Lo sabrás, pero antes deseo que nos acompañes a las mazmorras.

La duda y el miedo le hicieron temblar, pero Bernardo Jaranegra procuró no exteriorizarlo. Estaba rodeado y cualquier movimiento sospechoso podría significar su muerte.

Situados en puntos estratégicos, los soldados y los caballeros del rey habían tomado el castillo.

Después de recorrer sinuosos corredores y bajar estrechas tenebrosas escaleras, llegaron a un rellano más ancho desde el que se accedía a los calabozos.

— Coged la llave y abrid la segunda celda de la derecha —ordenó el rey a Jaranegra. El caballero le hizo una señal a uno de sus hombres, dándole permiso para que abriera la pesada puerta de hierro.

Dos soldados entraron primero e iluminaron con las antorchas la lúgubre mazmorra. Un olor a suciedad y a humedad provocó la repugnancia de los presentes. Aparentemente vacía, después de examinarla, los visitantes descubrieron en un rincón un montón de paja maloliente que habría servido de cama a algún desgraciado, y un taburete viejo y desvencijado.

Soltándose de la mano de Jaime, Nalia se acercó al muro central y miró hacia arriba. Cogiendo el taburete se subió en él, tomó una de las antorchas e iluminó la parte alta de la pared. Muchos años habían pasado desde que había estado allí el hijo del rey de Badajoz, pero si el joven había grabado bien su mensaje, tenía que quedar alguna señal.

— ¿Se puede saber qué hace esta mujer aquí y qué es lo que busca? —preguntó Jaranegra empezando a perder la paciencia.

— Si no encuentra los indicios que buscamos no tienes nada que temer —le contestó Alfonso con serenidad.

Pasando sus dedos por las gruesas piedras y soplando para apartar el polvo que cubría los muros, Nalia finalmente dio con el mensaje. Escrito con letras bien trazadas y artísticamente grabadas en la piedra, las dos cortas frases expresaban exactamente el mismo mensaje que la carta de Al-Mutawakkil.

— Mi padre, Al-Mutawakkil, rey de Badajoz, me vengará —leyó Nalia en voz alta.

El rostro de Jaranegra se distorsionó de horror, descubriendo en esos momentos cuál había sido el motivo de la visita del rey.

— Sabemos lo que hiciste, Bernardo, y ya sabes cómo se paga ese crimen.

— No sé de qué estáis hablando.

— Lo sabes perfectamente. Tú cometiste traición raptando al hijo de un rey aliado, luego acusaste falsamente al noble caballero Ruy de Ara para ocupar su puesto en la Corte y apoderarte de sus tierras, y más tarde trataste de asesinarlo cuando pernoctaba en la casa de unos amigos aragoneses.

Jaranegra dio un paso atrás, asustado.

— No tenéis pruebas...

— La frase que Nalia acaba de leer es la prueba que probablemente te condenará.

— ¿Y qué tiene que ver la mora con todo esto? —preguntó con un desprecio que enfureció a Jaime.

— Nalia de Toledo es la hija legítima de Ruy de Ara —le informó el rey, regocijándose al notar el macilento color ceniza que había adoptado repentinamente el rostro de Jaranegra—. Temiendo por su vida, la confió a un árabe amigo. El bondadoso Saffah la crió y la protegió como a una hija. Hasta hace dos noches no hemos conocido la verdad sobre aquella terrible injusticia, y a partir de ahora ella será tratada con los honores que merece su rango.

Jaranegra miró a Nalia con odio y supo que aquello era su fin si él no le ponía remedio de alguna manera. Con un inesperado y súbito movimiento aferró a Nalia, la colocó bruscamente de espaldas a él y le puso un puñal en el cuello.

Jaime se movió con rapidez, pero fue sujetado por Rodrigo y por Lope.

— Calma, Jaime, calma —le aconsejó el Cid.

— Empeoras tu situación amenazando a la muchacha, Bernardo—le advirtió el rey.

— Ella será mi salvoconducto. Sé que si no logro escapar seré hombre muerto.

— Tienes derecho a un juicio.

La explosión de funestas carcajadas retumbó siniestramente entre los fríos muros.

— Atrás todos o la mato.

Un débil hilo de sangre comenzó a teñir el cuello de Nalia.

Consciente de ello, Jaime sufría dolorosamente, comenzando dudar de su capacidad para soportar aquella tortura. Si ese loco la mataba, él... ¡No!, sería terrible, una agonía. ¡Tenía que impedirlo toda costa!

Con Nalia como escudo, Jaranegra retrocedía con paso seguro.

Ya estaba fuera de la celda y nadie podía detenerlo. Su intención no era salir de allí. Sabía que en el patio lo matarían. Lo que pretendía era llegar hasta una puerta secreta de la que partía un túnel. Al final había una cueva, y muy cerca de ella unos pequeños establos en los que siempre había caballos listos para una huida.

Jaime seguía despacio a Jaranegra, esperando cualquier descuido para saltar sobre él.

Nalia temía por ella y también que Jaime hiciera un desesperado movimiento y resultara muerto. Intentó pensar, encontrar una salida para derrotar a ese asesino. Era una situación límite y su mente perturbada por el pánico ofuscaba sus ideas.

De pronto se acordó de la daga. Quizás si Jaime la entendía podrían poner fin a esa locura con éxito. Mirándole fijamente durante unos instantes, luego dirigió sus ojos hacia abajo, indicándole que todavía conservaba su daga. Él la miró asustado negó con la cabeza. Ese bellaco estaba desesperado y cualquier movimiento sospechoso por parte de Nalia provocaría su muerte.

Jaime pensaba a toda velocidad sin encontrar una solución.

¡La daga!, Nalia le había dado la idea. Ella había aprendido manejar varias armas sin fallar, lo que quería decir que tendría buenos reflejos y sabría moverse con rapidez. Unos segundos de distracción y podría salvarla. Jaranegra se dirigía hacia la pequeña puerta situada al fondo de uno de los pasillos. Tenía que cogerla antes de que la atravesara. La llave estaba en la puerta, pero él tenía que abrirla...

El inesperado grito atronador de Jaime dirigiéndose a su amada asustó a todos los presentes.

— ¡Al suelo, Nalia!

Golpeando con el codo a su captor, momentáneamente distraído por la maniobra de Jaime, Nalia se tiró al suelo, circunstancia que aprovechó de Moriel para lanzarle a Jaranegra su fino puñal.

Los reflejos de Nalia habían funcionado.

El perverso noble dirigió sus manos a la daga que le atravesaba el corazón y cayó al suelo pesadamente. En pocos segundos estaba muerto.

Nalia corrió a los brazos de Jaime y se aferró a ellos con desesperación.

— Ya pasó todo, amor mío. Una nueva vida nos espera —la animó besándola—. A partir de ahora, nada podrá separarnos.

El rey firmó un decreto por el que se declaraba culpable de traición a Bernardo Jaranegra. A su hijo, Artal, y a su sobrino, Hernán Jaranegra, se les condenó al destierro por intento de rapto y por intento de asesinato en la persona del Cid. Su otro hijo, Beltrán, aun siendo inocente de estos cargos, decidió acompañar a su hermano. La hermana de Bernardo, Sancha, se recluyó voluntariamente en un convento. Los bienes de la familia fueron confiscados en beneficio de Nalia, y las propiedades y títulos de Ruy de Ara le fueron restituidos a su hija con todos los honores.

En presencia de los reyes, de la familia de Moriel y de todos los caballeros del castillo, el Cid le hizo entrega a Nalia de los tres únicos objetos que su padre pudo conservar cuando salió de Castilla: su espada, la cadena con el medallón de oro en el que estaban grabados el escudo y las armas de la familia Ara, y el anillo con su sello.

— Siempre estaré en deuda con vos, Rodrigo. Sin vuestra ayuda no hubiera podido reparar el agravio que sufrió mi padre ni restituir su buen nombre.

Arrodillándose delante del rey, Nalia le dirigió una suplicante mirada y habló con serenidad.

— De vos y de vuestra esposa, la reina Constanza, sólo he recibido bondades y atenciones. Os ruego que me permitáis extender esa misma generosidad hacia una persona a la que quiero mucho y que es una víctima inocente de la perfidia de su familia. — Todos la miraban intrigados, sin saber a quién se refería—. Se trata de Isolina Jaranegra, una joven bondadosa y gentil que sufre la tragedia de su familia. Es mi deseo restituirle el castillo Jaranegra y las tierras que lo rodean. Será mi regalo de bodas para ella y Lucas de Moriel.

Un rumor de sorpresa y admiración se extendió por el salón.

Jaime, que permanecía de pie a su lado, puso la mano sobre su hombro y lo apretó suavemente. Estaba de su lado y se sentía orgulloso de la decisión de su prometida. No se había equivocado: Nalia de Toledo, como siempre la llamaría, era una mujer espléndida, el mejor regalo que un hombre podría recibir.

Alfonso y Constanza se miraron asombrados: esa mujer siempre los sorprendía. Raramente una persona se mostraba tan espléndida con alguien que pertenecía a una familia enemiga. Nalia era diferente, y al parecer, siempre lo sería.

— Esas propiedades son tuyas, Nalia, eres muy libre de ofrecérselas a quien desees.

— Gracias, señor.

A continuación cogió la espada de su padre, de fino acero toledano, con empuñadura de oro e incrustaciones de piedras preciosas y se la ofreció a Jaime.

— Es mi deseo que el hombre al que amo y que va a ser mi esposo conserve la espada de mi padre, el noble y honrado caballero, Ruy de Ara.

Nalia la puso sobre sus manos extendidas y él la aceptó ceremoniosamente.

— La llevaré con orgullo y la usaré con el mismo honor con que él la utilizó.

Emocionados, los asistentes prorrumpieron en aplausos, celebrando la felicidad de los dos jóvenes.

— ¿He de deducir por vuestras palabras que rehusáis a la propuesta de matrimonio ofrecida por el rey de Badajoz? —Alfonso ya lo sabía, pero quería que la joven se lo confirmara antes de contestar al rey musulmán.

— Transmitidle mi agradecimiento y comunicadle que ya tengo esposo —afirmó dedicándole a Jaime una resplandeciente sonrisa.

Pedro, Guzmán y Nuño de Moriel se miraron con un gesto de satisfacción.

— ¿Y vosotros queríais que Jaime eligiera otra novia...?—exclamó Nuño de broma, fingiendo reñir a sus hermanos.

— En cuanto vi a esa joven supe que era especial. Mi hijo no se hubiera enamorado de cualquiera —aseveró Pedro con orgullo.

— Di más bien tus dos hijos, pues gracias a sus acertadas elecciones, el patrimonio de la familia aumentará ostensiblemente. Los hemos educado bien, hermanos —añadió Guzmán con expresión de triunfo—. Los chicos han sido responsables y han sabido elegir a las mujeres adecuadas.

Isolina lloraba amargamente cuando Nalia entró en su habitación. Después de consolarla y de limpiarle las lágrimas con un suave pañuelo de lino, Nalia se sentó a su lado y le contó lo que había decidido.

— Tú no eres culpable de nada, Isolina, y no mereces sufrir ni perderlo todo.

La joven se lanzó sobre Nalia y la abrazó con fuerza.

— ¿Cómo podría agradecértelo?

— Siendo feliz y olvidando lo que ha sucedido. Piensa en el presente y en el futuro tan maravilloso que te espera al lado de Lucas.

— Eres muy generosa, Nalia —dijo Lucas, emocionado—. Mi hermano tuvo mucha suerte al encontrarte.

— Todavía no puedo creer todo lo que ha sucedido —le decía Jaime a Nalia unos días después, la víspera del día de su boda—. No me hago a la idea de que no seas mora sino una noble castellana. Sí que lo eres —continuó con aturdimiento—, pero...

— ¿Pero qué, cariño?

— No sé..., creo que para mí siempre serás Nalia de Toledo, la bella mujer hispano-musulmana de la que me enamoré nada más verla.

Una luz de felicidad brilló en sus ojos.

— Además... quisiera pedirte que... —Nalia lo miraba con ansiedad—, en una palabra, prefiero que en la intimidad de nuestro hogar te vistas de nuevo con los espléndidos trajes árabes. Envuelta en esas suaves y tentadoras telas te conocí, me enamoré y es mi deseo verte siempre así.

Nalia movió la cabeza riendo.

— Tus deseos serán complacidos, querido. Jamás ha existido una mujer que se haya sentido tan querida como yo. A pesar de todos los inconvenientes que nos separaban, tú insististe conmigo y no renunciaste al amor que sentías por mí. Rompiste con todas las reglas y con todas las tradiciones solamente por amor. Incluso me perdonaste que te hubiera golpeado brutalmente, cuando de haber sido yo la culpable no hubiera habido perdón posible. —Nalia lo miró con arrobamiento y le acarició suavemente—. Soy tan feliz y te estoy tan agradecida...

Jaime le cogió la mano y se la besó.

— Yo también. Siempre tuve la esperanza de casarme por amor, pero hasta que te conocí no lo creí posible.

Los reyes presidieron la ceremonia de la boda. Vestida de blanco, con un suntuoso traje de seda y luciendo la cruz que Jaime le había regalado, Nalia relucía en la iglesia como un rayo de sol. A pesar de la nostalgia por la ausencia de su familia, jamás se había sentido más dichosa.

Jaime estaba nervioso. Deseaba con ansiedad que toda la ceremonia y posterior banquete pasaran de prisa para poder estar de una vez por todas a solas con Nalia. Esos últimos días habían sido de mucha agitación y apenas habían podido hablar.

De pie en el altar, elegantemente vestido con un jubón azul sobre camisa blanca de lino, calzas también azules y una lujosa capa blanca, Jaime observaba extasiado a Nalia mientras ella recorría despacio, apoyándose en el brazo del Cid, el pasillo central de la capilla del castillo. La cara la llevaba descubierta y sobre los sedosos bucles negros se apoyaba un tocado blanco salpicado de perlas piedras preciosas.

Nalia lo miraba sólo a él. Sobre su bonito atuendo relucía la cadena de eslabones, de la que colgaba el gran medallón de oro con el lema de los de Moriel. La capa corta estaba sujeta con un valioso broche. Las botas de cuero brillaban, así como el profundo verde de sus ojos.

Nalia le dedicó una cálida sonrisa, a la que él correspondió con un gesto cargado de placenteras promesas. Tomándola de la mano, la ayudó a arrodillarse a su lado.

Muy atentos a la ceremonia que significaba tanto para ellos, ambos enamorados pronunciaron sus votos con contundencia seguridad. Dos corazones, originarios de las dos culturas que Alfonso V con tanto ahínco había querido unir, se convertían en uno sólo y latían al unísono. Dos tradiciones enriquecerían sus vidas y redundarían en beneficio de su amor.