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img28.pngisgustada por lo que había sucedido con Artal, Nalia se mantuvo apartada de él durante todo el camino de vuelta.

Ni Isolina ni Leonor sabían nada del enfrentamiento entre Nalia y Artal, pero sí habían advertido el silencio de su hermano y las severas miradas que le dirigía a Nalia.

Harta de los castellanos y de tener que aguantar su arrogancia, Nalia decidió cambiar de actitud y disfrutar del bonito paisaje leonés. A propósito, y para fastidiarlo aún más, la joven mora se dedicó a charlar amigablemente con sus amigas y con Beltrán, ignorando a Artal por completo.

El orgulloso joven rumiaba su ira en silencio, observando cada uno de los movimientos de Nalia mientras trazaba en su mente un plan para acorralarla.

Cuando atravesaron el foso del castillo de Jaranegra, los mozos de los establos corrieron para ayudarlos a desmontar. Artal bajó de un salto de su caballo y despidió con un brusco ademán al mozo que se acercaba a Nalia. Extendiendo los brazos para que ella se apoyara, Nalia lo rechazó con un gesto despectivo. Harto de contemplaciones, la tomó a la fuerza por la cintura y la bajó del caballo, reteniéndola muy cerca de él mientras la traspasaba con una intimidatoria mirada.

Desde la otra parte del patio, Jaime creyó marearse al contemplar la escena. Acababa de entrar en el patio de armas, adelantándose unos minutos al rey, que ya atravesaba el puente levadizo anunciado por el sonido del cuerno. Ignorando el estado de ánimo de Nalia y reacio a ser benevolente con ella, Jaime interpretó el cuadro sin ninguna bondad. Una fría capa de hielo envolvió en esos momentos su corazón, convirtiéndose su semblante en una gélida máscara.

La reina Constanza, acompañada por la familia Jaranegra todos los caballeros y damas del castillo, acudieron presurosos recibir al rey.

Pendiente solamente de la figura de Jaime, al que creía en Moriel, Nalia no reparó en que Artal continuaba sujetándola por la cintura, más íntimamente de lo que era conveniente.

Jaime...

Absorta solamente en sus reflexiones se dejó guiar por Artal hasta el lugar donde estaba Constanza. Todos en pie, esperaron que el rey y su séquito se acercaran. Con una sonrisa, Alfonso saludó a su esposa, luego se bajó del caballo y le dio un beso.

Dándose cuenta en esos momentos de la letal mirada de Jaime, Nalia reparó en el abrazo de Artal. Disimuladamente, se apartó de él y se dirigió al grupo de las damas. Artal dirigió a Jaime una mirada desafiante, muy consciente de lo que había visto. Una sonrisa triunfal curvó sus labios, intentando hacerle creer lo que nunca sería posible.

Nalia no sabía cómo calmar la agitación que la sacudía. Paseando como una fiera enjaulada por la habitación, recordó con toda claridad la escena que Jaime había visto. Su mirada mortal había condenado su familiaridad con Artal Jaranegra, sin saber que lo que él había presenciado era ficticio, una jugarreta por parte de Artal y una distracción por su parte.

 

Deteniéndose de pronto, se sentó en el banco delante de la chimenea y se tapó la cara con las manos. Las lágrimas acudieron sus ojos sin poder evitarlo. Había intentado olvidar a Jaime, arrancándose del corazón a base de orgullo la pena que sentía por su pérdida. Había tratado de eludir sus sentimientos y emociones, convenciéndose a sí misma de que lo que había ocurrido entre ellos había sido un simple espejismo, un amorío pasajero que nunca tendría un final feliz. Todos sus esfuerzos habían sido inútiles.

Ahora Jaime aparecía de nuevo y destruía las defensas que con tanto esfuerzo había conseguido erigir en torno a su corazón. ¿Qué se proponía?, ¿destruirla hasta convertirla en un simple juguete en sus manos?, ¿o ese encuentro había sido una casualidad?

Nalia se excusó ante la reina y no bajó al salón a cenar. Si quería curar, de una vez por todas, su herida de amor, era mejor no volver a verlo. Teniendo en cuenta el antagonismo que existía entre Artal y él, Nalia estaba segura de que Jaime no estaría en Jaranegra mucho tiempo.

Sin que consiguiera que el sueño acudiera a ella, Nalia dejó de vagar por la habitación y decidió acostarse. En esos momentos no había descanso para su mente y Nalia vaticinó que difícilmente lo tendría en el futuro.

Leonor entró en la habitación con sigilo para no despertar a su amiga. Ambas compartían, junto con otras damas, en el dormitorio las confidencias. Dada la posición de su familia, la joven castellana conocía a los principales personajes de la Corte. Era la que informaba a Nalia acerca de las más poderosas familias castellanas, sus orígenes y sus "fantasmas".

— No estoy dormida, Leonor. ¿Qué tal lo has pasado?

La joven se aproximó a la cama y se sentó en el borde.

— La cena ha sido espléndida, Nalia. Siento que te la hayas perdido.

— Estaba muy cansada...

— Y no querías ver a Jaime de Moriel —terminó su amiga—. No sé lo que sentirá ese caballero por la novia que le han asignado, pero se ha pasado la noche con gesto sombrío, lanzándole a Artal Jaranegra miradas como puñales y pendiente en todo momento de la escalera. Según me han comentado, aún no se ha casado, así que...

— Perdona, Leonor, pero estoy agotada. Mañana hablaremos.

La joven comprendió al instante y no continuó con su charla.

— Sí, es mejor que descansemos; mañana nos espera una dura caminata.

Nalia retiró las pieles y se incorporó un poco.

— ¿Es que volvemos a Toledo?

— El rey nos ha anunciado durante la cena que mañana emprenderemos viaje hacia Moriel. Al parecer pasaremos unos días en el castillo de los de Moriel.

Nalia se despejó por completo y se levantó de un brinco de la cama.

— ¿Estás segura?, ¿no habrás entendido mal?

— No, Nalia. Lo siento, pero esos son los planes del rey.

La joven mora golpeó el suelo con el pie, enfadada.

— ¡No iré! ¡Por Dios que no iré!

— ¿Por Dios? —preguntó Leonor, extrañada—. Creí que los musulmanes invocabais a Alá.

Nalia admiró la perspicacia de su amiga.

— Todos amamos a un dios bueno y poderoso. Da igual cómo lo llamemos.

— Tienes razón. ¿Y bien? —preguntó, interesada por el tema que le preocupaba.

— Hablaré con la reina. Ella comprenderá.

Al día siguiente, cuando Leonor se levantó, Nalia ya estaba vestida. Fue de las primeras damas en acudir al aposento de Constanza para ayudarla con el equipaje.

— Desearía hablar con vos un momento, señora.

La reina la miró comprensiva y escuchó lo que la joven tenía que decirle.

— Conocéis mis razones para no desear ir a Moriel. Sería demasiado doloroso para mí —confesó con ojos brillante—. Si podéis proporcionarme una escolta, volveré a Toledo y allí os esperaré.

Constanza lamentaba el pesar de Nalia. Esa joven mora era inteligente y bondadosa, mucho más culta que cualquier dama castellana que ella hubiera conocido. La rica y adelantada cultura árabe era admirada en toda Europa, siendo sus médicos, intelectuales y artistas los modelos en los que se fijaban el resto de los europeos. A pesar de no ser noble, Nalia se había criado en un ambiente exquisito, siendo una alumna excelente en cada una de las materias que se le habían enseñado.

— Deseo que seas feliz, Nalia. Tienes mi permiso para volver Toledo.

Nalia hizo una reverencia a la soberana y le besó la mano.

— Gracias, señora. Sois muy comprensiva.

— Tan pronto regrese a Toledo, prepararemos tu viaje a Sevilla—le anunció sonriente—. Siento que nos dejes, pero quizás ha llegado el momento de que inicies una nueva vida.

— Os echaré de menos, señora. Habéis sido muy bondadosa conmigo —expresó con sinceridad—. Para que ocupe mi lugar pueda recomendaros a Isolina Jaranegra, si perdonáis mi atrevimiento. Es una joven buena y dulce, y creo que le convendría alejarse durante algún tiempo de Jaranegra.

Constanza asintió.

— Tenéis razón. Apartarse de la opresiva autoridad de su padre y de su tía le vendrá muy bien a esa joven.

Encerrada de nuevo en su habitación, Nalia no pensaba salir hasta que la comitiva emprendiera el viaje hacia Moriel.

 

 

La rabia ardía en los ojos de Artal. El rey solamente había estado en su casa una noche y para colmo se los llevaba a todos, incluida Nalia, al castillo de Moriel, su más feroz y odiado rival.

Montado ya en el poderoso alazán que Nalia le había regalado, Jaime de Moriel observaba sin pestañear a cada una de las damas que iban saliendo. Al ver que Nalia no aparecía, se movió con inquietud. Bastante furioso estaba ya por no haber podido ver Nalia en las veinticuatro horas que llevaba en Jaranegra.

Los reyes, acompañados de la familia Jaranegra, salieron aexterior y fueron ayudados a montar en sus cabalgaduras. Jaime se acercó a Alfonso y lo miró con recelo.

— Nalia no está aquí, señor.

Con expresión irritada Alfonso miró a Constanza.

— Falta una dama, ¿no es así, querida esposa?

La reina asintió con naturalidad.

— Nalia no vendrá con nosotros. Nos esperará en Toledo.

El rey levantó los ojos al cielo rogando paciencia. continuación miró a Jaime y le hizo un gesto pidiéndole su opinión. El caballero negó con la cabeza. No cedería. Había llegado el momento de reclamar lo que le pertenecía.

Nalia estaba nerviosa y desasosegada. Había cogido el bastidor para intentar calmarse bordando. Sus ojos estaban húmedos por el llanto y el corazón lo tenía desgarrado. Sabía que tenía que reponerse de esa crisis; también sabía que el único lugar donde lo conseguiría sería al lado de su familia.

Unos golpes en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Un oficial del rey, acompañado de dos soldados, le explicó lo que sucedía.

— El rey la espera en el patio, señora. Deberá viajar con nosotros.

Asustada, se puso en pie, dejando caer el bastidor al suelo.

— Debéis estar confundido. Yo me quedo aquí.

— La orden del rey ha sido muy clara, señora. Por favor, acompañadme.

Los soldados cargaron con los cofres de Nalia y ella y el oficial salieron detrás de ellos. Artal la esperaba en el salón y le interceptó el paso.

— Nos volveremos a encontrar, Nalia; antes de lo que crees.

Ella lo miró con indiferencia y continuó su camino hacia el exterior. La bonita yegua gris estaba ya preparada cuando ella salió.

Constanza la miró con aflicción, lamentando profundamente no haber tenido tiempo para convencer a su esposo. Nalia le sonrió, comprendiendo la delicada situación de la reina.

Jaime la traspasó con su penetrante mirada, pero no se acercó. Ya tendría tiempo cuando llegaran a sus tierras de darle la lección que ella se merecía.

Durante las dos jornadas que duró el viaje, ni Jaime ni Nalia se dirigieron la palabra. Jaime iba a la cabeza de la comitiva, con el rey sus caballeros. De vez en cuando dejaba su puesto y se colocaba detrás de ella, observándola detenidamente y preguntándose intrigado por qué habría decidido vestirse como las mujeres castellanas.

Aun siendo muy consciente de su presencia, Nalia no lo miraba. Sabía que en esa posición ella estaba en desventaja, pero procuraba mostrarse tranquila e indiferente ante todo lo que él hacía.

En cuanto el castillo de Moriel apareció a la vista, Jaime se adelantó al galope para cerciorarse de que todo estaba preparado para la llegada de los reyes.

Las maderas del puente levadizo temblaban bajo el golpeteo de las pezuñas de los caballos.

De pie en la poterna de entrada, Jaime observaba el paso de los jinetes, hasta que Nalia pasó a su altura y él detuvo el caballo. La joven intentó seguir a los demás, ignorando la intención de Jaime de ayudarla a bajar. Cogiendo a la yegua de la brida, el caballero la atravesó con la mirada.

— Tú bajarás aquí, Nalia —dijo alargando la mano para tomarla de la cintura.

— ¿Por qué motivo?

— Porque lo ordeno yo.

Ya estaban en su terreno. Había sido paciente, muy paciente, ahora había llegado el momento de que Nalia olvidara su rebeldía aprendiera a obedecerlo y respetarlo.

Jaime seguía enfadado y ella no quería irritarlo más. No deseaba hacer una escena nada más llegar. Los otros ya habían atravesado el patio de armas y empezaban desmontar. La familia de Moriel al completo esperaba en las escaleras que daban acceso a la torre del homenaje.

El recibimiento fue caluroso y cordial. Alfonso apreciaba mucho a los de Moriel, y Constanza, que había coincidido pocas veces con Guiomar, la señora del castillo, aceptó con agrado la amable bienvenida de la dama. Guiomar saludó también con mucho cariño a Jimena, una querida amiga.

Alfonso y Constanza saludaron a todos los miembros de la familia.

— También recordaréis a Mencía de Zúgel, antigua dama vuestra—señaló Guiomar tomando del brazo a la joven castellana.

— Por supuesto que me acuerdo —afirmó la reina saludando Mencía con afecto—. Yo nunca olvido a mis damas, sobre todo cuando éstas son bondadosas y dulces.

— Sí lo es, y estamos todos muy orgullosos de que muy pronto entre a formar parte de nuestra familia.

Mencía hizo una graciosa reverencia y le dio las gracias Constanza por sus halagos.

El comentario de la madre de Jaime fue malinterpretado por todos los presentes, especialmente por Nalia. Aferrada aún por la fuerte mano de Jaime, sintió un agudo dolor en el corazón. Era una crueldad que Jaime la expusiera a esa humillación. Jamás hubiera pensado que algún día llegara a vengarse de ella de una forma tan perversa.

— ¡Madre, quisiera presentaros a Nalia de Toledo! —exclamó Jaime mientras subía la escalera llevando del brazo a la joven mora.

Todos se volvieron para mirar a la pareja, produciéndose instantáneamente una expresión de sorpresa en sus rostros.

Guiomar miró a la joven, impresionada. Los rumores decían que era bella, pero jamás hubiera imaginado que tanto. Vestía como ellas y parecía una dama castellana, incluso mucho más exquisita que la mayoría. Si en algún momento tuvo la esperanza de que su hijo se olvidara de la joven mora, ahora que la había conocido comprendió que ese deseo jamás se cumpliría.

— Encantada de conoceros, Nalia. Sois una joven muy bella. Espero que os sintáis a gusto en nuestra casa —dijo mientras le dedicaba una dulce sonrisa.

— Sois muy amable, señora. Muchas gracias por vuestra hospitalidad.

— Yo soy el padre de Jaime —se presentó Pedro de Moriel—. Bienvenida a nuestro hogar.

A pesar de sus problemas con Nalia, Jaime se sintió contento y agradecido por el comportamiento de sus padres. Había sido duro para ellos comprender sus deseos. Finalmente los habían aceptado por amor. El bienestar de la familia era lo primero, y eso de nada servía si sus hijos no eran felices.

Los reyes y su séquito fueron conducidos a la torre donde se encontraban las estancias de huéspedes. Alfonso y Constanza ocuparon las habitaciones principales, dedicadas las demás a sus damas y caballeros.

Nalia fue separada de las otras damas. Una sirvienta la acompañó hasta su dormitorio, situado en el primer piso de la torre del homenaje.

— ¿Cómo os llamáis? —le preguntó a la señora de mediana edad que la había guiado.

— Mi nombre es Trinidad, señora. Yo ya sé que os llamáis Nalia y que sois de Toledo.

Nalia la miró sorprendida.

— No os extrañéis, joven. Llevo muchos años trabajando parla familia de Moriel y gozo de su confianza. Jaime es el mayor y yo ayudé a criarlo. —Haciendo una pausa para observar la reacción de Nalia, continuó—. Lo conozco muy bien. Sé que a veces es testarudo como una mula, pero también es un hombre bueno y valiente.

Nalia no entendía por qué esa mujer le hablaba con tanta confianza de la familia. Ella era una simple invitada. Mientras se quitaba los guantes y la capa, la joven contempló la habitación. Amplia y bien iluminada, gozaba de unas comodidades que ella no hubiera esperado. Los castillos castellanos eran recios, pero muy austeros en su interior. Comparados con el lujo del que se gozaba en las estancias árabes, las casas de Castilla eran más bien sobrias e incómodas.

Nalia palpó la suavidad de las pieles que cubrían la cama, de la que salían cuatro postes labrados. Estos sujetaban un baldaquín del que colgaban unos bonitos cortinajes rojos. En el suelo había una gran alfombra, y sobre los gruesos muros de las paredes colgaban magníficos tapices. Dos cofres, de claro diseño árabe, estaban apoyados en la pared, y delante de la enorme chimenea de piedra había dos sillones de madera con mullidos cojines de damasco y una pequeña mesa entre ellos.

— ¿Os gusta? —preguntó Trinidad desde atrás. Nalia sonrió.

— Mucho. Es una habitación muy bonita.

— Es el dormitorio de mi señor Jaime.

Nalia abrió la boca, horrorizada.

— Pero...

— Lo siento, señora, pero debo volver a mis tareas.

Antes de que Nalia pudiera pedir una explicación, la sirvienta había salido.

Miró a su alrededor desconcertada, intentando pensar con tranquilidad para descubrir qué era lo que pretendía Jaime.

La puerta se abrió de golpe y él apareció. Iba vestido aún con las ropas de viaje: sobre las calzas y un jubón de cuero, caía sin mangas una túnica hasta media pierna con el escudo de la familia bordado en medio del pecho. La cintura se ajustaba con un cinturón del que colgaba la espada.

Apoyado en la puerta, Jaime la miró de pies a cabeza, analizando detenidamente cada una de sus prendas. Su belleza no había disminuido un ápice con el cambio de vestimenta. El vestido color oro, ajustado a su cuerpo y ceñido con un bonito ceñidor en distintos colores y del que colgaba su daga enjoyada, le sentaba de maravilla. No llevaba joyas, pues la ancha greca bordada que adornaba el cuello del vestido hacía las veces de collar. Un tocado del mismo color que el vestido le cubría parte del pelo, que caía sedoso a lo largo de la espalda.

Con lentitud se acercó a Nalia y le lanzó una profunda mirada, notando cómo su corazón se aceleraba a cada paso que daba.

Nalia no se movió del centro de la habitación. No tenía ni idea de lo que Jaime estaba pensando, por lo que decidió permitirle que fuera él el que diera el primer paso.

— Me gustaría saber el motivo por el que has decidido vestirte como las mujeres castellanas.

— Quizás envolviéndome en las sobrias ropas de las mujeres cristianas aleje a los indeseables castellanos de mi lado.

Una sonrisa taimada curvó los labios de Jaime.

— ¿Es que te han molestado mucho nuestros caballeros?

— No han dejado de hacerlo desde que entraron en Toledo.

El caballero levantó la mano para acariciarle el rostro, pero Nalia volvió la cara.

— Sólo un caballero te molestará a partir de ahora, así que no tienes por qué preocuparte por los demás.

El rostro de la joven se encendió de ira.

— No te acercarás a mí, Jaime. Cuento con la protección de Constanza...

— Ya no. Estás aquí porque yo lo he decidido. Tengo el consentimiento del rey y aquí te quedarás.

— ¡Jamás! En cuanto regresemos a Toledo prepararé mi viaje de vuelta a Sevilla. La reina me lo ha prometido.

Jaime le dedicó una mirada severa y le habló con tono incisivo.

— Nunca saldrás de aquí sin mi permiso. El rey te ha entregado a mí y yo tengo libertad para hacer contigo lo que quiera. Permanecerás a mi lado y harás todo lo que yo te ordene.

Le había traicionado y se merecía un duro castigo. Por el momento, el matrimonio quedaba descartado. Jaime tenía que aclarar muchas dudas antes de dar ese paso. Ahora sería su amante, y Nalia tendría que hacerse a la idea de que no tenía otra alternativa que someterse a él.

— Debes estar loco, Jaime. Sabes perfectamente que soy libre que estoy al servicio de la reina. Tú no puedes cambiar eso. No puedes manejar mi vida a tu antojo.

— Antes no lo habría hecho —confesó con pesar—. Fui a Toledo a buscarte, tal y como habíamos quedado. No estabas: te habías ido con Artal. Cuando llegué a Jaranegra te encontré en sus brazos. Después de esto, ¿crees que mereces alguna consideración por mi parte, algún respeto?

— El viaje a Jaranegra fue una decisión de la reina.

—¡Tú podrías haberte quedado en Toledo si hubieras querido!—gritó consternado—. ¡No estabas obligada a viajar; sin embargo preferiste ir con Jaranegra! ¿Por qué?, ¿acaso para inspeccionar sus tierras, su riqueza, su poder? Estás valorando qué rico castellano te conviene más, ¿no es así? —exclamó con los ojos ardientes de desprecio.

Nalia se apartó de él con desdén. Le dolían sus palabras, sin embargo, no le iba a dar la satisfacción de contarle la verdad. No iba decirle que su corazón se quedó paralizado cuando se enteró de que se casaría con otra. Él no había sido justo con ella, no le había contado la verdad. Si él se lo hubiera dicho, Nalia habría sufrido igual, de eso estaba segura, pero habría sido una demostración de lealtad y ella se habría sentido satisfecha.

— No te olvides de Ismail Bakr...

Jaime reaccionó con ira, tomándola con fuerza del brazo volviéndola hacia él.

— ¡Te dije en una ocasión que no volvieras a pronunciar ese nombre en mi presencia! ¡No me saques de quicio, Nalia; pagarías muy duramente las consecuencias! —la amenazó con ferocidad.

— Ningún castellano me interesa. Lo único que deseo es volver con mi familia.

— ¡No volverás! Tu puesto está a mi lado y aquí te quedarás.

— ¡Pero es que no tienes vergüenza? ¿Piensas tenerme como tu amante aquí, en tu propia casa?

— Has acertado. Estaremos aquí un tiempo. Luego nos trasladaremos a mi propio castillo. Moriel será mío el día de mañana, pero ahora pertenece a mis padres.

— No puedo creer que hables en serio. Tus padres se merecen un respeto. No puedes...

— Ya he hablado con mi familia y saben lo que pretendo —mintió para asustarla—. Soy un adulto, el heredero de la familia aceptan mi decisión.

Nalia estaba atónita. No podía entenderlo. Su padre jamás hubiera consentido semejante falta de decoro. Tampoco los de Moriel, pero ella no podía saberlo.

— ¿Por eso me has instalado en tu habitación? ¿Para tenerme tu entera disposición con mayor facilidad?

— Tengo el permiso del rey, lo que quiere decir que mi acceso ti es total.

Nalia le hubiera abofeteado por su arrogancia, pero no deseaba provocarlo aún más.

— Podrá ser total, pero no placentero. Te advierto que no te daré facilidades.

Una expresión diabólica se reflejó en los ojos verdes del castellano.

— No me hace falta tu permiso para conseguir de ti lo que deseo, y creo que te lo he demostrado en varias ocasiones.

Nalia se volvió con genio e intentó agredirlo.

— Maldito villano...

Jaime detuvo el golpe de su brazo y se lo sujetó a la espalda.

Con la mano libre la tomó por la nuca y la acercó a sus labios. Las protestas de Nalia fueron sofocadas de forma inmediata. Jaime la besó con labios ansiosos y exigentes. Llevaba mucho tiempo anhelando ese beso, anhelándola a ella por completo, y ¡por Dios! que lograría que Nalia le respondiera. Tenía que castigarla derrotándola. Jaime sabía que en el estado en el que se encontraba, eso sería lo que más le dolería, sería la única forma de aplastar su orgullo.

Nalia luchó contra él con todas sus fuerzas. Su furia era tan intensa que en esa ocasión no se concentró en el beso. Su mente estaba puesta en el puñal que tenía en la parte derecha de su cadera.

Tendría que acceder a él con la mano izquierda. Detuvo su forcejeo momentáneamente, con el único fin de engañarlo. Durante unos segundos, Jaime creyó en la artimaña. Fue su instinto guerrero el que le advirtió del peligro. Con increíble rapidez separó a Nalia y la aferró la muñeca que estaba ya muy cerca del puñal.

— ¿Deseabas eliminar a otro caballero castellano? —inquirió con un fulgor de batalla en sus ojos.

Ambos se miraron desafiantes. Sólo Nalia sabía que jamás podría hacerle daño.

— Vuelve a tocarme y lo comprobarás.

Los ojos de Jaime se entrecerraron con expresión perversa y le dedicaron una mirada fulminante.

— Si vuelves a intentar agredirme con un arma, conocerás de lo que soy capaz, Nalia. Quedas advertida.

— ¡No permitiré que me ataques sin defenderme! —gritó Nalia con lágrimas en los ojos.

— No pienses que voy a dejar de reclamar lo que me pertenece.

Con el puñal aún en la mano, Jaime abandonó la habitación dando un portazo.