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a puerta de Bisagra, que daba al camino de Francia, fue, en 1085, el primer testigo de la entrada de los conquistadores castellanos en la bella ciudad de Toledo. Su asedio había sido lento y minuciosamente planeado durante años por el rey castellano-leonés, Alfonso VI. La ciudad no le era desconocida al rey, puesto que había estado allí exiliado anteriormente. Había vivido entre sus murallas, había disfrutado de su prosperidad y había admirado el civismo con el que convivían las tres religiones: cristiana, judía y musulmana.
Al-Mamún le había brindado hacía años su hospitalidad, haciéndole partícipe del lujo refinado y la exclusiva suntuosidad que sólo los árabes sabían disfrutar. En la corte toledana, Alfonso tuvo la oportunidad de tomar contacto con la extraordinaria cultura de la civilización hispanomusulmana, apreciándola en todo su valor.
Alfonso fue tratado por Al-Mamún como un amigo durante sus años de exilio, y aunque no pensaba olvidar mostrarse agradecido de alguna manera, decidió que algún día conquistaría Toledo. Tanto para él como para toda la Cristiandad, tomar esa ciudad significaba un gran triunfo para la fe católica, a la vez que simbolizaba el poder del antiguo imperio de los godos.
Ahora, sus sueños se habían hecho realidad. Acompañado de los caballeros jinetes y del ejército que los seguía, Alfonso cabalgaba orgulloso a través de las estrechas calles de la ciudad conquistada, mientras sus habitantes, mirándolos con desconcierto, ni los vitoreaban ni se hubieran atrevido a abuchearlos. Se daban por satisfechos de no haber sido masacrados, como ocurría en un asedio normal. En esta ocasión no hubo batalla. Las negociaciones entre Alfonso VI de Castilla y Al-Qadir de Toledo, hijo de Al-Mamún, habían sido de carácter político, resultando innecesaria una guerra para conseguir lo que el rey castellano tanto deseaba. El monarca musulmán sabía que no podría vencer al ejército cristiano. Prefirió entregar su reino sin derramamiento de sangre a cambio de algunas compensaciones.
La ciudad parecía haber enmudecido; solamente el eco de los cascos de los caballos, en su camino hacia el alcázar, rompían el silencio en ese cálido día de mayo. Algunos ciudadanos curiosos seguían a los jinetes, reflejando en sus rostros la incertidumbre que los agobiaba.
Majestuoso y triunfante, Alfonso VI se bajó del caballo y recibió con naturalidad los saludos del monarca musulmán.
— Toledo se pone a vuestros pies, señor, y espero que a cambio continuéis demostrando vuestra generosidad como hasta ahora — inició el diálogo el árabe al tiempo que ponía su rodilla en tierra.
Satisfecho por el recibimiento, Alfonso le sonrió y le ayudó a incorporarse.
— Cumpliré mis promesas, Al-Qadir, siempre que el pueblo obedezca mis órdenes y no se rebele contra mí. La gente muerta no me sirve para nada, y como sabes, lo que pretendo es repoblar las tierras conquistadas.
— Los toledanos son listos y quieren seguir prosperando; estoy seguro de que los que decidan quedarse cumplirán las leyes.
— Entonces todos ganaremos.
Una hora más tarde, Al-Qadir y sus seguidores salieron de Toledo para dirigirse a las tierras del sur de la taifa toledana que Alfonso le había concedido al monarca musulmán en compensación por la toma de Toledo. Los caballeros jinetes de Alfonso los escoltaron hasta las puertas de la ciudad, como un último homenaje a Al-Qadir.
El alcázar bullía de actividad. Abandonado por unos y ocupado por otros, sus salones, patios y habitaciones empezaban a recuperar de nuevo la vida y el movimiento a los que estaban acostumbrados. El rey, con su séquito y sirvientes, se instaló en los palacios de Galiana, la parte más noble de la alcazaba, donde podía disfrutar de todo el lujo que los árabes sabían proporcionar.
Los grupos de caballeros se instalarían en el alcázar, la residencia militar. Su estancia sería provisional; en cuanto pudieran disponer de vivienda propia abandonarían el alcázar. Jaime de Moriel, caballero leonés que gozaba del favor del rey por su valentía y lealtad, seguía con sus hombres al mayordomo que los precedía y que les indicaría la ubicación de sus aposentos.
— Espero que nuestras habitaciones estén cerca del harén; no me importaría recrear de vez en cuando la vista —comentó el caballero Álvaro con picardía.
Los otros lo miraron sonrientes, pero negaron con la cabeza.
— No te hagas ilusiones, Álvaro —le advirtió Alonso, el caballero más joven del grupo—; las jóvenes damas que danzan en tu imaginación ya no están aquí. Desde que entran en el harén, lo quieran o no, siempre acompañan a su señor.
Álvaro hizo una mueca de desilusión.
— Y yo que me había sumado a esta cruzada sólo por verlas... Según dicen, son bellísimas, escogidas y muy bien educadas... ¡vamos: lo que se dice un verdadero deleite para un hombre! Jaime se echó a reír.
— Me parece que tendremos que conformarnos con las que veamos por la calle. Ya sabéis que los musulmanes guardan con celo a sus mujeres.
— ¿Y alguna que otra cautiva complaciente? —insistió Álvaro mientras los otros reían a carcajadas.
— A no ser que se rebelen, aquí no hay cautivos —le recordó Jaime—. La palabra del rey es sagrada, y ha ordenado con total claridad que se deje libre a la población para decidir su destino. Los que deseen quedarse continuarán como hasta ahora, y los que decidan irse podrán abandonar la ciudad con sus pertenencias. Ni nosotros ni ningún soldado debe olvidar esas órdenes.
— Siempre que no nos traicionen de alguna manera —añadió Sancho, el mayor de los caballeros.
— Por supuesto —afirmó Jaime con cansancio.
El mayordomo se detuvo al final de uno de los largos pasillos y les hizo un gesto con la mano.
— Estas son vuestras habitaciones, señores. Espero que os acomodéis confortablemente. Recordad que el rey os espera para cenar. Esta noche desea celebrar esta victoria con sus oficiales.
Jaime se quitó la cota de mallas y la dejó caer pesadamente sobre la cama. Todo el ejército había sido informado de que en esa ocasión no se iba a producir una batalla, pero por precaución, tanto oficiales como soldados habían llevado la vestimenta apropiada para el combate. Aunque su uso no había sido necesario, los soldados con experiencia sabían que nunca podían fiarse de la reacción del enemigo.
— Señor, os traigo vuestras cosas —dijo una voz desde el otro lado de la puerta, después de golpear ligeramente dos veces.
Jaime abrió y dejó entrar a su escudero, que cargaba con los dos bultos que el caballero siempre llevaba a la grupa de su caballo.
— Muy bien, Manuel. Ahora, ayúdame a desvestirme; quiero descansar un poco antes de la cena.
El enorme salón de festines del alcázar era una auténtica ostentación del lujo al que los monarcas musulmanes estaban acostumbrados. Este despliegue de esplendor contrastaba con la sobriedad de los castillos castellanos.
Desde la entrada de la enorme sala, Jaime observó admirado la riqueza del mobiliario, las valiosas alfombras persas, las suntuosas cortinas de sedas bordadas, las maderas talladas de las puertas y las magníficas vidrieras policromadas. La visión era extraordinaria. Él estaba acostumbrado al lujo, puesto que su familia pertenecía a la nobleza, pero ni el enorme castillo-fortaleza que su padre tenía en Moriel ni sus otras propiedades, eran comparables con la exquisitez y comodidad de las construcciones de Al-Andalus. La forma de vida de los hispanomusulmanes era muy peculiar, y muy atrayente para los que supieran apreciar la belleza.
Sus caballeros se unieron a él y se sentaron en el lugar que les había sido asignado.
Un número considerable de sirvientes hizo su aparición con cuencos llenos de agua y toallas colgando del brazo, siguiendo la costumbre árabe de lavarse las manos antes de comer.
— Parece que se han quedado más de los que pensábamos — comentó Lope, otro de los caballeros a las órdenes de Jaime.
Alfonso VI había permitido que la población que quisiera permanecer en Toledo conservara sus propiedades y sus trabajos, siendo también libres de practicar cada uno su propia religión. Acogiéndose a esta promesa, muchos se habían quedado; en cambio, otros habían partido hacia otras taifas, prefiriendo ser gobernados por un monarca musulmán.
— Hasta más adelante no sabremos exactamente el número de los que prefieren permanecer entre nosotros. Ahora están perturbados e indecisos —aseveró Jaime con lógica—; aún no creen en las promesas del rey.
La conversación se interrumpió cuando una bella mora se acercó y llenó de vino las valiosas copas talladas.
— ¡Madre mía!, ¡como todas las mujeres aquí sean como las sirvientas que estoy viendo, no solamente odiaría que se fueran sino que consideraría la posibilidad de impedírselo! —comentó con ojos chispeantes el joven Alonso—. La primera mirada de esa bella moza ha sido para Jaime, como es habitual, pero me ha parecido que su última sonrisa me la dedicaba a mí, ¿no creéis?
Todos estallaron en carcajadas.
— Eres un mozo guapo, muchacho, pero todavía tienes que crecer más. No sabemos qué le da Jaime a las mujeres, pero las atrae como la miel a las moscas. Estando él delante, los demás palidecemos ante los ojos de las damas —le informó Sancho con una cierta sorna en su voz.
— ¿Será su indiferencia?
— ¿Su cinismo?
— ¿Su arrogancia?
— ¿Su discreción para tratarlas? —Preguntaron los demás continuando con la broma.
— Es un misterio, joven. De todas formas, no pierdas la esperanza; siempre podremos conformarnos con las que él no desea.
Jaime se volvió con un bufido hacia el hombre que había sido su ayo y que lo había criado.
— ¿Quieres reprimir tu lengua y mantener la boca cerrada? El rey va a hablar y deseo escucharle.
El rey castellano-leonés, Alfonso VI, se puso de pie en el estrado y desde allí agradeció a sus hombres su ayuda, explicándoles lo que se esperaba de ellos a partir de ese momento.
La plaza de Toledo estaba ganada, aunque teniendo al enemigo tan cerca nunca había que cantar victoria —les recordó el soberano—. La taifa que ahora pertenecía a Castilla era muy extensa, siendo por tanto muy codiciada por los reyes de las otras taifas.
— Un numeroso destacamento permanecerá en la ciudad para vigilar sus murallas y cuidar de que los ciudadanos que decidan voluntariamente quedarse juren lealtad a la Corona de Castilla-León. Todos serán bien tratados. Por otra parte, al menor atisbo de rebelión o de traición, el duro puño de la Ley será aplicado con dureza. Nuestras leyes serán magnánimas —prosiguió el monarca—, y habrán de ser obedecidas sin cuestionarlas. Otra parte del ejército patrullará a lo largo y ancho de la taifa hasta asegurarse de que todos los castillos y pueblos quedan sometidos. Todos escuchaban con atención mientras el rey reiteraba su confianza en sus caballeros, a los que consideraba responsables del éxito o del fracaso de todo un ejército en la batalla.
Cuando Alfonso terminó de hablar, los hombres de Jaime lo miraron dubitativos.
— ¿Ordenará quedarnos o tendremos que prepararnos para salir otra vez? —preguntó Lope con tono de cansancio—. Espero que por lo menos nos den tiempo para tomar un baño. Como aquí hay tantos...
— Los musulmanes se exceden con la limpieza. No sé yo si será bueno tanta agua para el cuerpo... —gruñó Sancho con un gesto de desprecio.
Jaime los escuchaba divertido. Después de la tensión de la guerra, de las batallas, de las estudiadas tácticas para ganar al enemigo, saber que sus hombres estaban a su lado y que siempre contaba con su lealtad y afecto le relajaba y le daba la tranquilidad de espíritu suficiente para llevar a cabo la labor que el rey le encomendaba.
A pesar de considerarse amigos y compañeros, todos sabían que le debían obediencia absoluta. Eran muy conscientes de que la vida de todos dependía de la fuerza y habilidad de cada uno; tampoco olvidaban que las órdenes de Jaime tenían que ser obedecidas sin vacilar.
— Las órdenes del rey nos serán comunicadas muy pronto. Mientras tanto bebamos por la victoria.
Entre carcajadas, Jaime y sus hombres se unieron a otros grupos, y junto con el rey celebraron la conquista de Toledo hasta el amanecer.
Durante los días siguientes, las órdenes del rey se hicieron llegar a toda la población. Las leyes eran muy claras. Una parte de los habitantes prefirieron quedarse en la ciudad donde habían nacido y en la que tenían sus trabajos, aunque tuvieran que pagar un impuesto especial al rey castellano; otros decidieron dejar su hogar, llevándose solamente lo que podían, y dirigir sus pasos hacia tierra de hermanos.
Los caballeros y soldados cuidaban de que se mantuviera el orden en la ciudad, vigilando que nadie pudiera atentar contra el rey o contra alguno de ellos. A pesar de la aparente mansedumbre de sus habitantes, sin duda habría espías enemigos que harían todo lo posible para echar a los invasores de la ciudad que habían ocupado.
— No les queda más remedio que someterse a nosotros. Eso no quiere decir que no deseen venganza —les advertía Jaime a sus hombres—. Estad alerta y no os fiéis de las sonrisas o deferencias que os dediquen. Sed comprensivos y caballerosos, pero mantened los ojos abiertos y no os dejéis engatusar... especialmente por las mujeres. En estas circunstancias son peligrosas y muy conscientes de su capacidad para hacernos bajar las defensas.
Sancho le miraba orgulloso mientras Jaime hablaba. Desde su infancia, el veterano caballero había sido su guía y su instructor para la vida de caballero a la que estaba destinado. Con fuerza de voluntad e inteligencia, el joven fue superando las duras pruebas a las que el estricto código caballeresco sometía a los aspirantes a caballero.
Sancho se había encariñado enseguida con el muchacho, por ese motivo no le pasaba una y lo forzaba por todos los medios a que aprendiera a defenderse manejando con la mayor precisión todas las armas que se utilizaban en combate. Su vida dependería de su destreza y de su astucia. "Tienes que adelantarte al enemigo y saber intuir su siguiente paso", le había repetido muchas veces durante los años de entrenamiento. Sin duda había aprendido muy bien sus consejos y el joven Jaime se movía con maestría en los campos de batalla. Su preparación física se vio a la vez complementada con una educación intelectual. Su madre, mujer cultivada a la que le gustaba leer, se había empeñado en que sus cuatro hijos aprendieran a leer y a escribir. Jaime había aprendido con diligencia, aunque era su hermano menor el que se había dedicado a trabajos más intelectuales y a llevar la administración del castillo y las propiedades de la familia. Sus hermanas estaban ya casadas y vivían en las propiedades de sus maridos en Castilla.
Jaime era el mayor, y para preocupación de sus padres, a pesar de tener 26 años, permanecía aún soltero. Moreno, alto y fuerte, con atrayentes ojos verdes y seductora sonrisa, su éxito era total entre las mujeres. Varias veces sus padres habían tenido la esperanza de que terminara en boda alguna de sus relaciones con bellas damas de alcurnia, pero él no se había decidido a dar el paso definitivo. Según comentaba siempre, estaba tan ocupado en ayudar al rey a ampliar su reino, que no tenía tiempo para bodas. Todos sabían, y en especial Sancho, que era el que mejor le conocía, que lo que insinuaba eran excusas con el fin de ocultar su incapacidad de enamorarse en profundidad. Era verdad que la mayor parte de su tiempo transcurría de campamento en campamento, pero también era cierto que las relaciones superficiales que hubiera podido mantener con ciertas damas no habían hecho mella en él.
Había transcurrido un mes desde la conquista cuando el rey ordenó que la Corte se trasladara a Toledo por un tiempo. La reina, con sus damas y su séquito, funcionarios y cortesanos se instalaron en los palacios de Galiana. Los oficiales, excepto los caballeros nobles, tuvieron que trasladarse a las casas que se requisaban temporalmente. Aun teniendo todo el derecho a quedarse en palacio, Jaime de Moriel prefirió continuar al lado de sus hombres y mudarse a otro lugar.
— Respeto tu decisión, Jaime —dijo el rey después de que el joven leonés le comunicara sus intenciones—, y me enorgullezco del afecto que sientes por tus hombres y del compañerismo que existe entre vosotros.
Manuel, el joven escudero de Jaime, recogió las pertenencias de su amo en poco tiempo. Cuando se reunió con los caballeros en los establos, estos ya tenían enjaezados los caballos, dispuestos para salir.
A media mañana, diez jinetes cruzaron la puerta principal de palacio y, atravesando el mercado de Zocodover, donde se vendían excelentes caballos, se dirigieron hacia el antiguo recinto romano.
Dejando la mezquita de Bab-Al-Mardum a la derecha, llegaron a una plazoleta, alejada un poco del centro bullicioso de la ciudad, donde estaba ubicada una bonita casa que había captado desde un principio la atención de Jaime.
— Nos tienes intrigados, Jaime —comentó Lope haciendo un gesto de desconcierto—. ¿Se puede saber adónde nos llevas?
Jaime esbozó una sonrisa maliciosa.
— ¿Os gusta este lugar? —preguntó deteniendo su caballo justo delante de la puerta de una majestuosa vivienda de estilo árabe.
Observó a sus hombres, que contemplaban admirados la elegante fachada y la sólida estructura del edificio—, pues en esta casa es donde viviremos temporalmente.
Sus hombres lo miraron con un gesto de aprobación.
— No está mal; tienes buen gusto —admitió Álvaro estudiando el bien construido edificio y la maciza puerta mudéjar—. ¿Sabe su dueño que venimos?
— Aún no, pero se enterará muy pronto.
Su tranquilidad hizo que los otros estallaran en carcajadas.
— Entonces, ¡vive Dios que será una gran sorpresa! —vaticinó Sancho todavía riéndose.
— Me he informado y sé que hay espacio para todos. Su dueño es un rico comerciante llamado Saffah, cuyas ganancias en sus negocios le proporcionan lo suficiente como para permitirse el lujo de disponer de una casa de campo para los meses de verano. Espero que no le importe trasladarse allí con su familia, temporalmente.
La expresión del criado que abrió la puerta del comerciante fue de sorpresa y de miedo. Al encontrarse con un grupo de cristiano en el umbral le vinieron a la mente los peores augurios. ¿Habría desobedecido su amo alguna de las nuevas leyes impuestas por el rey castellano? No lo creía; Saffah era un hombre pacífico, y sabía muy bien cuándo había que aceptar la derrota y sacar el mejor partido de ella.
— ¿Puedo serviros en algo? —preguntó con voz titubeante.
— Llamad a vuestro señor, queremos hablar con él —le ordenó Jaime con voz autoritaria.
El hombre se restregaba las manos con nerviosismo. Tras la humillante conquista, la presencia de esos hombres en casa de su amo no podría traer nada bueno.
— Mi amo no está en casa. Volverá dentro de unos días — contestó el criado, retrocediendo al ver cómo los caballeros se introducían descaradamente en el zaguán que daba acceso al patio central.
— ¿Quién le representa cuando él se ausenta?
— Sus hijas imparten las órdenes, señor, pero vos no podéis verlas; nuestras costumbres...
— Llevadnos ante ellas. —La firmeza de su tono y el reflejo de impaciencia que despedían sus ojos, indicaron al criado que el caballero castellano no admitiría más argumentos.
Asustado, el sirviente cruzó el patio corriendo y desapareció través de una de las galerías. Mientras esperaban, Jaime y sus hombres contemplaron maravillados la belleza del lugar, acercándose a la fuente que había en el centro del patio para refrescarse la cara.
— Aquí se debe estar de maravilla las noches de verano; la humedad que despide este surtidor refrescará el ambiente los días calurosos —comentó Alonso mientras miraba el agua cristalina que se deslizaba entre sus dedos.
— Si seguimos en Toledo, nuestro verano va a ser muy confortable —afirmó Lope vagando su mirada por cada uno de los rincones del exquisito lugar.
Jaime se mantenía en silencio. Miraba a su alrededor permanecía atento a cualquier movimiento. Sus sentidos siempre estaban alerta. No es que esperara un ataque; esos toledanos no serían tan temerarios, pero le gustaba vigilar cada paso del enemigo.
Nalia, la hija mayor del comerciante musulmán, puso el grito en el cielo cuando el criado le contó lo que había sucedido.
— ¡Pero cómo se atreven a entrar en esta casa exigiendo vernos! ¿Es que acaso no saben que sin la compañía de un miembro masculino de la familia no nos mostramos nunca ante extraños?
— No parecen importarles mucho nuestras costumbres, mi señora; el caballero que habló fue muy tajante cuando dio las órdenes.
Nalia se giró con genio dando un bufido, haciendo revolotear con brusquedad la falda de su vaporoso vestido. El criado la miró preocupado, temiendo que el furor de su joven ama la llevara a cometer un error irreparable.
Un mestizo alto y fornido entró en la habitación en esos momentos. Había escuchado la voz airada de Nalia y se preguntaba qué habría ocurrido. Zelima, mucho más tranquila y sumisa que su hermana, se lo explicó. Alarmado, se propuso convencer a su ama.
— Tienes que recibirlos, Nalia; yo os acompañaré —le aconsejó prudentemente el hombre que había sido su guardián desde que eran pequeñas—. No sé qué querrán esos cristianos, pero sea lo que sea, estoy seguro de que cumplen órdenes del rey. No podemos desobedecer; sabes que eso nos llevaría a todos a la ruina.
Nalia estaba indignada por todo lo que había sucedido.
Consideraba que el rey Alfonso se había portado como un ingrato al conquistar la ciudad que, cuando él lo necesitó, lo acogió como a un huésped de honor. Las reglas de la hospitalidad se aplicaron rajatabla con el ilustre exiliado, y él, a cambio, les había invadido se había apoderado de la ciudad.
— Nalia, vayamos al estrado y recibámosles. Oigamos lo que tengan que decir —le rogó Zelima con dulzura—. Ya sé que no es lo habitual en nuestra casa, pero debemos adaptarnos a nuestra situación actual. Estoy segura de que nuestro padre lo aprobaría.
Nalia sabía que tanto Ahme como Zelima tenían razón. No había alternativa. A pesar de su furia, tendría que recibir a esos hombres.