29
l enterarse de la próxima partida de Nalia, Sancho se preparó para acompañarla.
— No hace falta, Sancho. Un destacamento de soldados vendrá conmigo.
— Sólo cumplo con mi trabajo.
— Pero...
— Te estaré esperando en el patio con los caballos listos.
Nalia lo agradeció. Con Sancho siempre se encontraba segura. Isolina llamó antes de entrar en el cuarto de Nalia.
— Nos ha anunciado la reina que tienes que marcharte. ¿Puedo ayudarte con el equipaje?
— Muchas gracias, Isolina, pero estaré ausente sólo dos días llevaré poca ropa.
— Si necesitas a alguien puedo acompañarte —se ofreció la joven castellana con candor—. Te estoy muy agradecida por todo lo que has hecho por mí.
Nalia sonrió a la joven.
— Ha sido un placer ayudarte.
— Gracias a ti pude salir de Jaranegra. Ahora te estoy doblemente agradecida porque gracias a este viaje he tenido la oportunidad de conocer a Lucas de Moriel.
Nalia dejó lo que estaba haciendo y miró fijamente a la joven.
— ¿Lucas de Moriel?, ¿el hermano de Jaime?
— Sí, es muy agradable. Ambos estamos muy a gusto juntos.
Nalia rió con ganas. ¡Un de Moriel y una Jaranegra! ¡Quién lo hubiera pensado...!
— Me alegro por los dos, Isolina. Lucas es un buen muchacho tú serás para él una excelente compañera.
— Si necesitas algo y yo puedo ayudarte... o si deseas que te acompañe...
— Gracias, querida: este viaje he de hacerlo sola. Vendrá conmigo solamente una escolta de soldados y Sancho, un caballero amigo.
Montada sobre "Joya", la yegua gris que le había regalado Jaime, Nalia, al lado de Sancho y rodeada por los soldados, abandonó el castillo de Moriel para dirigirse hacia Zamora, lugar donde se encontraban las tierras de Jaime. Aunque era muy temprano cuando salieron, ya se vislumbraba en el horizonte un maravilloso cielo azul. El bello amanecer castellano animó a Nalia, así como el espectáculo del variado paisaje. Mientras los caballos cabalgaban a un trote continuo para poder llegar en el día, Nalia miraba de un lado a otro disfrutando de los pinos que cuajaban los montes, de los olivares, de los viñedos y de los profundos barrancos que dejaban a un lado del camino.
Se sentía viva, alegre, ilusionada... Respiraba hondo para captar las fragancias de los arbustos del campo: el romero, el espliego y el tomillo. Todo le parecía bonito, y su corazón saltaba esperanzado por su inminente encuentro con Jaime.
Temía su reacción, pero se resistía a pensar en ello. Jaime la quería y la escucharía.
A mitad de camino hicieron un alto para descansar y dar de beber a los caballos. Nalia paseó por la ribera del río, jugueteando distraídamente con las largas ramas de los sauces mientras cavilaba acerca de lo que podría ser su nueva vida al lado de Jaime.
Era ya muy entrada la noche cuando atravesaron el portón y se adentraron en el patio del castillo. Varios sirvientes se acercaron corriendo para ayudarles. El castillo siempre estaba preparado para recibir a los viajeros que necesitaban albergue.
Guiada por una sirvienta, Nalia atravesó la sólida puerta que aislaba la torre del exterior y se introdujo en la gran sala. Los soldados se habían retirado directamente a sus alojamientos, Sancho prefirió retrasarse, permitiendo que Jaime y Nalia se encontraran a solas.
El amplio salón estaba casi en una total oscuridad. La zona de la chimenea, ahora apagada por ser verano, permanecía en penumbra. Solamente la larga mesa aparecía iluminada con varios candelabros.
Su corazón dio un vuelco al ver a Jaime sentado a la cabecera de la mesa mientras un lacayo le servía vino. Sus hombres lo acompañaban.
Ensimismado en los mismos pensamientos que últimamente no le daban paz, Jaime tardó en prestar atención cuando la sirvienta le llamó.
— Mi señor, hay aquí una dama que desea verle.
Nalia salió de la oscuridad y dio unos pasos hacia la mesa. Los caballeros de Jaime se pusieron en pie y la saludaron con afecto.
Jaime no podía creerlo. Era un sueño. La imagen de Nalia torturaba tanto su mente que debía ser una artimaña de su imaginación.
— Buenas noches, Jaime. Siento interrumpir tu cena.
En contra de su voluntad, su corazón latió con violencia, acogiendo con alegría la presencia de la mujer que amaba. Sin embargo su expresión no se correspondía con ese gozo interior. Una sombra de rencor oscureció el verde de sus ojos, lanzándole a Nalia una mirada llena de inquina.
No vio a nadie que la acompañara.
— ¿Con quién has venido y por qué?
Su tono frío le heló el corazón.
— Sancho y un grupo de soldados me han acompañado, y he venido para verte, para pedirte perdón.
Álvaro, Lope y Alonso carraspearon azorados y pidieron permiso para retirarse. Una vez que el sonido de los pasos de los caballeros se alejó, Jaime volvió a taladrarla con una tensa mirada.
— La última vez que intentaste agredirme te hice una advertencia. No la tuviste en cuenta y osaste golpearme hasta hacerme perder el conocimiento. No mereces mi perdón y no lo tendrás —declaró imperturbable—. Aunque tarde, he descubierto que no eres digna de mi amor.
No habría sentido tanto dolor si la hubieran atravesado con una flecha. De todos modos, ese no era momento para lamentaciones y decidió luchar. Ella era la culpable y sería la encargada de buscar una solución al conflicto que los mantenía apartados. Jaime y ella estaban enamorados y tenían que estar juntos.
Nalia enderezó la espalda y se acercó más a él.
— Yo creo que sí lo soy, como tú lo eres del mío —puntualizó expresando su desacuerdo—. Soy una mujer agradable físicamente, educada, rica y te amo. Tú eres guapo, valiente, inteligente y me amas...
— Ya no. Mi corazón ha sufrido una gran decepción y ahora está muerto.
Un destello de tranquila rebeldía iluminó los ojos de Nalia.
— Mientes, Jaime. Tu corazón ha saltado de alegría al verme, lo mismo que el mío al verte a ti. Lo supimos desde aquel primer desafortunado encuentro, aunque no quisimos reconocerlo hasta mucho después. Es inútil que me lo niegues ahora a mí o que te lo niegues a ti mismo; sabes perfectamente cuál es la verdad.
Desgraciadamente, lo sabía y lo sufría, mas esta vez la coraza protectora no permitiría la salida a ninguno de sus sentimientos.
— No amaré a una mujer de la que no puedo fiarme. Necesito lealtad y confianza, y tú has sido incapaz de demostrármelas.
Nalia se sintió ofendida. Había aprendido desde pequeña a ser leal, fiel y honesta; por el contrario, Jaime la consideraba incapaz de ofrecer tales virtudes.
— Las circunstancias han sido siempre muy injustas con nosotros, y en muy pocas ocasiones hemos podido dejar aflorar nuestros sentimientos —dijo con pesar—. Yo soy muy leal a las personas que amo.
Jaime hizo una mueca desdeñosa, no creyendo lo que Nalia estaba diciendo. Intentó levantarse de la mesa, pero Nalia puso la mano sobre su hombro y le rogó que la escuchara.
— Nunca te he traicionado, Jaime.
— No estabas en Toledo cuando fui a buscarte. Te habías ido con Artal —le recordó él con rencor.
— Artal goza de todo mi desprecio, te lo aseguro. Acompañé la reina porque me habían dicho que te ibas a casar con Mencía de Zúgel. Mi corazón se desgarró con la noticia. Lloré y sufrí mucho —confesó. Jaime permanecía quieto, sintiendo cada una de sus palabras. Se negaba a conmoverse, sin embargo lo que contaba Nalia tenía bastante lógica—. Cuando fui capaz de reaccionar, la ira me cegó. No te perdonaba que no me lo hubieras contado tú mismo. Fue entonces cuando decidí viajar a Jaranegra.
— ¿Fue Artal el que te dio la noticia? —preguntó aún con dudas.
— No pudo soportar que yo permanecería en Toledo para esperarte. Se enfadó mucho y me lo dijo. No le creí. Nunca me fio de él. Hice indagaciones y todos parecían suponer lo mismo que él me había contado —continuó, recordando aún con dolor aquellos desgarradores momentos—. Ha sido en tu casa donde he sabido que nunca tuviste la intención de casarte con Mencía.
Jaime se levantó y comenzó a pasearse por el salón. Estaba nervioso, desconcertado, confuso... La quería más que nunca, la deseaba con desesperación y todo su ser clamaba por ella, pero... ¡No!, no podía perdonarla. Su dolor era muy reciente. Su abandono, la humillación, su ataque... ¡Era increíble! De haber sido un hombre, la ofensa que ella le había infligido la pagaría con la muerte.
— Si me querías tenías que haber esperado y preguntarme a mí.
Nalia se esforzó por contener las lágrimas. Era muy importante que permaneciera serena para convencerlo de que la perdonara.
— Lo sé ahora, pero en esos momentos tu engaño me enloqueció. Tendría que haberme quedado y esperarte. Tú me habrías explicado la verdad y nada de esto habría ocurrido —reconoció acongojada— Lo siento, Jaime. Cometí un error; por favor, perdóname —le suplicó con los ojos cargados de lágrimas que, a pesar de su lucha, no tardarían en derramarse.
Jaime la miró con severidad. Su corazón aún permanecía endurecido.
— Todos tenemos arrebatos —reconoció justificando un poco la acción de Nalia—, pero no puedo perdonarte que me golpearas.
— No fue mi intención... Tú estabas furioso. Jamás te había visto así...
— Yo nunca te hubiera golpeado.
Nalia movió la cabeza en un gesto de desesperación.
— De eso estoy segura, y yo tampoco...
En esos momentos entró Sancho en el salón, interrumpiendo la conversación que mantenían los dos enamorados.
— Parece que te tomas tu nuevo trabajo muy a pecho —comentó Jaime en tono irónico.
Sancho se acercó a la mesa y se sirvió una copa de vino.
— ¿Así es como recibes a tu viejo ayo?
— Sabes que siempre eres bienvenido en mi casa. Come y bebe lo que desees.
La sirvienta apareció en cuanto él la llamó y le ordenó que trajera una buena cena a sus invitados.
Nalia no tenía hambre, pero se quedó para intentar de nueva la reconciliación. Quizás con Sancho delante lograra ablandar Jaime.
No fue así. Jaime se interesó por lo que ocurría en el castillo de Moriel y no volvió a dirigirle la palabra. Sancho habló distendidamente sobre las últimas noticias, intentando incluir Nalia en la conversación. No fue posible y ella prefirió retirarse. Al parecer todos sus intentos para convencer a Jaime de que volviera con ella habían sido inútiles. A partir de ahí, todo lo que hiciera sería una pérdida de tiempo.
Una sirvienta la acompañó hasta la habitación. Estaba desolada, hundida, sin esperanzas de volver a recuperar la felicidad. A pesar de todo decidió quedarse unos días. Tenía que volver intentarlo. Si en ese tiempo no lograba que Jaime la perdonara, se alejaría de él para siempre.
No tuvo ninguna oportunidad de hablar con él de nuevo. A la mañana siguiente Jaime se había marchado y nadie sabía cuándo volvería.
Sancho golpeó la mesa furioso al enterarse de la noticia.
— ¡Maldito cabezota! Si estuviera aquí lo mataría a puñetazos.
Nalia se sumió en el silencio, doliéndole profundamente que Jaime no le diera alternativa. Había esperado otra oportunidad. Aparecer el orgullo de Jaime había cerrado su corazón a todo sentimiento que no fuera el rencor.
Un día y medio había tardado Jaime en llegar al castillo de su tío Guzmán. Su hermano Lucas lo dirigía, pero en esos momentos estaba en Moriel, junto con los demás miembros de la familia, agasajando al rey.
Le avergonzaba reconocer que había huido de su castillo para alejarse de Nalia. Sabía que de haber permanecido allí habría sucumbido a sus propios sentimientos. Al enterarse de las razones de Nalia para abandonar Toledo, había estado a punto de perdonarla. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no estrecharla fuertemente entre sus brazos. Sus sentimientos por ella seguían intactos, a pesar de su osadía. De permanecer a su lado, su determinación flaquearía, lo que supondría un consentimiento a los caprichos de Nalia.
De ninguna manera le convenía una mujer rebelde que no aceptaba las reglas más elementales de la sociedad, como era el respeto y la obediencia que se le debía a un marido.
Acostumbrado a la actividad, Jaime echaba una mano en el castillo, patrullando con sus caballeros cada día los alrededores proporcionando para la casa la caza que podían conseguir.
Por la noche, después de la cena, el grupo de hombres se divertía bebiendo y entonando canciones populares. Jaime solía mostrarse taciturno, sin mucho ánimo para juergas, pensando en lo diferente que habría sido su vida si Nalia se hubiera mostrado sumisa y obediente, como tantas mujeres que él conocía. Se enfurecía cada vez que pensaba en ella. La consideraba testaruda, caprichosa, osada, rebelde... todos los defectos que no se tolerarían en una mujer. En cambio, cuando se mostraba cariñosa... ¡No! ¡No se dejaría convencer por los escasos momentos placenteros que ella le había proporcionado!
— ¿No te unes a nosotros, Jaime? ¿Todavía pensando en la bella Nalia? —le preguntó Lope con sonrisa burlona.
Jaime le lanzó una mirada venenosa.
— No creo que te importen mis asuntos personales.
— Al contrario —respondió el caballero alegremente—, nuestro bienestar o incomodidad dependen de tu estado de ánimo.
— Tiene razón Lope —intervino Álvaro—. No puedes seguir así. Soluciona de una vez tus problemas con Nalia y todos nos sentiremos más relajados.
Las verdades casi siempre ofenden, y Jaime comprendió que sus amigos tenían razón. Desde que había conocido a Nalia era un hombre diferente. Esa mujer se había convertido en el centro de su vida. La amaba con desesperación, y a pesar de todo lo que había sucedido, él no podía vivir sin ella. Nalia era maravillosa cuando se lo proponía, y... bueno, él también había cometido errores y no siempre se había comportado con la gentileza que se le suponía a un caballero. Nalia le había golpeado, a pesar de sus advertencias, pero también era cierto que ella sólo había tratado de defenderse. La noche del baile se volvió loco de celos y la atacó de la peor forma que se puede atacar a una mujer. Sin embargo ella había viajado hasta su castillo para pedirle disculpas y reiterarle su amor por él.
¡Cómo había podido ser tan tonto de desaprovechar esa oportunidad...!
Levantándose bruscamente del sillón, Jaime se dirigió a sus caballeros impartiéndoles nuevas órdenes.
— ¿Volver mañana otra vez? —preguntó Alonso, sin entender el humor cambiante de su jefe.
— Sí, mañana al amanecer.
— Una decisión muy acertada, Jaime —afirmó Lope con satisfacción.
Jaime inició la marcha al galope. Apenas había dormido, antes de que amaneciera ya estaba ensillando los caballos para partir cuanto antes. El bonito paisaje veraniego les fue completamente ajeno a los veloces jinetes. Repentinamente, un miedo se había apoderado de Jaime, temiendo que lo más importante que le había sucedido en la vida se desvaneciera por su propia estupidez.
El tiempo tardado en volver se redujo en varias horas. De regreso en el castillo, Jaime saltó del caballo con agilidad y entró corriendo en el salón. Su rostro, esperanzado hacía unos momentos, se contrajo de aflicción al comunicarle una sirvienta que la señora su séquito habían partido por la mañana.
Los caballeros se disponían a entrar en la casa cuando lo vieron aparecer de nuevo.
— Nalia y Sancho han partido esta mañana. Nos llevan unas horas de ventaja. Los alcanzaremos.
— Pretendes que... —inició Álvaro.
— Cojamos caballos de refresco. No hay tiempo que perder. —
Jaime sabía muy bien que Nalia contaba con la ayuda de la reina. Constanza se encargaría de que volviera al lado de su padre. Si Nalia conseguía llegar a Sevilla, él no volvería a verla jamás. Sólo de pensarlo lo atenazó el terror, sintiendo cómo la sangre le martilleaba dolorosamente en las sienes.
Convencidos de que Jaime se estaba volviendo loco, los tres caballeros le siguieron, y en pocos minutos estaban galopando de nuevo a una velocidad que muy bien se podría considerar de suicida.
Durante varios días, Nalia había vivido con la esperanza de que Jaime la perdonara. Un amor como el que ellos se profesaban no podía terminar así, por un malentendido que ella no podía explicar. Desafortunadamente, no fue así. Triste, y con la sola compañía de Sancho, que procuraba distraerla con relatos y paseos, Nalia comprendió que el orgullo de Jaime jamás sería quebrantado por la debilidad del amor.
Su espera fue agónica e inútil. Definitivamente, su relación había terminado, y ella ya no tenía nada que hacer en Castilla. Para el desamor, lo mejor era la distancia. Era el único recurso que le quedaba para olvidar a Jaime de Moriel. Respecto a la promesa del Cid de desenmascarar a los Jaranegra, no tenía duda de que podría conseguirlo perfectamente solo. Al fin y al cabo era altamente improbable que ella pudiera ayudarlo.
Habían cabalgado al trote durante varias leguas. Hacía calor, por lo que hubo que parar en la ribera de un río para refrescarse dar de beber a los caballos. Más adelante, a la sombra de un bosque de fresnos, se detuvieron de nuevo para comer. Con la espalda apoyada en un árbol, Nalia disfrutó de la comida, rememorando con nostalgia las veces que Jaime y ella habían viajado juntos. Esos viajes habían sido más bien desafortunados, pero habían estado juntos.
Para su desgracia, eso jamás ocurriría a partir de ahora.
Sus ojos, cargados de melancolía, se negaban a apreciar el bello paisaje. Su corazón estaba muerto, incapaz de valorar la magnificencia de la naturaleza y el enorme valor de la vida. Jaime de Moriel era su vida. Sin él su existencia no tendría sentido.
A un paso más relajado debido al calor, el grupo de Nalia acortaba lentamente la distancia que los separaba de Moriel. Muy pronto llegarían y Nalia prepararía rápidamente el equipaje para viajar a Sevilla, de donde jamás volvería.
Jaime los divisó a lo lejos, sintiendo un enorme gozo en el corazón. Poniendo de nuevo su caballo al galope se adelantó a sus caballeros. Sancho oyó el ruido de los cascos de los caballos y se detuvo, ordenando a los soldados que acompañaban a Nalia que siguieran adelante. No tardó mucho en reconocer a Jaime y a sus hombres, sintiendo un gran alivio. El ansioso caballero pasó a toda velocidad a su lado sin detenerse. Sancho estalló en carcajadas, burlándose con regocijo de la vehemencia de su pupilo.
Provocando una nube de polvo al detener bruscamente al animal, Jaime saltó a tierra con un ágil movimiento y se precipitó hacia la yegua de Nalia. Impactada todavía por la súbita aparición de Jaime, Nalia lo miraba atónita, temiendo su brusca reacción, completamente ajena a sus intenciones.
Jaime se detuvo durante unos instantes y la miró fijamente.
Con un rápido ademán la tomó por la cintura sin pronunciar una palabra y se adentró, llevándola de la mano, en un bosquecillo de álamos. Nalia no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Con dificultad le seguía los pasos arrastrada por él. Tras un corto recorrido, llegaron a un claro rodeado de árboles. Allí, Jaime la apoyó contra el tronco de un árbol y clavó sus ojos en los de Nalia.
— ¿Prometes no volver ni siquiera a intentar golpearme jamás?
Aún jadeante, Nalia contestó con rotundidad.
— Lo prometo.
— ¿Prometes no volver a abandonarme?
— Lo prometo.
— ¿Prometes casarte conmigo?
— Lo prom... ¿cómo has dicho? —No podía creerlo. Jaime, un caballero noble cristiano, le estaba pidiendo matrimonio. Mucho debía amarla para saltarse las estrictas normas de la sociedad castellana.
— Me has oído perfectamente. ¡Prométemelo!
Nalia le dedicó su sonrisa más radiante.
— Lo prometo, amor mío. Será un honor para mí convertirme en tu esposa.
Jaime se arrimó a ella hasta rozar cada parte de su cuerpo, sin dejar de mirarla con ojos cargados de amor. Su boca acarició la de Nalia con suavidad, volviéndose sus labios más exigentes conforme profundizaba más el beso. Nalia le respondió con pasión, aferrándose a él con fuerza, intentando demostrarle la intensidad de sus sentimientos.
— Te quiero, Nalia —susurró depositando cálidos besos en su exquisito cuello—. Por favor, no vuelvas a darme otro disgusto.
Nalia le tomó la cara entre sus manos y lo miró con una avidez que lo hizo temblar.
— Nunca te haría daño a propósito, Jaime. Entre nosotros ha habido peleas y malentendidos, pero nunca odio. Estoy segura de que algún día hablaremos de ello sin exaltarnos. Ahora limitémonos a amarnos, por favor...
Jaime la estrechó de nuevo, demostrándole una vez más su amor.
Nalia reía con alborozo cuando momentos después Jaime extendió la mano desde su montura para que ella la tomara. Con un impulso la levantó y la sentó sobre su caballo delante de él. Habían estado demasiado tiempo separados. A partir de esos momentos aprovecharían cada segundo para estar juntos.
Sancho cogió las riendas de la yegua de Nalia y suspiró contento. Al parecer ese par de testarudos habían solucionado sus desavenencias. ¡Ojalá fuera para siempre...!
La reconciliación de la pareja fue acogida con alegría por parte de todos. Esa noche Jaime les anunció su intención de casarse con Nalia. No mencionó la conversión de Nalia y nadie se atrevió a preguntar. Todos dieron por hecho que así sería. Su amor había llegado a un punto que ni eso le importaba.
Familiares e invitados felicitaron a la pareja. Incluso los varones de Moriel estaban contentos. Mencía de Zúgel se quedaba en la familia, y Nalia de Toledo, aunque era mora, un inconveniente nada agradable, también era rica. Al menos aportaría algo a la familia.
La felicidad de la joven se reflejaba en su rostro, en su relación con los demás y en cada una de las actividades que emprendía. Su dulce sonrisa y su cálida voz hechizaban a todos. Por las noches, durante la cena, se le pedía que relatara cuentos e historias árabes.
Con su gracia y buena memoria recitaba los relatos que su padre, su aya y Ahme le habían contado a lo largo de su vida. No se le volvió a ocurrir bailar para los demás. Jaime no lo hubiera autorizado, además le hizo prometer que sólo bailaría para él.
Jaime se sentía muy orgulloso de Nalia. Era inteligente y bella, la esposa ideal para él. Se había vuelto bastante posesivo, como si todavía temiera que algo inesperado le arrebatara de nuevo la felicidad.
Nalia envió una carta a su familia comunicándoles la noticia.
Les hablaba ilusionada de su boda y les expresaba su anhelo de que pudieran asistir.
Saffah se apresuró a pagar a buenos correos para que la contestación no se demorara. El deseo de Ruy de Ara y el suyo propio se habían hecho realidad: Nalia se casaría con un caballero cristiano de su mismo rango. Su felicidad era completa. Sus dos hijas se habían casado de la forma más apropiada a su condición y con los hombres que ellas habían elegido.
Zelima estaba embarazada y no podría realizar un trayecto tan largo. Su hermana también le comunicaba que el viaje supondría un esfuerzo excesivo para su padre. Últimamente su salud se resentía, era aconsejable que no saliera de casa. Lamentaba mucho no poder acompañarla en ese día tan importante, pero mantendría la esperanza de que muy pronto ella y Jaime pudieran visitarlos. Ahme le mandaba cariñosos recuerdos. Todos la echaban mucho de menos.
— Claro que algún día iremos a Sevilla, cariño. Te lo prometo—le había dicho Jaime. Nalia se lo agradeció efusivamente—. Por otra parte soy consciente de que me arriesgo a que nada más entrar en Sevilla, Ismail Bahr me rebane el cuello por haberle arrebatado a la mujer más maravillosa que jamás haya podido existir.
Nalia volvió a abrazarlo amorosamente.
— Exageras, amor. Por otra parte, estoy segura de que él ya habrá encontrado a la mujer que realmente le convenía.
Los múltiples trabajos del castillo lo mantenían activo cuando no tenía que acompañar al rey. En cuanto encontraba una excusa para escabullirse, Jaime desaparecía y se dirigía inmediatamente buscar a Nalia. No siempre la encontraba disponible, lo que provocaba en él un inmediato furor.
Nalia tenía también sus actividades. Seguía al servicio de la reina y continuaba dándole clases de francés a las hijas de Jimena. Constanza había disminuido las tareas de Nalia con el fin de que pasara más tiempo con Jaime, pero no siempre coincidían las horas libres de ambos.
Faltaba media hora para la cena, y la reina ya estaba vestida. Como hacía todas las noches, Nalia terminó su servicio y salió corriendo hacia la parte del corredor donde Jaime la esperaba. Él la cogió entre sus brazos y la besó con pasión.
— Me desquicia que te hayan cambiado de habitación. Duermes con las otras damas y no puedo acceder a ti —se quejó con rabia—. En cuanto hemos anunciado nuestro compromiso se han puesto en marcha todos los mecanismos para resguardar las estrictas normas de la sociedad. ¡Maldita sea!, éramos mucho más libres antes. Si lo sé no anunciamos nuestra boda hasta el día antes de celebrarse.
Nalia se echó a reír. Luego le besó y le abrazó con ternura.
— Será por poco tiempo. Muy pronto estaremos juntos para siempre.
— No sé si voy a tener paciencia para que te terminen el vestido. Te echo de menos, Nalia, y quiero tenerte a mi lado mucho más tiempo.
Nalia sonrió.
— Tan vehemente como siempre... —comentó divertida—. Me encanta como eres; por favor, no cambies... aunque si pudieras moderar tus arranques...
Jaime fingió sentirse ofendido.
— ¿Mis arranques? ¿Y qué me dices de los tuyos?
— Tienes que reconocer que ahora me muestro contigo mucho más dulce y... complaciente —dijo en un tono seductor.
Jaime la apretó contra él.
— Si me hablas así no respondo de lo que puede suceder en unos segundos.
Nalia se echó a reír y le siguió el juego.
— Lo deseo tanto como tú, amor, pero hemos de ser pacientes. Ya hemos dado suficiente que hablar.
— ¡Al diablo con las habladurías! Sólo me importas tú, cariño. Tenerte es lo que más deseo en este mundo.
La fogosidad de ambos tuvo que ser aplacada cuando el aviso anunciando la cena llegó hasta sus oídos.
— ¡Maldita sea!, es que no podemos disfrutar ni de unos momentos de intimidad...
La risa de Nalia sonó alegre y cantarina en el corredor.
— Amor mío... ¡Te quiero!